sábado, 1 de diciembre de 2012

21 de Diciembre de 2012


                   Se ha hablado incansablemente sobre lo que marca esta fecha para la humanidad. Se ha hablado que corresponde al inicio de un nuevo ciclo, se ha hablado  que corresponde al fin de los tiempos. En fin, se ha dicho tantas cosas que son sólo palabras para confundir. Es un arma más que usa el maligno para engañar a la humanidad y así lograr que se alejen de las  Palabras que dan vida y del verdadero camino. Porque los incautos seres humanos prefieren creer cualquier cosa que tenga olor a místico y que no les recuerde que son seres pobres, ciegos, miserables y desnudos (cf. Apocalipsis 3:17), que son seres que van camino a la perdición (cf. Proverbios 14:12; Mateo 7:13; 2 Tesalonicenses 1:5-10). Prefieren creer ilusamente que tienen posibilidad por si mismo de lograr algún tipo  de redención, están construyendo su propia babel (cf. Génesis 11:1 ss.),  pero Dios los juzgará.
            Para el creyente la fecha no debe significar nada, porque tenemos la seguridad que sea el arrebatamiento y, por consiguiente del inicio de la gran tribulación, lo sabe sólo el Padre, es una fecha que sólo Él designará, es una fecha que ni el Hijo eterno, nuestro Señor Jesucristo, sabe (Mateo 24:36; Marcos 13:32). Si la palabra revelada por Dios nos dice esto ¿cómo es posible  que un pueblo totalmente idolátrico pueda tener tal revelación, que pueda indicarnos la fecha que ni su Hijo sabe? ¿Es que hay otra revelación que desconocemos? ¡Imposible! ¡No hay otra! Dios tiene una sola revelación, que es su Palabra escrita, y las demás son mentiras. Sólo Dios el Padre sabe la fecha y es soberano para decidir, tal como el Señor Jesucristo lo dijo: “No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones,  que el Padre puso en su sola potestad…” (Hechos 1:7).
S.K.R

Meditaciones Breves.


La Base de Perdón Divino
El pecado es una realidad; la santi­dad de Dios es también una rea­lidad; la conciencia lo es también, y no menos el juicio divino. Todo esto merece nuestra detenida consi­deración. La justicia debe ser satis­fecha; la conciencia purgada; Sata­nás silenciado. ¿Cómo podrá esto realizarse? SOLO POR LA CRUZ DE CRISTO. ¡Esta es LA BASE del perdón divino! El sacrificio de Cristo produjo el medio por el cual el justo Dios y el pecador justificado puedan entrar en dulce comunión. A través de ese sacrificio yo veo el pecado condenado, la justicia satisfecha, la ley magnificada, el pecador sal­vado y el adversario confundido.
—C. H. Mackintosh
LA PAZ
La paz de Dios, que sobrepasa todo entendi­miento (Filipenses 4:7). La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo (Juan 14:27). Tu guardarás en completa paz a aquel cuyo pensa­miento en ti persevera; porque en ti ha confiado (Isaías 26:3).
·         Sea cual fuere la bondad de Dios, es una cosa muy seria encontrar la paz con un Dios de santidad. Cristo hizo la paz, pero quiere que sintamos lo que es necesitarla, a fin de que podamos conocerla.
·         Deseamos obtener la victoria a fin de encontrar la paz; pero nos hace falta tener la paz (la paz ya hecha por la obra de Cristo) para lograr la victoria. Entonces encontraremos la fuerza necesaria; pero la encontramos sólo cuando tenemos conciencia de que carecemos de ella.
·         El Evangelio de la paz nos pertenece en Cristo, pero el espíritu de paz debe morar en nuestro corazón. La paz fue hecha para nosotros, a fin de que podamos permanecer en paz.
·         La obra de Cristo es lo que da paz a la conciencia; pero una voluntad sometida, la ausencia de voluntad propia, tanto en las cosas grandes como en las cosas pequeñas, es lo que nos da la paz del corazón, mientras atravesamos las pruebas de este mundo.
·         En lugar de inquietarnos, deberíamos presentar a Dios nuestras peticiones, por medio de toda oración y ruego, de manera que, mientras le suplicamos, ya podemos darle gracias por estar seguros de que Él nos dará la respuesta, sea del modo que fuere. La Escritura no dice: «Obtendréis lo que habéis pedido», sino: "La paz de Dios... guardará vuestros corazones" (Filipenses 4:7). ¡Qué gracia es saber que nuestras mismas angustias son un medio del cual se sirve para llenar nuestros corazones de esa maravillosa paz!
·         Una de las pruebas evidentes de que vivo en Cristo es la tranquilidad. Mi parte está en otro sitio diferente de aquí abajo, y prosigo mi camino. Sean cuales fueren las circunstancias, si permanecemos en Dios, manifestaremos en ellas un espíritu apacible. No solamente nuestra alma es feliz para consigo misma, sino que lleva la atmósfera del lugar de donde ella viene.
·         ¿Encuentran todas sus pruebas corazones que se apoyan en Dios su Padre de manera que, si ellas llega­ran a multiplicarse, su espíritu esté en reposo, su sueño tranquilo, y que pueda dormir y despertarse como si todo estuviese apacible a su alrededor (Salmo 3:5; 4:8), porque sabe que Dios está vivo y que dis­pone de todas las cosas? ¿Es así entre usted y sus pre­ocupaciones, o aquellos que son la causa de ellas? Si ésa es su experiencia, ¿qué mal podría alcanzarle?
·         El alma que está en comunión con Dios vivirá en un espíritu de paz. Para triunfar sobre las inquietudes de este mundo, no hay nada más importante que per­manecer en esta atmósfera de paz.
·         Nada guarda mejor al alma en el gozo de la paz que una confianza firmemente fundada en Dios. Sin ella, el hombre siempre estará excitado, presuroso, lleno de ansiedad. Si la paz de Dios guarda sus corazo­nes, gozarán del triunfo que ella da; no manifestarán nada que se oponga o que no tenga armonía con ella.
·         El amor y la gracia de Dios que íntimamente nos relacionan con el cielo llenan nuestros corazones, y somos hechos capaces de llevar a almas turbadas esa tranquilidad y esa paz que nada en este mundo puede destruir.
·         Un poco de reposo aparte nos permite muchas veces ver todas las cosas tranquilamente con los ojos de Cristo.
—J. N. Darby

