domingo, 3 de agosto de 2014

Pensamiento

El infierno mismo, en un sentido abstracto, no es otra cosa que un conjunto de verdades reconocidas demasiado tarde.               

J.C. Ryle

Cristianos que son como Pilato

“No totalmente”- podría­mos poner como título sobre la actitud de Pilato frente a Je­sús, y esto le resultó fatal. ¡No totalmente para Jesús! ¿Hay que decir lo mismo de tu vida? ¡Qué condición miserable! Esta actitud lleva necesariamente a la falta de claros principios en la vida, como fue el caso de Poncio Pilato, que, como lee­mos: "tomó a Jesús, y le azotó". ¡Qué acto cruel y abominable! Pero, igual de abominable es tu persistencia en lo mundano y en el pecado, si es que cono­ces al Hijo de Dios. Porque, con tu actitud, tú también Le estás dando bofetadas a Jesús.
En la vida de Pilato se ma­nifiestan dos hechos con con­secuencias fatales:
1. Su falsedad: Sabe qué de­cisión debe tomar, pero no la toma. Dios odia la mentira. Da gracia sólo a los sinceros. Los mentirosos han conocido a Je­sús como su Salvador, pero se niegan a asumir las conse­cuencias frente al mundo. Sa­ben de Aquel que los quiere li­brar del poder del pecado, pero aman el pecado. Piden en ora­ción: “Perdona mis pecados”, sabiendo exactamente que mañana volverán a cometer el mismo pecado. Oran: “Por fa­vor, quita de mí este pecado”, y por otro lado piensan: “Me gusta tanto...”. Extienden una mano hacia Jesús, y con la otra se aferran al mundo y al peca­do... No me asombra la reac­ción de Jesús, cuando Pilato quiere hablar otra vez. Él: El hombre de dolor, permanece mudo. Su silencio es la res­puesta más profunda. Tampo­co es de asombrar que Dios no responda a las oraciones de los mentirosos. Pues, así dice el Señor: “Cuando multipliquéis la oración, yo no oiré” (Isaías 1:15).
2. Su falta de fuerza: De un lado ve a Jesús, lleno de san­gre, que le confirma con su si­lencio: “Tú dices que yo soy rey”. Del otro lado, están los judíos que gritan: “Si a éste sueltas, no eres amigo de Cé­sar”. El romano Pilato, nor­malmente tan orgulloso, ha perdido su poder; se balancea de un lado al otro. Y si tú no tienes un claro compromiso con la verdad en tu vida, tam­bién perderás la fuerza. A pe­sar de querer vivir de una ma­nera santa y pura, cederás y pecarás una y otra vez.
Quizás pienses ahora: “¡Cuántas veces lo intenté, cuántas veces me consagré a Jesús! Pero una otra vez he caí­do en el mismo pecado”. ¿Por qué? Porque tú entrega no fue total. “Yo sí quiero dar mi vida completamente a Jesús”, me respondes, “pero no tengo fuerza para ello”. Dios no espe­ra fuerza de ti, al contrario: Si sigues a Jesús, no crecerá tú fuerza, sino que permanecerás siendo débil; sin embargo, a pesar de eso, será posible vivir una vida de victoria. La victo­ria de Jesús en la cruz es una realidad. Él exclamó: “Consu­mado es” (Juan 19:30). Después de tu completo sí a Jesús, ten­drás a tu disposición el poder de victoria de Jesucristo.
¿No crees en Su fuerza y en Su poder? ¿No sabes que Je­sús, quien estuvo clavado en una cruz y murió por ti, es el Creador de todas las cosas? ¿No sabes que "el Dios eter­no... no desfallece, ni se fatiga con cansancio. (...) El da es­fuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene nin­gunas” (Isaías 40:28-29)? Él sos­tiene todo el universo. En Isaí­as 9:5 leemos que el principa­do está sobre Su hombro. Y ahora, lee Lucas 15:45. Allí Lo vemos como el Buen Pastor. Él se ha hecho Hombre, y aquí nos habla de las cien ovejas que tiene. Cuando pierde a una, la busca en el desierto hasta que la ha encontrado, y luego la recuesta sobre sus hombros. ¿Te parece que esos fuertes hombros alguna vez se derrumbarán? Es cierto, Jesu­cristo se derrumbó bajo un peso que era más grande que todo el universo. ¿Cuál? Juan 1:29 nos da la respuesta: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Bajo esa carga se derrumbó. Bajo esa carga gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Marcos 15:34). Y, entonces, el sudor de la muerte empapó Su fren­te, y el Eterno murió. Sin em­bargo, la muerte no Lo pudo retener. ¡Él resucitó! ¡Él vive!
¿Quieres poner tu vida en Sus manos? ¡Él está cerca aho­ra! Si tú te entregas a Él, las co­sas se pondrán en orden en tu vida. Porque, Él te dice: “Y has­ta la vejez..., y hasta las canas os soportaré yo; yo hice, yo lle­varé, yo soportaré y guardaré” (Isaías 46:4).
Llamada de Medianoche, Abril 2014

El atavío cristiano (Parte I)

Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad. (1Timoteo 2:9-10)

Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios. (1Pedro 3:3-4)


Afuera y adentro

El atavío es la compostura de uno. Es su traje. Es un tema que obliga tanto al varón cristiano como a la mujer, y de ninguna manera debemos pensar que se limita a unas pocas prendas o estilos pasajeros del vestir femenino que apelan o molestan a un grupo u otro en cada sociedad. Nuestro atavío por fuera muestra cómo estamos por dentro.
Alguien dirá, entonces, que no hay por qué ocuparnos de lo que conviene y no conviene en cuanto a la ropa, los adornos y los arreglos del cuerpo, sino limitar nuestra atención a la devoción a Cristo. Hay algo de cierto en esto, y nunca debemos pensar que un atavío conservador o convencional por fuera sea prueba irrefutable de una gran espiritualidad por dentro.
Pero aun en cosas de la salud corporal, tenemos que ocuparnos de los síntomas. Por ejemplo, la ciencia médica nos dice que la Vitamina C ataca las evidencias del resfriado, y no las causas. ¡Pero no por esto dejamos de tomar algo para aliviarnos de una fuerte gripe! O, al encontrarnos con severos dolores abdominales, sabemos que el problema está adentro, pero comenzamos por definir cómo se nos manifiesta en los sentidos.

