viernes, 30 de mayo de 2025

Las últimas palabras de Cristo (17)

 

El Padre glorificado en el Hijo

Juan 17:1-5


Toda expresión de rogativas ofrecidas en los primeros cinco versículos del capítulo 17 tienen como objeto la gloria del Padre. Ya sea que la oración tenga presente al Hijo en la tierra o sobre la cruz (entre cielo y tierra), su primer gran deseo es el de glorificar al Padre. Un motivo así de puro es incomprensible para el hombre caído, pues lo natural sería que pensara en utilizar su poder para glorificar el yo. Esto fue lo que pensaron sus hermanos en la carne cuando dijeron: «Si haces estas cosas, manifiéstate al mundo» (Juan 7:4). ¿Qué significa esto sino lo mismo que decir «utiliza tu poder para glorificarte»? ¿No demuestra que el hombre utiliza el poder que le confían sus semejantes para glorificarse a sí mismo? La primera cabeza del poder gentil logra caer con estas palabras: «¡Mirad la gran Babilonia que he construido como capital del reino, la he construido con mi gran poder, para mi propia honra!» (Dan. 4:30, NVI). Todo el cielo se une para decir: «El Cordero que ha sido inmolado es digno de tomar el poder», pues únicamente Él utiliza el poder para la gloria de Dios y la bendición del hombre. El Señor desea una gloria mayor que la que pueda ofrecer este mundo, pues dice: «Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo existiese». Con esta gloria mayor Él desea poder glorificar al Padre.

v. 2. El poder ya se le había dado en la Tierra, y lo manifestó resucitando a Lázaro y usándolo para la gloria de Dios: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?» (Juan 11:40). El Señor ruega ahora por una gloria que se corresponda con la de su poder, un poder que le había sido dado sobre toda carne para glorificar a Dios llevando a cabo los propósitos divinos. En este mundo vemos el terrible poder de la carne energizada por Satanás; sin embargo, y para nuestro consuelo, sabemos por esta oración que un poder más elevado le ha sido dado al Señor a fin de que ningún otro, por maligno que sea, impida a Cristo llevar a cabo los consejos de Dios de dar la vida eterna a cuantos el Padre ha querido dar al Hijo.

v. 3. Esta vida tiene su colofón en el conocimiento y gozo de nuestras relaciones con el Padre y con el Hijo; no es como la vida natural, que se limita al conocimiento y disfrute de las cosas naturales y a las relaciones humanas. Esta vida, no confinada a la tierra ni ligada al tiempo, ni a la que la muerte tampoco puede poner fin, nos capacita para conocer y gozar de la comunión con las Personas divinas y nos transporta fuera del mundo, dejando atrás esta tierra, para cruzar los límites del tiempo y alcanzar las regiones de la gloria eterna.

v. 4. Si el deseo del Señor es glorificar al Padre en el nuevo lugar en el cielo, esto ya lo ha hecho en su camino terrenal y con sus padecimientos en la cruz. ¿Quién, salvo el Señor, podía mirar al cielo y decir al Padre «te he glorificado en la tierra»? El hombre caído, que fue hecho a imagen y semejanza de Dios como verdadero representante suyo ante el Universo, le ha deshonrado en la tierra. Si el mundo tiene que formarse una idea de Dios a partir del hombre caído, la conclusión a la que llegará será que es un Ser cruel, egoísta y rencoroso que carece de sabiduría, amor o compasión. Esta es, desde luego, la terrible conclusión que alcanzaron los paganos asumiendo que Dios debía de ser igual a ellos, lo que explica que se hicieran dioses crueles, egoístas e indeseables: «Cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible». En lugar de glorificar a Dios con una representación verdadera de Él, el hombre le ha traído deshonra en esta tierra. Si nos volvemos del hombre caído al Hombre Cristo Jesús —el Hijo— vemos a Uno que glorificó a Dios con cada paso que dio. No bien hubo nacido, las huestes celestiales dijeron al contemplar a su Hacedor:

«Gloria a Dios en las alturas». Al final de su camino, el Señor dice al Padre: «Te he glorificado en la tierra». Él manifestó de manera plena el carácter de Dios y mantuvo en integridad todo lo que era debido a Él, su gloria delante de todo el Universo. Dios fue manifestado en Cristo encarnado, visto de los ángeles y de los hombres.

Cristo no solo le glorificó en su camino terrenal, sino que además le glorificó en la cruz: «He llevado a término la obra que me diste a realizar». Allí fue donde mantuvo la justicia de Dios en relación al pecado y donde exhibió el amor de Dios al pecador.

Cristo habla aquí de la humanidad perfecta con la que Él se humanó. Como Hombre glorificó a Dios y consumó la obra que le había encomendado, y como creyentes tenemos el privilegio de andar como Él anduvo. Estamos aquí para manifestar la gloria de Dios y acabar la obra que se nos ha encomendado, sin olvidar jamás que la obra que Él vino a hacer es independiente de la nuestra. Nadie excepto el Hijo pudo emprender y consumar esta gran obra.

v. 5. En este versículo escuchamos las peticiones de las que el hombre no participa. El Señor habla aquí como el Hijo eterno y presenta dichas peticiones de las que solo Uno que es Dios puede participar. En primer lugar, dice el Señor: «Padre, glorifícame tú». Nosotros deseamos poseer nuestros cuerpos gloriosos para que Cristo sea glorificado en nosotros (2ª Tes. 1:10) y así poder decir «glorifica a Cristo en mí», pero aparte de una Persona divina ¿quién más pudo decir «glorifícame»? En segundo lugar, la oración se eleva a un plano superior, porque el Señor añade: «Al lado tuyo». Solamente el Hijo eterno, que moraba en el seno del Padre, podía pedir aquella gloria en proporción con la del Padre. Aquel que habla de esta manera reclama para sí la igualdad con Él.

Cuando el Señor procede a hablar de «aquella gloria que tuve» se refiere a una gloria que Él poseía en la eternidad como Persona divina, no una gloria que Él recibió, sino la que Él ya tenía. Por eso dice «aquella gloria que tuve contigo», una expresión que no solo implícita la divinidad de su Persona, sino también a una Persona distintiva en el seno de la Deidad. Finalmente, hace referencia a esta gloria como la gloria que Él tenía con el Padre antes de que el mundo existiera. Una gloria fuera del tiempo perteneciente a la eternidad, y Él era una Persona divina, distintiva y eterna de la Deidad. Se ha dicho con acierto: «le escuchamos hablar con la plena conciencia de que Él mismo era antes de que el mundo fuera, y de una gloria que Él tenía como suya en la comunión eterna con Dios».

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