CONSAGRACIÓN
Meditemos sobre Mateo 26:6-13, escena que rela­tan también Marcos y Juan. María derrama sobre la cabeza y los pies de Jesús un ungüento de nardo puro de gran precio. Los discípulos, indignados, incapaces de comprender sus motivos, la reprenden: "¿Para qué este desperdicio?" Consideran este honor rendido al Señor como una pérdida. A sus ojos, los pobres tienen más importancia que Jesús. Pero el corazón de María arde por él; sabe que Aquel a quien los judíos quieren matar es el Rey, el Mesías. Le rinde los honores reales ungiéndole con un ungüento que debió de costarle cuanto poseía...
Si nuestros corazones aman al Señor, nada nos parecerá demasiado precioso para honrarle. Al aprobar el acto de María, el Señor ha establecido el principio básico de todo servicio: Debemos darle a El cuanto poseemos, todo lo que somos. La primera cosa no es saber si se ha ayudado a «los pobres», sino si el Señor ha sido satisfecho. No lo será, a menos que nos diéra­mos enteramente a él, a menos que «perdamos» por él.
—M. Tapernoux

LA NECESIDAD DE LA GRACIA
            La vara y los azotes pueden estar justificados, pero no se gana el corazón humano con ellos. Ni es la justicia la que reina entre los santos de Dios, sino la gracia, a través de la justicia, para vida eterna. Ay, cuantos pecados retenidos hubieran podido ser lavados; y cuantos hermanos apartados para siempre habrían sido ganados para Dios y nosotros, porque meramente aporreamos la conciencia y dejamos de ganar su corazón; el corazón que (¿lo diré?) apenas buscamos. No vencimos el mal porque no lo vencimos con el bien. Voluntariamente nos sentamos para juzgar, y hemos sido juzgados; hicimos con muy poca humildad obra del Maestro. Qué poco entendemos que unos tratos "justos" -por muy justificados que estos puedan llegar a estar- no servirán para restaurar las almas; este juicio, por verdadero y comedido que sea, no llegará a los corazones para suavizarlos y dominarlos con instrucción, cuando por la misma evidencia del caso no estén en el verdadero lugar con Dios.
            El hombre no es toda conciencia, y la conciencia que se gana con el corazón todavía apartado hará lo que con el primer pecador de los hombres: lo alejará de entre los árboles del huerto para escapar de la voz incómoda.
—J.N. Darby 

