domingo, 1 de junio de 2014

Pensamientos.

Es verdad que “los mares tranquilos nunca hacen a un marino”. La tribulación es el medio adecuado en el que se desarrolla la paciencia; las presiones de la vida ensanchan el corazón.                  
William Macdonald

LOS FILIPENSES

Durante su segundo viaje misionero, el apóstol Pablo llegó a Europa y se detuvo en Filipos (Hechos 16). La brillante antorcha del Evangelio que llevaba, encendió en esta ciudad muchos luminares. Y estos creyentes, ligados por el Espíritu Santo al cuerpo de Cristo en la tierra, formaron un testimonio local, una lámpara que difundió abundantemente su luz en medio de un mundo pagano.
Dentro de lo posible, el apóstol visitaba al menos dos veces a las jóvenes iglesias, para fortalecerlas en la fe y para corregir a tiempo los posibles desvíos de la verdad que pudiesen tomar. Por eso volvió a Filipos durante su tercer viaje misionero (Hechos 20:1-6).
Desde entonces, los años habían pasado y el após­tol se hallaba prisionero en Roma (Filipenses 1:17; 4:22. ¿Qué era de los filipenses? Jesús, su Señor y su gran Pastor, los habían cuidado en todos estos años y los había guardado. Pablo, su fiel siervo, tampoco los había dejado librados a sí mismos. Siempre, en todas sus oraciones, había intercedido por ellos ante el trono de la gracia (1:4). ¿Quedaría esto sin fruto? Cierta­mente que no. Esto se manifestó por su comunión en el Evangelio.
Desde el "principio de la predicación del evange­lio", mientras aún eran «jóvenes» en la fe, los filipenses le habían mandado al apóstol dos veces un don cuando partió de Macedonia, lo que ninguna otra iglesia había hecho (Filipenses 4:15). Más tarde, cuando el apóstol hizo otra visita a Filipos, los filipenses pasaban por una gran tribulación, pero igualmente habían hecho una colecta para los creyentes de Judea, quienes se hallaban en una indigencia total a causa de las persecuciones. Pablo escribe respecto de esto: "en grande prueba de tribulación" (se trata de las iglesias de Macedonia a las que pertenecía Filipos) "la abundancia de su gozo y su profunda pobreza abundaron en riquezas de su genero­sidad. Pues doy testimonio de que con agrado han dado conforme a sus fuerzas, y aún más allá de sus fuerzas, pidiéndonos con muchos ruegos que les concediésemos el privilegio de participar en este servicio para los san­tos" (2 Corintios 8:2-4). Y una vez más —ahora con el apóstol cautivo y padeciendo necesidad—, los filipen­ses le mandaron a Epafrodito para entregarle su don, a pesar de que ellos mismos sufrían necesidad (Filipen­ses 4:18-19).
¿No era éste un testimonio conmovedor del amor que los filipenses tenían para con su Señor, el apóstol y todos los creyentes? Allí donde podía verse semejante amor, no podía esperarse un estado del corazón sino bueno. Era una prueba de que no había lugar para el mundo en estos corazones, sino sólo para el Señor, para su obra y para sus intereses.
El apóstol llama esto "vuestra comunión en el evangelio, desde el primer día hasta ahora". Y estaba persuadido de que Dios, que comenzó en ellos la buena obra, la perfeccionaría hasta el día de Jesucristo (1:5-6). ¡Qué hermosa y bendita es la vida de un creyente cuando, por la gracia de Dios, sigue este camino desde su conversión hasta el fin! El Señor recompensará rica­mente a aquel que le honra de esta manera.
La comunión en el Evangelio naturalmente incluye aspectos múltiples y, en el caso de los filipenses, no se limitaba a los dones materiales para los siervos del Señor y para los creyentes necesitados. Así es como lee­mos más adelante.

2) Tenían al apóstol "en el corazón" (Filipenses 1:7; versión francesa de J.N.D.)
Para explicar el sentido de esta expresión, tome­mos el ejemplo de un joven cristiano a quien el Señor ha dotado y ha llamado a su servicio a un lugar lejano. Para los padres cristianos, es un gran sacrificio dejar que su hijo se vaya tan lejos. Sin embargo, lo tienen en su corazón. Lo acompañan en el pensamiento durante su viaje y esperan sus noticias con impaciencia. Se interesan profundamente en todo lo que encuentra, en sus esfuerzos, en el fruto de su trabajo, en los peligros que lo acechan, en su bienestar personal. Cada día se acercan al trono de la gracia para interceder por él según las noticias que reciben. ¡Qué alentador ha de ser para el joven poder pensar: mis padres participan ple­namente en lo que vivo y en mi servicio aquí; real­mente oran por mí puesto que estoy en su corazón!
Exactamente de esta manera estaba el apóstol Pablo en el corazón de los filipenses. Esto también era para él un gran aliento y un profundo consuelo.
Lo mismo se había producido ya desde los prime­ros días en que pasó por Filipos: tan pronto como el
Señor abrió el corazón de Lidia, Sus enviados, Pablo y sus compañeros en la obra, hallaron lugar en él. Ella les abrió su casa y los obligó a aceptar su hospitalidad, lo que significaba mucho trabajo para ella y posiblemente hasta persecución (Hechos 16:12-15). Lo mismo suce­dió con el carcelero. Si su trabajo rudo podía haberle hecho insensible, la fe en cambio derramó el amor en su corazón. Sus primeros impulsos fueron en favor de estos siervos de Dios. "Y él, tomándolos en aquella misma hora de la noche, les lavó las heridas" (v. 33). Esto también era "comunión en el evangelio".

