martes, 2 de febrero de 2016

Escenas del Antiguo Testamento (Parte II)

Caín (Génesis 4.1 al 16)

Caín, el primer hijo de Adán y Eva, nació después de la expulsión fuera del Edén. La Escritura dice que “andando el tiempo, Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová”.
Caín fue un religioso, pero un religioso a su manera, un religioso impío. Quiso adorar a Dios según su modo de pensar. Trajo como ofrenda el fruto de la tierra, el esfuerzo de sus manos. Caín pensó: “¿Qué más agradable a Dios que aquello que ha producido la constante y afanosa labor de mis manos?” Pero los pensamientos del hombre no son los pensamientos de Dios, Isaías 55.8. Caín inauguró una religión, que en las Escrituras se llama “el camino de Caín”, y que cuenta con millares de adherentes que pretenden justificarse delante de Dios por medio de sus “buenas obras”, olvidando que está escrito que Dios “no es honrado con manos de hombres, como si necesitase de algo”, Hechos 17.25, y que “la obediencia es mejor que el sacrificio” y el conocimiento de Dios más que los holocaustos”.
Caín, viendo que su ofrenda no fue agradable a Dios, la de Abel si, en vez de seguir el ejemplo de éste, “ensañóse en gran manera y decayó su semblante”, y estando en el campo, [probablemente después de una discusión] se levantó contra su hermano y le mató.
La intolerancia y el fanatismo son autos de la religión de Caín, y de éstos al crimen no hay sino un paso. Caín fue el primer religioso asesino: un fratricida.
Cuando el “camino de Caín” se hizo popular, la nación de Israel llegó a ser también fratricida, dando muerte a su Señor y Salvador. “Quita, Quita, crucifícale”, fue el grito del pueblo. Y más adelante, cuando el “camino de Caín” vino a ser la religión universal, católica, el llamado Santo Tribunal de la Inquisición, por medio del potro, la rueda, la hoguera y otros mil tormentos infernales, dio muerte a millares de millares de hombres y mujeres cuyo único crimen era querer adorar a Dios de acuerdo con su Palabra. Desde entonces reyes, presidentes, hombres de estado y ciudadanos necesarios al mundo, han caído bajo la mano criminal de religiosos como Caín.
Y, ¿qué es lo que detie­ne la mano de los fanáticos de nuestro tiempo? ¿Será acaso que ellos reprueban los hechos de sus correligionarios de aquellos tiempos? o ¿que sus ideas con respecto a los “herejes” han cambia­do? No, nada de eso; Roma es la misma. Ella aprueba o encubre las matan­zas pasadas, y si ahora no funciona el potro, la rueda no gira y las hogue­ras no arden, se debe a que frente al fanatismo e intolerancia de Roma, Dios ha levantado una muralla de gobiernos liberales, que amparan al ciudadano y le permiten vivir en conformidad con sus convicciones.
Caín pretendió ocultar su crimen. ¾¡Cuántos lo han hecho después de él! ¾ Añadiendo así pecado a pecado, y cuando fue descubierto no mostró señal alguna de arrepentimiento, sino que desconfió de la misericordia de Dios, huyó de su presencia, llegando el indeleble estigma: ¡Fratricida! “¡Ay del impío! mal le irá: porque según las obras de sus manos le será pagado”, Isaías 3.11. “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase á Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual es amplio en perdonar”, Isaías 55. 7.
El Mensajero Cristiano

Estudios sobre el libro del profeta MALAQUIAS (Parte VII)