JUZGARSE A SÍ MISMO


Existen pocos ejercicios más valiosos y saludables para el cristiano que el de juzgarse a sí mismo. Con esto no me refiero a la desdichada práctica de buscar en uno mismo pruebas de vida y de seguridad en Cristo, pues sería terrible estar ocupados en esto. Yo no podría concebir ninguna otra ocupación más deplorable que la de estar mirando a un yo vil en vez de contemplar a un Cristo resucitado. La idea que muchos cristianos parecen abrazar con respecto a lo que se conoce como «autocrítica» —esto es, un examen de sí mismos— es por cierto deprimente. Ellos lo consideran como un ejercicio que puede terminar haciéndolos descubrir que no son cristianos en absoluto. Esto, lo repetimos, es una labor terrible.
           Sin duda es bueno que aquellos que han estado edificando sobre un fundamento arenoso tengan abiertos sus ojos para ver el grave error que ello configura. Es bueno que aquellos que con satisfacción han estado envueltos en ropajes farisaicos se despojen de los mismos. Es bueno que aquellos que han estado durmiendo en una casa en llamas despierten de sus sueños. Es bueno que aquellos que han estado caminando con los ojos vendados al borde de un terrible precipicio se saquen la venda de sus ojos para que vean el peligro y retrocedan. Ninguna mente inteligente y ordenada pensaría en poner en duda la propiedad de todo esto. Pero entonces, admitiendo plenamente lo antedicho, la cuestión del verdadero juicio propio permanece completamente intacta. En la Palabra de Dios no se le enseña ni una vez al cristiano a examinarse a sí mismo con la idea de que descubra que no es cristiano, sino —y trataremos de demostrarlo— precisamente lo contrario.
           Hay dos pasajes en el Nuevo Testamento que son tristemente mal interpretados. El primero tiene que ver con la celebración de la cena del Señor: “Por tanto, pruébese (o examínese) cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa. Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí” (1ª Corintios 11:28-29). Ahora bien; es común, en este pasaje, que el término “indignamente” se lo aplique a las personas que participan, cuando, en realidad, se refiere a la manera de participar. El apóstol nunca pensó en cuestionar el cristianismo de los corintios; es más, en las palabras de apertura de su epístola él se dirige a ellos en estos términos: “a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos” (en rigor, «santos por llamamiento»). ¿Cómo podía él emplear este lenguaje en el capítulo 1 y poner en tela de juicio, en el capítulo 11, la dignidad de esos santos para participar de la cena del Señor? ¡Imposible! Él los consideraba santos y, como tales, los exhortó a celebrar la cena del Señor de una manera digna. Jamás se planteó la cuestión de que estuviera presente allí alguno que no fuese verdadero cristiano; de modo que era absolutamente imposible que la palabra “indignamente” se pudiera aplicar a personas. Su aplicación correspondía únicamente a la manera. Las personas eran dignas, pero su manera no; y entonces fueron exhortadas, como santas, a juzgarse a sí mismas en lo que respecta a su proceder, pues, de lo contrario, el Señor habría de juzgarlas en sus personas, como ya había sido hecho (1ª Corintios 11:30). En una palabra, habían sido exhortados a juzgarse a sí mismos en su calidad de cristianos. Si ellos hubiesen tenido dudas de esa condición, no habrían sido capaces de juzgar absolutamente nada. Yo nunca pensaría en hacer que mi hijo juzgase si es hijo mío o no, pero sí esperaría que él se juzgara a sí mismo en cuanto a sus hábitos, pues, de lo contrario, yo ten-dría que hacer, mediante la disciplina, lo que él debió haber hecho mediante el enjuiciamiento propio. Precisamente porque lo considero mi hijo no lo dejaría sentarse a mi mesa con ropas sucias y malos modales. 
           El segundo pasaje se encuentra en 2ª Corintios 13: “pues buscáis una prueba de que habla Cristo en mí... examinaos a vosotros mismos” (v. 3-5). El resto del pasaje es un paréntesis. El punto esencial es éste: el apóstol apela a los mismos corintios como la clara prueba de que su apostolado era divino; de que Cristo hablaba en él, de que su comisión provenía del cielo. Él los consideraba como verdaderos cristianos, a pesar de toda la confusión que reinaba en la asamblea; pero, puesto que ellos constituían el sello de su ministerio, ese ministerio debía ser divino, y, por ende, no debían oír a los falsos apóstoles que hablaban en contra de él. El cristianismo de los corintios y el apostolado de Pablo estaban tan íntimamente relacionados que poner en duda el uno implicaba poner en duda el otro. Resulta claro, pues, que el apóstol no exhortaba a los corintios a examinarse a sí mismos con la idea de que dicho examen pudiera resultar en el triste descubrimiento de que no eran cristianos en absoluto. ¡Todo lo contrario! En realidad, es como si yo fuera a mostrarle un auténtico reloj a una persona y le dijese: «Ya que usted busca pruebas de que el hombre que fabricó este reloj es un verdadero relojero, examine el aparato».
            Resulta claro, pues, que ninguno de los pasajes citados aporta garantía alguna que apoye la idea de ese tipo de «examen de conciencia» o «autocrítica» que algunos sostienen, el cual se basa en un sistema de dudas y temores y carece de todo respaldo en la Palabra de Dios. El juicio propio, sobre el cual deseo llamar la atención del lector, es algo totalmente diferente. Es un sagrado ejercicio cristiano del más saludable carácter. Tiene por base la más inquebrantable confianza respecto de nuestra salvación y aceptación en Cristo. El cristiano es exhortado a juzgarse a sí mismo por cuanto es cristiano, y no para ver si lo es. Esto marca toda la diferencia. Si estuviera mil años haciendo un examen de conciencia, una autocrítica, y buceara en el yo, no hallaría otra cosa que miseria, ruinas e iniquidad, cosas todas a las que Dios hizo a un lado y a las que yo tengo la responsabilidad de considerarlas “muertas”. ¿Cómo podría esperar obtener pruebas consoladoras mediante tal examen? ¡Imposible! Las pruebas del cristiano no han de hallarse en su corrompido yo, sino en el resucitado Cristo de Dios; y cuanto más logre olvidarse de lo primero y ocuparse en lo segundo, tanto más feliz y santo será. El cristiano se juzga a sí mismo, juzga sus hábitos, sus pensamientos, sus palabras y sus actos porque cree que es cristiano, no porque dude que lo sea. Si él duda, no es apto para juzgar nada. El verdadero creyente se juzga a sí mismo estando plenamente consciente y gozoso de la eterna seguridad de la gracia de Dios, de la divina eficacia de la sangre de Jesús, del poder de Su intercesión que prevalece sobre todo, de la inquebrantable autoridad de la Palabra, de la divina seguridad de la más débil oveja de Cristo; sí, entrando en estas realidades inapreciables por la enseñanza de Dios el Espíritu Santo, el creyente verdadero se juzga a sí mismo. La idea humana de la «autocrítica» se basa en la incredulidad. La idea divina del juicio propio, en cambio, se basa en la confianza.
           Pero nunca olvidemos que somos exhortados a juzgarnos a nosotros mismos. Si perdemos esto de vista, la vieja naturaleza no tardará en aflorar de nosotros y ganará la delantera; entonces tendremos que ocuparnos tristemente en ello. Los cristianos más devotos tienen un sinnúmero de cosas que necesitan ser juzgadas, y, si no se juzgan habitualmente, seguramente acumularán abundante y amargo trabajo para sí. Si hubiese enojo o ligereza, orgullo o vanidad, desidia natural o impetuosidad natural, cualquier cosa que pertenezca a la naturaleza caída, nuestro deber como cristianos es juzgar y avasallar todas estas cosas. Todo lo que sea juzgado de forma permanente nunca se hallará en la conciencia. El enjuiciamiento propio mantendrá todos nuestros asuntos de forma correcta y en orden; pero, si la vieja naturaleza no es juzgada, no sabemos cómo, cuándo o dónde brotará, provocando un agudo dolor del alma y trayendo deshonra al nombre del Señor. Los más graves casos de fracaso y decadencia generalmente se deben al descuido en el juicio de uno mismo respecto de cosas pequeñas. Hay tres diferentes niveles de juicio: el juicio propio, el juicio de la iglesia y el juicio divino. Si un hombre se juzga a sí mismo, la asamblea se conserva pura. Pero si no lo hace, el mal brotará de alguna forma, y entonces la asamblea se verá comprometida. Y si la asamblea deja de juzgar el mal, entonces Dios habrá de tratar con la asamblea. Si Acán hubiese juzgado sus pensamientos ambiciosos, la congregación no se habría visto implicada (Josué 7). Si los corintios se hubiesen juzgado en privado, el Señor no habría tenido que juzgar a la asamblea en público (1ª Corintios 11).
           Todo esto es sumamente práctico y humillante para el alma. ¡Ojalá que todo el pueblo del Señor aprenda a andar en el despejado día de Su favor, en el santo gozo de sus mutuas relaciones y en el habitual ejercicio de un espíritu de juicio propio!

La mujer Cristiana en la Iglesia


"Porque no permito a la mujer en­señar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio". Estas parecen palabras fuertes y decimos: entonces no nos queda nada para hacer. Muy al contrario, en la iglesia de Dios la mujer tiene una esfera que sólo ella puede ocu­par, pero Dios desea que en su iglesia haya orden. Cuando deso­bedecemos a la palabra de Dios só­lo puede resultar desorden y caos. El orden es de Dios. Dice también el apóstol por inspiración divina: "Quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el va­rón es de la mujer, y Dios la cabe­za de Cristo" (1 Corintios 11:3).
Vemos entonces que nuestro lu­gar es de sujeción a nuestros her­manos; no debemos nunca tratar de ocupar el lugar que el Señor les ha dado a ellos. Hay mucho tra­bajo en la iglesia que los hermanos varones no pueden hacer y el Se­ñor se ha dignado darnos privile­gios muy grandes a nosotras las mujeres.

Las Hermanas Ancianas
Empezaremos con las hermanas ancianas. Es una tentación cuando llegamos a cierta edad avanzada de pensar que ya no queda nada que podamos hacer en la iglesia. El trabajo del Señor no es solamente para las jóvenes, es para todas.
            Leemos en Tito 2:3, 4 y 5 "Las ancianas asimismo... enseñen a las jóvenes, a ser prudentes, que amen a sus maridos, que amen a sus hi­jos, que sean templadas, castas, que tengan cuidado de la casa, buenas, sujetas a sus maridos".
            Sólo hermanas de edad y de expe­riencia están preparadas para ayu­dar a las más jóvenes. Cuántos problemas hay en los hogares. Ve­mos, entonces, que necesitamos mucho de las hermanas ancianas, hermanas que por su testimonio fiel y vidas limpias pueden dar consejos a las más jóvenes.

