martes, 1 de octubre de 2013

Meditaciones.

“No es vuestra la guerra, sino de Dios” (2Cr 20:15).


 Si un hombre es un soldado de la Cruz, puede esperar ser atacado tarde o temprano. Cuanto más valientemente declare la verdad de Dios y más certeramente ejemplifique la verdad en su propia vida, mucho más se verá sujeto al ataque. Un viejo puritano decía: “El que está cerca de su Capitán es blanco seguro de los arqueros”.
Será acusado de agravios que no cometió. Será atacado violentamente con chismes, calumnia y murmuración. Será condenado al ostracismo y ridiculizado. Este trato vendrá del mundo a veces, pero es triste decir que muchas veces viene de otros que se llaman creyentes.
En tales ocasiones, es importante recordar que la batalla no es nuestra sino de Dios. Y debemos apropiarnos de la promesa de Éxodo 14:14, “Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos”. Esto significa que no tenemos que defendernos a nosotros mismos o devolver el ataque. El Señor nos vindicará en el tiempo oportuno.
F. B. Meyer escribió: “¡Cuánto se pierde con una palabra! Estad quietos; permaneced en calma; al que te hiera en una mejilla, vuélvele también la otra. Nunca devolvamos el insulto. No importa tu reputación o carácter, ellos están en Sus manos, y tú los echarás a perder si intentas retenerlos”.
José sobresale como ejemplo de uno que no trató de vindicarse a sí mismo cuando fue acusado falsamente. Encomendó su causa a Dios, y Dios limpió su nombre y le promovió a un lugar de gran honor.
Un siervo de Cristo ya entrado en años testificaba que había sido difamado muchas veces a través de los años. Pero oraba con las palabras de Agustín: “Señor, líbrame del deseo de vindicarme siempre a mí mismo”. Decía que el Señor jamás había fallado en justificarle y de exhibir a sus acusadores.
El Señor Jesús, por supuesto, es el Ejemplo supremo: “...quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1Pedro 2:23).

Este es el mensaje para hoy. No tenemos que defendernos a nosotros mismos cuando somos acusados falsamente. La batalla es del Señor. Él peleará por nosotros. Debemos estar tranquilos.

La Sierva Egipcia

Lea Génesis 16:1-15; 21:1-20
I. TEXTO.
"No heredará el hijo de la esclava con el hijo de la libre" (Gálatas 4:30).

II. LECCIÓN PRINCIPAL.
Agar la sierva Egipcia es usada por el Espíritu de Dios para enseñarnos los privilegios de filiación. Ella era una sierva, por lo tanto su hijo no podía heredar las promesas de Abraham; estos eran únicamente para los libres. Por lo tanto Isaac, y no Ismael, debió ser el heredero.
La fe en Cristo nos hace espiritualmente "Hijos de Abraham" y, siendo libres, heredamos las promesas en El.
Lecciones muy sencillas pueden ser enseñadas del trato bondado­so de Dios para con esta sierva Egipcia.

III. LA HISTORIA RELATADA.
Primera Parte
Gén. 16:1-6. Sarai, mujer de Abram, no teniendo hijos, le propuso que tomara su sierva Egipcia, Agar, como mujer. Él lo hace, pero cuan­do Sarai se da cuenta que estaba encinta la trató duramente. "Sarai mujer de Abram no le daba hijos; y ella tenía una sierva egipcia, que se llamaba Agar... Y Sarai tomó a Agar... y la dio por mujer a Abram, y cuando vio que había concebido, miraba con desprecio a su señora. Entonces Sarai dijo a Abram: Mi afrenta sea sobre ti;. . . juzgue Jehová entre tú y yo. Y respondió Abram a Sarai: He aquí, tu sierva está en tu mano; haz con ella lo que bien te parezca. Y. . . Sarai la afligía."
v. 6. Agar huye. "Ella huyó de su presencia."      
v. 7. El ángel de Jehová la halló en el desierto. "Y la halló el án­gel de Jehová junto a una fuente de agua en el desierto, junto a la fuente que está en el camino de Shur."
vv. 8-12. Él le pide que regrese, y le promete un hijo. "Agar, sier­va de Sarai. . . ¿a dónde vas? Y ella respondió: Huyo de delante de Sa­rai mi señora. Y le dijo, Vuélvete a tu señora, y ponte sumisa. . . Multi­plicaré tanto tu descendencia... He aquí que has concebido, y dará a luz un hijo... Ismael... y él será hombre fiero; su mano será contra todos."
vv. 13-14. Agar llama al Señor "Lahai-Roi". "Ella llamó el nombre de Jehová, Tú eres Dios que ve. . . Por lo cual llamó al pozo: Pozo del Viviente-que-me-ve" (Beer-lahai-roi) "He aquí está entre Cades y Bered."
vv. 15-16. Agar engendra a Ismael. "Y Agar dio a luz un hijo a Abram, y llamó Abram el nombre del hijo que le dio Agar, Ismael. Era Abram de edad de ochenta y seis años."

Segunda Parte
Gén. 21:1-8. Sara concibe un hijo en su vejez, Isaac (Risa); él es circuncidado. El niño es destetado y celebran con gran banquete. "Visi­tó Jehová a Sara y dio a Abram un hijo en su vejez, y llamó Abraham el nombre de su hijo Isaac. Y circuncidó Abraham a su hijo Isaac de ocho días, como Dios le había mandado. Y era Abraham de cien años. Entonces dijo Sara: Dios me ha hecho reír, y cualquiera que lo oyere, se reirá conmigo. Y creció el niño, y fue destetado; e hizo Abraham gran banquete el día que fue destetado Isaac."
v. 9. Ismael se burla de Sara y de su hijo. "Y vio Sara que el hijo de Agar la egipcia se burlaba."
v. 10. Ella le pide a Abraham echar a Agar y a Ismael. "Por tanto, dijo a Abraham: Echa a esta sierva y a su hijo, porque el hijo de esta no ha de heredar con Isaac mi hijo."
vv. 11-12. Abraham se aflige, pero Dios le dice que haga como Sara ha dicho. "Este dicho pareció grave en gran manera a Abraham a causa de su hijo. Entonces dijo Dios a Abraham: No te parezca grave; oye su voz, porque en Isaac te será llamada descendencia."
v. 13. La descendencia está "en Isaac", pero también Ismael será una gran nación. "Y también del hijo de la sierva haré una nación, por­que es tu descendiente."