CAPÍTULO 3:16-18: LOS QUE TEMEN AL SEÑOR
«Hablaron cada uno a su compañero»
En la primera parte de este capítulo hemos visto que, en medio del triste estado moral del pueblo vuelto del cautiverio, Dios pone cuidado en formarse un remanente, «los hijos de Leví», quienes toman por modelo al verdadero Siervo de Jehová (3:3; 2:5-6). Este remanente debía ser afinado por la prueba —tal como el fundidor afina la plata— a fin de recibir al Mesías, el Salvador de Israel, en ocasión de su venida. De este remanente va a hablarnos el Espíritu de Dios. ¡Feliz y reconfortante espectáculo, en medio de tantas ruinas!
«Entonces los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero» (v. 16). Se caracterizan por el «temor de Jehová», contrariamente al conjunto de la nación, del cual se dice en el versículo 5: «No tienen temor de mí». Este temor caracterizó al remanente fiel en tiempos de la primera venida del Señor, es la porción de los testigos de Cristo en el día actual y se lo verá en el remanente de Judá en los últimos días. A menudo se predica al mundo acerca de la devoción a Cristo, de la consagración a Dios como el primer paso a dar en la vida cristiana. Estos hombres, sin duda sinceros, se engañan; no hace falta empezar así; además, de esta manera se invita al mundo a tomar un camino que tiene «cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad», pero que termina únicamente en la satisfacción de «los apetitos de la carne» (Colosenses 2:23). Esta enseñanza olvida que el principio de la sabiduría es el temor de Dios (Salmo 111:10; Proverbios 9:10). Ya nos hemos extendido sobre este tema. Sin embargo, insistimos en él para señalar que el temor de Dios se reconoce en el hombre por la autoridad que la Palabra tiene sobre su conciencia. No podemos agradar a Dios sin obedecer a su Palabra. Y en ningún tiempo la profesión religiosa —y menos aún en nuestros días que antaño—admite en la práctica este principio. Los actuales sistemas religiosos admiten que la Palabra de Dios les obliga, en la medida en que no contradiga su organización; pero el corazón consagrado al Señor sabe que Dios mira a aquel que «tiembla a su palabra» (Isaías 66:2).
«Entonces los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero; y Jehová escuchó y oyó, y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre. Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe; y los perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve» (v. 16-17).
Dos cosas describen aquí al remanente: teme a Jehová y es de los que «piensan en su nombre». Se piensa en el nombre de una persona que está ausente. Tal era la posición del remanente de Israel antes de la primera venida del Mesías; tal es también la nuestra, la de quienes esperamos su segunda venida. Nuestra fe se manifiesta precisamente en que siente apego por la persona de Cristo, ahora ausente; en cuanto le veamos cara a cara, la fe ya no será necesaria. Cuando se está rodeado como lo estamos de objetos que atraen nuestras miradas, es un asunto grande y difícil distinguir los objetos invisibles y fijar en ellos las miradas de la fe. Es preciso que el Cristo invisible se haga tan poderosamente real para nuestra alma que, en su cercanía, todo lo que nos rodee pierda su realidad. Para eso es indispensable la fe. Valgámonos de la fe, como de un ojo del alma, para verle cerca de nosotros y sentirle con nosotros. Sabemos que, cualquiera sea nuestra flaqueza, siempre podemos decir: «Tú estás conmigo», pues su presencia no depende de la manera en que la sentimos; sin embargo, deberíamos experimentarla además de conocerla. Saber que él está con nosotros es la fuente de nuestra seguridad durante la travesía aquí abajo: «No temeré mal alguno»; pero experimentarlo es otra cosa y se resume en estas palabras: «Tu vara y tu cayado me infundirán aliento»; sí, experimentar su presencia llena nuestras almas de consuelo y de gozo:
Siento un guía invisible Que camina a mi lado.
Si tenemos razones para sentirnos humillados al pensar en lo poco que demostramos gozo y comunión en nuestra vida cristiana, recordemos que Dios nos ha dado, al mismo tiempo que la fe, dos medios para vivir pendientes de las realidades invisibles y para superar los obstáculos que se oponen a ello. Estos dos medios son la Palabra y la oración. La Palabra nos revela a Cristo, y sin la oración no podemos estar en comunión con él ni gozar de su presencia. De esta manera, creceremos diariamente en su conocimiento durante el tiempo que aún nos separa de la gloria, donde le veremos tal como es.
Mientras tanto, él nos anima, pues conoce muy bien nuestras dificultades y nuestra debilidad. Él nos dice: Tienes poca fuerza, pero eso precisamente te incita a apegarte a mi Palabra y a mi nombre. Retén lo que tienes; no te pido otra cosa. Acuérdate también de que todos tus débiles pensamientos a mi respecto están consignados en mi libro y nunca serán olvidados.

Esperar la venida del Señor
Veamos ahora lo que hacen los que temen a Jehová. «Hablaron cada uno a su compañero»; lo que les ocupa es la venida de Cristo, del Mesías, del Señor anunciado por el profeta. Es preciso recordar que, cuando Malaquías habla de Cristo, presenta esencialmente su venida: «Vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis». «He aquí viene», « ¿Y quién podrá soportar el tiempo de su venida?» (3:1-2). El pasaje que consideramos en este momento nos habla de esa venida; el capítulo 4 está lleno de ella. «Él viene» es el último pensamiento del Antiguo Testamento; «vengo en breve» es el último pensamiento del Nuevo.
En el pasaje que consideramos, los que temen a Jehová aguardan su venida como acto pleno de gracia; el versículo 1 (del capítulo 3) nos presenta su venida como acto pleno de gloria; el capítulo 4, finalmente, nos habla de su venida para ejecutar juicio, lo que tendría lugar si, al venir con gracia, fuese rechazado. El profeta naturalmente calla la segunda venida del Señor para recoger consigo a sus santos transmutados o resucitados (1 Corintios 15:51-52; 1 Tesalonicenses 4:15-17), «misterio» totalmente desconocido en el Antiguo Testamento.
Los dos primeros capítulos de Lucas nos presentan, con un frescor delicioso, la actitud de los que temían a Jehová en el momento en que el Señor entraba o iba a entrar en escena. María y Elisabet hablan de él la una a la otra; Zacarías habla de él a todos sus vecinos; los pastores, instruidos por los ángeles, hablan el uno al otro de este acontecimiento que acaba de cumplirse; Simeón habla de él a sus padres cuando ellos traen al templo al niño Jesús; Ana, la profetisa, habla de él a todos aquellos que, en Jerusalén, esperan la liberación. Asimismo, en Juan 1:40-47, los discípulos Andrés, Pedro y Natanael hablan entre sí del Mesías que acaba de revelárseles. ¡Qué gran tema de gozo para todos estos fieles: el Salvador va a venir, el Salvador viene, el Salvador ya está!
Y nosotros, los cristianos, quienes tememos a Jehová y pensamos en su nombre, ¿no deberíamos, cuando nos encontramos, sentirnos impulsados también a hablarnos el uno al otro? ¿Nuestra felicidad consiste en hablar de su segunda venida, como antiguamente los pastores lo hacían acerca de la primera? El enemigo procura de mil maneras impedir estas conversaciones entre los hijos de Dios. No dejemos que él nos cierre la boca. Todo lo que pasa en el mundo dirige nuestros corazones hacia este pensamiento: Su promesa va a cumplirse, el grito de medianoche ha resonado: Él viene, está a la puerta.
Quizás tarde todavía; hablemos el uno al otro mientras le esperamos, pues, de todas maneras, su venida está cerca. Para esperarle no es necesario que nos forcemos a hacerlo. El secreto de esta espera se halla en la fe a las primeras palabras que el profeta Malaquías transmite de parte del Señor: «Yo os he amado». Si apreciamos su amor, la espera de nuestros corazones, llenos de él, desbordará necesariamente en nuestras conversaciones.