Al escribir el apóstol esta carta, sabía que podía contar con el gran interés de los filipenses en toda la obra del Señor y en sus circunstancias personales, por­que él estaba "en su corazón". Ellos sabían que el Señor le había escogido para "llevar su nombre en pre­sencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel" (Hechos 9:15) y que había recibido una respon­sabilidad particular para "la defensa y confirmación del evangelio" (Filipenses 1:7, 17). ¿Cómo podían ayudarle a este respecto?: Siendo todos "participantes con él de la gracia" (v. 7) en este servicio. Pablo no podía cumplir esta difícil obra sin valerse de la gracia de Dios en todo; y ellos no podían ayudarle sino sosteniéndole y reclamando en favor de él esta gracia por medio de fervientes oraciones.
El corazón incrédulo puede preguntarse si la intercesión ayuda realmente o si esto no depende ante todo de la capacidad, de la pericia y de las armas del combatiente. Una experiencia sobrecogedora del pueblo de Israel podrá ayudarnos a comprender la verdad res­pecto de esto: Josué y el pueblo combatían contra Ama­lec. Sin embargo, Moisés, Aarón y Hur estaban sobre la cumbre del collado. "Y sucedía que cuando alzaba Moisés su mano, Israel prevalecía; más cuando él bajaba su mano, prevalecía Amalee" (Éxodo 17:9-11). Con la misma capacidad, la misma fuerza natural y las mismas armas, el pueblo prevalecía o retrocedía, sin que se pudiera explicar. El secreto solamente consistía en el hecho de que el que oraba en la montaña alzara o bajara su mano. El apóstol también conocía este secreto. Sin la intercesión, la victoria de la Palabra se ponía en duda. Porque ella abre "puerta para la pala­bra" (Colosenses 4:3) y da denuedo y fuerza para anunciarla (Efesios 6:19-20). Por eso, en sus cartas Pablo animaba siempre de nuevo a los hermanos y hermanas, diciendo: "Orad por nosotros" (1 Tesalonicenses 5:25). Tenían que orar "en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu", y justamente "velar en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos; y por mí" (Efesios 6:18-19). Pero, tal como sucede con el que combate en el frente, el que ora tiene que saber dónde atacar, lo que se trata de defender, dónde hay peligro y cuáles son las intenciones del enemigo. Por esta razón, el apóstol da aquí a sus amados filipenses, que le tenían en su corazón, informes exactos sobre el lugar de su combate actual en Roma (Filipenses 1:12-18). Estaba seguro de que, en vista de las circuns­tancias que les describía, combatirían por él en oración (v. 19). Además, los filipenses sabían que la "defensa del evangelio" del cual el apóstol se encargaba muy particularmente, concernía al Evangelio completo, o sea, a la totalidad de las verdades relativas a la salva­ción en Cristo, a Cristo mismo, y a los consejos de Dios en cuanto a su Persona y a los que estaban ligados a él. Este Evangelio completo, anunciado por Pablo, era acometido por las potestades de las tinieblas. Por eso, era preciso defenderlo. Al orar por el apóstol, los filipenses tenían empeño en esta defensa.
Vemos, pues, cuán importante era que los filipen­ses tuviesen al apóstol "en su corazón". De ello manaba una rica bendición para él, para la obra, para los creyentes en todo lugar y para la propagación del Evangelio.
Pablo ya no está con nosotros. Hoy día, el Señor ha llamado a otros hermanos en el amplio campo de la mies de la tierra, particularmente para la "defensa y confirmación del evangelio". ¿Los tenemos en nuestro corazón? ¿Leemos sus informes? ¿Nos interesan los detalles de su servicio? ¿Estamos preocupados por su bienestar personal? ¿Estamos continuamente "sobre la cumbre del collado" para interceder por nuestros her­manos en el frente y en el combate? No olvidemos que buena parte del éxito de su actividad depende de nues­tra fidelidad respecto de estas cosas.

Para los filipenses, la "comunión en el evangelio" naturalmente no estaba limitada a ayudar al apóstol y a sus compañeros de trabajo, a pesar de que este aspecto del servicio estuviera en el primer plano en la epístola a los filipenses. En su propia ciudad y en su propia región, ellos mismos estaban en la brecha para anun­ciar el Evangelio y defenderlo. El hecho de que se enfrentaban con "los que se oponen", que tenían el pri­vilegio de "padecer por Cristo" y de combatir en el mismo conflicto que el apóstol (Filipenses 1:27-30), era la prueba de que se acercaban a la gente con el Evangelio en la mano para llevarles al Salvador. Tam­bién era la prueba de que la luz de su andar producía contradicción y que tenían que luchar para mantener la sana doctrina. El apóstol sólo les recordaba que tenían que comportarse como es digno del Evangelio (v. 27). Esto demuestra, entre otras cosas, que había un pleno acuerdo entre ellos y que todos "combatían unánimes por la fe del evangelio".
Con lo que precede, valiéndonos de varios ejem­plos de la Palabra, hemos recordado lo que nos ha de caracterizar desde nuestra conversión. Tengamos conti­nuamente presentes estas cosas y andemos en ellas, "desde el primer día hasta ahora", sí, ¡hasta nuestra última hora en este bajo mundo! Ya pronto el Señor va a venir "y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios" (1 Corintios 4:5).
Creced 2009, N°2

¿No hay respuesta a mi oración?

“Oraré con el espíritu, pero oraré también con el entendimiento (1 Corintios 14:15).


