martes, 30 de abril de 2024

“HERMANOS SANTOS”

 

"Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús" (Hebreos 3:1)

"Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras" (Hebreos 10:24).

Los dos pasajes guardan entre sí una muy íntima relación. Ello se debe a que el autor inspirado de la epístola emplea en ambos una misma palabra, la que no se halla más que en estos dos lugares a lo largo de todo este maravilloso tratado.

Nosotros somos invitados a considerar a Jesús y, al mismo tiempo, a todos aquellos que le pertenecen, dondequiera que se encuentren. Éstas son las dos grandes divisiones de nuestra obra. Debemos aplicar nuestra mente diligentemente a Él y a sus intereses en la tierra, y así seremos librados de la miserable ocupación de pensar en nosotros mismos y en nuestros propios intereses. Gloriosa liberación, seguramente, por la cual bien podemos alabar a nuestro glorioso Libertador.

El título de "hermanos santos"

Pero antes de entrar en el examen de los grandes temas que hemos de considerar, detengámonos un momento en el maravilloso título que el Espíritu Santo aplica a todos los creyentes, a todos los verdaderos cristianos. Él los llama “hermanos santos”. Éste es ciertamente un título de gran dignidad moral. No dice que debemos ser santos. No; sino que lo somos. Se trata del título o de la posición de todo hijo de Dios en la tierra. Sin duda que, al tener esta santa posición por la gracia soberana, debemos ser santos en nuestra marcha; es menester que nuestro estado moral responda siempre a nuestro título. Jamás deberíamos permitir un pensamiento, una palabra o una acción que sea, aun en el menor grado, incompatible con nuestra elevada posición como “hermanos santos”. Santos pensamientos, santas palabras y santas acciones, es lo único que conviene a aquellos a quienes la gracia infinita de Dios ha concedido este título.

No lo olvidemos. No digamos, no pensemos jamás que no podemos mantener tan elevada posición o vivir a la altura de esta medida. La misma gracia que nos ha revestido de esta dignidad, nos hará siempre capaces de mantenerla, y veremos, a continuación de estas líneas, cómo esta gracia actúa, de qué poderosos medios morales ella se vale para producir un andar práctico que esté en armonía con nuestro santo llamado.

Pero examinemos sobre qué base el apóstol funda este título de “hermanos santos”. Es de suma importancia tener en claro esta cuestión. Si no vemos que es enteramente independiente de nuestro estado, de nuestra marcha o de nuestro progreso, no podremos comprender ni nuestra posición ni sus resultados prácticos. Afirmamos con la mayor seguridad que la marcha más santa que se haya visto en este mundo, el más elevado estado espiritual que haya sido alcanzado, jamás podría constituir la base de una posición tal como la que expresa este título: “hermanos santos”. Es más, nos atrevemos a afirmar que la obra misma del Espíritu Santo en nosotros, tan esencial como lo es en cada etapa de la vida divina, tampoco podría darnos derecho a entrar en tal dignidad. Nada en nosotros, nada de nosotros, nada concerniente a nosotros, podría jamás constituir el fundamento de esta posición.

¿En qué, pues, se funda? Hebreos 2:11 nos proporciona la respuesta: “Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos.” Aquí tenemos una de las verdades más profundas y más extensas del santo volumen. Vemos cómo llegamos a ser “hermanos santos”; esto es, al estar asociados con Aquel bendito que descendió a la muerte por nosotros, y que en su resurrección vino a constituir el fundamento de este nuevo orden de cosas donde tenemos nuestro lugar. Él es la Cabeza, el jefe, de esta nueva creación a la que pertenecemos, el Primogénito entre muchos hermanos, de quienes no se avergüenza, puesto que los ha puesto sobre el mismo terreno que Él, y los ha traído a Dios, no sólo según la perfecta eficacia de su obra, sino según la perfecta aceptación y la infinita preciosidad de su persona delante de Dios. “El que santifica y los que son santificados, de uno son todos.”