Algunas Mujeres de Romanos 16
A veces se le reprocha al após­tol Pablo de no querer a las mu­jeres; sin embargo, sus cartas es­tán llenas de referencias y salu­dos a mujeres que él reconoce co­mo sus colaboradoras. El capítulo 16 de romanos está lleno de estas referencias. En el primer versícu­lo habla de una mujer llamada Febe, que parece ser de gran utili­dad en la iglesia pues la llama diaconisa, es decir, sierva de la iglesia que está en Cencrea. Es una mujer muy activa, deseosa de servir en todo. En la nota final de esta carta a los Romanos leemos que ella lle­va la carta desde Corinto, donde fue escrita, hasta Roma. ¡Qué bendición es en la iglesia una her­mana que está dispuesta a hacer cualquier trabajo, aun de viajar si fuera necesario! Dice también de ella: "Ha ayudado a muchos" y, agrega el apóstol, "Y a mí mismo". Era sierva y también ayuda de la iglesia de Cencrea.

Priscila y Aquila
Se refiere a Priscila y a Aquila como "mis colaboradores", verso 3. Ellos trabajaban con el apóstol haciendo carpas (Hechos 18:3) y también en el evangelio. Cuando oyeron hablar a Apolos, un joven elocuente, y se dieron cuenta que era enseñado solamente en el bau­tismo de Juan, lo llevaron a su ca­sa y le declararon más particular­mente el camino de Dios. Apolo aprendió mucho de Priscila y Aquila y fue usado grandemente por el Señor (Hechos 18:24 a 28).
            La obra que hicieron estos herma­nos es sumamente útil. Vienen jó­venes cristianos a estudiar en las más grandes ciudades y, qué ben­dición más grande puede ser el ho­gar de hermanos como estos dos para estos jóvenes estudiantes.

María
Luego menciona a una mujer llamada María la cual "ha trabaja­do mucho con vosotros"(v.6). ¿Quién era María? No lo sabemos; pero no era una mujer ociosa, ni orgullosa; era sencilla y se destacó por su trabajo. Dice el apóstol: "saludad a María", y en seguida añade: "ha trabajado mucho... Hay más mujeres men­cionadas en este capítulo; pero hablaremos solamente de una más. En el verso 13 dice: "saludad a Rufo escogido en el Señor y a su madre y mía". Aquí había una se­ñora anciana ya, con el corazón de madre. No sabemos qué habrá he­cho para el apóstol; pero era el trabajo de una madre que vela por sus hijos. ¿Le habrá lavado la ro­pa? ¿Le habrá cuidado en alguna enfermedad? ¿Le habrá consolado en la tristeza? No nos dice; pero podemos imaginar todo el trabajo que puede hacer una madre. Gra­cias a Dios por las hermanas en la iglesia que son verdaderas madres, siempre listas para escuchar los problemas de las más jóvenes, y dar una mano cuando la necesitan. Las madres en la iglesia vigilan por el bienestar de sus "hijas", oran por ellas, se gozan cuando andan bien en los caminos del Señor. Es una obra muchas veces escondida que puede hacer una madre; pero no es solamente el servicio público que premia el Señor”...tu Padre que ve en secreto te recompensará en público", Mateo 6:18.

La Reunión de Oración
También tienen su lugar las her­manas en la reunión de oración. Hechos 1:13 y 14 menciona a los apóstoles y dice que todos éstos perseveraban en la oración y ruego con las mujeres y con María la ma­dre de Jesús. La reunión de ora­ción es de muchísima importancia; nuestra presencia en ella es un es­tímulo, oramos en nuestros cora­zones, decimos amén a las oracio­nes de nuestros hermanos.
Cuando Pedro fue librado de la cárcel, llegó a casa de María, la madre de Juan, donde muchos es­taban reunidos orando (Hechos 12:12). No solamente estaba pre­sente María, sino que ofreció su casa para la reunión. Son de mu­cha bendición las reuniones de oración caseras para hermanas, siempre que sean verdaderamente de oración.

Dar al Señor
En los días del Señor había al­gunas mujeres que ayudaban al Se­ñor "de bienes" (Lucas 8:2 y 3). En nuestros días también es un privilegio muy grande para las her­manas que tienen bienes "dar al Señor". Pero hay algunas que sólo tienen "dos blancas" para dar. El Señor recibe con agrado lo que le damos de corazón. El se fija en la ofrenda de la viuda y dice que "ella dio todo lo que tenía, todo su alimento" (Marcos 12:44). En los ojos de Dios era mucho más que las sumas grandes que ofre­cían los ricos, porque ellos daban de lo que les sobraba.

La Hospitalidad
Hay otro servicio que es de su­ma importancia, la hospitalidad. Es una de las cualidades que debe tener el anciano u obispo de la iglesia (2 Tim. 3:2). Depende de la mujer si el hermano, puede hos­pedar a sus hermanos, recibir con amor visitas inesperadas, dar la bienvenida a cualquier hermano que pasa por la casa.

El Vestir
"Que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y mo­destia; no con peinados ostentosos, ni oro, ni perlas, ni vestidos costo­sos" (1ª Timoteo 2:9). "Que las her­manas sean reverentes en su porte, que se distingan por su porte san­to" (Tito 2:3). Esto también tiene relación con la misión de la mujer en la iglesia, pues no solamente nuestras actividades son importan­tes, sino nuestro porte, porque tendrá mucho que ver con la in­fluencia que la mujer ha de tener en una iglesia espiritual.
Asistir a la iglesia de Dios con ropa indecorosa, etcétera, no ayu­da en ningún momento la atmósfe­ra espiritual de la asamblea. Si aceptamos la enseñanza dada a los Corintios en el capítulo once de esa epístola acerca de cubrir la ca­beza, debemos aceptar la enseñan­za dada en la epístola a Timoteo, "no con peinados ostentosos". La epístola a los Corintios hasta nos hace ver que los mismos ángeles miran desde el cielo y observan có­mo nos vestimos en las reuniones.
            Pongamos este asunto de tanta importancia delante del Señor en oración, y estemos dispuestas a acatar las órdenes. Obedecerle resultará en grande bendición para nuestras almas, y sin duda ha de ser para la gloria del Señor. "Hacedlo todo a gloria de Dios" (1 Corintios 10:31).

Nuestro Servicio
Llegamos al fin de estas consi­deraciones y sólo nos resta peguntarnos: ¿Cuál es el servicio que yo puedo hacer para el Señor en la iglesia donde me encuentro? Si lamentas, hermana, que hasta ahora no has hecho nada, pide al Señor que te muestre qué puedes hacer, que será de verdadera ben­dición en tu vida y en el lugar don­de te encuentras.
De "El Sendero del Creyente"

¿Música sagrada o contaminación sonora?