Con frecuencia leemos la Palabra de Dios de manera superficial, y esto es para nuestro perjuicio, sobre todo cuando se trata de enseñanzas relativas a la oración. El desconocimiento de los principales pasajes que se nos presentan en el Nuevo Testamento puede tener consecuencias nefastas para la vida espiritual, conduciendo al desaliento y a la incredulidad. ¿Quién de nosotros no ha experimentado esos sentimientos porque, aparentemente, su oración no tuvo respuesta? Desaliento, porque habiendo orado con insistencia por determinados motivos finalmente no obtuvimos el otorgamiento; incredulidad, porque Dios, quien ha hecho tantas promesas a la oración de fe, parece haber permanecido sordo y sin cumplir su palabra. ¿No sería Dios fiel a sus promesas?
Es importante, pues, examinar con atención algunas de esas promesas que, si bien nos parecen incondicionales, están sometidas a condiciones precisas. Aparecen en negrita en los pasajes que nos proponemos estudiar juntos.
1) “Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré” (Juan 14:13-14).
La promesa repetida alterna con una condición esencial que a veces se nos escapa. ¿Estamos siempre conscientes de que nuestras oraciones van más allá de nuestras propias circunstancias o de aquellas de las personas por las cuales intercedemos? Ellas interesan al Padre y al Hijo. Dios, quien vela por la gloria de Cristo, no puede permitir el uso excesivo del nombre de Jesús.
Para pedir algo en el nombre del Señor debemos estar seguros de que nuestro ruego es conforme al deseo de Aquel a quien el Padre no puede rehusarle nada.
“Yo lo haré”, afirma entonces el Señor Jesús. Dicho de otro modo, mediante el poder de su nombre y por el hecho de que goza de un crédito ilimitado ante el Padre, hallará respuesta; Dios no puede rechazar la petición de su Hijo amado.
Esta consideración nos trae a la memoria lo que el Hijo es para el Padre y nos enseña a no usar el nombre del Señor en vano, como si fuese una fórmula que lo solucionara todo.
2) “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho” (Juan 15:7).
“Si permanecéis en mí”, dice el Señor a sus amados discípulos. Tomando el ejemplo del pámpano, el que debe permanecer en la vid para llevar fruto (Juan 15:4), Jesús acaba de recordarles lo que es la dependencia, esa gran virtud cristiana. Ahora bien, la oración es justamente la expresión de esta dependencia. Uno experimenta a la vez su propia debilidad y el poder del Señor, su propia ignorancia y la sabiduría del Señor; toma el lugar que le corresponde y reconoce el Suyo. El Señor posee todos los derechos sobre aquel que se inclina de rodillas ante él.
El Maestro agrega: “Si... mis palabras permanecen en vosotros”; esta condición va ligada a la primera. La Palabra nos comunica los secretos de Dios. Al leerla, seremos capaces de comprender Sus pensamientos por el Espíritu. Entonces, si permanecemos en ella y nos sometemos a ella, no tendremos otros deseos más que los suyos. “Pedid todo lo que queréis, y os será hecho”, dice entonces el Señor Jesús. Porque lo que queremos, es lo que el mismo Señor desea.
3) “Yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dé” (Juan 15:16).
Aquí, la condición para ser otorgado está ligada a la del versículo 7, porque es absolutamente necesario depender del Señor y conocer su voluntad a través de su Palabra para saber cómo servirle. Para el discípulo escogido, establecido y enviado por el Señor, aquí se trata de ir y de llevar fruto, por ejemplo, el de realizar tal servicio útil.
¿Qué empleador envía a su obrero sin antes haberle dado los medios para llevar a cabo el trabajo que le ha encomendado? Si se trata de herramientas o de dinero, el obrero lo pedirá a su debido tiempo y, tratándose de los intereses del que lo envía, lo que pida no le podrá ser negado.
Así sucede, pues, con mucha más razón, el servicio cristiano; el Señor da lo necesario a la persona que él envía. Y si él no da nada, el obrero del Señor tendrá que preguntarse: ¿No significa ello que, lo que yo quiero emprender, no es lo que él me ha ordenado? Al contrario, si se trata de un fruto que ha de ser llevado para él, de un fruto que permanece ¿cómo ha de rechazar el Señor lo que necesita su siervo?
4) “Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él” (1 Juan 3:21-22).
Aquí hallamos dos condiciones que encuadran una promesa.
La primera es un corazón que no nos reprende; dicho de otro modo, cualquiera sea la cosa que le pidamos a Dios, nos es necesaria una buena conciencia. ¿Cómo acercarnos a él, si en nosotros tenemos algo que juzgar? Percibiremos muy bien que la distancia moral producida por una falta no confesada nos hace cerrar la boca.
La segunda condición, guardar los mandamientos de Dios y practicar lo que le agrada, se comprende mejor aún: Un niño obediente, quien por su comportamiento complace a sus padres, obtendrá de ellos todo lo que él les pida, porque tienen confianza en él y saben qué hará buen uso de ello.
Vemos que estas dos condiciones son complementarias o más bien constituyen dos aspectos de la misma actitud. La primera, una buena conciencia, manifiesta nuestros sentimientos para con Dios y nos da seguridad para dirigirle nuestras oraciones. La segunda expresa los sentimientos de Dios: desde el momento en que ponemos en práctica las cosas que le son agradables, se agrada también en satisfacer nuestras peticiones. Todo lo que pidamos, lo recibiremos de Él. Pero ¡qué buen estado espiritual se necesita de nuestra parte!
5) “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá... Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vues­tro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?” (Mateo 7:7-11; ver también Lucas 11:9-13).
Tenemos a un Dios lleno de bondad, de quien no podemos esperar nada más que “buenas cosas”. Este Padre no dará nunca una piedra a alguno de sus hijos que le haya pedido un pan. Sin embargo, si nos equivocamos y le pedimos una piedra, ¿nos dará una piedra? Antes bien, nos dará ese pan que no supimos pedirle. El corazón de Dios nos es abierto, así como sus manos; pero no esperemos de él otra cosa que no se relacione con su naturaleza.
Santiago 4:2-3 nos da dos motivos por los cuales no recibimos nada.
El primero es simplemente porque no pedimos. De ahí la invitación del Señor: “pedid... buscad... llamad”.
El segundo es que pedimos mal: cosas malas para nosotros, mientras que nuestro Padre quiere darnos buenas cosas. Santiago explica: “Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites”. Pidámosle a Dios buenas cosas para el bien de nuestras almas, para el bienestar espiritual de nuestras familias y el de la asamblea, así confirmaremos las promesas del Señor: “Todo aquel que pide, recibe”.
6) “Todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mateo 21:22)
La condición enunciada aquí es la fe de la que habla también el versículo precedente y el milagro de la higuera. Es necesario comprender bien qué es la fe. Algunos la consideran como una especie de autosugestión, de persuasión interior. Por ejemplo, en ciertos medios se dirá a un enfermo o inválido: «Usted debe ser curado por medio de la oración de fe; si no resulta, es porque no tiene suficiente fe». De este modo las pobres personas son sumergidas en el desaliento, llamadas a mirarse a sí mismas, a analizar su confianza en Dios para tratar de incrementarla por sus propias fuerzas, lo cual es absurdo.
Dios no da jamás su gloria al hombre. Ése sería el caso si sus respuestas dependieran sólo de la intensidad de nuestras oraciones, de la cantidad o de las condiciones en las que se dirigen (ayunos, cadenas o noches de oración, etc.); con todas estas cosas, nuestro astuto corazón pronto buscaría hacer valer sus derechos y méritos.
Ahora bien, la fe no es solamente una certeza y una convicción; es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). La fe no es un puente que se apoya en el vacío, ni un ancla sin punto de sujeción. Se apoya sobre algo que está fuera de ella; viene “por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17). Si no poseo promesas precisas de parte de Dios, no tendré la libertad de dictar a Dios la manera en que estimo que deba responderme.
7) “Todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá. Y cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas” (Marcos 11:24-25).
El pasaje corresponde al precedente de Mateo, pero Marcos añade otra condición suspensiva: el caso de que, teniendo algo contra alguien, somos incapaces de perdonarle. Observemos en primer lugar que esto es general: no importa qué ni contra quién. Señalemos a continuación que el resentimiento es considerado aquí como humanamente justificado; nosotros somos la parte perjudicada, pues somos los que debemos perdonar. Con mucha más razón, esa restricción se nos aplica cuando la falta está en nosotros mismos.
Antes de escucharnos, el Señor nos llama a poner en orden nuestras relaciones con el prójimo... pudiendo ser por ejemplo nuestro cónyuge.
8) “Al que cree todo le es posible” (Marcos 9:23).
Aunque no sea cuestión de orar en esa respuesta del Señor a un padre angustiado, podemos relacionar esta promesa con los versículos mencionados más arriba (ver punto 6). Nos confirma que podemos esperar grandes cosas de nuestro Dios todopoderoso y que debemos dirigir nuestros ojos hacia él de donde viene el socorro. Puede responder a todas nuestras necesidades; su poder es infinito. El versículo que hallamos en el capítulo siguiente nos afirma: “Todas las cosas son posibles para Dios” (10:27); ahí vemos la ilimitada perspectiva que se abre ante la fe. Todo lo que Dios puede, lo puede también la fe en Él.
Pero, entre todas las cosas posibles para Aquel a quien se le llama «el Dios de lo imposible», ¿pretenderíamos escoger la que nos parece más fácil para Dios? Eso no sería fe, sino falta de fe.
9) “Ésta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Juan 5:14-15).
Este precioso pasaje nos recuerda primero a quien hemos creído (2 Timoteo 1:12). Nuestra fe, como acabamos de ver, se apoya en las promesas. Pero el valor de una promesa va unido a la calidad de aquel que la hizo.
Pedro habla de “preciosas y grandísimas promesas” porque es un gran Dios el que las hizo y tienen como garantía a Cristo, precioso para el corazón de Dios y del creyente (2 Pedro 1:4).
La voluntad divina, buena, agradable y perfecta, forma nuestro entendimiento y nos conduce a hacer peticiones sabias, de modo que puedan ser escuchadas por Dios. Entre el versículo 14 y el 15 es posible que transcurra cierto tiempo, apropiado para ejercer la paciencia de la fe. Pero, la fe tiene el privilegio de considerar la cosa pedida como ya otorgada. Los verbos están en presente; desde el momento en que la petición ha sido presentada, sabemos que tenemos las cosas que hemos pedido.
10) “Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:19-20).
He aquí dos promesas que se unen por medio de la palabra “porque”. ¿Bastará en efecto que dos creyen­tes estén de acuerdo en pedir cualquier cosa para que sea hecha? No, esto podría ser para su perjuicio. Tal promesa se une de manera muy entrañable a la presencia del Señor prometida a los que se reúnen en su nombre, es decir, reconociendo su indiscutible autoridad. Ello da a entender que las peticiones presentadas tendrán su aprobación. Si gozamos de esa santa presencia, ¿cómo podríamos formular peticiones sin reflexión? El nombre de Jesús que reúne a los suyos es el que además nos abre el corazón de Dios. No va una cosa sin otra.
Habiendo considerado estos diversos pasajes, quizás digamos con cierto desaliento: «Si son tantas las condiciones que cumplir para ser favorecido por el Señor, no nos quedan muchas oportunidades para la oración; estamos lejos de conocer siempre la voluntad de Dios; raramente tenemos una promesa precisa sobre la cual reposar nuestra fe, ni estamos comprometido en un servicio que requiera demandarle medios a nuestro Padre celestial. Entonces ¿para qué somos invitados a orar sin cesar (1 Tesalonicenses 5:17), a orar “en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu...”? (Efesios 6:18)».
Reconozcamos primero que nuestro Dios es soberano y que su gracia jamás se dejará prender por nuestra lógica humana. Aunque nos da en el Nuevo Testamento algunas normas para que comprendamos los principios según los cuales él obra, a veces le agrada intervenir de una manera que nos extraña, respondiendo a nuestras oraciones a pesar de todas nuestras incapacidades.
De todos modos recibiremos una respuesta. Un postrer pasaje lo prueba y nos alienta; hasta nos exhorta a orar cualesquiera que sean las necesidades, los momentos y las condiciones.
11) “En todas las circunstancias, por medio de la oración y la plegaria, con acciones de gracias, dense a conocer vuestras peticiones a Dios: y la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros sentimientos, en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6-7, V.M.).
En todas las circunstancias: es algo general, sin ninguna clase de limitación, ni en número ni en forma. Sin condición alguna: nada demasiado grande, ni demasiado pequeño puede ser presentado al Señor. ¿Llevamos una carga o tenemos preocupaciones que no podemos solucionar, y no conocemos el pensamiento del Señor al respecto? Llevémoslo a él. En este caso, comprendemos que no podemos tener la promesa de que nuestra petición sea otorgada según nuestro deseo. Eso abriría la puerta a toda clase de oraciones careciendo de inteligencia que Dios no podría satisfacer. No está dicho, pues, que tendremos las cosas que pedimos, ya que no sabemos cuál es la voluntad de Dios al respecto.