“Sois mis testigos”

Tanto Pablo como Pedro dejan en claro la relación estrecha entre el atavío afuera y el ornato adentro. El contraste en 1 Timoteo es entre el atavío exterior y la piedad manifestada en las buenas obras. En 1 Pedro el contraste es entre el atavío externo y el espíritu afable y apacible por dentro.
Pablo trata el tema como el primero de tres enseñanzas para las mujeres:
En los versículos 9 y 10 de 1 Timoteo 2 (los versículos citados), él ve la mujer en público, comportándose “como corresponde a mujeres que profesan piedad”.
En los versículos 11 al 14, habla de ella en la asamblea, en silencio, sin ejercer dominio.
En el versículo 15 ella está en el hogar, entre sus hijos, manifestando fe, amor
y santificación.
¡Y cuán grande es su influencia en todas tres esferas! Ella, mucho más que el varón, cuenta con excelentes oportunidades para honrar y manifestar a Cristo simplemente por su manera de ser, sin que diga palabra alguna.
Pedro trata el tema en el contexto de la relación matrimonial. La secuencia de sus ideas es:
1.      vuestros maridos;
2.      vuestra conducta;
3.      vuestro atavío.
Otra vez, el trasfondo es la influencia silenciosa de la mujer. Aquí también el escritor comienza hablando de lo que la gente ve por fuera, pero termina hablando de lo que Dios ve por dentro. La conducta de las esposas, dice, es de grande estima delante de Dios.
Así que, es cierto que el varón cristiano puede aprender de estos pasajes en cuanto a cómo debe vestirse y adornarse, pero es evidente que el Espíritu Santo percibe el problema como de especial relevancia a nuestras hermanas en Cristo. No es simplemente una cuestión de lo que ellas no deben hacer, sino de lo que es su privilegio ser y hacer.
El tema se divide en tres: la ropa, el peinado y los adornos. A su vez, el asunto de la ropa se divide entre el costo, el buen gusto y el pudor.

La ropa: Gasto necesario

Hablemos primeramente del costo, aun de la ropa más decente. Las primeras preguntas que se hace el creyente, mujer o varón, son: ¿Cuánto debo invertir en vestimenta? Por legítimo que sea esta prenda, ¿hace falta, o puedo emplear mejor lo que Dios me ha dado?
“No es afanéis... por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir”, nos mandó el Señor, pero lo hacemos. Que aprendamos de los lirios del campo (que crecen en el lodo, por cierto); ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos. Acordémonos de lo que dijo Job acerca del impío: “Aunque prepare ropa como lodo, es el justo que se vestirá, y el inocente repartirá la plata” (Job 27:16).
Somos administradores de bienes ajenos, responsables por lo que Dios nos ha permitido custodiar. “Se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel”, 1 Corintios 4.1. “Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 Pedro 4.10).
“Los closets de algunos cristianos parecen ser tiendas de ropa”, escribió un hermano. “A veces les encontramos de viaje, y un palo tendido encima del asiento trasero de su lujoso vehículo guarda un muestrario de blusas, camisas, trajes y vestidos que compite con lo que puede ofrecer un vendedor viajero que atiende a los boutique de la alta sociedad. ¿Por qué lo hacemos? ¿No es asunto de vanidad? Nos complace que otros nos feliciten por nuestro buen gusto, nuestra apariencia, nuestra conformidad con las modas del momento. Por orgullo propio, robamos a Dios”. [William McDonald; Algunos conceptos expresados en este artículo figuran también en un escrito de este mismo destacado autor norteamericano].

La ropa: Buen criterio

1 Timoteo habla de “pudor y modestia”, o “recato y sobriedad”, o “sencillez”. Tradúzcanse las frases como quiera, pero hay dos ideas: no sólo la de no ser escandaloso, sino también la de usar buen juicio.

             Si en traje mundanal me visto,
            ¿Cuál loor el mundo me dará?

No todos disponen del dinero necesario como para comprar toda la ropa que podrían justificar, pero todos pueden ejercer cuidado en cuanto a qué compran, cómo lo ponen y cómo lo cuidan. El cristiano debe adornar la doctrina. Si por un lado no debe llamarse la atención a sí por lo lujoso o lo indecente de su vestimenta, tampoco debe llamar la atención por su dejadez o desaseo.
Alguien dijo con acierto que el desaliño es una ofensa contra el Espíritu Santo. (¡También lo es el mal olor del cuerpo!) El decoro cristiano cubre la desnudez, defiende contra el frío, reconoce el problema del calor y protege contra el daño. Pero intenta no llamar la atención a uno mismo. Siempre habrá discrepancias de criterio y malas interpretaciones de nuestros motivos. Tengamos presente que ni aun Cristo se agradó a sí mismo. Nuestro atavío no debe gritar: “¡Mírenme a mí!”
(Continuará)

EL SACERDOCIO CRISTIANO

“Más vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios,  para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9)