Tercera Parte
v. 14. Abraham despide a Agar y a Ismael. "Abraham. . . la des­pidió. Y ella salió y anduvo errante por el desierto de Beerseba."
v. 15. Agar vaga por el desierto sin agua. "Y le faltó el agua del odre, y echó al muchacho debajo de un arbusto."
v. 15. Se sienta a una distancia y llora por su hijo moribundo. "Y se fue y se sentó enfrente, a distancia de un tiro de arco; porque decía: No veré cuando el muchacho muera."
v. 17. Dios oye la voz del muchacho. "Y oyó Dios la voz del muchacho; y el ángel de Dios llamó a Agar desde el cielo, y le dijo: ¿Qué tienes, Agar? No temas; porque Dios ha oído la voz del mucha­cho en donde está."
v. 18. Dios renueva Su promesa. "Levántate, alza al muchacho, y sostenlo con tu mano, porque yo haré de él una gran nación."
v. 19. Dios le abre los ojos a Agar para ver una fuente de agua. "Entonces Dios le abrió los ojos, y vio una fuente de agua; y fue y llenó el odre de agua, y dio de beber al muchacho."
v. 20. El crece y se convierte en un tirador de arco. "Y Dios esta­ba con el muchacho; y creció, y habitó en el desierto, y fue tirador de arco."

IV. LA ALEGORIA DE LA HISTORIA DEL NUEVO TESTAMENTO
"Porque está escrito que Abraham tuvo dos hijos; uno de la escla­va, el otro de la libre. Pero el de la esclava nació según la carne; mas el de la libre, por la promesa. Lo cual es una alegoría, pues estas muje­res son los dos pactos; el uno proviene del monte Sinaí, el cual da hijos para esclavitud; éste es Agar. Porque Agar es el monte Sinaí en Arabia, y corresponde a la Jerusalén actual, pues ésta, junto con sus hijos, está en esclavitud. . . Así que, hermanos, nosotros como Isaac, somos hijos de la promesa. Pero como entonces el que había nacido según la carne perseguía al que había nacido según el Espíritu, así también ahora. Más ¿qué dice la Escritura? Echa fuera a la esclava y a su hijo, porque no heredará el hijo de la esclava con el hijo de la libre. De manera, her­manos, que no somos hijos de la esclava, sino de la libre" (Gálatas 4: 22-31).

V.  LA ALEGORÍA EXPLICADA.
Dios había prometido a Abraham un hijo. En vez de esperarlo, actuó según la carne, y todo lo que la carne puede hacer es natural. Sólo Dios puede obrar un milagro, e Isaac iba a ser milagrosamente dado por Dios. Ahora, todo lo que Abraham obtuvo de su esfuerzo car­nal fue un hijo nacido en esclavitud, a quien Dios rechazó como here­dero de las promesas, y quien se convirtió en un perseguidor del hijo de la promesa.
Así que el Apóstol dice que Agar es como el Monte Sinaí, de don­de la Ley fue dada.
Si alguien piensa que puede ser un heredero de Dios, un coheredero con Cristo, con guardar la Ley, con ir al Sinaí, encontrará que to­dos sus esfuerzos fracasarán. La ley engendra la esclavitud, es decir, nunca pone en libertad al hombre de la maldición ni del poder del pe­cado. Quien guarda la Ley (esto es, quien confía en la Ley para su salva­ción) es todavía un esclavo y carnal, y nunca podrá ser libre, y así Dios le echa afuera y dice que no podrá ser heredero. Pero deje que un hombre venga a Cristo y un milagro sucede; se convierte en un hijo de la promesa y heredero de Dios y co-heredero con Cristo.

Mire en las Dos Tiendas de Campaña.
En la tienda de Agar hay una esclava y un hijo nacido de la carne. Aquí hay un retrato de lo mejor que un hombre puede hacer en la car­ne con guardar la ley. Ellos son echados afuera.
En la tienda de Sara está una mujer libre (una princesa) y un hijo nacido milagrosamente por promesa - un regalo de Dios a aquellos que no tenían esperanza en sí mismos. Este será un heredero. Este es el hijo de Dios por la fe, un heredero por medio de la gracia.

VI. OTRAS LECCIONES DE LA HISTORIA.
1.  Lo que la Ley no Puede Hacer.
a)      No puede quitar nuestros pecados.
b)      No puede cambiar el corazón.
      c)      No puede dar arrepentimiento, ni lo acepta. No conoce la misericordia.
d)      No puede hacernos hijos o herederos.
e)      No hace nada perfecto.
f)       Nunca podrá darnos esperanza.
      g)      Engendra la esclavitud y no puede liberarnos. Entre más luchemos para ser libres, más nos esclavizamos.
h)      No puede dar vida. Produce la muerte.
Por lo tanto, no necesitamos la Ley, sino un Salvador.
2.  Lo que la Fe en Cristo Nos Trae (La Dádiva de la Gracia).
a)      Reconciliación con Dios.
b)      La remisión de pecados.
c)      Regeneración por el Espíritu.
d)      Adopción como hijos de Dios.
e)      Herencia entre los que son santificados.
f)      Libertad y gozo en el Espíritu Santo.
Deje entonces de tener esperanza en la carne (sus propios esfuer­zos), sino venga, reciba y confiese al Señor Jesús.
3.    La Libertad de los Niños. ¡Qué diferencia hay entre un hijo y un esclavo en la casa! Uno puede decir, "Padre". Es libre. Es heredero. Está en su casa.
"No más esclavos sino hijos somos, Que en un tiempo estuvimos atados en pecado; Porque, Tú, Salvador nos has liberado, Y Tú eres Señor."
4.    "Tú eres el Dios que ve." Un bello nombre para Dios, "Lahai-roi". El que me ve. Así llama Agar a Dios. Este es un nombre terrible para el pecador; para el santo es un nombre de amor y poder. "Los ojos del Señor están en todas partes contemplando el bien y el mal."
5.    El Cuidado de Dios para con el Esclavo. Aunque Agar e Ismael fueron usados como alegorías y no participaron como herederos, esto no significa que Dios no los quiso o que no cuidó de ellos. Él tenía bendiciones para ellos. La falta de privilegio, o de posición social, o de ventaja natural no significa la pérdida de la salvación y de todo el amor y la paz y la bendición que trae consigo. Dios ama al esclavo, al pobre, al perdido; ellos frecuentemente son ricos en fe y gozosos en Cristo.
6.    Perseguidores. Nadie odia el Evangelio y persigue a los hijos de Dios como el profesante religioso que confía en guardar la ley, en su religión o en su rectitud.
Los Fariseos (esos gran "guardianes de la ley") fueron los principa­les oponentes del Señor. Saúl, el Fariseo, "ante la ley sin culpa", persi­guió a los santos hasta la muerte. El Papado, que ha buscado reducir al Cristianismo a un sistema legal, está "embriagado con la sangre de los santos."
7.    Los Ismaelitas, de quien provino el falso profeta Mahoma, los Sarracenos y los turcos, están entre los enemigos más feroces de la Cruz. Si Abraham no hubiera actuado en la carne, la Iglesia no tendría este perseguidor por todos los siglos.