No obstante, tenemos una respuesta para todo motivo, una promesa de elevado precio: La paz de Dios guardará el corazón del creyente. Se produce un intercambio que me favorece: mi carga para Él, Su paz para mí. Ella puede ahora llenar mi corazón, cualquiera sea la manera en que Él se ocupe de lo que acabo de depositar sobre Él. 
Creced 1995 - Nº 6

Doctrina. El Hombre (Parte VI)

VI. Condición, propósito y responsabilidad del Hombre


Al hacer un pequeño análisis podemos encontrar  cual era la condición del  hombre, su propósito en el Edén y que responsabilidad tenía. No fue puesto en la tierra para que estuviera holgazaneando. En la actualidad se han creado “paraísos” para que el hombre no haga nada; pero en paraíso de Dios,  el hombre tenía un propósito y una responsabilidad a cabalidad. Fue puesto para que gobernara la tierra.
Veamos algunos de ellas:
Condición.
1.      Su conocimiento
Al ser creado, el hombre tuvo conocimiento inmediato y entendimiento intuitivo. Él no era un infante adulto, ni un adulto infante. El nombró a todos los animales que vinieron de la mano de Dios. Esta tarea requería que el hombre tuviera inteligencia y una capacidad intelectual más que asombrosa. "Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos y a todo ganado del campo; más para Adán no se halló ayuda idónea para él" (Génesis 2:20).
2.      La inocencia original del hombre.
Algunos declaran que Adán fue creado en santidad, o rectitud. Esto no es del todo exacto. El hombre fue creado perfecto, sí, pero fue creado en inocencia. Hay una vasta diferencia entre la inocencia y la rectitud. La inocencia es la impecabilidad que jamás ha enfrentado una prueba. La rectitud, o probidad, es la inocencia que ha sido probada y tentada y ha salido victoriosa.
3.      Su ambiente perfecto
Estaba ubicado en un jardín fructífero. "Y Jehová Dios plantó un huerto en Edén, al oriente; y puso al hombre que había formado." (Génesis 2:8) Algunos sostienen que el hombre primitivo era un hombre de las cuevas, pero esto no fue así, porque él era hombre de huerto. Los primeros registros que tenemos de hombres que vivieron en cuevas son de los que eran perseguidos: "De los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra" (Hebreos 11:38); y de los dementes: "Y cuando salió él de la barca, enseguida vino a su encuentro, de los sepulcros, un hombre con un espíritu inmundo" (Marcos 5:2).
Este jardín no es llamado "Edén," sino más bien, "el Huerto del Edén." Edén significa "planicie," o "meseta." Parece ser que Armenia es el lugar donde comenzó a habitar el hombre sobre la faz de la tierra.
 
4.      Su compañera
"Más para Adán no se halló ayuda idónea para él... Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre." (Génesis 2:20-22) Las palabras "ayuda idónea" significan "compatible." Eva era la compañera adecuada para Adán. Hay algunos que se ríen del "cuento de la costilla," pero no pueden decirnos de dónde vino la mujer. ¿Por qué razón cree usted que Dios no hizo a la mujer del polvo de la tierra? Por la sencilla razón de que Dios no quería tener dos orígenes para la humanidad.

