En la historia de las misiones
cristianas, Gladys Aylward siempre será conocida como “La pequeña mujer.” Pero
lo que le faltaba en estatura física lo compensó con creces en logros
espirituales. Esta intrépida misionera tema una fe simple en el Señor y mostraba
una firme audacia, fortaleza y resistencia al servirlo. Como resultado, vio
maravillosas respuestas a la oración, circunstancias que convergían increíblemente,
y un asombroso número de puertas abiertas al evangelio en China.
Una vez, ella se estaba quedando en un
hogar con estudiantes refugiados que habían huido de los invasores japoneses.
Estos jóvenes estaban orando por un área en el noroeste. Por varias razones, no
tuvieron la libertad de ir, así que Gladys concluyó que el Señor quería que
ella lo hiciera. Se dispuso a ir, dependiendo de guías que la acompañaran desde
una villa a la otra. Cuando llegó a Tsin Tsui, los habitantes intentaron
disuadirla de ir más lejos. Le dijeron: “Este es el fin. No hay nada más allá.”
Pero Gladys respondió: “El mundo no se termina así nomás. Debo seguir. Para
eso vine.”
Cuando un doctor chino cristiano
llamado Huang vio que estaba determinada a hacerlo, se ofreció a acompañarla
por cinco días. Los cinco días se extendieron a diez, pues en el camino le
hablaban a todo el que encontraban sobre Jesús. Ninguno había escuchado hablar
de El jamás. En el undécimo día, caminaron por un área desierta, sin señales de
habitación humana. No había lugar para dormir, ni comida para comer. Era
momento de orar. Gladys comenzó:
“Querido Dios, ten misericordia de
nosotros. Puedes ver el apuro en el que estamos metidos. Danos comida y un refugio
para la noche.” Se sintió reprendida porque su oración estaba centrada en ella
y en el doctor.
Entonces, el Dr. Huang oró: “Oh Dios,
envíanos a quien Tú quieres que le hablemos de Jesús. No le hemos testificado
a nadie hoy, pero nos has enviado aquí con algún propósito especial.
Muéstranos dónde encontrar al hombre que quieres bendecir.” A este hombre sólo
le interesaba la obra del Señor.
Gladys decidió que deberían cantar un
coro, así las palabras y la melodía flotarían en el limpio aire de la montaña.
Pronto el Dr. Huang divisó un hombre a
la distancia, saltó y corrió a su encuentro. El doctor le gritó a la señorita
Aylward para que fuera, pero ella no quería escalar esa montaña empinada y
escarpada y dejar todos sus bultos desprotegidos. Así que volvió y finalmente
la persuadió a ir. No necesitaba preocuparse por el equipaje; no había nadie
que pudiera robarlo.
Cuando llegaron al hombre, ella se
sorprendió al ver que era un lama o monje tibetano. A pesar del hecho de que
los lamas no se relacionan con mujeres, este invitó a Huang y a Gladys a ir y
pasar la noche en la lamasería. Cuando el sacerdote vio que ella estaba
dudando, le dijo: “Hemos estado esperando mucho para que nos cuentes del Dios
que ama.” La pequeña mujer estaba en shock. ¿Cómo podían saber que existía un
Dios que ama? ¿Qué contacto podrían haber tenido estas personas aisladas con
misioneros o cualquier otra persona del mundo exterior?
Después que los lamas le proveyeron
almohadones, agua para lavarse, y una comida deliciosa, dos de ellos se
aparecieron a la puerta de Gladys y le pidieron que fuera con ellos. Otros
llevaron al Dr. Huang al mismo lugar, una habitación con 500 monjes sentados en
cojines. Todo esto desconcertó a Gladys, pero el buen doctor debe haber
entendido el propósito de su reunión, pues le dijo que comenzara cantando un
coro. Cuando terminó, habló del nacimiento del Salvador en Belén y continuó
hasta Su muerte y resurrección.
La señorita Aylward cantó de nuevo,
luego habló; volvió a cantar, y luego habló el Dr. Huang, cantó otra vez, y habló.
Por último, se disculpó y se retiró a su habitación. Estaba exhausta. Pero su
tarea no estaba terminada. Aparecieron dos lamas a su puerta y le pidieron que
les contara más. Cuando se fueron, vinieron dos más, y así fue toda la noche.
Parecían estar especialmente interesados en el Dios que ama.
Luego de cinco días de evangelismo sin
obstáculos, la señorita Aylward fue invitada a una reunión con el lama
principal. Para su alivio, supo que él podía hablar mandarín, y ella lo
entendía perfectamente. Le preguntó por qué había permitido que una mujer
extranjera entrara en su lamasería y hablara con los sacerdotes. Entonces él le
contó esta historia inolvidable:
Cada
año los lamas recogen y venden una hierba de regaliz que crece en las montañas.
Un año, al llegar a una villa,
escucharon a un hombre que sostenía un tratado y gritaba: “¿Quién quiere uno?
La salvación es gratuita y a cambio de nada. El que obtiene la salvación vive
para siempre. Si quiere saber más, venga a la congregación.”
Trajeron el tratado a la lamasería y lo
fijaron a la pared. En el mismo se citaba Juan 3:16: ‘‘Porque de tal numera amó
Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él
cree, no se pierda, más tenga vida eterna.” Esto fue como un recordatorio
constante de que existía un Dios que ama.
Durante cinco años llevaron las hierbas
al mercado, preguntando cada vez dónde vivía “el Dios que ama.” Finalmente, en
Len Chow un hombre los guio hasta el recinto de la Misión al Interior de la
China, donde un misionero les explicó el camino de salvación y les dio una
copia de los evangelios. Al estudiarlos, llegaron a Marcos 16:15: “Id por todo
el mundo y predicad el evangelio a toda criatura.” Entonces concluyeron que en
algún momento alguien vendría a ellos con el evangelio. Decidieron que cuando Dios
enviara un mensajero, deberían estar listos para recibirlo.
Esperaron otros tres años. Entonces dos
monjes, que estaban trabajando en las montañas, escucharon a alguien cantando.
Se dijeron: “Sólo las personas que conocen a Dios cantarían.” Mientras uno
bajaba la montaña para encontrarse con Gladys y el Dr. Huang, el otro volvió a
la- masería para avisar al resto de los lamas para que se prepararan para los
invitados tan esperados.
Esa fue la razón por la que los dos
cristianos fueron recibidos tan cálidamente y con corazones tan hambrientos.
¿Se convirtió algún lama? Gladys
Aylward se fue sin saberlo. Todo lo que sabía era que el Señor la había guiado
a ella y al Dr. Huang hacia ellos a través de una serie de citas divinas, y
ella estaba conforme con dejarle el resultado a Él. Dudo que Él hubiese
arreglado tales intrincadas circunstancias sólo para que su final fuera la
frustración.
La
pequeña mujer imitaba al Señor Jesús con su fe fresca e íntegra, con su
obediencia a Sus instrucciones, y con su fiel confesión de Él ante otras
personas. Vio cómo los engranajes de su vida encajaban. Su servicio brillaba
con lo sobrenatural. Cuando tocaba otras vidas, algo sucedía para Dios.
William MacDonald
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