Invitamos al lector a abrir su Biblia y leer 1 Pedro 2:1-9. En este hermo­so pasaje, hallará tres vocablos en los que le rogamos que se detenga a meditar con nosotros por unos momentos. Son unas palabras de peso y poder: “viva”, “santo” y “real”, palabras que señalan tres grandes ramas de la verdad cristiana práctica, palabras que declaran a nuestro corazón un hecho que no podemos ponderar con la profundidad que se merece: que el cristianismo es una realidad viva y divina. No es una serie de doctrinas, por verdaderas que sean, ni un sistema de ordenanzas, por prescritas que estén, ni un cierto número de normas y reglas, por importantes que sean.
El cristianismo es mucho más que cualquiera de esas cosas y más que todas ellas juntas. Es una realidad viva, que alienta y habla, activa y pode­rosa, algo que debe verse en la vida de cada día, que debe sentirse, hora tras hora, en las escenas de la vida personal y familiar, algo que forma e influye, un poder divino y celestial, introducido en las escenas y cir­cunstancias en las que tenemos que movernos, como seres humanos, desde el domingo por la mañana hasta el sábado por la noche. No consiste en sos­tener ciertos puntos de vista, ciertas opiniones o principios, ni en ir a un lugar de culto o a otro.
El cristianismo es la vida de Cristo comunicada al creyente, en el que mora y del que fluye, en una infinidad de pequeños detalles que integran nuestra vida práctica diaria. No tiene nada de lo que huele a beatería o santurronería, sino que es algo cordial, puro, elevado, santo y divino. Eso es el cristianismo: Cristo morando en el creyente, y reproducido, por el poder del Espíritu Santo, en el curso práctico de la vida diaria del creyente.
Pero vayamos a nuestros tres vocablos. ¡Quiera el Espíritu Eterno decla­rar a nuestra alma su santo y profundo significado!
Tenemos primero el vocablo “viva“Allegándoos a él, como a piedra viva, rechazada en verdad de los hombres, más para con Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sois edificados” (1 Pedro 2:4-5, VM).
Aquí está lo que podemos llamar el fundamento del sacerdocio cristia­no. Es evidentemente una alusión a esa escena tan interesante de Mateo 16, a la que rogamos al lector que se vuelva por un momento. “Viniendo Jesús a la región de Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?1 Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas” (Mateo 16:13-14).
Había una especulación interminable, sencillamente porque no había un verdadero ejercicio de corazón respecto al bendito Salvador. Unos decían una cosa; otros, otra; y, como resultado, nadie se preocupaba de verdad sobre quién o qué era Él. Por eso, Jesús se desentiende de todas esas espe­culaciones frías, y hace a los Suyos la penetrante pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (v. 15). Deseaba saber lo que pensaban de él, qué evaluación habían hecho de él en sus corazones. “Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (v. 16).
Aquí tenemos la confesión verdadera. Éste es el sólido fundamento de todo el edificio de la Iglesia de Dios y de todo el verdadero cristianismo práctico: “Cristo, el Hijo del Dios viviente”. No más sombras vagas, no más formas sin poder, no más ordenanzas sin vida, todo debe ser penetra­do por esta nueva vida, por esta vida divina y celestial que ha venido a este mundo y es comunicada a todos los que creen en el nombre del Hijo de Dios.
“Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (v. 17-18).
Ahora bien, es evidente que el apóstol Pedro se refiere a esa porción tan magnífica del capítulo 2 de su primera epístola, cuando dice: “Allegándoos a él, como a piedra viva, rechazada en verdad de los hombres, más para con Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas [los mismos vocablos], sois edificados” (1 Pedro 2:4-5, VM). Todos los que creen en Jesús participan de la Roca viviente, de Su vida de resurrección y de victoria. La vida de Cristo, el Hijo del Dios viviente, fluye por todos sus miembros y por cada uno de ellos en par­ticular. Así tenemos al Dios vivo, la piedra viva, las piedras vivas. Todo ello es vida, vida que fluye de una fuente viva, a través de un canal vivo y es comunicada a todos los creyentes, haciéndolos piedras vivas.
Y como esta vida ha sido puesta a prueba por todos los medios posibles y ha salido victoriosa, nunca puede volver a tener que pasar por ningún proceso de prueba o de juicio en absoluto. Ha pasado por la muerte y el jui­cio. Ha descendido por debajo de todas las ondas y las olas de la ira de Dios y ha salido del otro lado en resurrección, en gloria y poder divinos; una vida victoriosa, celestial y divina, completamente fuera del alcance de todos los poderes de las tinieblas. No hay poder de la tierra, ni del infierno, ni de hombres, ni de demonios, que pueda tocar de ninguna forma la vida que posee la piedra más pequeña e insignificante en la Asamblea de Cristo.
Todos los creyentes son edificados sobre la Piedra viva: Cristo; y así son constituidos piedras vivas. Él los hace, en todo respecto, semejantes a sí mismo, excepto en su Deidad, naturalmente, que es incomunicable. ¿Es Él una piedra viva? Ellos son piedras vivas. ¿Es una piedra preciosa? Ellos son piedras preciosas. ¿Es una piedra rechazada? Ellos son piedras rechazadas y desechadas por los hombres. Están, en todo respecto, identificados con Él. ¡Inefable privilegio!
     Aquí, pues, repetimos, está el sólido fundamento del sacerdocio cristia­no, el sacerdocio de todos los creyentes. Antes de que una persona pueda ofrecer un sacrificio espiritual, debe venir a Cristo con fe sencilla y ser edificada sobre él, quien es la base de todo el edificio espiritual. Por lo cual también contiene la Escritura: “He aquí, pongo en Sion la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa; y el que creyere en ella, no será avergonza­do” (Isaías 28:16).
       ¡Qué preciosas son estas palabras! Dios mismo ha puesto el fundamen­to, y ese fundamento es Cristo; y todos los que creen sencillamente en Cristo, los que depositan en él toda la confianza de su corazón, todos los que están plenamente satisfechos con él, son hechos partícipes de su vida de resurrección y convertidos así en piedras vivas.
¡Qué sencillo es esto! No se nos pide que ayudemos a poner el funda­mento. No se nos llama para que le añadamos ni el peso de una pluma. Dios ha puesto el fundamento, y todo lo que tenemos que hacer es creer y descansar en ello; y él empeña su palabra fiel de que nunca seremos aver­gonzados. El más débil creyente en Jesús tiene la seguridad que Dios mismo le da en su gracia de que jamás será confundido, que jamás será avergonzado, que jamás vendrá a juicio. Está tan libre de todo cargo de culpa y de toda sílaba de condenación, como esa Roca viva sobre la que es edificado.
Querido lector, ¿está usted sobre ese fundamento? ¿Está edificado sobre Cristo? ¿Ha venido a Él como a la Piedra viva de Dios y ha depositado en él toda la con­fianza de su corazón? ¿Está enteramente satisfecho con el fundamento de Dios? ¿O está tratando de añadir algo de su propia cosecha: sus obras, ora­ciones, ordenanzas, votos y resoluciones, sus deberes religiosos? Si es así, si está tratando de añadir al Cristo de Dios la más insignificante jota o tilde, puede estar seguro de que será avergonzado. Dios no soportará que se deshonre de tal forma a Su probada, escogida y preciosa Piedra angular. ¿Se figura usted que Él podría permitir que se colocase algo, sea lo que fuere, jun­to a Su Hijo amado, a fin de formar con Él el fundamento de Su edificio espiritual? Sólo pensarlo sería una impía blasfemia. ¡No! Tiene que ser sólo Cristo. Él basta para Dios, así que bien puede bastar para nosotros; y no hay cosa tan cierta como que todos cuantos rechacen o menosprecien el fundamento de Dios, se aparten de él o le añadan algo, serán cubiertos de confusión perpetua.
Después de haber dado un vistazo al fundamento, fijémonos ahora en el edificio mismo que se levanta sobre él. Esto nos conducirá al segundo de nuestros tres vocablos tan importantes. “Allegándoos a él, como a piedra viva... vosotros también, como piedras vivas, sois edificados en un templo espiritual, para que seáis un sacerdocio santo; a fin de ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios, por medio de Jesucristo” (v. 5).
Todos los verdaderos creyentes son sacerdotes santos. Son hechos así por nacimiento espiritual, así como los hijos de Aarón eran sacerdotes por su nacimiento natural. El apóstol no dice: «Deberíais ser piedras vivas», ni: «Deberíais ser sacerdotes santos». Dice: “Como piedras vivas, sois edificados”. No cabe duda de que, al ser sacerdotes santos y piedras vivas, se nos manda que obremos consecuentemente; pero, antes que podamos cumplir con las obligaciones que pertenecen a tal posición, debemos estar primero en esa posición. Debemos estar primero en una determinada relación, antes que podamos conocer los afectos que surgen de ella. No nos hacemos sacer­dotes al ofrecer sacrificios, sino que, hechos ya sacerdotes por gracia, somos llamados a presentar el sacrificio.