5.      Su comunión con Dios
El hombre podía tener comunión con Dios. "Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer" (Génesis 2:16). "Y dijo Dios: He aquí que os he dado toda planta que da semilla, que está sobre toda la tierra, y todo árbol en que hay fruto y que da semilla; os serán para comer" (Génesis 1:29). "Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo, ¿Dónde estás tú?" (Génesis 3:9).
6.      Hecho para la eternidad
Al existir el árbol de la vida en el huerto del Edén, nos indica que el hombre no estaba hecho para que naciera y muriese, cumpliendo el ciclo que estamos acostumbrados a ver y sufrir después de la caída. Sino que está destinado a vivir por siempre.
“Y Jehová Dios hizo nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista,  y bueno para comer;  también el árbol de vida  en medio del huerto,  y el árbol de la ciencia del bien y del mal”  (Génesis 2:9) .Es curioso que el  árbol de la vida  y el árbol de la ciencia del bien y el mal estuviesen  juntos en el huerto. El hombre tenía que elegir la vida o  la muerte a diario. Y por un tiempo eligieron la vida, comían del fruto del árbol de vida para conservarla.
Sin embargo, cuando fueron expulsados del lugar donde vivían gratamente y en comunión con Dios, Dios expresamente puso un guardia para que no comiese de ese árbol que daba vida eterna (Génesis 3:22-24) para que su condición de pecadores no fuese eterna.
El Propósito de la Creación del Hombre
¿Por qué, entonces, creó al hombre? Dios hizo al hombre para una sola razón: Su propia gloria. Todos los llamados de mi nombre; para gloria mía los he creado, los formé y los hice (Isaías 43:7).  Por lo cual tenemos tres obligaciones que cumplir:
1.      Para glorificarlo
Dios hizo al hombre para glorificarse a Sí mismo. Dicho de otro modo, fuimos creados para glorificar a Dios. Dios no creó a los seres humanos porque necesitara de ellos, el propósito principal era tener en la tierra un orden distinto de seres inteligentes y libres que le adorasen y le sirvieran como los ángeles lo hacían en el cielo. Habiendo sido hechos a la imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:27), los seres humanos tienen la habilidad de conocer a Dios – y por tanto, amarlo, adorarlo, servirle, y tener compañerismo con Él. En esto vemos que Dios nos hizo con propósito. Si vivimos para este propósito (si vivimos conforme al propósito de Dios en hacernos), además del gran privilegio de glorificar al Creador, hay un beneficio enorme para nosotros: Gozo. Me mostrarás la senda de la vida; En tu presencia hay plenitud de gozo; Delicias a tu diestra para siempre (Salmo 16:11).
Dios, como en todas Sus obras, buscaba Su gloria (Deuteronomio 32:15-18, Eclesiastés 12:1-3, Romanos 1:25).  Como Dios, Él no necesita de nada. En toda la eternidad pasada, Él no sintió soledad, así que no estaba buscando un “amigo”. Él nos ama, pero esto no es lo mismo a necesitarnos. Si nunca hubiéramos existido, Dios seguiría siendo Dios – El Inmutable (Malaquías 3:6) El YO SOY EL QUE SOY (Éxodo 3:14) jamás estuvo insatisfecho con Su propia existencia eterna. Cuando Él hizo el universo, Él hizo lo que le agradó, y puesto que Dios es perfecto, Su acción fue perfecta. “Era bueno en gran manera” (Génesis 1:31).
Como decían algunos hermanos en el pasado: “El fin principal y más elevado del hombre es glorificar a Dios, y gozar de Él (o deleitarse en Él) para siempre”. Así es la “vida abundante” que Cristo Jesús prometió a los santos en Juan 10.10. Esto (nuestro gozo de “deleitarnos” en Dios) se debe al carácter de Dios: Sobre todo lo demás Él es bueno, misericordioso y bondadoso. Él es amor. Una vez en Su presencia, nunca querremos salir porque ahí porque estaremos en Su perfecto amor incondicional y allá encontraremos el gozo pleno. ¡Y Dios se glorifica en que nos gozamos y que nos deleitamos así en Él porque esto magnifica cómo Él es (bueno, bondadoso, generoso… amor)!
Por consiguiente volvemos afirmar, el hombre ha sido creado para la gloria de Dios y no para su propia gloria personal. El reino de Dios y Su justicia debe ser su mayor preocupación, esperando que las demás cosas han de ser añadidas. En la actualidad el propósito de Dios se cumple en los creyentes que sinceramente le entregan sus vidas y viven para El, porque le entregan la adoración y alabanza que le corresponde. Es tan cierto esto que el hombre no se siente feliz hasta descubrir esta verdad y decidir a cumplir en su vida el propósito inicial de su creación. No hasta ser correcto en la vida, la meta es vivir para Aquel que nos creó.
2.      Para cumplir la misión encomendada.
Dios, al momento de crearlos, les dio un mandamiento claro y específico. Debían fructificar y llenar la tierra con los de sus propia especie, y señorear sobre las especies que cohabitan con el hombre: “Fructificad y multiplicaos;  llenad la tierra,  y sojuzgadla,  y señoread en los peces del mar,  en las aves de los cielos,  y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra (Génesis 1:28).”
Ese mandamiento quedó sin cumplirse, ya que el hombre al pecar se declaró no apto para dominar sobre las especies. Por esta falta de control, existe “un descontrol en la naturaleza”, ya que existen animales cazadores y presas. Si Adán hubiese aprobado su examen, los animales no se matarían entre sí, para servir de alimento a otros, sino que sería como lo describe el profeta: que el lobo pacerá con el cordero (Isaías 11:6; 65:25).
Cuando el Señor Jesucristo, el postrer Adán, Reine, el equilibrio y paz volverán a existir en este planeta, cumpliendo así los propósitos iniciales establecidos por Dios, y la profecía de Isaías se cumplirá por completo.  Y en ese plano, los creyentes, estamos llamados a un propósito superior. Y este propósito, de seguro es ayudar a gobernar todo el universo, según lo que disponga el Señor; y esta responsabilidad de acuerdo a los méritos de cada uno (Compárese Mateos 25:15-30).
3.      Compañerismo.
Sabemos que la “independencia” de Dios es uno de Sus atributos incomunicables. Esto quiere decir que Dios no necesita nada ni a nadie. Él, en Sí mismo y por Sí mismo, es todo lo que Él necesita. Antes de Adán, Dios no se sentía solo y no necesitaba a un compañero. Dios estaba plenamente contento antes cuando sólo Él existía, la Trinidad.
Las personas son seres creados a la imagen de Dios (Génesis 1:26,27): libres, racionales, capaz de estimarse y de autoexpresión, capaz de entendimiento moral y espiritual, creados para tener compañerismo con Dios. Encontrarán su lugar apropiado en la Creación sólo al tener una debida relación con Dios mediante la redención obtenida por Jesús.
Nuestra necesidad de estar con Dios, de nuestro eterno compañero, queda de manifiesto en los siguientes versículos. ¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra. Mi carne y mi corazón desfallecen; Mas la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre (Salmo 73.25-26). Porque mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos. Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, Que habitar en las moradas de maldad (Salmo 84.10).
4.      Su Obra
"Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y Multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra." (Génesis 1:28) "Tomó pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase" (Génesis 2:15).
En ese huerto había empleo, pero no fatiga. Había trabajo, pero no la clase de trabajo que nos agota físicamente. En Génesis 2:15 vemos la palabra "guardase." ¿Contra quién debía Adán guardar, o proteger, el huerto? ¿Contra animales salvajes? No, porque todavía no había ninguno. ¿Contra hombres salvajes? No, porque Adán era el único hombre. Creemos que él fue puesto en guardia contra la posible aparición del diablo. Siempre que el hombre es colocado en un cargo de confianza, Dios le da amplia advertencia.