APLICACION.
¿Somos hijos o esclavos?
¿Confiamos en la Ley y nuestros esfuerzos en la carne, o hemos sido hallados en Cristo, hijos de gracia y herederos de las promesas, coherederos con Cristo?
Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino trans­formaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y per­fecta - Romanos 12:1, 2.
            Verdades Bíblicas Noviembre – Diciembre 1975, Nº 323-324

LAS UVAS DE ESCOL

 (Léase Números 13)


           El gran principio de la vida divina es la fe —una fe sencilla, enérgica y sincera—, una fe que simplemente se apropia y goza de todo lo que Dios ha dado; una fe que pone al alma en posesión de las realidades eternas y la mantiene allí de una manera habitual. Esto es cierto en cuanto al pueblo de Dios en todas las épocas; la divisa divina es siempre: “Conforme a vuestra fe os sea hecho” (Mateo 9:29). No hay ningún límite. La fe se puede apoderar de todo lo que Dios revela; y todo lo que la fe puede asir, el alma lo puede disfrutar de forma permanente.
          Bueno es tener esto presente. Todos nosotros vivimos muy pero muy por debajo del nivel de nuestros privilegios. Muchos de nosotros estamos satisfechos con movernos a gran distancia del bendito Centro de todos nuestros gozos. Estamos simplemente contentos con conocer la salvación, cuando no gustamos sino poco de la santa comunión con la persona del Salvador. Meramente nos conformamos con saber que existe una relación, sin cultivar, con ahínco y celo, los afectos que pertenecen a la misma. Ésta es la causa de gran parte de nuestra frialdad y esterilidad. Así como en el sistema solar cuanto más lejos del sol se halla un planeta, más frío es su clima y más lento su movimiento, así también, en el «sistema espiritual», cuanto más uno se aleje de Cristo más frío será el estado de su corazón respecto a Él y más lento su movimiento en torno a Él. En cambio, el fervor y la presteza serán siempre el resultado de una sentida cercanía a ese Sol central, a esa gran Fuente de calor y luz.
          Cuanto más penetremos en el poder del amor de Cristo y más realicemos su permanente presencia con nosotros, más intolerable sentiremos que es estar un minuto lejos de él. Todo aquello que tienda a alejar nuestros corazones de él o que se interponga entre él y nuestra alma, ocultando la luz de su bendita faz, será temido y evitado. El corazón que haya aprendido de veras algo del amor de Cristo, no puede vivir sin Él; es más, puede desprenderse de todo por este amor. Cuando está lejos de él, nada siente excepto la tenebrosidad de la medianoche y la helada brisa del invierno. Pero, en su presencia, el alma puede remontarse hacia arriba como la alondra que se eleva por el azul y brillante cielo para saludar, con su alegre canto, a los rayos del sol que asoman por la mañana.
          No hay nada que ponga más de manifiesto la tan profundamente arraigada incredulidad de nuestros corazones que el hecho de que seamos tan pocos los que pensamos alguna vez en aspirar a ir más allá del simple alfabeto, cuando nuestro Dios querría tenernos gozando la comunión con las más elevadas verdades. Nuestros corazones no suspiran —como deberían— por los más altos senderos de la erudición espiritual. Nos conformamos con tener asentados los cimientos, y no nos preocupamos —como deberíamos— por añadir todo lo atinente al edificio espiritual. Claro está que no podemos prescindir del alfabeto o fundamento; ello sería, evidentemente, imposible. El erudito más avanzado tiene que llevar consigo el alfabeto, y cuanto más alto se construya el edificio, más se hará sentir la necesidad de un fundamento sólido.
          Pero consideremos al pueblo de Israel. Su historia está llena de ricas instrucciones para nosotros. “Están escritas para amonestarnos a nosotros” (1.ª Corintios 10:11). Debemos contemplar a los israelitas en tres posiciones diferentes, a saber:
          —  resguardados por la sangre,
          —  triunfantes sobre Amalec, e
          —  introducidos en la tierra de Canaán.
          Ahora bien; está claro que un israelita en la tierra de Canaán no había perdido en absoluto el valor de los dos primeros puntos. No se hallaba menos eximido de juicio ni menos liberado de la espada de Amalec porque estuviera en la tierra de Canaán. De ninguna manera; la leche y la miel, las uvas y las granadas de esa hermosa tierra no podrían hacer otra cosa que acrecentar el valor de esa preciosa sangre que los había preservado de la espada del heridor, y aportar la prueba más indubitable de haber escapado de las crueles garras de Amalec.
          Sin embargo, nadie se atrevería a decir que un israelita no debía haber buscado nada más allá de la sangre rociada en el dintel. Claro está que él debía haber fijado su mirada en las colinas cubiertas de viñas de la tierra prometida, y haber dicho: «Ahí yace la heredad que me ha sido destinada y, por la gracia del Dios de Abraham, no estaré satisfecho ni tranquilo hasta que plante triunfalmente mi pie sobre ella». El dintel ensangrentado era el punto de partida; la tierra prometida, la meta. Era el alto privilegio de Israel no sólo tener la seguridad de la plena liberación de la mano de Faraón y de la espada de Amalec, sino también cruzar el Jordán y arrancar las dulcísimas uvas de Escol. Era un pecado y una vergüenza que, teniendo ante sí los frondosos racimos de Escol, ellos pudiesen alguna vez desear “los puerros, las cebollas y los ajos” de Egipto.
          Pero ¿a qué se debió esto? ¿Qué fue lo que los detuvo? Precisamente aquello tan aborrecible que día a día y momento a momento nos priva del precioso privilegio de subir los más altos escalones de la vida divina. Y ¿de qué se trata? ¡De la INCREDULIDAD! “Y vemos que no pudieron entrar a causa de incredulidad” (Hebreos 3:19). Esto fue lo que hizo que Israel anduviera errante por el desierto durante cuarenta tediosos años. En lugar de mirar el poder de Jehová para hacerlos entrar en la tierra, miraron el poder del enemigo para impedir que entraran en ella. Así fue cómo fracasaron. En vano los espías —a quienes ellos mismos propusieron que fueran enviados (Deuteronomio 1:22)(*) — dieron un muy atractivo informe del carácter de la tierra. En vano pusieron ante los ojos de la congregación un racimo de las uvas de Escol, tan voluminoso que tuvo que ser traído por dos hombres en un palo. Todo fue inútil. El espíritu de incredulidad se había apoderado de sus corazones. Una cosa era admirar las uvas de Escol cuando fueron traídas hasta la entrada de sus tiendas por la energía de otros, y otra muy distinta era ir uno mismo, con la energía de la fe personal, a arrancar esas uvas.
          Y, si doce hombres pudieron llegar hasta Escol, ¿por qué no seiscientos mil? ¿Acaso la misma mano que protegió a los primeros no podía proteger del mismo modo a los últimos? La fe dice: «Sí», pero la incredulidad evade la responsabilidad y se acobarda ante las dificultades. El pueblo no estaba más deseoso por seguir avanzando después del retorno de los espías que antes de que ellos fuesen enviados. Se hallaba en un estado de incredulidad, tanto al principio como al final. Y ¿cuál fue el resultado de ello? ¿Por qué de seiscientos mil hombres que salieron de Egipto sólo dos tuvieron la energía suficiente para plantar sus pies en la tierra de Canaán? Esto nos relata algo; profiere una voz que resuena con fuerza; nos enseña una lección. ¡Ojalá que tengamos oídos para oír y corazones para entender!
          Algunos tal vez puedan argüir que todavía no había llegado el tiempo para que Israel entrara en la tierra de Canaán, porque “aún no había llegado a su colmo la maldad del Amorreo” (Génesis 15:16). Esto se trata sólo de un lado del asunto, cuando debemos considerar los dos lados. El apóstol declara expresamente que Israel no pudo “entrar a causa de incredulidad” (Hebreos 3:19). No aduce como razón “la maldad del Amorreo” ni ningún secreto consejo de Dios respecto a él. Simplemente da como razón la incredulidad del pueblo. Los israelitas, de haberlo querido, podrían haber entrado en la tierra. Nada puede ser más injustificado que hacer uso de los inescrutables consejos y decretos de Dios con el objeto de arrojar por la borda la solemne responsabilidad del hombre. ¿Debemos resignarnos a abandonar la culpable desidia de la incredulidad como causa del fracaso del pueblo debido a eternos decretos de Dios acerca de los cuales no sabemos nada? Afirmar tal cosa sólo puede ser tildado de «extravagancia monstruosa»; es el indefectible resultado de forzar una verdad hasta el punto de interferir el espectro de acción de otra verdad igualmente importante. Debemos dar a cada verdad el lugar que le corresponde. Somos muy propensos a irnos a los extremos, a desarrollar una verdad aislada sin dejar que otra, igualmente importante, siquiera eche raíces. Sabemos que, a menos que Dios bendiga la labor del labrador, no habrá cosecha en el tiempo de la siega. Ahora bien; ¿acaso esto exime el diligente uso del arado y de la trilla? Por cierto que no, pues el Dios que ha designado la cosecha como el fin, es el mismo que estableció la paciente labor como el medio.