Doctrina: Cristología. (Parte II)

I.             Preexistencia y Eternidad de Cristo


Se ha hablado y escrito mucho sobre este tema, tanto para afirmar la “preexistencia y eternidad de Cristo” como para negarla. Nosotros, al escribir sobre ella, nos anexamos al primer grupo, de los que afirma y   la defienden.
Al hablar de Preexistencia estamos diciendo que Él ya existía antes de su manifestación a Israel; cuando decimos Eternidad, decimos que Él nunca ha sido creado, que Él existía desde la eternidad. Es mi convencimiento que se debe usar ambos términos en conjunto. Más de alguno puede pensar que son sinónimos, lo cual, de alguna manera es cierto; pero hablando estrictamente de acuerdo al sentido de la palabra, el término preexistencia no indica eternidad: ellas no son sinónimas.  Es decir, si usamos sólo la primera palabra, da la idea que existía antes de su nacimiento (para otros, antes de que el tiempo existiese), por tanto, fue creado en algún punto de tiempo[1]. Y la segunda, apoya a la primera y le da el carácter y fuerza para expresar que nuestro redentor siempre ha existido, que nunca fue creado y manifiesta su Divinidad.
Ha habido desde el comienzo de la cristiandad pensamientos diversos sobre estos temas. Ha habido creyentes que aceptan ambas ideas que están presente en el Señor Jesucristo, y otros que niegan la Eternidad de Cristo, la niegan porque de aceptarla, están aceptando que Jesús el Cristo es Dios, las segunda persona de la trinidad, y si lo aceptan, están aceptando la doctrina de la trinidad. En la antigüedad tenemos dos “grupos de cristianos”, a los Arrianos[2] y Ebionitas[3] que negaban este segundo principio; y en la actualidad tenemos a los Testigos de Jehová que niegan la Eternidad de Cristo, y al mismo tiempo es curioso que acepten la preexistencia, pero indicando que era el arcángel Miguel en la antigüedad[4].
Quizás la diversidad de pensamientos respecto de Jesús, es que aquellos grupos sectarios no han sabido asociar la humanidad de Cristo con su Deidad. Porque por donde miremos en la Escritura, encontramos a un hombre, desde su nacimiento hasta su muerte, que cumplió con todas las características del hombre, incluso en su muerte, aunque esta haya sido la forma más cruel, es indudable que Jesús el Nazareno murió como cualquier ser humano muere en la actualidad. Si bien era hombre, no cumplía con el patrón que todos los hombres tienen: el pecado. Nos dice Hebreos 4:15: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado”. “Pero sin pecado”. Esta cualidad en el Señor es la que marca la diferencia y que permite que su obra sea acepta, y al mismo tiempo a suponer que Él es Divino en su persona. Estas comunidades cristianas no supieron ver que en su persona se reunían dos características: que era Dios y hombre.
Veamos esto con  lo que dice la Biblia al respecto:

A)  Preexistencia.
Tal como lo expresamos más arriba, cuando definimos el término preexistencia, queremos demostrar, a la luz de la Escritura[5], que el Señor ya existía antes de nacer como hombre.
Encontramos en las Escrituras, especialmente en el Nuevo Testamento, una variedad de pasajes (que no son todos) que hablan de este tema y dichos por diferentes personas. Encontramos el testimonio de:
a)    Juan el Bautista.
Sabemos que Juan nació seis meses antes que el propio nacimiento del Señor Jesucristo (vea Lucas 1:26),  y cuando testifica, expresa que el Señor era antes que él: “Este es el que viene después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado” (Juan 1:27).
b)   Juan
Juan es Apóstol se expresa de una forma maravillosa en la introducción  su evangelio y de su primera carta, para expresar que cuando se realizaba todo el universo Él estaba presente: “En el principio era el Verbo…” (Juan 1:1a); y “…porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó” (1 Juan 1:2).