Algunos dicen que la música es neutra, que es la letra lo que puede ser inaceptable. Otros dicen: «No, la música puede ser también mundana y ciertos tipos de música pueden despertar el animal en una persona.»
En cualquiera de ambos casos, debemos admitir que la música re­ligiosa en una cultura no siempre se considera apropiada en otra cul­tura. También, la música de la Iglesia en una era podría ser conside­rada muy inapropiada por los cristianos en otra era.
Debemos reconocer también que algunas partituras musicales que son apropiadas para su uso en el hogar no son necesariamente apropiadas para su uso en la iglesia. Y es verdad que algunos jóvenes cristianos sinceros usan a menudo formas contemporáneas de música en un esfuerzo por atraer a los inconversos, y que después lo siguen con una clara presenta­ción del evangelio. Algunos que jamás ha-bían testificado de Cristo usan ahora la música como una forma de testificar abiertamente del Señor.
Al evaluar la música cristiana, hay cuatro asuntos que debemos considerar.
a)      La partitura musical
1.   ¿Es culturalmente aceptable como música religiosa en el lugar y época en que se emplea?
2.   ¿Se ajusta a las palabras? ¿Es el mejor vehículo para el mensaje?
3.   ¿Imita al mundo?
4.   ¿Es melodiosa o sólo rítmica?
b)      La letra
1.    ¿Es doctrinalmente sana?
2.    ¿Es reverente?
3.    ¿Es edificante? ¿Promueve la santidad?
4.    ¿Exalta a Cristo?
5.    ¿Es de valor temporal o durará?
c)      El ejecutante
1.   ¿Es una presentación teatral?
2.   ¿Es el cantante decoroso en vestido y conducta?
3.   ¿Tiene un buen testimonio?
4.   ¿Usa lenguaje corporal?
5.   ¿Es el motivo entretener o inspirar?
6.   ¿Es el motivo atraer la atención a sí mismo o al Señor?
7.   ¿Está la presentación manchada de comercialismo?
8.   ¿Promueve la piedad con sus cánticos?
9.   ¿Invierte una cantidad excesiva de tiempo y dinero en música?
d)     Los oyentes
1.   ¿Es un ambiente mundano?
2.   ¿Se sentiría cómodo el Señor allí?

            Dada la variedad de los gustos musicales de los cristianos, no po­demos esperar que lleguemos a ninguna medida de acuerdo. Pero esperamos que las preguntas anteriores den una guía para ayudar­nos a tomar decisiones inteligentes.
            En lugar de remedar al mundo con su música sensacional, sería bueno que los artistas cristianos desarrollasen nuevas formas musi­cales que hiciesen justicia a los excelsos y majestuosos temas de la fe.

 Del Libro “El Mandamiento Olvidado: Sed Santo”, Capítulo 33.

Obedecer


"He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad" (Hebreos 10:9). "Aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obe­diencia" (Hebreos 5:8). "No se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lucas 22:42). "Haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz"  (Filipenses 2:8).
                       

            ¡Qué ejemplo el del Hijo de Dios hecho carne, cuyas deli­cias eran hacer la voluntad de Aquel que le había envia­do!
            Había venido para esto (Hebreos 10:9). ¿Por qué podía hacerlo? Porque su voluntad de Hijo no era otra que la del Padre. No obstante, debía conducirle a un mundo impío, donde debía hacer frente al menosprecio, la incomprensión, el sufrimiento, hacerle pasar por las angustias de Getsemaní para terminar en este sangriento Gólgota. Él fue obediente hasta la muerte de cruz porque había hecho suya la voluntad del Padre; voluntad cuyo móvil era manifestar sus consejos de amor hacia los hijos de los hombres.
            Por medio de la obediencia perfecta del Hijo de Dios, cualquier pecador arrepentido adquiere la salvación, la victoria sobre la muerte y el pecado, el cielo abierto y la revelación del corazón del Padre. ¡Qué resultados tan maravillosos!
            Samuel, antaño, había dicho a Saúl: "Ciertamente el obe­decer es mejor que los sacrificios" (1ª Samuel 15:22), a pesar de que la ley era muy exigente; pero la voluntad de Dios expresada en esta ley era buena y proporcionaba el bien a todos aquellos que querían someterse a ella. Obedecer a la ley hubiera producido la bendición, la pros­peridad y la aprobación de parte de Dios. Únicamente el Señor Jesús pudo cumplirla. Aún el mismo salmista había comprobado el valor de esta voluntad de Dios; leamos el Salmo 119 y veremos qué precio tenía para su corazón: "Me regocijaré en tus estatutos" (v. 16). "Me regocijaré en tus mandamientos" (v. 47). "¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación" (v. 97).
            Hoy esta palabra "obedecer" suena vacía; las corrientes del siglo hacen prevalecer ante todo la independencia, la personalidad y hasta la insubordinación. Sin embargo, sepámoslo bien, sólo la obediencia es la fuente de la ver­dadera felicidad, de la plena liberación, de la bendición segura. Un hijo sumiso, obediente a sus padres, se sen­tirá feliz, porque la voluntad de ellos no desea otra cosa que su bien y su dicha presente y futura.
            El hombre en sus pecados no tendrá el perdón y la paz hasta el día en que, iluminado por el trabajo del Espíritu de Dios comprenderá que su voluntad propia es mala y que obedecer a la voluntad de Dios le empujará al arre­pentimiento y a la confesión de sus pecados. Es la obe­diencia de la fe (Hechos 17:30; Romanos 1:5).
            Querido joven hijo de Dios, en el momento de la conver­sión has experimentado que la obediencia al llamamiento del Señor Jesús te había proporcionado el más grande tesoro, la liberación total. Pero Dios no quiere que te quedes en este punto. La conversión marca el primer paso de la obediencia; a continuación viene la marcha que se compone de una sucesión de nuevos pasos de obediencia, dictados por la Palabra de Dios. Si sabemos que los deseos de nuestra vieja naturaleza nuestra pro­pia voluntad son malos, que provienen de una fuente mala y que nos conducen a un camino malo, ¿de qué nos servirá si andamos siguiendo las inclinaciones de nuestro corazón? (Romanos 8:7). Pidamos la fuerza necesaria para abandonar esta vía que no conduce más que a la amargura, al desánimo y al deshonor. Entreguémonos totalmente a la acción santificante y vivifi­cante de la voluntad de nuestro Padre. Pongámonos a su completa disposición para cada paso de nuestra marcha, para cada detalle de nuestra vida. Haremos rápidamente la preciosa experiencia de que la obediencia no es un sacrificio, ni una dura servidumbre, sino todo lo contrario: la fuente continúa de una felicidad creciente, la condición de una vida útil y fecunda, de un testimonio para la gloria de Aquel que no quiere otra cosa que nuestro bien pre­sente y eterno.
            Atenerse constantemente, cada día de nuestra vida, a la voluntad de Dios, conduce en la práctica a la luz. No se trata simplemente de desear vivir para Cristo; se trata de una consagración entera, de un crecimiento en el conoci­miento de Dios, que se producirá si le entregamos nues­tras vidas, teniendo su voluntad por nuestra voluntad. Esto no es la obra de un día o el resultado de una deci­sión repentina. Sólo el conocimiento personal e íntimo de un Cristo viviente hace posible la renuncia a nosotros mismos, porque el corazón y los afectos han sido toma­dos por una Persona.
            ¿Por qué debemos deplorar tanta esterilidad en el servi­cio? ¿Por qué tanta timidez en el testimonio? ¿Tantas caí­das en la marcha? ¿Por qué murmuramos sobre tal o cual circunstancia? ¿Por qué nos lamentamos sobre tal o cual defecto que no podemos vencer? Es porque no hemos aplicado a nuestras vidas estas palabras: "Presentaos vosotros mismos a Dios... y vuestros miem­bros a Dios como instrumentos de justicia" (Romanos 6:13), esta verdadera justicia de obediencia, parecida a la de Cristo mismo. Porque no hemos puesto en práctica que la obediencia a la voluntad divina expresada en la Palabra, era el secreto de toda bendición en el servicio, de todo denuedo en el testimonio, dando la paz en cual­quier circunstancia, la victoria sobre el pecado y sobre nosotros mismos. Antes la ley exigía, hoy la voluntad de Dios es buena, agradable y perfecta, resumida en este versículo: "Este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros" (1 Juan 3:23). Fe dirigida hacia arriba de donde desciende todo recurso; amor dirigido hacia abajo en acti­vidad hacia nuestro prójimo. Dejemos las dos aberturas, la de arriba y la de abajo bien despejadas, para que podamos andar, obrar y servir humildemente en la depen­dencia constante del Señor y en la potencia del Espíritu Santo.

