domingo, 20 de abril de 2025

Viviendo por encima del promedio (22)

 


En la historia de las misiones cristianas, Gladys Aylward siempre será conocida como “La pequeña mujer.” Pero lo que le faltaba en estatura física lo compensó con creces en logros espirituales. Esta intrépida misionera tema una fe simple en el Señor y mostraba una firme audacia, fortaleza y resistencia al servirlo. Como resultado, vio maravillosas respuestas a la oración, circunstancias que convergían in­creíblemente, y un asombroso número de puertas abiertas al evangelio en China.

Una vez, ella se estaba quedando en un hogar con estu­diantes refugiados que habían huido de los invasores japone­ses. Estos jóvenes estaban orando por un área en el noroeste. Por varias razones, no tuvieron la libertad de ir, así que Gladys concluyó que el Señor quería que ella lo hiciera. Se dispuso a ir, dependiendo de guías que la acompañaran desde una villa a la otra. Cuando llegó a Tsin Tsui, los habitantes intentaron disuadirla de ir más lejos. Le dijeron: “Este es el fin. No hay nada más allá.” Pero Gladys respondió: “El mun­do no se termina así nomás. Debo seguir. Para eso vine.”

Cuando un doctor chino cristiano llamado Huang vio que estaba determinada a hacerlo, se ofreció a acompañarla por cinco días. Los cinco días se extendieron a diez, pues en el camino le hablaban a todo el que encontraban sobre Jesús. Ninguno había escuchado hablar de El jamás. En el undécimo día, caminaron por un área desierta, sin señales de habitación humana. No había lugar para dormir, ni comi­da para comer. Era momento de orar. Gladys comenzó:

“Querido Dios, ten misericordia de nosotros. Puedes ver el apuro en el que estamos metidos. Danos comida y un refu­gio para la noche.” Se sintió reprendida porque su oración estaba centrada en ella y en el doctor.

Entonces, el Dr. Huang oró: “Oh Dios, envíanos a quien Tú quieres que le hablemos de Jesús. No le hemos testifica­do a nadie hoy, pero nos has enviado aquí con algún propó­sito especial. Muéstranos dónde encontrar al hombre que quieres bendecir.” A este hombre sólo le interesaba la obra del Señor.

Gladys decidió que deberían cantar un coro, así las pala­bras y la melodía flotarían en el limpio aire de la montaña.

Pronto el Dr. Huang divisó un hombre a la distancia, sal­tó y corrió a su encuentro. El doctor le gritó a la señorita Aylward para que fuera, pero ella no quería escalar esa montaña empinada y escarpada y dejar todos sus bultos desprotegidos. Así que volvió y finalmente la persuadió a ir. No necesitaba preocuparse por el equipaje; no había nadie que pudiera robarlo.

Cuando llegaron al hombre, ella se sorprendió al ver que era un lama o monje tibetano. A pesar del hecho de que los lamas no se relacionan con mujeres, este invitó a Huang y a Gladys a ir y pasar la noche en la lamasería. Cuando el sa­cerdote vio que ella estaba dudando, le dijo: “Hemos estado esperando mucho para que nos cuentes del Dios que ama.” La pequeña mujer estaba en shock. ¿Cómo podían saber que existía un Dios que ama? ¿Qué contacto podrían haber tenido estas personas aisladas con misioneros o cualquier otra persona del mundo exterior?

Después que los lamas le proveyeron almohadones, agua para lavarse, y una comida deliciosa, dos de ellos se aparecieron a la puerta de Gladys y le pidieron que fuera con ellos. Otros llevaron al Dr. Huang al mismo lugar, una habitación con 500 monjes sentados en cojines. Todo esto desconcertó a Gladys, pero el buen doctor debe haber entendido el propósito de su reunión, pues le dijo que comen­zara cantando un coro. Cuando terminó, habló del naci­miento del Salvador en Belén y continuó hasta Su muerte y resurrección.

La señorita Aylward cantó de nuevo, luego habló; volvió a cantar, y luego habló el Dr. Huang, cantó otra vez, y ha­bló. Por último, se disculpó y se retiró a su habitación. Esta­ba exhausta. Pero su tarea no estaba terminada. Aparecie­ron dos lamas a su puerta y le pidieron que les contara más. Cuando se fueron, vinieron dos más, y así fue toda la no­che. Parecían estar especialmente interesados en el Dios que ama.

Luego de cinco días de evangelismo sin obstáculos, la señorita Aylward fue invitada a una reunión con el lama principal. Para su alivio, supo que él podía hablar mandarín, y ella lo entendía perfectamente. Le preguntó por qué había permitido que una mujer extranjera entrara en su lamasería y hablara con los sacerdotes. Entonces él le contó esta his­toria inolvidable:

Cada año los lamas recogen y venden una hierba de regaliz que crece en las montañas.

Un año, al llegar a una villa, escucharon a un hombre que sostenía un tratado y gritaba: “¿Quién quiere uno? La salvación es gratuita y a cambio de nada. El que obtiene la salvación vive para siempre. Si quiere saber más, venga a la congregación.”

Trajeron el tratado a la lamasería y lo fijaron a la pared. En el mismo se citaba Juan 3:16: ‘‘Porque de tal numera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna.” Esto fue como un recordatorio constante de que existía un Dios que ama.

Durante cinco años llevaron las hierbas al mercado, preguntando cada vez dónde vivía “el Dios que ama.” Fi­nalmente, en Len Chow un hombre los guio hasta el re­cinto de la Misión al Interior de la China, donde un mi­sionero les explicó el camino de salvación y les dio una copia de los evangelios. Al estudiarlos, llegaron a Mar­cos 16:15: “Id por todo el mundo y predicad el evange­lio a toda criatura.” Entonces concluyeron que en algún momento alguien vendría a ellos con el evangelio. Deci­dieron que cuando Dios enviara un mensajero, deberían estar listos para recibirlo.

Esperaron otros tres años. Entonces dos monjes, que es­taban trabajando en las montañas, escucharon a alguien cantando. Se dijeron: “Sólo las personas que conocen a Dios cantarían.” Mientras uno bajaba la montaña para en­contrarse con Gladys y el Dr. Huang, el otro volvió a la- masería para avisar al resto de los lamas para que se prepa­raran para los invitados tan esperados.

Esa fue la razón por la que los dos cristianos fueron reci­bidos tan cálidamente y con corazones tan hambrientos.

¿Se convirtió algún lama? Gladys Aylward se fue sin sa­berlo. Todo lo que sabía era que el Señor la había guiado a ella y al Dr. Huang hacia ellos a través de una serie de citas divinas, y ella estaba conforme con dejarle el resultado a Él. Dudo que Él hubiese arreglado tales intrincadas circunstan­cias sólo para que su final fuera la frustración.

La pequeña mujer imitaba al Señor Jesús con su fe fres­ca e íntegra, con su obediencia a Sus instrucciones, y con su fiel confesión de Él ante otras personas. Vio cómo los engranajes de su vida encajaban. Su servicio brillaba con lo sobrenatural. Cuando tocaba otras vidas, algo sucedía para Dios.

William MacDonald

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