¡Palabras maravillosas! Meditémoslas, querido lector. Notemos la profunda, sí, la inconmensurable diferencia que existe entre “el que santifica” y “los que son santificados”. El Señor, personalmente, de una manera intrínseca, en su humanidad, podía ser “el que santifica”. Nosotros, personalmente, en nuestra condición moral, en nuestra naturaleza, tenemos necesidad de ser santificados. Pero —¡el universo entero alabe su Nombre por la eternidad! — es tal la perfección de su obra, tales son las “riquezas” y “la gloria” de su gracia, que podía ser escrito: “Como él es, así somos nosotros en este mundo.” “El que santifica y los que son santificados, de uno son todos” (1.a Juan 4:17; Hebreos 2:11). Todos están sobre un mismo plano, y eso por siempre.

Nada puede sobrepasar la grandeza de este título y esta posición. Estamos delante de Dios según todos los gloriosos resultados de su obra perfecta y según toda la aceptación de su Persona. Él nos ha unido consigo, en su vida de resurrección, y nos ha hecho participantes de todo lo que tiene y de todo lo que es como hombre, salvo su Deidad, naturalmente, que es incomunicable.

Prestemos particular atención a lo que implica el hecho de que necesitábamos ser “santificados”. Ello pone de manifiesto de la manera más fuerte y clara, la ruina total, sin esperanza y absoluta en que se halla cada uno de nosotros. No importa, en lo que toca a este aspecto de la verdad, quiénes éramos o qué éramos en nuestra vida personal y práctica. Podríamos haber sido refinados, cultos, amables, morales y religiosos a la manera de los hombres; o bien habríamos podido ser degradados, inmorales, depravados, la hez de la sociedad. En una palabra, podríamos haber estado, en cuanto a nuestro estado moral y a nuestra condición social, tan lejos los unos de los otros como los dos polos; pero como se trata de la necesidad de ser santificados, para el más excelente como para el peor, antes que podamos ser llamados “hermanos santos”, no hay evidentemente “ninguna diferencia”. El más vil no necesitaba nada más, y nada menos el mejor. Todos y cada uno de nosotros estábamos envueltos en una ruina común y teníamos necesidad de ser santificados, puestos aparte, antes de poder tomar nuestro lugar entre los “hermanos santos”. Y ahora, puestos aparte, estamos todos sobre un mismo terreno; el más débil hijo de Dios sobre la faz de la tierra forma parte de los “hermanos santos” tan verdadera y realmente como el apóstol Pablo mismo. No es cuestión de progreso ni de logros, por importante y precioso que sea hacer progresos; se trata simplemente de nuestra común posición delante de Dios, de la cual el “Primogénito” es de una manera viva, en su persona, la eterna y preciosa definición.

Pero debemos recordar aquí al lector que es de la mayor importancia tener bien en claro y estar bien fundados en cuanto a la relación del “Primogénito” con los “muchos hermanos”. Es ésta una verdad fundamental, respecto a la cual no debe haber ninguna vaguedad ni indecisión. La Escritura es clara y enfática sobre este gran punto cardinal. Pero hay muchos que no quieren oír la Escritura. Están tan repletos de sus propios pensamientos que no se toman la molestia de escudriñar las Escrituras para ver lo que dicen sobre este tema. Por eso hoy encontramos a muchos que sostienen el fatal error de que la encarnación constituye el fundamento de nuestra relación con el “Primogénito”. Los tales consideran a Aquel que se ha encarnado como nuestro “hermano mayor” que, al tomar sobre sí una naturaleza humana, nos unió a Él, o él se unió a nosotros.

Sería difícil expresar convenientemente y enumerar las terribles consecuencias de tal error. En primer lugar, lleva aparejado una positiva blasfemia contra la Persona del Hijo de Dios; es la negación de su humanidad absolutamente pura, sin pecado, perfecta. En su humanidad, era tal que el ángel podía decir a la virgen María: “El Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35). Su naturaleza humana era absolutamente santa. Como hombre, no conoció pecado. Fue el único hombre en la tierra de quien podía decirse ello. Era único, absolutamente solo en esa condición. No había ni podía haber ninguna unión con él en su encarnación. ¿Cómo el Santo y los profanos, el Puro y los impuros, el Inmaculado y los manchados habrían podido ser unidos alguna vez? ¡Ello era absolutamente imposible! Aquellos que piensan y dicen que tal cosa era posible, yerran grandemente, ignorando las Escrituras y al Hijo de Dios.