c)    Pablo
Pablo expresa una manera magistral los pasos de la humillación del Señor, el siendo en forma de Dios no dudó venir a este mundo y morir en vez del pecador. Pablo lo expone así: “…el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:6-8).
d)   Pedro
Pedro se expresa en base que el Señor era el cordero perfecto para el sacrificio y que este estaba “…ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros…”  (1 Pedro 1:20)
e)    El Señor Jesucristo
El mismo Señor Jesucristo, estando en su ministerio terrenal, se expresó de diversos modos de su preexistencia. Veamos algunos pasajes ilustrativos:
El que descendió del cielo. Entendiendo esto como aquel que ya existía al momento de presentarse ante quienes hablaba:
“Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. (Juan 6:38)
Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo.  (Juan 6:51)
Sabiendo Jesús en sí mismo que sus discípulos murmuraban de esto, les dijo: ¿Esto os ofende? ¿Pues qué, si viereis al Hijo del Hombre subir adonde estaba primero?  (Juan 6:61-62).
Antes que Abraham. El mismo se refirió de sí mismo que era antes que Abraham en una discusión con los judíos (tal vez se refiere a los fariseos): “Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy” (Juan 8:58).
Previo al Calvario,  el Señor realiza una hermosa oración donde expone su deseo que poseer esa gloria que ya de antes tenía y que en ese momento no poseía: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese”  (Juan 17:5)


B)   Eternidad.
El término de Eternidad indica que algo o alguien no tiene principio ni fin y no es lo mismo que el término “inmortal”, ya que esto denota que tuvo un principio pero no tiene fin. Teniendo esto claro podemos decir que Él no tuvo principio ni fin, que es eterno, podemos aplicar el término que es inmortal, pero teniendo presente que Él como eterno, no muere.
Como ya lo hemos indicado, han existido y existen comunidades que presentan características cristianas, pero niegan este punto, la eternidad del Señor Jesucristo. Hemos indicado, que ellos no pudieron conciliar al Jesús-hombre con el Jesús- Dios.  Si bien ellos se basan en el mismo canon bíblico que poseemos, interpretan de acuerdo a su conveniencia los textos que más les respaldan sus teorías y los que mencionan explícitamente la eternidad del Jesús el Mesías no son considerados[6].
         Ahora, si negamos la eternidad, afirmamos que no hay trinidad, por tanto él nunca fue Dios y por consiguiente estamos bajo una mentira, siguiendo dicha mentira.
En cambio, como estamos seguros de la eternidad y Deidad de Jesucristo, veamos que nos dice la Escritura al respecto de este gran tema, evidentemente no analizaremos todos los versículos que hablan del tema, sino sólo una muestra, el resto le corresponde investigarlo a cada creyente.
En las profecías del antiguo testamento se describe en forma innegable que el Mesías sería una persona eterna, Miqueas nos dice: “Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad” (Miqueas 5:2), E Isaías en su profecía indica que el niño que nacería y que reinaría sería conocido como “Padre Eterno” (Isaías 9:6). “Isaías 7:14 afirma su nacimiento virginal y le da el nombre de Emmanuel, lo cual significa Dios con nosotros”.[7]
         En el nuevo testamento encontramos una serie de versículos que hablan claramente sobre la eternidad del Señor Jesucristo. El escritor de la carta a los Hebreos dice: “…el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (Hebreos 1:3). Y el mismo Señor Jesucristo ha dicho al hablar de que Él era antes de Abraham, se atribuye una expresión que hace referencia a “Jehová” cuando dice “Yo SOY”, expresión que hizo recordar a los judíos lo que Dios había dicho a Moisés en Éxodo 3:14, y por lo tanto su eternidad.
Tal vez unos de los pasajes que más claramente habla de la eternidad y Deidad de Jesús el Mesías es Juan 1:1: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. Cuando estudiemos acerca de la Deidad del Señor Jesucristo, analizaremos este versículo y veremos los errores que algunos “cristianos”, como los Testigos de Jehová, cometen  al traducirlo mal.

C)   Actividad de Cristo Pre-encarnado.
a)    Como creador.
Podemos ver en las palabras de introducción de su evangelio que expresa una verdad profunda de su actividad creadora, e indica  que “Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1:3). Pablo lo confirma en la carta a los colosenses: “Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él” (Colosenses 1:16). Y queda reafirmado por lo que nos dice el autor de la carta a los hebreos: “…en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo…”  (Hebreos 1:2); y más adelante en este mismo capítulo, el autor cita al salmo 102:5 para atribuirle al Señor Jesucristo la autoría de la creación del universo: “Y: Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra, Y los cielos son obra de tus manos  (Hebreos 1:10 cf. Salmo 102:25).

