Los discípulos [en Antioquía], cada uno conforme a lo que tenía, determinaron enviar socorro a los hermanos que habitaban en Judea; lo cual en efecto hicieron, enviándolo (Hechos 11:29-30). Con agrado han dado conforme a sus fuerzas, y aún más allá de sus fuerzas [los creyentes macedonios], pidiéndonos con muchos ruegos que les concediésemos el privilegio de participar en este servicio para los santos (2 Corintios 8:3-4).
Desde el mismo
comienzo del cristianismo en Pentecostés (Hch. 2), podemos ver cómo el amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha
sido dado (Ro. 5:5). De hecho, “el que tiene bienes de este mundo y ve a su
hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de
Dios en él?” (1 Jn. 3:17-18). Por eso, en la Palabra se nos pide que no
amemos no solo con palabras, sino “de hecho y en verdad” (1 Jn. 3:17-18).
Los primeros
cristianos en Jerusalén compartían todo sin estar obligados a hacerlo. Vendían
sus cosas y ponían el dinero a los pies de los apóstoles para que este se
distribuyera según las necesidades. Este amoroso cuidado continuó por algunos
años bajo la guía del Espíritu, pero luego la carne se manifestó a través de la
falsedad y la murmuración. A medida que la Iglesia crecía y se extendía por
todo el Imperio romano, los procedimientos para llevar a cabo este cuidado de
amor se volvieron más engorrosos, especialmente cuando se trataba de ayudar a
los necesitados en Judea, ya que se debía transportar materialmente el dinero.
Pablo y sus colaboradores se
preocupaban por sus hermanos pobres en Jerusalén con gozo y diligencia (Gá.
2:10). Para hacerlo, se recogían donaciones entre las iglesias formadas
principalmente por gentiles. Sin embargo, en aquellos días no existían
billetes, cheques ni giros bancarios, y las monedas de metal tenían que ser
trasladadas por hermanos de confianza. Por lo tanto, ayudar a los santos
necesitados era, y aún es, un trabajo de amor para el Señor. ¿Participamos en
esta obra de amor? ¿De qué manera?
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