Además, aquellos que hablan de unión en la encarnación son muy manifiestamente enemigos de la cruz de Cristo. En efecto, ¿qué necesidad habría de la cruz, de la muerte o de la sangre de Cristo, si los pecadores pudiesen estar unidos a Él en su encarnación? Ninguna, seguramente. No habría ninguna necesidad de expiación, ninguna necesidad de propiciación, ninguna necesidad de los sufrimientos y de la muerte de Cristo como sustituto, si los pecadores pudiesen estar unidos a Él sin eso.

De ahí podemos ver que tal sistema de doctrina no puede provenir sino del enemigo. Deshonra a la persona de Cristo y pone a un lado su obra expiatoria. Además de todo esto, tal doctrina arroja por la borda la enseñanza de toda la Biblia respecto a la ruina y la culpabilidad del hombre. En suma, destruye completamente todas las grandes verdades fundamentales del cristianismo, y no nos deja sino un sistema profano, sin Cristo, e infiel. Éste es el objetivo que siempre el diablo tuvo en vista, y el que todavía persigue; y miles que se llaman maestros cristianos actúan como sus agentes en sus esfuerzos por socavar el cristianismo. ¡Qué tremenda responsabilidad para ellos!

Prestemos oídos con reverencia a la enseñanza de las Santas Escrituras sobre este gran tema. ¿Qué significado tienen esas palabras que brotaron de los labios de nuestro Señor Jesucristo, y que Dios el Espíritu Santo nos ha conservado: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo” (Juan 12:24)? ¿Quién era este grano de trigo? Él mismo, bendito sea su santo Nombre. Jesús debía morir, a fin de “llevar mucho fruto”. Para rodearse de “muchos hermanos”, debía descender a la muerte, a fin de quitar de en medio todo obstáculo que impidiera que ellos fuesen eternamente asociados con él en el nuevo terreno de la resurrección. Él, el verdadero David, debía avanzar solo contra el temible enemigo, a fin de tener el profundo gozo de compartir con sus hermanos los despojos, frutos de su gloriosa victoria. ¡Eternas aleluyas sean dadas a su Nombre sin par!

En el capítulo 8 del evangelio de Marcos tenemos un hermosísimo pasaje que se relaciona con nuestro tema. “Y comenzó a enseñarles que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días. Esto les decía claramente. Entonces Pedro le tomó aparte y comenzó a reconvenirle.” En otro evangelio, vemos lo que Pedro le dijo: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca.” Ahora, prestemos atención a la respuesta y la actitud del Señor: “Pero él, volviéndose y mirando a los discípulos, reprendió a Pedro, diciendo: ¡Quítate de delante de mí, Satanás! porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres.”

Esto es de una belleza perfecta. No sólo presenta a la inteligencia una verdad, sino que deja penetrar en el corazón un brillante rayo de la gloria moral de nuestro adorable Señor y Salvador Jesucristo, con el expreso propósito de inclinar el alma en adoración ante Él. “Volviéndose y mirando a los discípulos”, es como si hubiese querido decir a su errado siervo: «Si admito lo que me sugieres, si tengo compasión de mí mismo, ¿qué sería de éstos?» ¡Bendito Salvador! Él no pensó en sí mismo. “Afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lucas 9:51), sabiendo bien lo que allí le esperaba. Iba a la cruz para sufrir allí la ira de Dios, el juicio del pecado, todas las terribles consecuencias de nuestra condición, a fin de glorificar a Dios con respecto a nuestros pecados, y eso, a fin de tener el gozo inefable y eterno de verse rodeado de “muchos hermanos” a quienes, sobre el terreno de la resurrección, podía anunciar el nombre del Padre. “Anunciaré a mis hermanos tu nombre.” De en medio de las terribles sombras del Calvario, donde soportaba por nosotros lo que ninguna criatura inteligente podría jamás sondear, él miraba adelante, hacia este momento glorioso. Para poder llamarnos “hermanos”, él debía encontrar solo la muerte y el juicio por nosotros.