          Lo mismo sucede en el mundo espiritual. El fin establecido por Dios nunca debe separarse del medio designado por él. Si Israel hubiera confiado en Dios y hubiese subido a la tierra, la congregación entera se habría deleitado con los exuberantes racimos de Escol. Pero no lo hizo. Las uvas se veían, sin duda, deleitosas; esto era evidente para todos. Los espías se vieron constreñidos a admitir que la tierra fluía leche y miel. Sin embargo, no faltó un «pero». ¿Por qué? Porque no confiaban en Dios. Él ya había declarado a Moisés el carácter de la tierra, y su testimonio debió haber sido ampliamente suficiente. Había dicho, del modo más absoluto: “He descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel...” (Éxodo 3:8). ¿Esto no debió ser suficiente? ¿La descripción de Jehová no era mucho más confiable que la del hombre? Sí, para la fe, pero no para la incredulidad. Esta última nunca se siente satisfecha con el testimonio de Dios, sino que debe tener el testimonio de los sentidos naturales. Dios había dicho que era una tierra que “fluye leche y miel”. Los espías lo reconocieron. Pero luego prestaron oídos al «aditivo humano»: “Mas el pueblo que habita aquella tierra es fuerte, y las ciudades muy grandes y fortificadas; y también vimos allí a los hijos de Anac... También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes, y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos” (Números 13:28, 33).
          Y así fue cómo obraron. Ellos “vieron” solamente las amenazadoras murallas y los gigantes altos como torres. No vieron a Jehová, porque miraron con los ojos de los sentidos y no con los ojos de la fe. Dios quedaba excluido. Él jamás es tenido en cuenta en los cálculos de la incredulidad. Ésta podrá ver murallas y gigantes, pero no puede ver a Dios. Es la fe solamente la que puede sostenerle a uno “como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27). Los espías podían declarar lo que ellos eran según su propio parecer y el de los gigantes, pero no se dice una sola palabra acerca de lo que ellos eran según el parecer de Dios. Nunca pensaron en él. La tierra era todo lo que uno podía desear, pero las dificultades eran demasiado grandes para ellos, y no tuvieron fe para confiar en Dios. La misión de los espías resultó fallida. Los israelitas “aborrecieron la tierra deseada” (Salmo 106:24), y “en sus corazones se volvieron a Egipto” (Hechos 7:39).
          Esto lo resume todo. La incredulidad impidió que Israel arrancara las uvas de Escol, y lo envió de vuelta a errar por el desierto durante cuarenta años; y estas cosas “están escritas para amonestarnos a nosotros”. ¡Ojalá que podamos sopesar la lección con solemnidad y oración! De seiscientos mil hombres que salieron de Egipto ¡solamente dos plantaron sus pies en los fecundos collados de Palestina! Aquéllos cruzaron el mar Rojo, triunfaron sobre Amalec, pero se acobardaron y retrocedieron ante “los hijos de Anac”, por más que para Jehová estos últimos no fueran superiores a los primeros.
          Ahora bien; que el lector cristiano pondere todo esto. El principal objetivo de este artículo es animarle a que suba a los más altos escalones de la vida de fe, y ande por ellos con la energía de una absoluta e inquebrantable confianza en Cristo. Una vez que tenemos puesto nuestro sólido fundamento en la sangre de la cruz, nuestro privilegio no es únicamente el de obtener la victoria sobre Amalec (o sobre el pecado que mora en nosotros), sino también el de saborear el grano de la tierra de Canaán, el de arrancar las uvas de Escol y el de deleitarnos con las fuentes que destilan leche y miel. En otras palabras, entrar en las vivas y elevadas experiencias que fluyen de la habitual comunión con un Cristo resucitado, con quien estamos unidos por el poder de una vida imperecedera. Una cosa es saber que nuestros pecados fueron borrados por la sangre de Cristo, y otra es saber que Cristo ha destruido el poder del pecado que habita en nosotros. Y otra cosa aun más elevada es vivir en una inquebrantable comunión con él. No es que perdamos el sentido de las dos primeras cosas cuando vivimos por el poder de la última. Todo lo contrario. Cuanto más cerca de Cristo camine yo, más le tendré habitando por la fe en mi corazón; más valoraré todo lo que ha hecho por mí, tanto al quitar mis pecados como al subyugar por completo mi vieja naturaleza. Cuanto más alto sea el edificio, más valoraré el sólido fundamento que lo sostiene. Es un gran error suponer que aquellos que se desenvuelven en las más altas esferas de la vida espiritual pueden subestimar el título en virtud del cual son capaces de acceder a ellas. ¡Oh, no! El lenguaje de aquellos que han entrado en el más recóndito lugar del supremo santuario es: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apocalipsis 1:5). Sus labios hablan del amor del corazón de Cristo y de la sangre de su cruz. Cuanto más se acercan al trono, más se embeben del valor de aquello que los colocó en tan sublime elevación. Y lo mismo en lo relativo a nosotros: cuanto más respiremos la atmósfera de la presencia divina —cuanto más pisemos, en espíritu, los atrios del santuario celestial— más alta será nuestra estima de las riquezas del amor que nos redimió. Arrancar las uvas de Escol en la Canaán celestial más profundo sentido del valor de esa preciosa sangre que nos fue por escudo ante la espada del heridor.
          No seamos, pues, disuadidos de aspirar a una más elevada y entrañable consagración a Cristo por un falso temor de subestimar esas preciosas verdades que llenaron nuestros corazones de la paz celestial cuando emprendimos la marcha al principio de nuestra carrera cristiana. El enemigo utilizará todo lo que esté a su alcance a fin de impedir que el Israel espiritual plante el pie de la fe en la Canaán espiritual. Procurará mantenerlos ocupados consigo mismos y con las dificultades que se presentan en su camino hacia lo alto. Él sabe que, cuando uno ha comido realmente las uvas de Escol, ya no se trata de una cuestión de escapar de Faraón o de Amalec, y por ello pone delante de su paso las murallas y los gigantes, así como su propia insignificancia, debilidad e indignidad. Pero la respuesta es simple y contundente: ¡confianza! ¡Confianza! ¡Confianza! Sí, desde la sangre en el dintel en Egipto hasta las extraordinarias y exquisitas uvas de Escol, todo es simple, absoluta e indubitable confianza en Cristo. “Por la fe celebraron la pascua y la aspersión de la sangre” y “por la fe cayeron los muros de Jericó” (Hebreos 11:28, 30). Desde el lugar de partida hasta la meta, y durante todo el período intermedio, “el justo por la fe vivirá” (Romanos 1:17).
          Pero nunca olvidemos que esta fe implica la absoluta entrega del corazón a Cristo, así como la plena aceptación de Cristo por el corazón. Lector, sopesemos esto con la mayor gravedad. Cristo debe ser enteramente para el corazón y el corazón enteramente para Cristo. Separar estas cosas es ser –tal cual alguien lo ha señalado– «como un bote con un solo remo, que da vueltas y vueltas alrededor de sí, pero que no es capaz de avanzar un solo metro, siendo arrastrado únicamente por la corriente; o como un pajarillo con una ala quebrada que revolotea como remolino, cayendo a tierra una y otra vez». Esto se pierde de vista demasiado a menudo, y por ello el rumbo se torna incierto y la experiencia fluctuante. No hay progreso. Uno no puede esperar ir con Cristo de una mano y con el mundo de la otra. Nunca podremos deleitarnos con “las uvas de Escol” entretanto nuestros corazones estén anhelando “las ollas de carne” de Egipto (Éxodo 16:3).
          Quiera el Señor darnos un corazón íntegro –un ojo bueno– y una mente recta. Ojalá que tengamos por único objeto de nuestras almas avanzar hacia lo alto sin dar un solo paso atrás. Tenemos todo divina y eternamente asegurado por la sangre de la cruz; prosigamos, pues, con santa energía y entereza “a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:14).