Redención


Meditemos ahora sobre la segunda gran palabra: “redención”. La encontramos en la primera epístola de Pedro, capítulo uno, versículos 18-21.
            “Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros, y mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios”.
            Encontramos la palabra “redención” a través de toda la Biblia. Podemos decir sin temor a equivocarnos que es el gran tema sobresaliente de las Sagradas Escrituras. Esta importante verdad atraviesa el Libro como el proverbial hilo rojo, que se nos dice atraviesa todas las sogas usadas por la Marina Británica. En todas partes, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, vemos a Dios presentando, de un modo u otro, la verdad de la redención – redención en promesa y figura en el Antiguo Testamento.
            ¿Qué queremos decir cuando usamos la palabra “redención”? Por lo general, y también en las Escrituras, la palabra significa comprar de nuevo algo que hemos perdido momentáneamente. También significa soltar, libertar, tal como redimir a alguno de la esclavitud; o librar, como redimir a alguno de un grave peligro.
            En Israel, en los tiempos antiguos, si un hombre pasaba por circunstancias difíciles, y por lo tanto se encontraba cargado de deudas, él podía hipotecar toda su propiedad y si eso no bastara para satisfacer las demandas de sus acreedores, podría hipotecar sus propias fuerzas y capacidad, es decir sus fuerzas físicas. Podía venderse en una especie de esclavitud para pagar su deuda. Algunas veces se encontraba esclavizado sin esperanza de poderse librar. Pero la Escritura dice: “Después que se hubiere vendido, podrá ser rescatado”. Uno de sus hermanos podría rescatarlo, o si él tuviera medios podría rescatarse a sí mismo. Sería casi imposible en la mayoría de los casos redimirse a sí mismo. Probablemente el único modo sería si llegara a heredar una fortuna o propiedad. Pero de lo contrario, si tuviera un familiar rico, que lo amara tanto que se hiciera cargo de sus deudas y las pagar, entonces podría ser librado.
            El que esto hacía era llamado pariente redentor, y era una figura maravillosa del Señor Jesucristo. La palabra hebrea es “goel”. La encontramos en las Escrituras mucho antes del tiempo de Israel. Aun en el libro de Job leemos de él. Era de este “goel” que hablaba Job cuando dijo: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo”.
            Como dije, uno podría  hipotecar su propiedad. Luego alguien podría levantar la hipoteca y así redimir la propiedad. Nosotros conocemos esta clase de negocio en nuestros días y damos este significado a la palabra “redención”.
            Ahora, al pensar en el hombre, sabemos que es pecador, y que está vendido bajo juicio. Esto es por culpa suya. Dios dice en su Palabra “De balde fuisteis vendidos; por tanto, sin dinero seréis rescatados”. Es imposible que el hombre se redima a sí mismo de la triste condición en que se halla debido al pecado. Por eso es que necesitamos un pariente redentor que sea más que el hombre, uno que sea divino a la vez que humano.
            Cuando vamos al Nuevo Testamento para estudiar este asunto de la redención, vemos que nos lo presenta de tres maneras. Primero, redención del juicio. Esto es redención de la culpa del pecado, que se efectúa por la obra expiatoria de nuestro Señor Jesucristo.
            Pero eso no es todo. No es solamente la voluntad de Dios que seamos redimidos de la culpa del pecado, sino que las Escrituras hablan mucho acerca de la redención del poder del pecado, para que seamos redimidos de las malas costumbres y caminos pecaminosos que antes dominaban nuestras vidas. Esta redención se efectúa por el Cristo que mora en nosotros, por el Cristo resucitado obrando en el poder del Espíritu Santo, quien hace que Cristo sea una realidad a su pueblo aquí en la tierra.
            Luego la Escrituras hablan del tercer aspecto de la redención, la redención del cuerpo. Si soy creyente en el Señor Jesús mi alma ya ha sido redimida. Si estoy andando en sujeción a la dirección del Espíritu Santo, soy redimido diariamente del poder del pecado. Pero aunque he sido redimido en cierta medida, me doy cuenta cada día que este cuerpo mío es un obstáculo en vez de una ayuda en cuanto a la liberación práctica. Pero estoy esperando el día cuando este cuerpo será redimido y hecho a la semejanza del cuerpo glorioso de nuestro Señor Jesucristo. Entonces seré redimido de la misma presencia del pecado y de todas las manifestaciones de su corrupción.
            Aquí en la primera epístola de Pedro, el apóstol nos hace recordar algo maravilloso que se llevó a cabo en la tierra de Egipto siglos antes, aquel suceso que el pueblo judío recuerda anualmente hasta el día de hoy al celebrar la Pascua. Los israelitas eran esclavos en Egipto, sufriendo bajo la crueldad de Faraón, y recordarán como dijo Dios, “He descendido para librarlos”, y le contó a Moisés algo que sucedería, por lo cual dice: “Yo haré diferencia (redención) entre mi pueblo y los egipcios”. Esa redención fue efectuada por la muerte del cordero pascual. Es a esta figura o tipo al que el apóstol Pedro se refiere en su primera epístola cuando dice: “Habéis sido rescatados de vuestra vana conversación (conducta hueca), la cual recibisteis de vuestros padres (heredasteis de vuestros antepasados), no con cosas corruptibles como oro o plata; sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación”.
            Dios dio instrucciones a Israel por medio de Moisés que cada familia buscara un cordero. Tenían que elegirlo cuidadosamente. Tenía que ser perfecto pues sería un tipo o figura de Cristo, el Hijo de Dios, santo y sin mancha. Tenía que ser intachable, tanto exterior como interiormente. Este cordero tenía que morir. Tenían que juntar la sangre en una jofaina y rociar con ella los postes y el dintel de las casas donde vivían. Dios les ordenó que entraran en las casas y cerraran la puerta, porque Él pasaría por la tierra de Egipto esa noche y mataría a todo primogénito. Pero el primogénito y toda la familia que se encontrara en la casa rociada con la sangre esta-rían seguros, pues Jehová dijo: “Veré la sangre y pasaré de vosotros”.