Si viviéramos dos mil años y pasáramos todo ese tiempo trabajando de recio, nunca podríamos llegar mediante ese esfuerzo a la posición de sacer­dotes santos; pero tan pronto como creemos en Jesús —cuando nos llegamos a él con fe sencilla—, desde el momento mismo en que depositamos en él toda la confianza de nuestro corazón, nacemos de nuevo a la posición de sacerdotes santos y alcanzamos entonces el privilegio de acercarnos y ofrecer el sacrificio. ¿Cómo podía uno antiguamente constituirse a sí mismo hijo de Aarón? ¡Imposible! Pero, al haber nacido de Aarón, venía a ser así miembro de la casa sacerdotal. No hablamos ahora de capacidad, sino simplemente de posición. Esta última no se alcanzaba por esfuerzo, sino por nacimiento.
Examinemos ahora la naturaleza del sacrificio que, como sacerdotes santos, tenemos el privilegio de ofrecer: “sacrificios espirituales, acepta­bles a Dios por medio de Jesucristo”. También en Hebreos 13:15, leemos: “Ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él (Jesús), sacrificio de alaban­za, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre”.
Aquí, pues, tenemos la verdadera naturaleza y el carácter de ese sacrifi­cio que, como sacerdotes santos, hemos de ofrecer: es alabanza, “siempre a Dios... alabanza”. ¡Bendita ocupación! ¡Santo ejercicio! ¡Oficio celestial! Y esto no ha de ser cosa de una ocasión. No es sólo para algún momento singu­larmente favorable, cuando todo parece brillar y sonreír en torno nuestro. No ha de ser solamente en el medio de la llama y el fervor de alguna reunión especialmente poderosa, cuando la corriente del culto fluye de forma profunda, amplia y rápida. No; la expresión es: “siempre... alabanza”. No hay lugar ni tiempo para quejas o murmuraciones, mal humor y descontento, impaciencia e irritabilidad, lamentación por lo que nos rodea, sea lo que fuere, quejarse del mal tiempo, hallar faltas en los que están relacionados con nosotros, ya sea en público o en privado, ya sea en la congregación, en el negocio o en el círculo familiar.
Los sacerdotes santos no deberían tener tiempo para ninguna de estas cosas. Son traídos cerca de Dios, en santa libertad, paz y bendición. Respiran la atmósfera, y caminan a la luz del sol, de la presencia de Dios, en la nueva creación, donde no hay materiales que puedan servir de pasto para una mente avinagrada y descontenta. Podemos sentar como principio fijo —como un axioma— que dondequiera que oímos a alguien que echa por su boca una sarta de quejas sobre las circunstancias, su prójimo, etc., ese tal no comprende lo que es el sacerdocio santo y, como consecuencia, no muestra los frutos prácticos de tal sacerdocio. Un sacerdote santo se regocija “en el Señor siempre” (Filipenses 4:4), siempre está feliz y dispuesto para alabar a Dios. Es cierto que puede ser puesto a prueba de mil maneras; pero esas pruebas las trae a Dios en comunión, no a sus semejantes con quejas. «Aleluya» es la expresión apropiada del miembro más débil del sacer­docio cristiano.
Consideremos ahora por un momento el tercer y último vocablo de nuestro tema. Es el término tan altamente expresivo: “real”. Pedro continúa diciendo: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio... para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admi­rable” (v. 9).
Esto completa el hermoso cuadro del sacerdocio cristiano2. Como sacerdotes santos, nos acercamos a Dios y presentamos el sacrificio de ala­banza. Como sacerdotes reales, andamos delante de nuestros semejantes para anunciar las virtudes, las gracias, los admirables rasgos morales de Cristo, en todos los detalles de la vida práctica diaria. Cada uno de los movimien­tos de un sacerdote real debería emitir la fragancia de la gracia de Cristo.
Nótese de nuevo que el apóstol no dice: «Deberíais ser sacerdotes reales». Dice “sois”; y, como tales, debemos anunciar las virtudes de Cristo. A un miembro del sacerdocio real no le conviene ninguna otra cosa. Ocupar­me de mí mismo, discurrir sobre mi comodidad, mis propios intereses, mi disfrute personal, buscar mis propios objetivos y preocuparme de mis cosas, no es, en modo alguno, obra de un sacerdote real. Cristo jamás obró de esa manera; y yo soy llamado a anunciar sus virtudes. En este tiempo de su ausencia, Él, bendito sea su Nombre, concede a los suyos el privilegio de anticiparse al día en que se manifestará como Sacerdote real, se sentará en su trono y extenderá hasta los últimos confines de la tierra el bené­fico influjo de su dominio. Nosotros somos llamados a ser la expresión actual del reino de Cristo, la expresión de él mismo.
Que nadie suponga que las actividades de un real sacerdote se limitan al asunto de dar. Sería un error grave. Sin duda, un sacerdote real dará, y dará generosamente, si puede; pero limitarlo al asunto de dar equivaldría a pri­varle de algunas de las funciones más preciosas de su posición. El mismo apóstol Pedro, que escribió las palabras que estamos considerando, dijo en una ocasión —y lo dijo sin avergonzarse por ello—: “No tengo plata ni oro”; con todo, en aquel mismo momento, actuaba como real sacerdote, al hacer que la virtud preciosa del Nombre de Jesús obrase en el inválido (Hechos 3:1-10). El propio adorable Maestro no poseía dinero, como sabemos, pero anduvo haciendo bienes; y así debiéramos hacer nosotros, sin que necesite­mos dinero para ello. De hecho, sucede con mucha frecuencia que, en lugar de bien, hacemos daño con nuestra plata y nuestro oro. Podemos sacar a la gente del terreno en que Dios los colocó, del terreno de un oficio honesto y hacer que dependan de limosnas. Más aún, con el uso imprudente de nuestro dinero, los hacemos con frecuencia hipócritas y parásitos.
Por consiguiente, que nadie se imagine por eso que no puede actuar como sacerdote real sin riquezas terrenales. ¿Qué riquezas necesitamos para decir una palabra amable, para derramar una lágrima de compasión, para ofrecer una mirada confortante y cordial? Ninguna, excepto las riquezas de la gracia de Dios, las inescrutables riquezas de Cristo, todas las cuales están a disposición del miembro más desconocido del sacerdocio cristiano. Puedo ir vestido con harapos, sin un céntimo en el bolsillo y, con todo, comportarme como sacerdote real, difundiendo en torno mío la fragancia de la gracia de Cristo.
El modo más apropiado de terminar estas pocas consideraciones sobre el sacerdocio cristiano quizá sea mostrando un ejemplo muy expresivo, saca­do de las páginas inspiradas, el relato de dos amados siervos de Cristo que recibieron poder para comportarse como sacerdotes santos y reales en las circunstancias más angustiadoras.
Vayamos a Hechos 16:19-34, donde tenemos a Pablo y Silas, arrojados al calabozo más hondo de la cárcel de Filipos, con las espaldas cubiertas de heridas y teniendo los pies bien sujetos con el cepo en la oscuridad de la noche. ¿Qué hacían? ¿Quejarse y murmurar? ¡Ah, no! Tenían algo mejor y más radiante que hacer. Eran dos “piedras vivas”, y no había en la tierra ni en el infierno ninguna cosa que pudiera obstaculizar la vida que había en ellos expresándose con sus propios acentos.
¿Qué hacían, repetimos, estas dos piedras vivas? ¿En qué se ocupaban estos participantes de la Roca viva, de la victoriosa vida de resurrección de Cristo? En primer lugar, como sacerdotes santos, ofrecían a Dios el sacrificio de alabanza. En efecto, “a medianoche, orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios”. ¡Qué precioso es esto! ¡Qué glorioso! ¡Cuán refrescante! ¿Qué son las heridas, el cepo, las paredes de la cárcel o las noches lúgubres para las piedras vivas y los sacerdotes santos? Nada más que un trasfondo oscuro donde resalta en relieve brillante y hermoso la gracia viva que hay en ellos. ¡Hablar de circunstancias! ¡Ah, qué poco sabemos de circunstan­cias aflictivas ninguno de nosotros! ¡Somos tan poca cosa, que las moles­tias insignificantes de la vida diaria son, con frecuencia, más que suficientes para hacernos perder el equilibrio mental! Pablo y Silas estaban realmente en circunstancias difíciles, pero estaban allí como piedras vivas y sacerdotes santos.
Y estaban igualmente como sacerdotes reales. ¿Cómo se muestra eso? No ciertamente distribuyendo plata y oro. No es probable que los amados siervos de Cristo tuviesen mucho de eso, pero tenían algo mejor: “las vir­tudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9). ¿Dónde brillan esas virtudes? En las conmovedoras palabras dirigidas al carcelero: “No te hagas ningún mal”. He ahí los acentos de un sacerdo­te real, así como el cántico de alabanza era la voz del sacerdote santo. ¡Gracias a Dios por ambas cosas! La voz de los sacerdotes santos subió directamente al trono de Dios e hizo allí su obra. Las palabras de los sacer­dotes reales fueron directamente al duro corazón del carcelero e hicieron allí su obra. Dios fue glorificado y el carcelero fue salvo por medio de dos hombres que desempeñaban correctamente las funciones del sacerdocio cristiano.