¡Oh, maravillosa gracia! ¡Oh, divino amor!
manifestados al darnos semejante hogar.
Renunciemos a las cosas presentes
y busquemos el descanso por venir.
Tengamos todo lo demás por basura y escoria;
prosigamos la carrera hasta la meta;
luchemos hasta ganar la corona de vida.
 (Traducción literal)
(*)Nota del Autor― Es importante notar que la propuesta de enviar a los espías tuvo su origen en Israel. “Y vinisteis a mí todos vosotros, y dijisteis: Enviemos varones delante de nosotros que nos reconozcan la tierra, y a su regreso nos traigan razón del camino por donde hemos de subir, y de las ciudades adonde hemos de llegar” (Deuteronomio 1:22). Una fe sencilla y natural les habría enseñado que Aquel que los condujo fuera de Egipto, a través del mar Rojo y a lo largo del desierto era capaz de conducirlos hasta entrar en Canaán, de mostrarles el camino y de decirles todo acerca de ello. Pero, lamentablemente, ¡quisieron apoyarse en un brazo de carne! El carro de Jehová, moviéndose majestuosamente delante de las huestes, no era suficiente para ellos. Quisieron “enviar varones delante de sí”. Dios no era suficiente. ¡Ah, qué corazones tenemos! ¡Cuán poco conocemos a Dios y cuán poco, pues, confiamos en él!

            Sin embargo, algunos pueden decir: «¿Acaso no fue Jehová el que mandó a Moisés que enviara los espías?» (Números 13:1-3). Es cierto; y Jehová mandó a Samuel que ungiera un rey sobre Israel (1 Samuel 8:22). ¿Acaso ello los exime del pecado de pedir un rey y rechazar así a Jehová? Por cierto que no. Pues bien, la misma aplicación tenemos con respecto a los espías. La incredulidad del pueblo lo llevó a pedir espías, y Jehová le dio espías. La misma incredulidad lo llevó a pedir un rey, y Jehová le dio un rey. “Y él les dio lo que pidieron; mas envió mortandad sobre ellos” (Salmo 106:15). ¡Cuán a menudo ocurre lo mismo con nosotros!

