miércoles, 12 de julio de 2017

EL CRISTIANO: LA SOCIEDAD

El cristiano no cesa de vivir en el mundo de los hombres después de su conversión, y debe tratar con una am­plia gama de personas, lo que origina tantos problemas como oportunidades, siéndole preciso solucionar aquéllos y aprovechar éstas. Pablo dirigió una de sus cartas a “todos los que están en Ro­ma, amados de Dios, llamados a ser santos” (Romanos 1:7), recalcando así la procedencia celestial de los cristianos y, a la vez, el hecho de que habían de ser­vir al Señor y mantener su testimonio en medio de la capital pagana del gran imperio gentil. Era relativamente fá­cil manifestar la santidad de los “amados de Dios” en el ámbito de la iglesia, pero ¡cuán difícil fue el caminar de los cre­yentes por las calles, plazas y mercados de Roma, en contacto con hombres y mujeres entregados a una vida ajena por completo al mensaje de la Cruz! Hoy en día se habla mucho de la “obra social” de la Iglesia, y cristianos (rea­les o nominales) adoptan actitudes con­trastadas. Aquellos que van dejando la clara predicación del Evangelio de la gracia de Dios, subrayan la necesidad de un evangelio social, en su afán de llenar el hueco que ha dejado el moder­nismo en la esfera de la Fe, por esfuer­zos humanitarios, útiles en sí, pero que no puede transformar el corazón del hombre. En el otro extremo se hallan hermanos, muy sanos en la Fe, que han perdido la noción del hombre co­mo “prójimo”, acreedor de nuestra cor­tesía, de nuestro cariño y de nuestra ayuda y éstos no reconocen que es im­posible predicar el Evangelio a las al­mas perdidas en un vacío, ya que el Mensaje ha de darse a conocer dentro del contexto de la vida normal huma­na. Si queremos o no, formamos par­te de la raza humana, que empieza pa­ra nosotros por el vecino de al lado y se extiende hasta abarcar los africanos del Congo y los amarillos de Lejano Orien­te. Dios es Creador de esta raza y amó al mundo de los hombres hasta el pun­to de dar a su Hijo para hacer posible su salvación. La fe obra por medio del amor (Gálatas 5:6): la fe hace contacto con el Trono de Dios, pero el amor ha de dar la mano al vecino.
Amarás al prójimo como a ti mis­mo. Tanto el Maestro como el após­tol Pablo insistieron en que el amor es el cumplimiento de la Ley, y así este principio pasa al Nuevo Siglo como pri­mer fruto del Espíritu (Lucas 10:25-37; Marcos 12:25-34; Romanos 10:8-10; Gálatas 5: 13, 14, 22). El doctor de la ley de Lu­cas 10:25-37 quedó en evidencia delante de la multitud, pues ni él ni nadie podía pretender el cumplimiento del mandato de amor a Dios con todo el ser y al prójimo como a sí mismo. Por eso quiso salir airoso del compromiso por medio de sutilezas legales, pregun­tando: “¿quién es mi prójimo?” La pregunta insinuaba una diferencia en­tre los israelitas, los gentiles y los samaritanos, según el criterio de los ra­binos. Cristo contestó por medio de una parábola en la que el protagonis­ta principal era samaritano, y sólo él tuvo compasión del judío maltrecho que los bandidos habían dejado desnu­do y medio muerto al lado del camino. Seguramente la parábola encierra pro­fundas lecciones soteriológicas, pero no obsta para la parte práctica: todo aquel que nos necesita es nuestro pró­jimo, por encima de toda barrera de raza o de religión. A Dios le hemos de amar con todo nuestro ser, pues a él nos debemos ya que es Creador y Re­dentor (Isaías 43:1); al prójimo le he­mos de amar como a nosotros mismos algo muy diferente, lo que significa que le hemos de dedicar una cariñosa consideración comparable con la aten­ción que prestamos a nuestros propios asuntos. El egoísmo ha de ser frena­do con el fin de servir a otros según las oportunidades que se presentan.
El hermano y el prójimo. “No nos cansemos, pues, de hacer bien —escri­be Pablo— porque a su tiempo sega­remos, si no desmayamos. Así que, se­gún tengamos oportunidad hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gálatas 6:9 y 10). He aquí el servicio del amor, con el esta­blecimiento de dos grados de respon­sabilidad: en primer término hemos de velar por el bien del hermano de la familia espiritual, y en segundo tér­mino hemos de pensar en todos. A me­nudo los del mundo tienen sus medios y modos de vivir que son negados al hermano (especialmente en tiempos de persecución), y el apóstol Juan tam­bién recalca el deber del cristiano de compartir nuestros bienes con el herma­no, y aun de dar la vida por él según el ejemplo de Cristo (1 Juan 3:16-18), pues amar “de palabra” es una mera hipocresía. Con todo, el hecho de que tenemos “hermanos” en la familia, no ^nula el otro hecho que existen “pró­jimos” en la sociedad, personas cerca de nosotros, hombres y mujeres por quienes murió Cristo. Se ha dicho que durante el siglo segundo, el Evangelio se extendió mucho más por medio del testimonio de las buenas obras de los cristianos que no por las predicacio­nes, limitadas éstas por la represión y la persecución. Los cristianos seguían hablando por sus obras cuando los hom­bres les tapaban la boca.