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NOTAS
1 Note bien el lector este título “Hijo del Hombre”. Es infinitamente precioso. Es un título que indica no sólo el rechazo de nuestro Señor como el Mesías, sino que nos introduce en esa esfera amplia y universal sobre la que está destinado, en los consejos de Dios, a gobernar. Es mucho más amplio que «Hijo de David» o «Hijo de Abraham», y tiene para nosotros un encanto peculiar, ya que lo coloca ante nuestro corazón como el Desconocido solitario y rechazado; y, sin embargo, como Aquel que se vincula a nosotros, en todas nuestras necesidades en perfecta gracia; Aquel cuyas pisadas podemos trazar a tra­vés de este árido desierto. “El Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza” (Lucas 9:58). Pero como Hijo del Hombre vendrá pronto a ejercer el dominio universal que le está reservado según los eternos consejos de Dios (véase Daniel 7:9-14).

2 El lector inteligente no necesita que se le diga que todos los creyentes son sacerdo­tes ni que no hay tal cosa en la tierra como un sacerdote, excepto en el sentido en que todos los cristianos verdaderos son sacerdotes. La idea de un cierto grupo de hombres que se llaman a sí mismos sacerdotes en contraste con los demás, una casta que se dis­tingue del común de los cristianos por el título o el modo de vestir, no es en modo alguno cristianismo, sino judaísmo o algo peor aún. Para todos los que lean la Biblia y se inclinen ante su autoridad, todas estas cosas estarán perfectamente claras.