5.      Su Alimento
"Y dijo Dios: He aquí que os he dado toda planta que da semilla, que está sobre toda la tierra, y todo árbol en que hay fruto y que da semilla os serán para comer" (Génesis 1:29). El primer hombre y la primera bestia del campo eran vegetarianos. Sus dietas no incluían la carne. El primer hombre no fue carnívoro[1] como lo declaran los evolucionistas. Es más, la misma dentadura del ser humano no es la correspondiente a un ser que su dieta es a base de carne, no tiene los dientes llamados canino con la capacidad de desagarrar como el lobo o león.
Su responsabilidad
1.      De llenar la tierra con el nuevo orden
"Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla" (Génesis 1:28). Adán fue el primer hombre. "...fue hecho el primer hombre Adán alma viviente" (I Corintios 15:45). Eva es la madre de todos los seres humanos. "Y llamó Adán el nombre de su mujer, Eva, por cuanto ella era madre de todos los vivientes" (Génesis 3:20).
2.      Abstenerse de comer el fruto prohibido
Este fruto era del árbol del conocimiento del bien y del mal. "...y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer, más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás." (Génesis 2:16-17)
En el huerto de Edén había en abundancia, y al hombre y la mujer se les permitió comer libremente. Había solamente un árbol que estaba prohibido a ellos. No sabemos qué clase de fruto era. No había nada de malo con el fruto; solamente la prohibición de Dios detrás del mismo. Dios quería que Adán y Eva tuvieran conocimiento, pero Él no quería que ellos lo adquirieran por la desobediencia. Recordemos que el hombre había sido puesto de sobre aviso de la consecuencias de desobedecer. Siendo que esto es la verdad, ¿por qué permitió Dios que Adán y Eva fueran sometidos al ataque del diablo? La prueba siempre viene antes de la bendición, y el hombre siempre debe ser probado antes de ser ascendido.



[1] No lo fue hasta después del diluvio, ver Génesis 9:3

ABRAHAM, AMIGO DE DIOS

 (Juan 15: 8-17; Santiago 2: 20-23)
           