LA ARMADURA DEL CRISTIANO

El cristiano que quiera realizar su posición celestial en Cristo, gozar de las bendiciones que posee en los lugares celestiales en Él y tomar posesión de ese glorioso país, no podrá evitar el combate contra los principados y las huestes espirituales de maldad que allí se encuentran. Éstos procuran impedir llevar a cabo todos estos privilegios. Para alcanzar ese fin, intentan apartar los afectos del creyente de la persona de Cristo, la "verdad", o provocar una interrupción de su comunión con Dios mediante alguna infidelidad en su marcha o alguna duda. En el número anterior, ya hemos considerado el lugar y el momento del combate, la táctica del enemigo y las condiciones que el cristiano debe reunir para poder tomar posesión de su bendición de manera práctica.
            Estudiemos ahora con detalle la armadura del cristiano. Ésta le es provista para el combate (Efesios 6:10-20). Con sus armas humanas, su propia sabiduría y poder, el cristiano nada puede contra un enemigo espiritual, mil veces más fuerte que él. No lo podría enfrentar ni aun con una coraza y el casco de un rey (1 Samuel 17:38). ¡Que esta convicción penetre siempre más profundamente en nuestro espíritu!
            El apóstol Pablo nos dice: "Fortaléceos en el Señor, y en el poder de su fuerza". Únicamente en el nombre y con el poder de Aquel que venció al enemigo seremos capaces de entablar el combate. Además, se necesita apremiadamente estar revestidos de toda la armadura de Dios (Efesios 6:11,13). Ninguna pieza debe faltar.
            ¡Cuán graves serían las consecuencias para un soldado que se hallara implicado de repente en un combate a muerte, sin saber utilizar las armas o estando equipado sólo de una parte de su armadura! De igual modo, todo cristiano debe asegurarse de que conoce todas las armas con las cuales Dios lo ha dotado, y ejercitarse con perseverancia y manejarlas.
            En este pasaje de Efesios, primero encontramos tres partes de la armadura que tratan del estado espiritual del alma del cristiano y de su marcha: ceñidos con la verdad, la coraza de justicia y el calzado con el apresto del Evangelio de la paz.

            La "verdad" desempeña un papel muy importante en la vida del creyente. En primer lugar, debe ceñir sus lomos con la verdad. Entonces, solamente podrá utilizarla como arma ofensiva, como espada, en el servicio según Dios.
            Los lomos son la parte de la fuerza del hombre; visto su emplazamiento, constituyen también una figura de sus inclinaciones y de sus secretos sentimientos. El "Espíritu de verdad" se esfuerza constantemente, por la "palabra de verdad", en presentar en el corazón del creyente a la persona de Cristo como "la verdad". Si esta pieza de la armadura está correctamente revestida, resulta un doble efecto para el creyente.
1.   Todo aquello que no esté de acuerdo con la verdad, sea en su corazón o en su marcha, será manifestado y condenado. Todo aquello que emana de la vieja naturaleza, de la carne o del mundo es puesto de lado (Hebreos 4:12-13).
2.   Además, su ser interior y sus pensamientos son formados a la imagen de Cristo glorificado, quien se santificó por nosotros elevándose al cielo (Juan 17:14-19).
            En Oriente, las vestiduras largas, arremangadas para el trabajo y el servicio, se mantenían en su sitio mediante un cinturón. Del mismo modo, el cristiano ceñido con la verdad no dejará errar sus pensamientos, sus sentimientos y sus inclinaciones; tampoco seguirá los impulsos de su propia voluntad. Vela y se aparta de esas cosas. La verdad misma dirige su corazón. Lo que es bueno tiene poder y autoridad en él. Ama a Cristo y se regocija en las cosas celestiales en Él. No se halla bajo el peso de una obligación exterior o de una ley; el corazón mismo quiere aquello que el Señor desea.
            Satanás no encuentra ningún punto de ataque en tal cristiano. A todas sus tentaciones, sus incitaciones y sus falsas interpretaciones, el corazón del creyente responde: «Está escrito».
            Sin embargo, no olvidemos que diariamente debemos ceñirnos con la verdad y aplicarla a nuestro corazón, y que ello sea un estado permanente. Sólo podemos realizarlo en la comunión con Dios y con el poder del Espíritu Santo.

            Estar "ceñidos... con la verdad" nos guarda en cuanto al hombre interior, en una armonía práctica con Dios; pero una marcha en justicia y en piedad debe caracterizarnos delante de los hombres (2 Corintios 8:21; Hechos 24:16).
            Aquí no se trata de la perfecta e inmutable justicia que el creyente posee en Cristo y que le permite mantenerse ante el Dios santo. Sólo una marcha en la santidad práctica y una buena conciencia pueden servirnos de coraza contra Satanás.
            ¿Cuáles son las condiciones para tener una buena conciencia? Según la luz que le haya sido dada, el cristiano ha juzgado y condenado todo su pasado ante Dios. No tolera en él ninguna clase de mal. Va "ceñido... con la verdad" y se esfuerza, por la gracia de Dios, en mantener su vida diaria —lo visible y lo invisible, sus hechos y su servicio— en armonía con la verdad aplicada a su corazón. La existencia de la carne en nosotros no suscita en uno mismo una mala conciencia, ni interrumpe la comunión con Dios, mientras no la dejemos obrar. Pero tan pronto como soy culpable de una injusticia y mi comportamiento está en contradicción con la voluntad de Dios tal como la conozco, entonces todo vacila: el enemigo puede reprocharme con razón mi falta, aun si queda escondida a los ojos de los hombres. Caí en la trampa durante el combate, y mi comunión con Dios queda interrumpida, el Espíritu Santo es entristecido en mí, y por eso he venido a ser un hombre sin poder ante el enemigo.
            Permanecer en tal estado acarrea graves consecuencias. Una mala conciencia me hace cobarde y me lleva a faltar de rectitud. Vivo en el temor que el mal aparezca con toda claridad y que esto redunde en mi conclusión pública. En tal estado, me entrego a cometer otras faltas. Me vuelvo incapaz de combatir, como en otro tiempo le ocurriera a Israel ante Hai (Josué 7). Si continúo sirviendo y combatiendo — quizás para tener pura fachada— esto sólo hará poner de manifiesto mi indiferencia en cuanto al pecado.
            El creyente que acepta vivir sin la coraza de justicia no podrá poseer la más mínima parcela en los lugares celestiales. Todo su crecimiento se ve interrumpido y su vida deshonra al Señor.
            No obstante, gracias a Dios queda la posibilidad de revestir de nuevo esa pieza indispensable de la armadura: "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad" (1 Juan 1:9).