LA IGLESIA - LA CASA Y EL CUERPO

Me parece que una pocas palabras en cuanto a la iglesia serán ahora oportunas, aunque no presentando alguna cosa enteramente nueva. La cuestión de la Iglesia es debatida en todo sentido; y aquellos que favorecen la opinión católica o la de la alta iglesia (Iglesia Anglicana o de Inglaterra) sacan provecho de ciertas expresiones que algunos encuentran difícil de explicar. Mi nota acerca del tema será breve.
         Hay dos puntos a ser considerados que contienen todo aquello de lo cual me ocupo ahora. El primero es uno que yo he advertido hasta ahora, y sobre el cual descansan la confusión y la discordia que agitan al protestantismo creyente; a saber, la identificación de la casa con el cuerpo, o la cosa exterior aquí en la tierra (que incluye a todos quienes profesan el Cristianismo y a todos los bautizados) con la cosa interior, o aquello que está unido a Cristo por el Espíritu Santo. El otro punto es tomar la figura de un edificio (tal como la Escritura lo hace), y luego confundir lo que Cristo mismo edifica con lo que es el fruto de la obra de edificar exteriormente, confiada aquí en la tierra a la responsabilidad del hombre.
         La confusión sobre el primer punto me parece que ha sido el origen del sistema completo del papado (catolicismo) en sus rasgos principales; y la Reforma no consiguió librarse de dicha confusión. Yo me refiero al atribuir los privilegios del cuerpo a todo aquel que era introducido exteriormente en la profesión interior de Cristianismo - a toda persona bautizada. Al principio, de hecho, fue así: el Señor añadía diariamente a la Iglesia a los que iban siendo salvos. No había ningún principio implicado en esto. Era la propia obra del Señor; y, obviamente, era llevada a cabo real y perfectamente. Lo que Él hizo con los perdonados al final de la dispensación Judía no fue llevarlos al cielo, tal como Él lo hará al final del período actual, sino añadirlos a la asamblea que Él había formado. No puede haber ninguna duda razonable acerca de que ellos fueron añadidos mediante el bautismo, puesto que era la forma conocida habitual de hacerlo. Estos, como introducidos por el Señor, ciertamente, tenían realmente parte en todos los privilegios que se encontraban en el cuerpo al cual ellos eran añadidos. El sistema sacramental (o de ordenanzas) y vital permaneció sin distinción; y, de hecho, permaneció no desarrollado en ciertos aspectos, ya que aún no había Gentiles recibidos, ni tampoco la unidad del cuerpo había sido enseñada. Todo lo que hubo allí fue dado; ya que el Espíritu Santo había descendido, pero estaba, como un hecho, limitado a los judíos y a Jerusalén; de modo que si la nación se hubiera arrepentido, Hechos 3 podría haberse cumplido así como el capítulo 2. Pero si todo estuviera desarrollado aquí, si los caracteres distintivos de la Iglesia, tal como la unidad de Judíos y Gentiles en un cuerpo, no eran puestos en evidencia, todo era, en todo caso, real. El Señor, quien añadía a la Iglesia, llevó a los hombres a los privilegios que la Iglesia poseía, y trajo a ella a los que los habían de poseer.
         Pero este pronto dejó de ser el caso. Simón el mago y falsos hermanos entraron encubiertamente, y la introducción sacramental (o por ordenanzas) y el disfrute real del privilegio llegaron a ser distintivos. No todos quienes eran introducidos mediante el bautismo eran miembros del cuerpo de Cristo, ni tampoco tenían realmente vida eterna. Yo no digo que no gozaran de ventajas. Ellos gozaban de muchas en todo sentido, pero ello solo se volvió en mayor condenación, y según Judas, ellos eran la simiente del juicio en lo que se refiere a la Iglesia: la Escritura es así testigo de esto. Permanece así, como hemos mostrado acerca de la Iglesia primitiva, que esta cuestión, o diferencia, se perdió completamente. Ellos contendieron por la verdad contra la herejía, como Irineo; por la unidad, de hecho, en lo que existía, como Ignacio (aunque la mayor parte de lo que comúnmente se lee de él considero que es claramente espurio). Ambos tenían razón en lo principal, pero la doctrina que Pablo sostuvo con dificultad contra los judaizantes, y, en general, la doctrina de un solo cuerpo (del cual Cristo era la cabeza, y aquellos personalmente sellados con el Espíritu Santo eran los miembros), se perdió; y en general, los derechos del cuerpo fueron atribuidos a todos los bautizados. Yo digo en general, porque los verdaderos privilegios del cuerpo habían desaparecido totalmente de sus mentes. Si ellos guardaban los grandes elementos de la fe, y el Gnosticismo (la negación de la humanidad, o de la divinidad, de Cristo) era rechazado, ellos se sentían satisfechos; mientras el Platonismo (por medio de Justino Mártir, Orígenes, y Clemente) corrompía suficientemente en el interior. Pero el efecto fue evidente. El cuerpo exterior llegó a ser la Iglesia, y cualquier cosa que se consideraba un privilegio fue atribuido a todos los bautizados.
         Esto ha continuado en las iglesias reformadas. De esta manera, se dice 'el bautismo en el cual fui hecho un miembro de Cristo, un hijo de Dios, y un heredero del reino de los cielos'; así Lutero, así Calvino: sólo que el último afirmando, en otras enseñanzas, que sólo se llevaba a cabo en los elegidos; así la Iglesia Escocesa (Presbiteriana) - difiriendo sólo el grado de privilegio. Muchas consecuencias importantes derivaron de esto en anglicanos y luteranos; tales como que una persona tenía realmente vida eterna, era realmente un miembro de Cristo, y con todo, finalmente se perdía. No me detengo en estas cosas; pero la inmensa relevancia de ellas es evidente. Ahora bien, había un doble error en atribuir así a los ritos sacramentales exteriores, la real introducción vital a la posesión viviente de los privilegios divinos; y, en la total confusión de pensamiento que siguió a continuación, el hecho de atribuir los privilegios de un sacramento u ordenanza a la participación en el otro.
         Yo no niego que se habla de la señal como la cosa significada. Cristo pudo decir, "esto es mi cuerpo que por vosotros es partido" (1 Corintios 11:24), cuando aún no había sido partido en absoluto y mientras Él sostenía el pan en Su propia mano estando vivo; "Pascua es de Jehová" (Levítico 23:25), cuando Dios ya no estaba 'pasando sobre' en absoluto; "Yo soy la vid verdadera" (Juan 15:1), y lo mismo acerca de otros miles de casos. Ello cabe en todo idioma. Yo digo acerca de un retrato: «Esta es mi madre.» Nadie es engañado por ello sino los que eligen ser engañados. "Por tanto, fuimos sepultados juntamente con Él para muerte por el bautismo" (Romanos 6:4 - BTX), no obstante, nosotros no estamos sepultados, y no morimos: eso es seguro. De ahí que en la Escritura encontramos, de un modo general, este uso del lenguaje en cuanto al bautismo y a la cena del Señor. Sólo que, es excepcional decirlo, nosotros no encontramos la comunicación de vida atribuida al bautismo, ni tampoco el comer la carne de Cristo ni beber la sangre de Cristo atribuidos al participar de la cena del Señor. El más cercano enfoque a ello es el lavamiento de la regeneración[1]. [1] Puede haber pasajes de los cuales se puede pensar que lo demuestran, tal como Juan 3 y 6 (cuya aplicación a los sacramentos u ordenanzas yo debo negar completa y absolutamente); pero no hay ningún pasaje directo. El bautismo es usado figuradamente en cuanto a nuestra sepultación para muerte, y puede ser aseverado de nuestra resurrección con Cristo. Saulo fue llamado para que sus pecados fueran lavados (Hechos 9); pero de nadie se dice que reciba vida o se vivifique en él.
           La Escritura reconoce un sistema sacramental (es decir, un sistema de ordenanzas) mediante el cual los hombre se reúnen manifiestamente en un sistema en la tierra, donde se encuentran privilegios. Las Escrituras Judías y cristianas tienen ambas este carácter; pero la Escritura distingue cuidadosamente la posesión personal de privilegios de la admisión al lugar donde están estos privilegios. "¿Qué ventaja tiene pues el judío? . . . Mucho, en todos los sentidos. Primero, ciertamente en que les fueron encomendados los oráculos de Dios." (Romanos 3: 1, 2 - BTX). Y en otra parte tenemos una enumeración de estos privilegios que es llevada a cabo aun hasta Cristo siendo de ellos según la carne. (Romanos 9: 1-5). Pero no todos los que descendían de Israel eran Israelitas, ni eran judíos los que lo eran exteriormente.