Consideremos las palabras del Señor a Sus discípulos en Juan 15: 8-17, palabras por las cuales revela la relación de "amigos" en la cual les introduce, y también la obra que quiere realizar en sus corazones para que gocen plenamente de esta relación. ¿Qué dice el Señor? Nos llama "amigos". "Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer." Esto es lo que distingue a un amigo: le doy a conocer todo. ¿Tenemos un amigo, alguien a quien damos este título? Sin duda, conocemos a muchas personas a quienes estimamos y a quienes manifestamos nuestro afecto. Pero, entre ellas hay solamente algunas, una o dos tal vez, a quienes damos el título de amigos. ¿Por qué? Es que un amigo verdadero es alguien en quien tenemos una confianza tal que no le escondemos nada, pues estamos seguros de que no abusará de nuestra confianza y guardará para sí todas las cosas que le confiemos en la intimidad. Si nos traicionara, se acabaría nuestra amistad con él; nuestro corazón sería tanto más sensible cuanto que nuestra amistad habría sido más real y viva. La amistad traicionada es una cosa que no podemos aguantar.
Pues bien, el Señor nos coloca en la relación de amigos con Él, y es una relación amplia e íntima. A algunos de nuestros amigos les diremos ciertas cosas; a otros les confiaremos algo más. Pero para que nos confiemos plenamente en un amigo, es necesario que nuestra amistad con él no tenga límites. Esto es lo que caracteriza nuestra relación con el Señor: "todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer."
Pero, como sabemos, una amistad ha de ser mutua. Por eso, Jesús dice en el versículo 14: " Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando." Es necesario que la obediencia nos caracterice, como Él se caracteriza por la fidelidad. Y ¿quiénes son aquellos a quienes el Señor escoge para hacer de ellos sus amigos? ¿Quiénes son? Lo sabemos los creyentes, y al pensar en el amor de Dios hemos de humillarnos hasta el polvo. Sus "amigos" son aquellos que no tenían inteligencia, estaban sumidos en el pecado, bajo el poder de Satanás, arruinados hasta tal punto que habían perdido el conocimiento moral de Dios y no discernían lo que Dios ha hecho en este mundo como Creador. ¿Dónde está la inteligencia? ¿Dónde están la sabiduría y la ciencia del hombre? Las cosas que debería conocer, ya que fue creado por Dios, son aquellas en las cuales está más degradado. Pero, los creyentes somos amigos de Dios. No olvidemos, sin embargo, que para llegar al disfrute o gozo de esta relación, hemos de pasar mucho tiempo en la escuela de Dios.
La historia de Abraham nos presenta algo de esta educación por la cual Dios hace pasar los creyentes. Observemos, de paso, que en toda la Palabra, no hay más que una persona, de la cual se ha dicho que su fe le fue contada, o "imputada por justicia" (Génesis 15:6). Lo vemos en el libro del Génesis; Dios no lo dice de otros hombres, pero lo repite en la epístola a los Hebreos.
¿Cuál era el nombre que Dios le daba a Abraham? ¿El hombre bendito de Dios? Lo era. ¿El hombre que recibió las promesas? También lo era. ¿El hombre que conoció al Dios Todopoderoso? Era verdad. Pero Dios no le llama así; le llama "su amigo". Pero, para que llegase a comprenderlo y a gozar de esta relación, tuvo que pasar, durante años, por muchas experiencias y pruebas. Dios había decidido hacer de él Su amigo. Abraham no lo comprendía. Por eso empezó para él su educación en la escuela de Dios, y Dios le dijo: "Vete de tu tierra y de tu parentela" (Génesis 12:1). Quería bendecirle; era una cosa preciosa, y bien comprendemos que el corazón de Abraham se aferra a esta promesa de bendición. Abraham creía que Dios quería bendecirle; pero Dios quería hacerle comprender que Él mismo se encargaba de todo. Examinemos su vida.
Abraham pensó: «Dios me llama a dejar la casa de mi padre, bien; pero ¿por qué no llevaría conmigo a aquellos que la componen?» Y, en efecto, salieron todos juntos. Dios no dijo nada. Pero, al llevar a su padre con él, era evidente que era su padre quien conduciría la marcha. Leemos: "Y tomó Taré a Abram su hijo…" (Génesis 11:31). Y no leemos: «Y tomó Abraham a Taré...» Pues bien, esto no concordaba con el plan de Dios. No habiendo Taré recibido un llamamiento de Dios, él anda hasta estar cansado, y se detiene, no va más lejos. Y cuando él se detiene toda la caravana se detiene también.
Este es el primer paso en falso de Abraham. Cuando el corazón confía en la bendición, no tiene dirección práctica, y la bendición no impide el yerro. Se quedó pues en Harán; allí adquirió mucha riqueza, muchos bienes, sus rebaños se multiplicaron. Y Abraham pensaba: «estamos gozando de la bendición de Dios...» Murió su padre. Entonces, Abraham tomó la decisión de salir de Harán, y de ir a la tierra que Dios le había prometido. Tenía setenta y cinco años. Entonces es cuando Dios empieza a contarnos su historia; entonces Abraham camina en la dependencia de Dios y prosigue su camino hasta que llega a Canaán.
Pero había llegado el momento de arreglar y juzgar lo que había pasado en Harán. Allí, Abraham había adquirido muchos bienes. Sobrevino un hambre rigurosa, y todas aquellas riquezas fueron un estorbo para él.
¡Cuántas veces ocurre esto! Cuando uno goza de la bendición de Dios en una mala posición, todas aquellas cosas llegan a ser un estorbo. Es necesario que Dios ponga Sus propios pensamientos en nuestros corazones para dirigirnos; y si añadimos nuestros pensamientos, un día u otro debemos juzgarlo.
Muchas almas hacen esta experiencia, y llegan a decir: Recuerdo un tiempo en que me parece que gozaba mucho más de las cosas de Dios, y en que todo iba mejor para mí. No comprenden que no estaban en la posición que Dios deseaba para ellos, y que Él quería hacerles juzgar todas las cosas en las cuales habían andado hasta entonces.
Sobreviene el hambre en aquella tierra. Abraham considera entonces la dificultad con sus propios pensamientos: ¿Habrá un país en el cual no haya necesidad de la lluvia para fertilizar la tierra? Así es como razona. Luego sale para Egipto, donde está a punto de perder a su mujer. ¿Qué hubiera sido entonces de las promesas de Dios? Obrar sin Dios puede tener fatales consecuencias; se arriesga todo para tener una mejor posición. Abraham lo estaba perdiendo todo; entonces, Dios le reprende y le pone de nuevo en el buen camino. Sube de nuevo a Bet-el donde hace un altar, exactamente en el mismo lugar que antes. Viene después el momento en el cual Abraham y Lot deben separarse. Esta vez. Abraham ya no repara en la bendición exterior, material, mientras que Lot elige el único lugar de Canaán parecido a Egipto, y se establece en Sodoma. Obrar así era buscar una bendición tangible, en vez de quedarse en el camino del Señor, y, por consiguiente, vemos su fin tan triste. Pierde todo, allí donde había ido con muchos bienes y rebaños. En cambio, Abraham permanece solo en una tierra en la cual no había nada que atrajera los sentidos. Entonces, Jehová le dice: "toda la tierra que ves, te la daré a ti y a tu simiente" (Génesis 13:15 – VM). Dice Dios: "y a tu simiente"; había algo más que en la promesa de bendecirle. Es que Dios quería impedir que Abraham hiciera otro paso en falso. Dios había guardado hasta entonces esta promesa de posteridad, para dirigir los pensamientos de Abraham hacia Él, y no hacia la bendición de la cual era el objeto. Luego le hace encontrar a Melquisedec, y es como si le colocara más cerca de Él. Después le dice: "No temas, Abram; yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande" (Génesis 15:1). Abraham responde: "Señor Jehová, ¿qué me darás…?" ¿Era ésta la pregunta de un amigo, de uno que confía plenamente? No; el corazón del patriarca sigue aferrado a la bendición. Entonces Dios le declara una cosa nueva: "Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: Así será tu descendencia" (Génesis 15:5). La primera vez le había dicho que su posteridad sería "como el polvo de la tierra" (Génesis 13:16). En ambos casos se trata de una cantidad inmensa, ilimitada; con todo, cuando es cuestión de una posteridad gozando de bendiciones terrenales, es comparada con el polvo de la tierra, mientras que cuando se trata de una posteridad que tenga su herencia en el cielo, Dios se sirve de las estrellas como punto de comparación. Aquel pueblo gozará de una bendición según el corazón de Dios.
Pero transcurren los meses, pasan los años sin que Abraham vea el cumplimiento de las promesas de su Dios. No se produce ningún cambio. Cada noche, cuando sale de su tienda y levanta la vista al cielo, las innumerables estrellas parecían decirle: «tu descendencia será como las estrellas del cielo.» Y en esta larga espera, ¿desfallece su fe? ¡No!, porque está escrito: "Abraham CREYÓ A DIOS, y le fue contado por justicia" (Santiago 2:23).
Largo tiempo después —pues Abraham había gozado de su hijo Isaac durante muchos años— Jehová le dice: "Toma ahora a tu hijo, tu ÚNICO,... y ofrécelo allí en holocausto" (Génesis 22:2). Reparemos en esta expresión: tú único; Dios no hacía caso alguno de Ismael; pero le pide a Abraham que entregue en Sus manos todo cuanto le había dado hasta entonces, aquel en quien descansaban todas las promesas de Dios. Abraham le había preguntado a Dios: "¿Qué me darás?"; ahora es Dios quien le pide: «Dame todo, ofrece a tu hijo, tu único.» ¿Qué le quedaba, pues? Dios SOLO. Tal era el punto, el estado, hasta el cual Dios le había conducido, paso a paso, para llevarle a confiarse plenamente en Él. Abraham obedece. Pero Dios le detiene en el momento mismo en que iba a degollar a su hijo. "Dios se proveerá", había dicho Abraham; y Dios le da la plena certidumbre de que lo hará, y se reserva el dar la plena explicación o significación de lo que había dicho.
Después de esto, el ángel de Jehová le dice a Abraham: "Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar" (Génesis 22: 16-17). Finalmente era llevado a esta posición de "amigo" a la cual Dios deseaba conducirle (Santiago 2:23). Pero, como lo vemos, fue llevado a esta posición paso a paso; no fue la obra de un día, sino de muchos años. Dios le había llevado a confiar plenamente en Él. Entonces, Dios y Abraham pueden mirar al mismo objeto. ¡Cuán precioso era, para Abraham, el poder gozar de todo lo que encerraba el corazón de Dios!
«No has perdonado a tu hijo», dice Dios, «pues bien, yo tampoco perdonaré a mi Hijo, mi Único» (Romanos 8:32). Él nos ha dado a Su Hijo, ¿cómo no nos ha de dar también todas las cosas juntamente con Él? Una vez entrado Abraham en la tierra prometida, Dios le habla de darle una descendencia numerosa como el polvo de la tierra, y luego le hace entrever una descendencia celestial... "numerosa como las estrellas de cielo". Finalmente, cuando está Abraham en el monte de Moriah, le habla otra vez de una descendencia numerosa como la arena que está a la orilla del mar. Se trata entonces de las naciones que serán bendecidas en Su nombre. De modo que tenemos a Israel, a la Iglesia de Dios, y a los gentiles, evocados, presentados poco a poco.
Pero —para terminar— notemos una cosa, y es que la revelación que Dios nos da de Sus pensamientos va mucho más allá de nuestros pensamientos, y, además, la bendición sobrepasa siempre lo que esperábamos. ¡Cuán precioso es, para los creyentes, saber que Dios obra de esta manera!
 "VIDA CRISTIANA", Año 1968, No. 95, y a su vez de “Gracia y Verdad”