            La sangre del cordero vertida hace tantos años era la figura que Dios empleaba para hablar de la sangre del Señor Jesucristo que fue vertida unos mil quinientos años más tarde, pero hacia la cual ahora miramos a través de las nieblas de casi dos mil años. ¿Qué valor tiene esta sangre para nuestra redención hoy? En la antigüedad la sangre tenía que ser rociada en los postes y el dintel de las casas y entonces estaban seguros los que permanecían en ellas. Hace siglos que Cristo murió. ¿En qué sentido, pues, podemos estar seguros de ser librados del juicio por la sangre que Él vertió hace tanto tiempo?
Leemos en la epístola a los Hebreos que nuestros corazones deben ser rociados con la sangre de Cristo. ¿Cómo se aplica esta sangre a nuestros corazones? Por la fe sola. En el capítulo tres de la epístola a los Romanos, después de meditar en la condición perdida del hombre, tanto por naturaleza como en la práctica, el Apóstol dice: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quién Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:23-26).
            ¿Qué quiere decir esto? Que el sacrificio del Señor Jesús es del todo eficaz. Que abarca a todos los hombres en todos  los lugares. Que fue suficiente para cubrir los pecados de todos los hombres de las épocas pasadas que miraban adelante hacia la cruz con fe y también abarca a todos los de nuestros días y los que vendrán después, que miramos atrás hacia la cruz con fe – “fe en su sangre”.
            En otras palabras, cuando confiamos en aquel que vertió su sangre en el Calvario, nos encontramos entre aquellos que tienen redención por el sacrificio que Él ofreció. Y esto significa que estamos seguros para siempre del juicio que el pecado merece, tal como Israel, cuando se refugió bajo la sangre del cordero pascual, estaba seguro del juicio que iba a caer sobre Egipto, porque Dios dijo: “Yo veré la sangre y pasaré de vosotros”. Así también nosotros, que hemos puesto nuestra confianza en el Señor Jesucristo, somos redimidos del juicio que se cierne sobre este pobre mundo – el juicio que merece el pecado. Y así podemos apreciar la Escritura en su justo valor cuando nos dice: “Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”.
            Algunos, hace poco que han venido al Señor; no le han conocido por mucho tiempo. Yo les ruego que entiendan bien esto que les voy a decir. Su salvación, su seguridad de ser librados del juicio, no dependen de lo que ustedes pueden ser o hacer. Se basa en la obra que el Señor Jesús hizo por ustedes en el Calvario, la obra redentora que Él llevó a cabo cuando sufrió en su lugar sobre el madero, y ustedes entran a gozar de esta redención por fe en Él. Cuando Satanás viene a tentarlos, cuando descubren ciertas cosas en su corazón que no se daban cuenta que estaban allí, pueden hacerle frente con estas palabras: “La redención que es en Cristo Jesús ha arreglado todo, me ha libertado, y me ha librado del juicio de un Dios Santo”.
            Se nos dice que el creyente ha sido redimido de la maldición de la ley. Estuvo expuesto a esa maldición a causa del pecado. Dios ha declarado: “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley, para hacerlas”. Nosotros hemos fracasado; hemos quebrantado la ley de Dios; estamos bajo esta maldición. Pero nuestro bendito Redentor fue hecho maldición por nosotros, como está escrito, “Maldito cualquiera que es colgado en madero”. La redención es nuestra garantía que seremos librados del juicio.
            En la epístola a Tito tenemos otro aspecto de la redención. En el capítulo 2, versículos 11 al 14, leemos: “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras”.
            No podemos insistir demasiado en que la salvación no es por obras, para que nadie se gloríe, que ninguna obra nuestra sería eficaz para nuestra redención. Pero en este mensaje se hace énfasis sobre otro aspecto de esta verdad, y es que nuestro bendito Señor no sólo murió para redimirnos del juicio que merecían nuestros pecados, sino que murió para redimirnos de toda iniquidad, esto es, de toda desobediencia. Y el pecado es desobediencia. Él murió, como nos dice un hermoso himno, no solamente para salvar nuestras almas, sino para hacernos buenos. El evangelio no ha llenado su cometido si solamente salva a las personas del juicio. No ha terminado su obra hasta que presente en la gloria a cada creyente conformado plenamente a la imagen del bendito Hijo de Dios.
            Hemos sido llamados a la santidad, a la pureza de vida, a un comportamiento recto. Y si algunos de nosotros que profesamos el nombre de Cristo estamos entregándonos a cosas que no son santas, a la mundanalidad, a la impureza, a cosas que deshonran estos templos del Dios viviente, estos cuerpos en los cuales mora el Espíritu Santo; si estamos viviendo de modo que traigamos deshonra al nombre de aquel que murió para salvarnos, es en esa medida que estamos impidiendo que se cumpla uno de los propósitos por los cuales murió Cristo. Él murió para redimirnos de toda iniquidad. Aquí se usa la palabra “redención” en el sentido de libertar. Él murió para librarnos de toda iniquidad, para atraernos de lo malo que pone en peligro nuestra experiencia cristiana y que haría naufragar y arruinar nuestras vidas.
            En una noticia conmovedora que apareció hace poco en uno de nuestros diarios, tenemos ilustrada la doctrina de la redención. Muchos leyeron el relato de esos hombres que naufragaron en el Pacífico Sur durante la guerra mundial. Algunos de ellos estaban apiñados sobre una balsa, y solamente uno de ellos sabía nadar. Este era un hombre robusto y fornido. Cuando estos marineros vieron que solamente les esperaba la muerte y la desesperación, este hombre se lanzó al mar y nadó a través de unos 10 Kilómetros de agua llenas de tiburones, remolcando la balsa, hasta que los llevó a un lugar seguro. Esto era redención; este hombre era un redentor.