         Lo mismo es verdad en el Cristianismo. En 1 Corintios 10 el apóstol insiste que los hombres podrían participar de los sacramentos u ordenanzas y, después de todo, perecer. Y esto puede ir muy lejos: una persona puede tener todos los privilegios exteriores y reales que pertenecen al sistema Cristiano y puede no tener vida. Este es el caso en Hebreos 6. Uno puede hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles (1 Corintios 13:1 - VM), puede tener fe para mover montañas, y ser nada. Estas cosas pueden estar allí, y no "acompañan a la salvación." ("Empero, amados míos, esperamos con confianza mejores cosas de vuestra parte, y que acompañan a la salvación,..." Hebreos 6:9 - VM). Por eso, en el caso de los Gálatas, el apóstol estuvo perplejo en cuanto a ellos (Gálatas 4:20), aunque el Espíritu fue ministrado a ellos; y nosotros tenemos al Señor admitiendo que los hombres echaban fuera demonios en Su nombre, y sin embargo Él nunca los había conocido (Mateo 7). Y aunque esto (es cierto) está directamente conectado con Su estadía en la tierra, uno puede ser un pámpano en la vid, y ser quitado[2]. [2] Yo meramente confirmo la verdad general mediante esto. En el orden Cristiano de cosas, nosotros somos admitidos al sistema Cristiano reconocido mediante ordenanzas, y aun podemos disfrutar de privilegios exteriores y, con todo, podemos no tener vida divina o unión con Cristo.
          Pero el sistema Anglicano va más allá. Atribuye a los bautizados aquello de lo cual el bautismo no es ni siquiera una señal. Yo no deseo negar que el bautismo debiera ser una señal de regeneración. Es conforme a la Escritura específicamente para muerte, y, en general, en el nombre de Cristo. Pero es como una señal de muerte, y saliendo de ella puede ser considerado como resurrección; pero esto es individual, y no tiene nada que ver con el cuerpo de Cristo. El bautismo no es ni siquiera una señal de ser, o de haber sido hecho, un miembro de Cristo. El bautismo no va más allá de la muerte, y, a lo más, de la resurrección. Es individual. Yo muero allí: yo me levanto nuevamente. La unidad del cuerpo no tiene ningún lugar en él. Nosotros somos bautizados solos, cada uno por sí mismo. Pero es por un solo Espíritu que nosotros somos bautizados en un solo cuerpo, no por agua. La cena del Señor es una señal de eso; nosotros todos somos un solo cuerpo, puesto que participamos de aquel un solo pan. El hecho de alegar que todas las personas bautizadas tienen vida no es Escritural y es falso. Adscribir la posesión de privilegios vitales, vida eterna, a dichas personas es un error fatal, y es lo que conduce al juicio revelado en la epístola de Judas. El atribuir la membresía de Cristo a ellos no se encuentra en el bautismo ni siquiera en figura.
         Los sacramentos u ordenanzas, puesto que existe un sistema sacramental, son las administraciones terrenales de privilegios revelados, un sistema exterior de la fe profesada, y un cuerpo visible en la tierra. Tener vida y ser miembros de Cristo son por el Espíritu Santo. Nosotros nacemos del Espíritu, y por un solo Espíritu somos bautizados en un solo cuerpo. Decir que somos miembros de Cristo por el bautismo es una falsificación de la verdad de Dios, confundiendo (lo que es directamente contrario a la Escritura) la admisión exterior a la profesión terrenal con la vida de parte de Dios, se trata de la falsificación aun del significado de la señal. Es el otro sacramento u ordenanza, no el bautismo, el que (aun exteriormente) exhibe la unidad del cuerpo. La cena del Señor es, en su naturaleza, recibida en común. La asamblea o Iglesia participa. Por tanto tenemos (Efesios 4), "Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como también fuisteis llamados con una misma esperanza de vuestro llamamiento." (Efesios 4:4 - BTX). Esto pertenece al Espíritu y a personas espirituales. "Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" (Efesios 4:5 - BTX); tal es la profesión exterior y la fe de Cristo.
         El confundir la administración exterior mediante ordenanzas con el poder del Espíritu de Dios es la fuente del catolicismo y la apostasía. Es lastimoso ver de qué manera Agustín de Hipona (un hombre verdaderamente piadoso personalmente, quien sintió lo que la vida y la verdadera Iglesia eran, cuando la cosa exterior llegó a estar groseramente corrupta) se retorcía bajo el esfuerzo de conciliar los dos; y se desalienta y se sobresalta en su respuesta a los Donatistas - la cual es ninguna. Se había determinado que el bautismo por medio de herejes era bueno; se sostenía que el Espíritu Santo era dado mediante dicha ordenanza (otro error a lo menos atroz, tal como el libro de los Hechos muestra claramente): por consiguiente, los Donatistas lo tenían, por consiguiente ellos eran de la Iglesia verdadera. Agustín procuró en vano, actuando con  indecisión, salirse de la red que él mismo había extendido o en la que el mismo se había introducido. Ello requería un nuevo remedio. De hecho, los obispos y Constantino habían utilizado más bien otros medios en vez de argumentos. 
         Permítanme añadir aquí, lo que no es menos importante comentar, que el bautismo importa, no un cambio de estado recibiendo vida, sino un cambio de lugar. Hay dos cosas necesarias para el hombre caído. Él estaba en enemistad con Dios, en la mente de su carne, y era conducido lejos de Dios. Ambas cosas tenían que ser remediadas. Nosotros hemos nacido de Dios, obtenemos el Espíritu de vida en Cristo Jesús; pero el hecho de tener vida no cambia nuestro lugar; tomamos conciencia de la pecaminosidad de la carne - de que no hay ninguna cosa buena en nosotros (es decir, en nuestra carne); pero si nosotros traemos esto a la luz de las demandas de Dios, entonces sólo podemos exclamar "¡Miserable de mí!" Se necesita también un cambio de lugar, de posición, de nivel, siendo reconciliados con Dios. Pero eso es por la muerte de Cristo y entrando así como Hombre en resurrección en un lugar y una posición nuevos para el hombre, conforme al valor de Su obra. Él murió al pecado una vez por todas: más en cuanto vive, vive para Dios. (Romanos 6:10). Ahora bien, es de esto de lo que el bautismo es señal, no simplemente de Su poder vivificador como Hijo de Dios. Nosotros somos bautizados en Su muerte, sepultados con Él para muerte, para que como Cristo fue resucitado de los muertos por la gloria del Padre, nosotros andemos también en novedad de vida (o en vida nueva). No hay duda que si nosotros resucitamos, nosotros estamos vivos; pero somos vivificados junto con Él. La muerte nos ha sacado totalmente fuera del antiguo lugar; morimos fuera de él, tal como Cristo murió fuera del mundo[3], y al pecado; estamos muertos a la ley por medio del cuerpo de Cristo; estamos muertos al pecado, hemos crucificado la carne, estamos crucificados para el mundo. Ahora bien, el bautismo representa la muerte, y por tanto, una vez salido de él, un nuevo lugar y posición delante de Dios - muerte y no vivificación. Nosotros nos hemos revestido de Cristo como estando en este lugar nuevo, y hemos terminado con el mundo, la carne, y la ley, por medio de la muerte. Esto sería verdad aunque no hubiese más que un Cristiano salvado en el mundo. La unidad del cuerpo, la cual sigue a esto, es otra verdad. La doctrina de la Epístola a los Romanos no trata esto, aunque las partes prácticas se ocupan de ella como una verdad bien sabida.
         Me vuelvo ahora al edificio. Cristo declara en Mateo 16, que Él edificará la Iglesia y que las puertas del infierno (Hades) - el poder de Satanás, como teniendo el poder de la muerte - no prevalecerán contra ella. El título dado al poder de Satanás muestra claramente qué era la roca. Cristo era el Hijo del Dios viviente. El poder de la muerte (que Satanás tiene) no podía prevalecer contra eso. La resurrección fue la prueba de ello: entonces Él fue declarado Hijo de Dios con poder. La confesión de Pedro de la verdad revelada a él por el Padre lo coloca, por el don de Cristo, en el primer lugar en conexión con esta verdad. El lector puede observar que las llaves no tienen nada que ver con la Iglesia: las personas no edifican, tal como hasta aquí lo he comentado, con llaves. Además, las llaves, las del reino, fueron dadas a Pedro. Él no tenía nada que ver con el hecho de edificar: Cristo iba a hacer eso. "Edificaré", dice Cristo. El Padre había revelado el carácter de Cristo. Sobre esa roca Cristo edificaría; Pedro podría ser la primera piedra en importancia, pero no edificador. Además de eso, Cristo mismo tiene ("también" se refiere a esto: "Yo también", es decir, además de lo que el Padre ha hecho, Mateo 16:18) una administración que confiere a Pedro, la del reino cuyas llaves le son dadas. Pero más allá de toda controversia, el reino de los cielos no es la Iglesia, aunque puedan correr paralelamente en la época actual. Por consiguiente, cuando Pedro se refiere a esto, él no habla, de ningún modo, de él mismo como edificando. Era la obra personal secreta personal de Cristo en el alma llevada a cabo por Él, una obra espiritual real, aplicable individualmente y sólo a aquellos que eran espirituales, y, aunque por gracia en sus corazones, el que ellos hayan venido a Cristo. "Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, más para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. Por lo cual también contiene la Escritura: He aquí, pongo en Sion la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa; Y el que creyere en él, no será avergonzado. Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso." (1 Pedro 2: 4-7); por otra parte, una piedra de tropiezo. Ahora bien, no hay aquí ninguna ordenanza, sino fe; piedras vivas acercándose a una piedra viva. Todo es espiritual, personal, real. Cristo es precioso para la fe. Ellos han gustado que el Señor es benigno: de lo contrario no es cierto, Pedro no edifica, ni tampoco ningún otro instrumento. Ellos vienen por fe y son edificados. Contra esto, con toda seguridad, las puertas del hades no prevalecerán; pero el edificio del hombre no tiene nada que decir a ello. El cuerpo o la membresía del cuerpo no forma parte de la revelación de Pedro. Ni él tampoco habla de la Iglesia o asamblea en absoluto.