            Las Buenas Nuevas de la salvación emanan del "Dios de paz". Por ellas es anunciada la paz a los hombres en virtud del sacrificio de Cristo. Este mensaje pone la paz a disposición de todo aquel que la desea.
            Después de estar ceñidos con la verdad y de haber vestido la coraza de justicia, el creyente se calzará con el apresto del Evangelio de la paz. En virtud de la obra de Cristo, no sólo tiene la "paz con Dios", sino que efectivamente vive en una comunión sin obstáculos con el "Dios de paz". Resulta que la paz llena también su corazón y así está «pronto» a manifestarse a todo aquel que encuentra en su camino: "¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz!" (Romanos 10:15). Es posible que, por esta razón, el creyente coseche odio en lugar de amor, encono en lugar del agradecimiento. Sin embargo, en cuanto dependa de él, está en paz con todos los hombres (Romanos 12:18).
            ¿Por qué el mundo está lleno de descontento y disputas? Porque el hombre lucha por adquirir bienes terrenales y obtener beneficios materiales; porque su egoísta corazón, ávido de honores, queriendo siempre tener razón, no busca el interés de su prójimo, sino que se ensalza por encima de él. En tal contexto, el cristiano puede derramar un hálito de paz venido del cielo, donde él vive por la fe, porque se goza de sus bienes celestiales y no busca el honor que viene de los hombres sino el que viene de Dios. Ocurre demasiado a menudo que, por falta de vigilancia, hemos olvidado ponernos este calzado y manifestamos insatisfacción, mal humor y envidia. El enemigo se sirve de esto para suscitar discordias y disputas en nuestro propio hogar, entre los creyentes y aun en nuestras relaciones con las personas del mundo. ¡Qué triunfo para Satanás! Consiguió una victoria, privándonos así, por cierto tiempo, del gozo de las bendiciones celestiales.
            ¡Qué importante es esta pieza de la armadura! En este mundo, podremos ser útiles mensajeros del Evangelio de paz sólo en la medida que nuestra conducta para con los hombres rinda testimonio de esto.
            Las siguientes piezas de la armadura constituyen el escudo de la fe y el yelmo de la salvación. Se refieren más a la conservación de la confianza en Dios.

            Cuando los pensamientos, las inclinaciones y los sentimientos interiores son sujetados como acabamos de verlo, y la marcha se caracteriza exteriormente por la justicia y la paz, el alma puede blandir el escudo de la fe. No se trata tanto de la fe que acepta el testimonio de Dios en cuanto a Cristo para la salvación del alma, sino más bien de una confianza inquebrantable en el Dios de amor que es sin reserva "por nosotros" (Romanos 8:31), y que se reveló como Padre en Cristo Jesús.
            Cualquiera que tiene en alto ese escudo con semejante confianza, no se hará preguntas, sino que "contra esperanza" (humana) creerá "en esperanza” (en Dios) (Romanos 4:18). En esta ocasión experimentará que Dios lo ampara y lo protege, y que el alma que en Él confía jamás se verá decepcionada (Salmo 91:1-5). La sencilla fe justifica a Dios y se apoya en él; en realidad, Él es un escudo contra el cual todos los dardos de fuego del maligno se apagan.
            ¡Cuán necesario es este escudo para el cristiano! Por un lado, este último puede mantenerse en espíritu en los lugares celestiales; pero, por otro, en este mundo debe atravesar diferentes circunstancias, pruebas, sufrimientos y aflicciones bajo la dirección de Dios que los permite. A menudo, Satanás utiliza el carácter insondable de los caminos de Dios para llenar nuestro corazón de desconfianza para con Él, y para suscitar en nosotros la duda en cuanto a su amor, su fidelidad y sus cuidados. También intenta quebrantar nuestra confianza en la veracidad y la confiabilidad de su Palabra, y otras cosas semejantes. Todo aquello que nos aleja de Dios y de nuestras bendiciones celestiales en Cristo le gusta.
            La fe pone a Dios entre ella y las circunstancias, así como todo aquello que pudiera inquietarla. Abram pudo decir: "He alzado mi mano a Jehová Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra". Y Dios le respondió: "No temas, Abram; yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande" (Génesis 14:22; 15:1). Si resistimos al diablo, hallará a Cristo en nosotros y huirá.
            ¿Cómo es posible que los dardos del maligno penetren en el corazón del creyente y lancen en él, como fuego ardiente, la duda y la angustia? Porque olvidó no sólo tomar el escudo, sino también el cinturón, la coraza y el calzado. Quizás uno comience a desviar los ojos de la contemplación de Cristo glorificado, llevado por muchas distracciones de este mundo. Entonces, el corazón no está más en la luz, sino que sigue el impulso de los pensamientos y las inclinaciones naturales, o aun "los deseos carnales que batallan contra el alma" (1 Pedro 2:11). A partir de ese momento, no es protegido contra los dardos de fuego del maligno. Pues, cuando la íntima comunión con Dios es interrumpida, ¿cómo podemos elevar los ojos llenos de confianza hacia Él? La confianza se apoya en Dios. No halla su fuente en la marcha, sino que una marcha fiel es el terreno en el cual progresa.
            Cobremos aliento al pensar en nuestro Señor quien, como sumo sacerdote y abogado en el cielo, intercede constantemente por nosotros. Intercede para que permanezcamos en estado de combate, y en caso de caída podamos de nuevo revestir toda la armadura y volver a tomar nuestro lugar en el combate.

            Para no dar pie al enemigo y estar protegidos de todas partes contra sus ataques, necesitamos tomar el "yelmo de la salvación". Cada día deberíamos marchar con la conciencia y el gozo de la perfecta salvación en Cristo, que Satanás no puede destruir ni quitar. Sólo así protegeremos nuestra cabeza de manera práctica, como lo hace el yelmo en el día del combate.
            El escudo es una figura de lo que Dios es por nosotros, y el yelmo de lo que hizo por nosotros.
            La salvación, tal como nos la presenta la epístola a los Efesios, no incluye solamente nuestra perfecta redención, el perdón de nuestros pecados, la liberación de nuestro estado de corrupción, de la esclavitud del pecado, y del poder del enemigo; sino que la salvación consta también del hecho de que estamos en Cristo, y en él hemos sido llevados a los lugares celestiales. Nuestra salvación es tan perfecta, inalterable e imposible de perder que no debemos ocupamos más de nosotros mismos. Todo está asegurado, el yelmo puede estar expuesto a todos los golpes. La salvación nos da valor y energía; así somos libres para ser activos para el Señor por el poder del Espíritu Santo, sin que estemos en nada atemorizados o impedidos por cualquier razón que nos concierne.