            Nuestro Señor Jesús no solamente arriesgó su vida, sino que dio su vida, no tan sólo para salvarnos del juicio sino también para “redimirnos de toda iniquidad, y limpiar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras”. Amado creyente, yo te imploro que nunca llegues a descuidar esta fase de la redención. Que no te conformes con saber que has confiado en Cristo como tu Salvador del infierno, olvidando que eres llamado a vivir una vida celestial aquí en la tierra. No te des por satisfecho al poder decir que en cierto lugar y en tal oportunidad tú le dijiste al Señor Jesús que creerías en Él como tu Salvador. Recuerda que al hacer esto le recibiste no tan sólo como el Salvador de tu alma sino también como aquel que debe ser el Señor de tu vida, aquel que murió para redimirte de todo aquello que no es santo.
            Leemos: “Se dio a sí mismo por nosotros, para redimirnos de toda iniquidad, y limpiar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras”. Que nunca se diga de ti que no te preocupas por las buenas obras;  y nunca digas que porque la salvación no es por obras, no importa que clase de vida llevas. Nuestro Señor Jesucristo dijo: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras obras buenas, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. Ellos no pueden ver tu fe, pero pueden ver tus obras. Y si tu vida no concuerda con tu fe, pronto se darán cuenta y te tildarán de engañador e hipócrita, y tu influencia en vez de ser para bien será para mal.
            Santiago dice en su epístola. “Tú tienes fe, y yo tengo obras; muéstrame tu fe sin tus obras y yo te mostraré mi fe por mis obras”. No puedes mostrar tu fe sin hacer obras, y así en ese sentido la fe sin obras es muerta. La justificación es por la fe, absolutamente sin obras, pero la misma escritura que nos lo dice, hace énfasis en nuestras obras como prueba de nuestra salvación. En la epístola a los Efesios, capitulo 2, leemos: “Porque por gracia sois salvos por la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios: no por obras, para que nadie se gloríe”. Pero Pablo dice a continuación, “Porque somos hechura suya, criados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó para que anduviésemos en ellas”. Esta es la redención práctica. Si una escritura me dice que, “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”;  otra me dice, “Palabra fiel, y estas cosas quiero que afirmes, para que los que creen a Dios procuren gobernarse en buenas obras”. Nuestro Señor Jesús, el Salvador que vive, ha enviado a su Santo Espíritu para morar en nosotros, a fin de que al andar en el Espíritu experimentemos en nuestra vida esta redención práctica del poder del mal.
            Pero hay un tercer aspecto de la redención, y éste lo encontramos en el capítulo ocho de la epístola a los Romanos. En los versículos 22 y 23 encontramos lo siguiente: “Porque sabemos  que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo”. “...nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos”. ¿A quiénes se refiere? A los creyentes.  ¿Creyentes que gimen? ¡Sí! Pero yo creía que los creyentes estaban gozosos siempre; y que siempre estaban alabando y cantando.
            Te diré que tienes mucho que aprender todavía. Gracias sean dadas a Dios que es posible gozarnos aun en las tristezas, y los creyentes tienen sus pesares, tristezas y pruebas. Pero tienen un Salvador tan maravilloso que los conduce a través de estas pruebas, uno que los sustenta y ayuda en cada hora difícil.
            La enfermedad física es una de las principales causas de nuestro gemir, y a esto es lo que se refiere el apóstol aquí. En los días cuando aun no éramos convertidos, gemíamos a causa de nuestros pecados. Clamábamos porque deseábamos ser libertados. Gemíamos en la esclavitud. Ahora como creyentes gemimos en la gracia, a causa de las enfermedades físicas que muchas veces son un obstáculo en nuestras vidas.
            Es posible que una noche te estés preparando para ir a la reunión de oración (Espero que ames la reunión de oración). Pero no fuiste. Te estabas preparando para ir cuando te atacó un fuerte dolor de cabeza y tuviste que quedarte en casa. Cuando otros se habían reunido para orar y adorar al Señor, tú estabas acostado en el diván tratando de librarte del dolor de cabeza. Ciertamente en tal condición po-drías decir: “¡Qué día maravilloso será aquel cuando tenga un cuerpo nuevo y una cabeza nueva que no me dolerá más!”.
            Bueno, eso es lo que quiere decir el Apóstol cuando dice, “Porque asimismo los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia”. Tantas veces somos impedidos por la debilidad física que ansiamos el día de la redención de nuestros cuerpos. Tenemos las primicias del Espíritu, pero estamos deseando ocupar totalmente el lugar de hijos, porque esto es lo que significa la palabra “adopción”. Entonces seremos semejantes al Hijo de Dios.
            ¿Cuándo sucederá esto?  En Filipenses 3:20-21 leemos: “Más nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas”. Está llamando nuestra atención al maravilloso acontecimiento que debería ser la esperanza de cada creyente, y estoy pensando nuevamente en ustedes los creyentes nuevos.
            Él desea que la estrella polar de nuestras almas sea la bendita esperanza de la venida de nuestro Señor. El que murió por ti en la cruz volverá otra vez, y vendrá otra vez para tomarte a sí mismo. Él no puede recibirte en la gloria en tu condición presente. “La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios”. Así que, con el fin de que tú te encuentres en condiciones de ir a aquel lugar donde Él te llevará, te dará un cuerpo nuevo, un cuerpo glorificado, y cuando lo recibas estarás listo para ocupar un lugar en la casa del Padre.
            Él dijo antes de irse: “Voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mi mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis”. Y sabemos por las Escrituras lo que se llevará a cabo a fin de prepararnos para la casa del Padre.
            En la primera epístola a los Tesalonicenses, capítulo 4, tenemos una maravillosa visión de esto.  Allí se nos dice: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor”. Es entonces  cuando nuestro cuerpo será transformado y nuestra redención  completada. Tenemos la redención de  nuestra alma; somos redimidos del juicio. Día tras día, al andar en obediencia al Señor, experimentamos la redención práctica, la redención del poder del pecado. Cuando vuelva nuestro bendito Salvador, nuestra, nuestra redención será completa – espíritu, alma  y cuerpo serán enteramente conformados a la imagen de nuestro Señor Jesucristo. 
Traducción D.V