b)   Como Ángel de Jehová
Las manifestaciones registradas en el antiguo testamento se denominan Teofanías, o sea manifestaciones divinas, y, tal como estudiamos la doctrina acerca de los ángeles[8], vimos que los estudiosos de la Biblia y Rabinos destacados, piensan que es Dios mismo quien se presentaba ante determinadas personas en calidad de un Ángel que compartía características divinas, ya que el recibía adoración que le correspondía a Dios.  Por lo anterior, la mayoría de los estudiosos piensan que este ángel de Jehová es una manifestación de Cristo antes de su encarnación. Este pensamiento se basa en los siguientes pasajes bíblicos:
 En Génesis 48:16 se cita: “…el Ángel que me liberta de todo mal, bendiga a estos jóvenes…”; y se argumenta que es imposible que un ser creado bendiga en lugar de Dios.
En relación al nacimiento de Sansón, es el Ángel de Jehová mismo quien hace la promesa, y cuando quieren inquirir su nombre, “Y el ángel de Jehová respondió: ¿Por qué preguntas por mi nombre, que es admirable?”(Jueces 13:18). Y si comparamos este pasaje con la profecía del profeta Isaías:   “…y se llamará su nombre Admirable...” (Isaías 9:6); podemos pensar que es el mismo Mesías que había de venir.
En Zacarías encontramos otro pasaje importante que permite ver quién es el Ángel de Jehová: “Me mostró al sumo sacerdote Josué, el cual estaba delante del ángel de Jehová, y Satanás estaba a su mano derecha para acusarle. Y dijo Jehová a Satanás: Jehová te reprenda, oh Satanás; Jehová que ha escogido a Jerusalén te reprenda. ¿No es éste un tizón arrebatado del incendio?” (Zacarías 3:1-2). Aquí vemos que el Ángel de Jehová es Jehová mismo cuando emite el Juicio contra Satanás: “Jehová te reprenda, oh Satanás…”.  Podemos concluir que Ángel de Jehová es Jehová mismo, y por lo que ya hemos visualizado al comparalos.
Otros pasajes en donde encontramos la actividad del Ángel de Jehová:
·        Génesis 16:7.14 (Agar);
·        Génesis 18:1; 22:11-13 (Abraham);
·        Génesis 28:13; 32:2-32; 48:16 (Jacob);
·        Éxodo 3:2; 23:20; 33:18-23 (Moisés);
·        Josué 5:13-15 (Josué); 
·        Jueces 6:11-24 (Gedeón);
·        Jueces 13 (Sansón);
·        Isaías 6:1-13 (Isaías); 
·        Daniel 3:25 (Sadrac, Mesac, Abed-nego);
·        Daniel 6:22; 7:9-14 (Daniel);
·        Zacarías 1:8-13 (Zacarías)

c)    Su relación con Dios antes de la encarnación.
Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese… Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (Juan 17:1, 5).
Quizás los versículos citados son los que más nos ilustran, y nos da una visión,  de la relación que tenía el Hijo con su Padre.  Es posible suponer, por el ansia de tener aquella gloria, aquella relación con el Padre, que tuvo antes de su encarnación, la profunda unión que existía entre ellos. Si lo podemos representar con una visión de nuestra realidad humana, el Hijo se relacionaba profundamente de la siguiente manera:
1.     Ansias de estar con su Padre nuevamente, que demuestra que deseaba volver a verlo con la misma “mirada” con que antes se veían.
2.    Obediente. Ya sea en las actividades que realizaba como el Ángel de Jehová o como el Mesías encarnado, hacía lo que el Padre mandaba. Como el Mesías había: manifestado su nombre (v.7), había entregado la palabra (v.8)
3.    Pertenencia. “… y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos”  (v.10).
4.    Amor. Dado que el Amor es fundamental en toda la obra de Dios, entre ellos no faltaba, sobreabundaba.
5.    Santidad. Siendo este un atributo de Dios, entonces  en su relación estaba presente entre ellos.
6.    Labor creativa. Podemos ver en los diversos pasajes que hablan de los creadores de esta “creación”, que estaban coordinados en perfecta sincronía, lo uno ideaba el otro lo construía.
De seguro hay más, por lo cual dejo al estudiante la tarea de encontrar otras características de la relación entre el Hijo y el Padre antes de la encarnación.


[1] Tampoco debemos pensar que pudo ser una reencarnación de algún ser humano anterior que tuvo una “segunda oportunidad” como postulan algunas ideas religiosas falsas. Esta idea debe ser totalmente excluida, porque no tiene cabida en lo que la Escritura enseña: “Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio…” (Hebreos 9:27)

[2] Los arrianos son los seguidores de Arrio (256-336, presbítero de Alejandría) y en su doctrina exponía que Jesús era Hijo de Dios, pero no Dios mismo, que era la primera creación de Dios.
[3] Los Ebionitas (que significa “los pobres”) comunidad cristiana de origen hebreo que existieron durante el Cristianismo primitivo. En sus enseñanzas afirmaban que Jesús era el Mesías, pero rechazaban que tuviera naturaleza Divina, y que su nacimiento fuese virginal. Ellos seguían fielmente la ley y el ritualismo judío. Estas comunidades desparecieron alrededor del sigo V.
[4] No haya ninguna base Bíblica para pensar que Miguel es la forma preexistente del Señor Jesucristo.
[5] La Escritura es nuestra única base de autoridad, no existe ningún libro extra canónico que nos permita definir quién era Jesucristo.
[6] Como excepción mencionamos a los Ebionitas, que solo aceptaban un único evangelio, el de Mateo y rechazaban todos los demás, especialmente las cartas de Pablo, ya que lo consideraban un “hereje” que apoyaba que los conversos de apartase de las ordenanzas de la ley.
En cambio, el mormonismo (el cual lleva nombre que huele a cristianismo, pero por ningún lado lo son) agrega un nuevo libro sagrado, dándole a este mayor importancia que el canon bíblico.
[7] Lewis Sperry Chafer, Grandes temas bíblicos, Editorial Portavoz, página 61
[8] Ver publicaciones del año 2013

Poema

Libro mío,
libro en cualquier tiempo y en cualquier hora,
bueno y amigo para mi corazón,
fuerte, poderoso compañero.
Tú me has enseñado la inmensa belleza
y el sencillo candor, la verdad terrible
y sencilla en breves cantos.