Ahora bien, ¿por qué todos estos sufrimientos, si la encarnación fuese la base de nuestra unión o de nuestra asociación con él?[4] ¿No es perfectamente evidente que no podría haber ningún vínculo entre Cristo y nosotros excepto sobre la base de una expiación cumplida? ¿Cómo podría existir este vínculo, con el pecado no expiado, la culpabilidad no borrada y los derechos de Dios no satisfechos? Sería absolutamente imposible. Mantener semejante pensamiento es ir en contra de la revelación divina, socavar los mismos fundamentos del cristianismo, y éste es precisamente, como bien lo sabemos, el objetivo que el diablo siempre persigue.

Sin embargo, no nos detendremos más en este tema aquí. Puede que la gran mayoría de nuestros lectores tengan perfectamente en claro y resuelto este punto, y que lo sostengan como una de las verdades cardinales y esenciales del cristianismo. Mas en un tiempo como el presente, sentimos la importancia de dar a toda la Iglesia de Dios un claro testimonio de esta tan bendita verdad. Estamos persuadidos de que el error que hemos combatido —a saber, la unión con Cristo en la encarnación— forma una parte integrante de un vasto sistema infiel y anticristiano que domina sobre miles de cristianos profesantes, y que hace tremendos progresos en toda la cristiandad. Es la profunda y solemne convicción que tenemos de este hecho, lo que nos conduce a llamar la atención del amado rebaño de Cristo sobre uno de los más preciosos y gloriosos temas que pudieran ocupar nuestro corazón, a saber, nuestro título para ser llamados “hermanos santos”.

C.H. MACKINSTOSH

EL QUÍNTUPLE NOMBRE DEL MESÍAS EN ISAÍAS (2)

 


Porque un Niño nos es nacido, Hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Conse­jero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. (Isaías 9:6)


“CONSEJERO" — Él será la Fuente de todo consejo para aque­llos que compartirán el gobierno y sus beneficios en aquel día. Todo buen consejo ya procede de Él, pues Él es quien ha dicho: “Con­migo está el consejo y el buen juicio; yo soy la inteligencia; mío es el poder. Por mí reinan los reyes, y los príncipes determinan justi­cia. Por mí dominan los príncipes, y todos los gobernadores juzgan la tierra” (Pr. 8:14-16). Por lo tanto, es divinamente adecuado que Él sea llamado “Consejero”. Sin embargo, nos llenamos de santa reverencia cuando contemplamos la palabra central de este nombre incomparable—nombre de la Señal “abajo en lo profundo” y “arriba en lo alto” (Is. 7:11), el nombre del «Niño que nos es nacido», acu­nado en el pesebre, nombre del «Hijo que nos es dado».

“DIOS FUERTE"—En el original, aquí el nombre de Dios es “EL” que es singular. Es utilizado por primera vez en Génesis 14— “El Altísimo, creador de los cielos y de la tierra”. “El” significa “el Fuerte”, el Primero. “Dios es uno”, y los atributos de Dios, por lo general, están relacionados con este nombre singular—“Qué bendición que este Dios fuerte se dé a conocer a nuestros corazones adorado­res en la Persona de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo del amor del Padre, pues Él es la “Imagen del Dios invisible”. Él es el Hijo, quien no fue creado, “porque en Él fueron creadas todas las cosas” (Col. 1:16). Por lo tanto, es completamente correcto y adecuado que sea llamado “Dios fuerte”

H. J. Vine.

Las últimas palabras de Cristo (4)

 JUAN 14


Los discípulos en relación con el Padre Juan 14:4-14

El Señor nos ha presentado el final del viaje, y ahora nos guiará para ver cuáles son nuestros privilegios mientras dura. Los versículos que siguen nos dicen que tenemos una relación con el Padre. Todavía no hemos llegado a la casa paterna, pero es nuestro el privilegio de conocerle antes de entrar allí. Si somos llevados a conocer al Padre en el momento presente es con motivo de que podamos tener acceso a Él mientras cruzamos este mundo. El propósito de esta parte del discurso no es otro que el de conocer, ver y venir al Padre, de modo que seamos capaces de confesarle nuestras peticiones en el nombre de Cristo, lo mismo que si tuviéramos la feliz confianza de un niño.