LEGALISMO Y LIVIANDAD

Conscientes de nuestra responsabilidad, tanto para con nuestros lectores creyentes como frente a la verdad de Dios, quisiéramos pre­sentar una breve pero directa palabra de advertencia contra dos ma­les que vemos obrar entre los cristianos en el momento presente. Estos son el legalismo, por una parte y la ligereza o liviandad por otra.
         En cuanto al primero de estos males, hemos intentado en nuestros anteriores escritos, liberar las preciosas almas de un estado legalista, ya que este, en primer lugar, deshonra a Dios y luego, pervierte la propia paz y libertad del creyente.
         Nos hemos esforzado en presentar la libre gracia de Dios, el valor de la sangre de Cristo, la posición del creyente delante de Dios, pose­yendo una perfecta justicia siendo acepto en Cristo.
         Cuando estas preciosas verdades se aplican al corazón por el po­der del Espíritu Santo, han de librarse de cualquier influencia lega­lista.
         Sin embargo, ocurre a veces que personas que están aparentemente liberadas del legalismo caen en el mal opuesto, que es el de la liviandad. Esto suele acontecer cuando las doctrinas de gracia sólo se asimilan intelectualmente en lugar de ser introducidas en el alma por el poder del Espíritu Santo.
         Muchas verdades cristianas han sido aceptadas por personas que viven de modo muy ligero tocante a lo que profesan, estos son aque­llos casos donde no hubo un profundo trabajo de conciencia, donde no hubo una real humillación, donde no hubo una completa sujeción de la carne en la presencia de Dios.
         Cuando esto ocurre habrá de seguro ligereza espiritual de una for­ma o de otra. Habrá así un amplísimo margen para mucha clase de mundanalidad, una libertad otorgada a la vieja naturaleza, incompati­ble con el cristianismo práctico. Además de estas cosas, se manifes­tará una muy deplorable falta de conciencia en los detalles prácticos del diario andar:
- deberes olvidados,
- trabajo mal ejecutado,
- compro­misos no fielmente cumplidos,
- deberes religiosos tratados con frivo­lidad, cuando no burlados,
- contraer deudas y,
- permitir costumbres ex­travagantes.
         Todas estas cosas las encabezamos bajo el calificativo de liviandad, y son - por desgracia - demasiado comunes entre los que profesan lo que suele llamarse la verdad cristiana.
         Todo esto, lo sentimos profundamente, y quisiéramos tener nuestras propias almas, así como las de nuestros lectores cristianos, realmente ejercitadas delante de Dios a este respecto. Tememos que haya gran parte de falsa profesión, que nuestras actividades sean solamente una «fachada» o máscara, que haya gran escasez de formalidad, de vera­cidad y de realidad en nuestros caminos. Que no estemos suficiente­mente compenetrados con el genuino espíritu del cristianismo, o guiados en todas las cosas por la Palabra de Dios. Que no concedamos suficiente atención a tener los lomos «ceñidos con la verdad» y a vestirnos "con la coraza de justicia." (Efesios 6:14). Si seguimos este camino, el alma no tarda en caer, por cierto, en un malísimo estado, ya no reacciona su conciencia. Paulatina, pero seguramente, su sensibilidad moral se em­bota. No responde ya debidamente a las exigencias de la verdad. El mal positivo es tratado con ligereza y se aboca hacia la relajación moral. Lejos de tener el poder del amor de Cristo constriñendo e in­duciendo a hacer lo bueno, ya no hay siquiera el temor de Dios res­tringiendo y alejando de las obras del mal.
         Apelamos solemnemente a la conciencia de nuestros lectores acerca de estas cosas. El presente es un tiempo muy grave v solemne para nosotros los cristianos. Se requiere de nosotros formalidad, bondad, devoción y entrega a Cristo, pero esto no puede llevarse a cabo mien­tras no se hace caso de las exigencias de una justicia práctica.
         Hemos de recordar siempre que la misma gracia que libra efec­tivamente el alma del legalismo, es el único escudo que tenemos contra toda clase de liviandad.
         Muy poco habremos hecho a favor de un hombre, si le libramos de su estado legalista, es decir de estar bajo la ley, para dejarle emprender un camino ligero, fácil, descuidado e inconsciente. Y sin embargo, hemos notado muchas veces en la historia de las almas, este hecho desgra­ciado: una vez libradas de las tinieblas y la esclavitud, ellas se volvieron menos tiernas y sensibles. La carne está siempre dispuesta a cambiar la gracia de Dios en disolución, y por tanto ha de estar sujetada.
         Es preciso que el poder de la Cruz se aplique a todo lo que es la carne. Necesitamos mezclar las "hierbas amargas" a nuestra fiesta pascual. En otras palabras, nos hacen falta aquellos ejercicios profun­dos y espirituales que resultan de una verdadera compenetración del poder de los sufrimientos de Cristo. Necesitamos meditar más honda­mente en la muerte de Cristo, en Su Muerte como víctima bajo la mano de Dios, en su Muerte como «mártir»bajo la mano del hombre.
         Amado lector, este es a la vez el remedio tanto para el legalismo como para la liviandad. La Cruz en su doble aspecto, libra de ambas cosas. Cristo "se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre." (Gálatas 1:4).
         Por medio de la Cruz, el creyente está tan completamente librado del presente mundo malo, como absuelto de sus pecados. No es salvo con el fin de poder disfrutar del mundo, sino para ser separado del mismo. Pocas cosas hay más peligrosas para el alma como la combi­nación de la verdad cristiana con la mundanalidad, la comodidad y la indulgencia propia: el adoptar cierta fraseología de la verdad, cuando la conciencia no está en la presencia de Dios; una mera acep­tación intelectual de la posición sin ninguna relación formal con el estado práctico: profesar una clara doctrina sin guardar relación con su posición moral.
         Confiamos en que nuestros lectores comprenderán la presente amo­nestación: no nos consideraríamos fieles a nosotros mismos si no la hiciésemos. Es verdad que no es cosa agradable llamar la atención sobre los males prácticos: recordar el solemne deber de juzgarle a sí mismo; el aplicar a la conciencia las exigencias de la fe tradu­cidas a la práctica. Sería mucho más grato al corazón el desarrollar la verdad abstracta, de hacer hincapié sobre la libre gracia de Dios y la que ha hecho para nosotros; extenderse sobre la gloria moral del Libro inspirado, en una palabra, el insistir sobre los privilegios que son nuestros en Cristo.
         Pero hay momentos en que el verdadero estado de cosas entre cris­tianos pesa hondamente sobre el corazón e impulsa el alma a hacer un urgente llamamiento a la conciencia acerca de los asuntos de la marcha y conducta: y estamos persuadidos de que esta es la condición presente. El maligno está siempre activo y alerta. En estos últimos años el Señor ha arrojado mucha luz sobre su Palabra. El Evangelio ha sido pregonado con particular claridad y potencia. Miles de cris­tianos han sido librados de una condición legalista; y ahora el diablo está tratando de entorpecer el testimonio, induciendo a las almas a una condición ligera, descuidada y carnal.
         Es nuestro hondo sentimiento por estas cosas, lo que nos sugirió una palabra de advertencia acerca del "legalismo"  y la  "liviandad''.
De “Gracia y Verdad”