Mis mejores amigos no han sido
gentes de mis tiempos;
han sido los que tú me diste:
David, Rut, Job, Raquel y María.
Con los míos éstos son mis gentes,
los que rondan en mi corazón
y en mis oraciones,
los que me ayudan a amar y a bien padecer.
  
Por David amé el canto,
merecedor de la amargura humana.
En Eclesiastés hallé mi viejo gemido
de la vanidad de la vida,
y tan mío ha llegado a ser vuestro acento
que ya ni sé cuándo digo mi queja
y cuándo repito solamente la de vuestros dolores.
Nunca me fatigaste,
como los poemas de los hombres.

Siempre eres fresco, recién conocido,
como la hierba de julio, y tu sinceridad
es la única en que no hallo peligro,
mancha disimulada de mentiras.
Tu desnudez asusta a los hipócritas
y tu pureza es odiosa a los libertinos.
Yo te amo todo,
desde el nardo de la parábola
hasta el adjetivo crudo de los Números.
Gabriela Mistral
(Escrito en la página de su Biblia en 1919) 

Meditación

“Cuando Efraín hablaba, hubo temor; fue exaltado en Israel; mas pecó en Baal, y murió” (Oseas 13:1).

Hay una tremenda energía y autoridad en las palabras del justo. Cuando habla, tiene impacto en las vidas de los demás. Sus palabras tienen peso. Los hombres le ven como uno que merece respeto y obediencia.
Más si este mismo hombre cae en pecado, pierde toda esa influencia positiva sobre los demás. El tono autoritario con el que hablaba se disipa. La gente ya no va a él en busca de consejo. Si intenta darlo, le miran con desilusión y le dicen: “Médico, sánate a ti mismo” o “Saca primero la viga de tu propio ojo y entonces verás claro para sacar la paja del mío”. Sus labios están sellados.
Esto enfatiza la importancia de mantener un testimonio consistente hasta el fin. Es importante empezar bien, pero no basta con esto. Si bajamos la guardia en el tramo final, la gloria del principio se oscurecerá en las sombras del deshonor.
“Cuando Efraín hablaba hubo temor”. Williams comenta: “Cuando Efraín caminaba con Dios, como en los días de Josué, hablaba con autoridad y el pueblo temía. Fue así como aseguró su posición de dignidad y poder. Pero se volvió a la idolatría y murió espiritualmente... El cristiano tiene poder moral y dignidad siempre y cuando su corazón sea gobernado por completo por Cristo y esté libre de idolatría”.
Gedeón es otro caso en cuestión. El Señor estaba con este hombre valiente y poderoso. Con un ejército de 300 hombres derrotó a 135.000 fuertes madianitas. Cuando los hombres de Israel quisieron hacerle rey, sabiamente se negó porque sabía que Jehová era el Rey legítimo.
Más habiendo ganado importantes victorias y resistido grandes tentaciones, cayó en lo que podríamos considerar como un asunto de poca importancia. Pidió a sus soldados que le dieran los pendientes de oro que habían tomado como botín de los ismaelitas. Con éstos hizo un efod, el cual se convirtió en un ídolo para el pueblo de Israel y un lazo para él y su familia.

Ciertamente sabemos que cuando fallamos podemos ir a Dios confesando el pecado y encontrar perdón. Sabemos que puede restaurar los años que la langosta comió, es decir, puede capacitarnos para compensar el tiempo perdido. Pero nadie puede negar que es mejor evitar una caída que recobrarnos de ella; es mejor no hacer pedazos nuestro testimonio, que intentar pegar de nuevo las piezas rotas. El padre de Andrés Bonar acostumbraba decirle: “¡Andrés, ora para que ambos podamos resistir hasta el fin!” ¡Así que oremos para que podamos terminar nuestra carrera con gozo!

UNA SOLA OFRENDA, VARIOS SACRIFICIOS (Parte II)

(Levítico 1 a 7)
"A Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Corintios 2:2).
(Continuación)


Encontramos en estos capítulos cuatro sacrificios principales (según Hebreos 10:8) en Levítico 1, 2, 3, 4 -5:13, 5:14-6:7:
El holocausto, La ofrenda vegetal, El sacrificio de paz, El sacrificio por el pecado, que está íntimamente unido a El sacrificio por la culpa.
En los capítulos 6, versículos 8 a 30, y 7, tenemos la "ley", es decir las ordenanzas relativas a estos sacri­ficios.
Estos diversos sacrificios se dividen en dos clases:
a)   Los sacrificios voluntarios, de olor grato a Jehová: el holocausto, la ofrenda vegetal y el sacrificio de paz. Éstos, en su totalidad o en parte, eran quema­dos sobre el altar (aquí el verbo quemar es, en el origi­nal, el mismo que se emplea para quemar el incienso). Estos tres sacrificios nos hablan de la excelencia de Cristo y de su devoción hasta la muerte.
b)   Los sacrificios obligatorios: el sacrificio por el pecado y el sacrificio por la culpa. Si alguien había pecado, debía ofrecer este sacrificio para ser perdo­nado: "Es necesario que el Hijo del Hombre sea levan­tado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna" (Juan 3:14-15). Las víctimas no estaban puestas sobre el altar —salvo la sangre y la grosura—, sino que eran quemadas fuera del campa­mento (en el original se emplea un verbo diferente de aquel que se usa para los sacrificios de olor grato), y comidas por el sacerdote.