         Volvámonos ahora a Pablo. Él abunda sobre esta cuestión. Él era un ministro de la Iglesia para proclamar plenamente o completar la Palabra de Dios. Por eso es que la doctrina de la Iglesia como el cuerpo de Cristo es desarrollada plenamente por él. En Efesios 4, en 1 Corintios 10 y 12, en Romanos 12, en Colosenses, tenemos una amplia y elaborada enseñanza sobre el tema; pero, obviamente, no se habla acerca de edificar un cuerpo. Cristo ha resucitado para ser la Cabeza del cuerpo. En Colosenses 1, Él es exaltado a la diestra de Dios. Y Dios le ha dado a Él, en esa posición, ser Cabeza del cuerpo que es Su plenitud, la plenitud del que todo lo llena en todo. Cristo ha reconciliado a ambos en un cuerpo por medio de la cruz. Y, en cuanto a su cumplimiento, es por el bautismo del Espíritu Santo: por un solo Espíritu todos hemos sido bautizados en un solo cuerpo. Y, además, cuando él habla del edificio en su verdadero ajuste perfecto, él tampoco tiene un edificador instrumental. "Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor." (Efesios 2: 20, 21). Esto, aunque diferentemente visto, es el edificio de Pedro. Podemos encontrar lo mismo en Hebreos 3, la casa de Cristo, "la cual casa somos nosotros." (Hebreos 3:6). Pero Pablo habla de manera diferente en otra parte, y nos muestra la casa levantada por instrumentos humanos, una ostensible obra pública en el mundo. "Porque nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios. Conforme a la gracia de Dios que me fue dada, yo, como sabio arquitecto, puse el fundamento, y otro edifica sobre él. Pero cada uno tenga cuidado cómo edifica encima." (1 Corintios 3: 9, 10 - LBLA). Y luego  él muestra el efecto de la fidelidad, o de la infidelidad, en la obra. Ahora bien, en esto nosotros tenemos directamente involucradas en la obra la responsabilidad del hombre, y la agencia del hombre. Cristo no es el edificador de esta obra. Pablo es el sabio (o perito) arquitecto y pone el fundamento, el cual es Cristo; otros edifican sobre él; y tampoco el edificio es, por consiguiente, bien coordinado. Madera y heno y hojarasca no se coordinan bien en un edificio con oro y plata y piedras preciosas: la obra, en tal caso, debe ser quemada: la obra de Cristo jamás lo será. Ahora bien, esto presenta, evidentemente, otro carácter de la Iglesia distinto del presentado en Mateo 16 o 1 Pedro 2.         
Es sobre esta confusión y este error que el catolicismo, el Puseyismo[4], y el sistema completo de la alta iglesia (Anglicana) está edificado. Ellos no han distinguido entre el edificio que Cristo edifica, donde piedras vivas se allegan a una piedra viva, donde todos crecen para ser un tempo santo en el Señor (es decir, donde el resultado es perfecto), y aquello que el hombre edifica abiertamente, aunque como si fuera edificio de Dios, y donde el hombre puede fracasar y ha fracasado. Yo estoy enteramente justificado al considerar la cosa exterior en este mundo como un edificio, el cual en pretensión, carácter, y responsabilidad es el edificio de Dios; no obstante, este ha sido edificado por el hombre, y edificado de madera y hojarasca, de tal manera que la obra va a ser quemada en el día del juicio, la cual va a ser revelada por fuego. Efectivamente, hay más, yo puedo ver que los corruptores la han corrompido; y que, si algunos han tratado con ella en este carácter, ellos serán destruidos. En una palabra, yo tengo un edificio que Cristo edifica, un edificio en el cual piedras vivas vienen y son edificadas como piedras vivas, un edificio que crece para ser un templo santo en el Señor. Yo tengo, asimismo, lo que es llamado el edificio de Dios, como aquello que es para Él y establecido por Él en la tierra, pero que es edificado, en lo que respecta a la agencia y la responsabilidad, por el hombre, donde puedo encontrar muy mala edificación e incluso personas corrompiéndolo. El fundamento está bien puesto, y es un buen fundamento, pero toda la superestructura está puesta en duda. De este modo, la iglesia profesante completa se encuentra en la posición y responsabilidad del edificio de Dios; el edificio en sí mismo, o la obra, es la obra de los hombres y puede ser madera, heno, y hojarasca, o la mera corrupción de los corruptores. No es aquello de lo cual Cristo dice, "Edificaré." Sería una blasfemia decir que Él edifica con madera, heno, y hojarasca, o que corrompe el templo de Dios. No obstante, el apóstol nos dice que eso puede suceder; y ello ha sucedido, y aquel que pone el título de Dios sobre la madera, heno, y hojarasca, o sobre la malvada corrupción de Su templo, deshonra a Dios (en lo que a ellos concierne) poniendo Su sello y aprobación sobre el mal, lo cual es la mayor de las iniquidades. Pablo nos dice cuál es nuestra senda en un caso tal (2 Timoteo 2); pero no es mi objetivo dedicarme a esto aquí, sino distinguir entre aquellos admitidos por el bautismo y el cuerpo; y entre la Iglesia que Cristo edifica, y lo que el hombre edifica cuando el edificio de Dios le es confiado. Todo lo que ha sido confiado al hombre, el hombre ha fracasado en ello. Y Dios ha puesto primero todo en sus manos, para ser establecido perfecto en el segundo Hombre quien jamás fracasa.
         El propio Adán fracasa y es reemplazado por Cristo.
         La ley fue dada, e Israel hizo el becerro de oro; de aquí en adelante, cuando Cristo venga, la ley será escrita en el corazón de Israel.
         El sacerdocio fracasó, fuego extraño fue ofrecido y a Aarón se le prohibió entrar en el santuario, excepto en el gran día de la expiación, y esa ocasión, no sin sus vestiduras para honra y hermosura; Cristo es un sumo sacerdote misericordioso y fiel aun ahora en gloria.
         El hijo de David establecido fracasa completa y personalmente, amando mujeres extranjeras, y el reino es dividido. Nabucodonosor, establecido por Dios sobre los Gentiles, hace una imagen de oro, pone a aquellos fieles a Dios en el fuego, y llega a ser una bestia. Cristo tomará el trono de David en gloria inagotable, y se levantará para reinar sobre los Gentiles.
         La Iglesia fue llamada a glorificar a Cristo. "Yo", dice Él, "soy glorificado en ellos." ("Yo ruego por ellos: no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado; porque tuyos son: y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío; y yo soy glorificado en ellos." Juan 17: 9, 10 - VM). Pero el resultado es anticristos y apostasía: aun en el tiempo del apóstol todos buscan lo suyo propio; y el último tiempo (Juan), los objetos de juicio (Judas), estaban ya allí. Después del deceso de Pablo, lobos rapaces vendrían, y del seno de la Iglesia se levantarían aquellos que arrastrarían tras sí a los discípulos (Hechos 20), y tiempos peligrosos y malos hombres y engañadores irían de mal en peor (2 Timoteo 3:13), y si ellos no continuaban en la bondad de Dios, ellos serían cortados: pero Él vendrá, para todo esto, para ser glorificado en Sus santos y admirado de todos los que creen. (2 Tesalonicenses 1:10). La Iglesia ha caído al igual que el resto. La gracia producirá y perfeccionará su propia obra. El edificio de Cristo estará completo y será perfecto, pero para ser manifestado en gloria. El edificio del hombre está mal edificado y corrompido, y caerá bajo el peor y el más severo de los juicios.
  Traducido del Inglés por: B.R.C.O.


[1] En 1 Pedro 1 la palabra "regeneración" no es la misma palabra que "nacer de nuevo". Se trata de un cambio de estado, como en Mateo 19:28, no de una comunicación de vida.

[2] "Si alguno", no 'si vosotros', "no permaneciere en mi" (Juan 15:6 - VM): el Señor los conocía, y sabía que ellos ya estaban limpios.
[3] N. del T.: es decir, levantado en la cruz
[4] (N del E) Referencia al movimiento surgido dentro del protestantismo con inclinación a la “fe católica”. La expresión proviene del nombre de uno de sus grandes exponentes: Pusey