Los resultados secundarios del tes­timonio cristiano. Sin duda la mayor contribución que el cristiano puede ha­cer dentro de la sociedad es testificar por palabra y por obra Es probable­mente exacto el aserto de que Juan Wesley libró a la Gran Bretaña de los horrores de una revolución del estilo de la francesa, gracias a su amplia pre­dicación del Evangelio por todas par­tes del país. Tantas personas se convir­tieron al Señor (especialmente entre las clases obreras) para dedicarse al ser­vicio cristiano, que el ambiente social fue transformado en amplias esferas, frenándose el descontento y encendién­dose la llama de la esperanza cristia­na. De igual forma Pablo no atacó el inicuo sistema de la esclavitud que pre­valecía en el imperio de Roma de sus tiempos, sino que introdujo a tantos amos y esclavos a la libertad del Rei­no de Dios y sembró tan buena semilla de amor y de respeto a la persona­lidad humana, que por fin se derrum­bó el sistema por sí solo. El Evangelio recibido por el poder del Espíritu cam­bia las vidas, y una fuerte minoría de cristianos hace un impacto enorme so­bre la sociedad, aun cuando no preten­de, en primer término, llevar a cabo una obra de mejora social.
Contactos vitales. Es poco proba­ble que puedas “predicar el Evangelio” a tu vecino o a tu compañero de traba­jo, o a personas que encuentras en el curso de los negocios, “a primeras de cambio”. Lo normal consiste en hacer contactos por medios de conversación sobre el tiempo, el jardín, los hijos, los negocios, etc., llegando la oportunidad de hablar de tu Fe después de crearse estas circunstancias de amistosas rela­ciones sociales. Quizá un favor que se ha hecho proveerá la oportunidad, y es preciso recordar que cada persona que tratas es para ti el “prójimo” de la pa­rábola. Muchos contactos se hacen con personas que no manifiestan inclina­ción alguna para temas espirituales, y que llevan, quizá, un tren de vida mun­dano y vicioso. Con todo, Cristo murió por los impíos, y como ellos éramos nos­otros y tales seríamos si no fuera por la gracia de Dios. Pero la cortesía y la comprensión no han de llevarnos al te­rreno de concesiones al espíritu del mundo que entrañan peligrosas com­ponendas. Conviene hacer ver que eres “diferente” en ciertas costumbres y maneras de hablar, y muchas veces la firmeza, unida con la cortesía, crea una buena impresión. ¡Cuántos hay que qui­sieran ser “diferentes” y les falta el po­der para ello! Durante la primera gue­rra mundial se contaba la historia de un soldado inglés que se alejó un poco de sus compañeros en una trinchera transversal que le acercaba a los ale­manes, De pronto gritó: “¡Mi capitán! ¡Tengo un prisionero!” “Bien —res­pondió el oficial ¡tráigale aquí!” ¡Mi capitán! ¡No quiere venir!” Y un po­co más tarde se oyó una voz débil y lejana que decía: “¡Me está llevando a mí!” El pobre soldado se había acer­cado demasiado al enemigo, y su su­puesta victoria se convirtió en derro­ta. Ha habido muchas derrotas simila­res en el campo de batalla espiritual, siendo las víctimas hermanos que han interpretado mal el sentido de la nor­ma de Pablo: “A todos me he hecho todo para que de todos modos salve a algunos”, que ha de entenderse en su contexto y a la luz de la vida y del servicio del gran apóstol.
Las normas se nos dan en Juan cap. 17. No somos del mundo conside­rado como sistema diabólico fundado so­bre la Caída del hombre, pero a la vez somos enviados al mundo de los hombres, y hemos de encontrarnos con ellos en el contexto de la socie­dad. Cortésmente, rechazamos las co­sas mundanas; pero amamos a los hombres. La obra misionera empieza con el vecino, y, por oración, ayuda financiera o vocación personal llega a fines de la tierra. No podemos desen­tendernos del hombre, aun cuando aborrezcamos sus vicios. ‘Venid en pos de mí —dijo Cristo— y yo os haré pescadores de hombres”. El mismo nos ofrece hermoso ejemplo de cómo po­demos ser “amigos de publícanos y pecadores”, y, a la vez, ser “aparta­do de pecadores”, cómo extender la mano al prójimo y cómo resistir las tentaciones del mundo.
Sendas de Luz, 1976

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