Significado
Indicaremos brevemente el significado esencial de estos cuatro sacrificios.
El holocausto era todo quemado sobre el altar; es Cristo entregando su vida, ofreciéndose para la gloria de Dios, víctima perfecta, que cumple así toda Su voluntad: "He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad" (Hebreos 10:7).
La ofrenda vegetal no incluía sangre ni víctima degollada; es la perfección de la naturaleza y de la vida del Hombre Jesucristo que sufre y es puesto a prueba.
Una parte de la ofrenda era quemada sobre el altar para Dios, otra parte era comida por el sacerdote.
El sacrificio de paz tenía como particularidad que sólo una parte (la grosura) era ofrecida a Dios sobre el altar; otra parte (la espalda y el pecho) era comida por los sacerdotes. Lo que quedaba era para el adorador y sus invitados ("Toda persona limpia podrá comer la carne", Levítico 7:19). Éste recuerda, pues, que Jesús hizo "la paz mediante la sangre de su cruz" (Colosenses 1:20), de manera que tenemos plena comunión con Dios en el sacrificio de su Hijo. Este privilegio es parti­cularmente puesto en evidencia en la Cena: comunión de la sangre de Cristo, comunión del cuerpo de Cristo (1 Corintios 10:16).
El sacrificio por el pecado y por la culpa era ofre­cido obligatoriamente por el culpable a fin de ser per­donado. Los pecados específicos, además, debían ser confesados (Levítico 5:5); en lo que se había causado perjuicio, debía restituirse (5:16; 6:5).
Estos diversos sacrificios son, pues, diversos aspectos de la obra de Cristo. De hecho, están íntima­mente unidos unos a otros: el holocausto y el sacrificio por el pecado eran degollados en el mismo lugar (6:25; 7:2); la grosura del sacrificio de paz era quemada sobre el holocausto (3:5); el holocausto y la ofrenda vegetal casi siempre eran ofrecidos juntos.

El orden de los sacrificios
¿Por qué se nos presenta primero el holocausto, mientras que, naturalmente, nosotros habríamos puesto el sacrificio por el pecado y por la culpa en primer lugar? Cuando Dios nos revela su pensamiento, pro­cede desde el interior hacia el exterior. Para el taberná­culo, él no nos presenta primero el atrio, luego el lugar santo y el lugar santísimo; sino que pone ante nosotros primeramente el arca, luego los objetos del lugar santo, después el mismo tabernáculo y por fin el atrio (véase Éxodo 25 a 27). De la misma manera, en los sacrifi­cios, el holocausto viene en primer lugar, seguido de la ofrenda vegetal, del sacrificio de paz y del sacrificio por el pecado. La perfección de la víctima, su devoción a Dios, tienen el primer lugar. Además, que él haya sido hecho pecado por nosotros es una consecuencia de su dedicación a la voluntad de Dios. Era necesario que ante todo fuese puesto ante nuestros ojos la perfección de Cristo para Dios, algo que sólo él puede apreciar plenamente.
Un sacerdote es una persona espiritual (1 Corin­tios 2:15) que primeramente considera lo que es debido a Dios. Sólo en la medida en que conozcamos la gran­deza del sacrificio de Cristo podremos comprender la gravedad del pecado. A nuestros ojos, un pecado cuenta por sus consecuencias, ya sea para nosotros mismos, para nuestra familia o según su impacto social. Pero cuando contemplamos el inmenso sacrifi­cio que fue necesario para quitar el pecado, compren­demos mejor la seriedad de éste. El hecho de que Dios haya debido ser manifestado en carne y que haya morado entre nosotros, y que después de haber hecho brillar su perfección como Hombre en la tierra, el Hijo de Dios se ofreciera sí mismo en sacrificio porque no había ningún otro medio para quitar los pecados, nos hace comprender mejor y más profundamente «que un solo pecado es más horrible para Dios que para lo que nosotros puedan serlo mil, e incluso que todos los pecados del mundo» (J. N. Darby).
Pero si es cuestión del camino que nos lleva a Dios, el sacrificio por el pecado viene en primer lugar. Su valor es infinito y, sin embargo, es importante el hecho de no quedarse ahí. Saber que la sangre de Jesu­cristo nos purifica de todo pecado es la base de nuestra fe, pero no es todo saber que uno ha sido purificado; se trata de saber que tenemos la paz con Dios y, por lo tanto, comunión con él en lo que respecta a su Hijo. Hace falta cavar más profundamente y discernir las perfecciones de Aquel que vivió en este mundo y se ofreció en sacrificio. En fin, es importante comprender que sólo Él ha respondido a toda la voluntad de Dios. Ahora Dios nos ve en él, "aceptos en el Amado" (Efesios 1:6).
En la "ley" de los sacrificios (Levítico 6 y 7), des­pués de haber hablado del holocausto y de la ofrenda vegetal, el Espíritu de Dios pone ante nosotros el sacri­ficio por el pecado antes del sacrificio de paz. En efecto, ya no necesitamos ocuparnos de nosotros mis­mos o de los perjuicios ocasionados a nuestros herma­nos para gozar sin trabas de la comunión con Dios y con los demás. Es el orden que seguiremos en nuestro estudio.
Si bien las páginas del Antiguo Testamento, y especialmente estos sacrificios del Levítico, ponen ante nosotros repetidas veces la muerte de Cristo, raramente hacen alusión a su resurrección (segunda avecilla en la purificación del leproso, Levítico 14:6-7; gavilla por primicia, Levítico 23:10). Pero hoy, si bien podemos recordar a un Salvador que murió, conocemos a un Señor vivo: "Estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos" (Apocalipsis 1:18). Y no sólo Jesús resucitado, sino ¡Jesús ascendido al cielo, sen­tado a la diestra de Dios! En el tabernáculo, no había asiento: el servicio jamás terminaba y los sacerdotes no podían sentarse. Pero el Señor Jesús, habiendo cum­plido una obra perfecta, que jamás será repetida, pudo sentarse en el santuario: así es como lo consideramos ahora; más todavía, esperamos su regreso para que nos tome a sí mismo, perspectiva ignorada por los creyen­tes de antaño.