            Mientras que las otras piezas de la armadura se refieren a nuestro propio estado y sirven para protegernos, la espada del Espíritu, la Palabra de Dios nos es dada como un arma ofensiva. Se utiliza para con el prójimo, en la obra del Señor.
            Si estamos de corazón en la verdad, si andamos en justicia yendo en paz por nuestro camino a través de este mundo de hostilidades, si nuestro corazón confía en Dios y que tenemos la firme seguridad de nuestra salvación en Cristo, entonces podemos empeñar y ganar el combate. Estamos protegidos en cuanto al hombre interior y al abrigo de todos los ataques del exterior. Un buen estado interior debe preceder toda actividad exterior y acompañarla.
            Es un punto de suma importancia, al cual a menudo no solemos prestar mucha atención. Ocurre que salimos al combate sin habernos juzgado a nosotros mismos y sin tener la firme seguridad de que Dios está con nosotros. Ahora bien, existen situaciones en las cuales no puede acompañarnos, tal como lo vemos en la historia de Acán en Josué 7. En tal caso, el combate terminará en una vergonzosa derrota. Si deseamos ser activos para el Señor—ya en nuestra familia, en la vida cotidiana o en un servicio público— primero tenemos que haber estado en Su presencia. Nuestra arma ofensiva es pues la espada del Espíritu, la Palabra de Dios, y no hay otra cosa que el enemigo tema más. Manejada con el poder y la dirección del Espíritu Santo, suministra una fuerza y una agudeza a las cuales nada puede resistir. Entonces, es "como luego dice Jehová, y como martillo que quebranta la piedra" (Jeremías 23:29). Es "viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón (Hebreos 4:12).
            ¡Tengamos siempre entre manos la Palabra, esa arma que nos es proporcionada por el arsenal divino! No debemos añadir ni quitar, pues de lo contrarío dejaría inmediatamente de ser la espada del Espíritu, y la Palabra de Dios. Es tan perfecta como nuestra salvación y como nuestra justicia; su valor es independiente de nuestra colaboración. Basta absolutamente para todo y podemos contar enteramente con ella si la utilizamos sólo bajo la dependencia de Dios.
            A través de todas las Escrituras, especialmente en los Salmos, encontramos ejemplos de la manera en que los creyentes manejaron la Palabra. Nuestro Señor mismo es el perfecto modelo para utilizar esa arma espiritual. Se sirvió de ella en las tentaciones, así como en sus conversaciones con los judíos que siempre intentaban contradecirle. Sin embargo, si no andamos por el poder que da el Espíritu de Dios no contristado, nunca podremos agarrar la espada de la buena manera, y menos aún utilizarla correctamente. Una palabra a propósito en el momento oportuno no puede ser llevada a cabo sino por medio del poder y la luz del Espíritu Santo. Entonces, un solo pasaje de la Biblia puede vencer a nuestro más poderoso enemigo, como ocurrió en otro tiempo con la piedra lanzada por la honda de David (1 Samuel 17:49).
            En la obra del Señor, cuánto se hace sentir la necesidad de obreros que sean "fortalecidos en el Señor" porque tienen la costumbre de vestir toda la armadura, y por consecuencia saben utilizar como es debido la espada del Espíritu.

La oración
            La última arma citada por el apóstol Pablo es la oración. Esta última muestra la actitud fundamental que el cristiano debe tener para ser capaz de utilizar todas las piezas de la armadura y de practicar lo que representa.
            En la entera conciencia que el poder, la sabiduría y la dirección no se hallan sino sólo en Dios, el cristiano en todo tiempo puede volver al trono de la gracia y elevar sus súplicas (Hebreos 4:16). Así será guardado y mantenido en presencia de Dios, los ojos puestos en él y el corazón libre de toda inquietud. El único medio para él es permanecer por encima de las circunstancias y realizar su posición en los lugares celestiales. Cuanto más lo acaparan sus ocupaciones terrenales, tanto más debe cultivar esta relación de oración continua con el Señor.
            La oración es el barómetro infalible de la dependencia del creyente. Esa dependencia, la manifestó el Señor mismo en perfección durante su vida en la tierra. Le gustaba retirarse para permanecer en oración con Dios durante muchas horas (Hebreos 5:7-8; Marcos 1:35; Lucas 6:12). Dijo: "Mas yo oraba" (Salmo 109:4). Pablo y los otros apóstoles fueron hombres de oración. Lo mismo ocurría con Epafras (Colosenses 4:12), así como con tantos otros siervos del Señor. Es el secreto del éxito en el servicio y de la perseverancia en los dolores y los sufrimientos.
            Una buena utilización de la armadura hace que el cristiano sea capacitado para el servicio para con los demás; entonces su oración no se limita a sus necesidades personales, sino que se extiende a todos los creyentes y siervos del Señor, por las perseverantes intercesiones; "velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos; y por mí” (Efesios 6:18-19). Así pues, la oración en común no sólo concierne a la obra del Señor aquí abajo, sino que también nos lleva al combate en los lugares celestiales.
            Es necesario que las cosas sean así; porque los creyentes son uno, la obra es una obra común, y Satanás es un enemigo común. Conforme a esto, la Iglesia es presentada en la epístola a los Efesios como un cuerpo: "un cuerpo, y un Espíritu" (4:4). Si verdaderamente combatimos el combate como nos es expuesto en el capítulo 6, ciertamente no nos olvidaremos de orar con perseverancia por todos los creyentes y por toda su obra. Por este medio, en cuanto a nosotros dependa, guardaremos la unidad del Espíritu, manteniéndonos alejados de todo aquello que la perturbe, frustrando todo intento del enemigo.
¡Que el Señor nos dé a todos la gracia de permanecer conscientes de nuestra posición celestial y que, revestidos de toda la armadura de Dios, libremos el combate que tiene lugar en los lugares celestiales! "Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará. Mas el justo vivirá por fe" (Hebreos 10:37-38). ¡Cuando estemos cerca del Señor, ya no estará el enemigo en el cielo y no necesitaremos más armadura ni armas!

Creced 2001 - N° 2