En 1 Crónicas 21:24, David indica que no quiere ofrecer a Dios "holocausto que nada me cueste". Los "sacrificios espirituales" que hoy ofrecemos ¿nos cues­tan algo?
Aquí no se trata de traer su dedicación, su servi­cio o su dinero; cada una de estas cosas tiene su lugar, pero no en la alabanza rendida a Dios. ¿Qué puede costarnos ese "fruto de labios que confiesan su nom­bre" (Hebreos 13:15)? "Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos" (1 Crónicas 29:14), dice David. Cristo lo hizo todo por nosotros, pero en la medida en que lo apreciemos, en que lo comprenda­mos por la fe, en que penetremos en la grandeza de su obra y de su Persona, podremos luego hablar a Dios inteligentemente y según él. Se necesita un ejercicio personal de corazón para apropiarse de estas cosas, o, como lo dice Pedro, para "crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo" (2 Pedro 3:18).
En Israel, unos llevaban becerros, otros, que tenían menos medios, podían ofrecer sólo ovejas o cabras, y aquellos que eran demasiado pobres, aves. Cada uno de estos holocaustos representaba a Cristo; cada uno de ellos era de olor grato; pero ¿hubiera aceptado Dios a aquel que, pudiendo traer un becerro, se contentara con traer un ave? Más de una vez había dicho: "Ninguno se presentará delante de Jehová con las manos vacías"; y más tarde, instruyó a su pueblo a llenar sus canastas para venir al santuario (Deuteronomio 16:16; 26:2).
Es importante, pues, estar en la condición moral adecuada y hacer el esfuerzo de buscar el tiempo para la meditación de estas cosas, de considerarlas a la luz de la Palabra en la presencia de Dios. Así, particular­mente en el culto, no vendremos con corazones vacíos o que sólo tengan una confusa idea en lo que respecta al Señor Jesús, sino más bien con corazones llenos de su amor, capaces de ofrecer verdaderos sacrificios espi­rituales. Conducidos por el Espíritu de Dios, aquellos que serán la boca de la iglesia, darán expresión a las acciones de gracias y a las alabanzas de las cuales todos estarán llenos. Y Dios, que lee en los corazones, apreciará todo lo que él verá de su Hijo.
Dos peligros nos amenazan: el adorador que debe­ría traer un becerro (Hebreos 5:12) y se contenta con un ave, muestra el poco aprecio que hace del Señor Jesús y de su sacrificio. Pero aquel que tiene en su corazón sólo lo equivalente a un ave y se da la apariencia de llevar un becerro, pronunciando frases y utilizando expresiones que sobrepasan la medida de su fe y la realidad de sus afectos, falta más gravemente.
Pero ¡qué decir del hombre que, según Malaquías 1:8, trajera un animal ciego o cojo! Por ejemplo, pensa­mientos en cuanto al Señor y a su obra, que fuesen el fruto de su propia imaginación o tachados de error. Estemos atentos, particularmente en lo que concierne a la persona de Cristo y a su sacrificio, de estar exclusi­vamente enseñados por la Palabra de Dios.

Es una cuestión de corazón. En Jeremías 30:21, Dios hace esta pregunta: "¿Quién es aquel que se atreve a acercarse a mí?" Al ocuparnos de estos capítu­los, sentimos que hay profundidades y alturas que sobrepasan en gran medida todo lo que podemos con­cebir, pero ¿esto nos desanimará? ¿No haremos un esfuerzo? ¿No pagaremos el precio necesario, conduci­dos por el Espíritu de Dios, para entrar en estas cosas y tener una comunión más real con el Padre, quien dijo: "Éste es mi Hijo amado; a él oíd" (Marcos 9:7)? "Con­sidera lo que digo, y el Señor te dé entendimiento en todo. Acuérdate de Jesucristo" (2 Timoteo 2:7-8).