vv. 5-6. El Señor hace la introducción de este tema con las palabras «sabéis adónde voy, y sabéis el camino». Con una idea muy distinta

en la mente, Tomás comete el error de no entender el significado de las palabras del Señor, y Él, contestando a su pregunta «¿cómo

podemos saber el camino?» le muestra claramente que está hablando de la persona a la que va, y no simplemente de un lugar. Cristo es el camino a esta Persona, el Padre. Él es también en quien se presenta la verdad del Padre y la vida en la que esta verdad puede disfrutarse. No existe otro camino al Padre, por eso dice el Señor: «Nadie viene al Padre, sino por medio de mí». Unas palabras llenas de profundo significado en un tiempo en que los hombres rechazan los derechos del Hijo al referirse a la paternidad de Dios. Las palabras del Señor se adelantan a las palabras inspiradas del apóstol, que tiempo después escribiría: «Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre» (1ª Juan 2: 23).

v. 7. Es igualmente cierto que conocer al Hijo es conocer al Padre. El Señor puede decirles a los discípulos: «Si me conocieseis, también conoceríais a mi Padre; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto».

vv. 8-11. Felipe, igual que Tomás, no puede pensar más que en lo terrenal. Tomás pensó en un lugar material, y Felipe hace referencia a lo que se puede ver, por eso dice: «Señor, muéstranos al Padre, y nos basta». La respuesta que se le da pone de manifiesto que el Señor habla de la visión de la fe. Luego le pregunta para probarle: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe?» Y afirma: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». Poner la mirada más allá de las formas exteriores y ver al Hijo por la fe es, en realidad, ver al Padre, pues el Hijo es Su perfecta revelación.

El mundo descreído no quiso ver al Hijo, todo lo que vieron fue al supuesto hijo de José, al Carpintero. Solo la fe podía ver en aquel

Hombre humilde al Hijo Unigénito que vino a declarar al Padre, el único que habitaba en su seno y que podía declararnos su corazón. Abraham nos dice que Dios es todopoderoso; Moisés, que Dios es el eterno e inmutable YO SOY. Pero ni él ni Abraham fueron lo bastante grandes para declararnos al Padre. Solamente una Persona divina es lo suficientemente grande como para revelar a otra Persona divina. Así es como el Señor acto seguido declara la igualdad e identidad perfectas del Padre y del Hijo: «Yo estoy en el Padre y el Padre en mí». El tránsito del Hijo por este mundo no consiste solo en una simple historia del Padre y del Hijo, sino del Padre en el Hijo.

Una vez vista por la fe la gloria del Hijo, todo se vuelve más fácil cuando se ve al Padre revelado en el Hijo. Porque Él es quien dice ser, igual en identidad con el Padre, el Señor puede pronunciar sus palabras y sus obras como la revelación que hace de Él. La gracia, el amor, la sabiduría y el poder que brillaron en sus palabras y obras nos declaran el corazón del Padre.

vv. 12-14. Siendo esto así, si el Hijo ha glorificado al Padre en la Tierra dando a conocer su corazón con sus palabras, tanto más glorificado ha de ser el Padre por el Hijo cuando Él tome su lugar en lo alto y declare el corazón del Padre mediante las «obras mayores» de los discípulos. Y también le glorificará al responder a las peticiones hechas al Padre en el nombre de Cristo.

Llegados a este punto del discurso, el Señor termina de hablar de las experiencias de sus palabras y obras que los discípulos han podido disfrutar mientras ha permanecido con ellos. Ahora pasará a hablarles de aquellas experiencias nuevas y profundas de Su poder después de la partida al Padre. El cambio connotativo de este discurso viene marcado por de cierto, de cierto, una expresión utilizada generalmente para introducir una nueva verdad.

El Señor revela a sus asombrados discípulos la verdad nueva de que, después de Su partida, el creyente en Jesús hará las obras que Jesús hizo en persona, y lo más sorprendente aún es que hará obras todavía mayores. El Señor hace una relación de esta gran exhibición de poder con su partida al Padre. Al regresar al Padre, Él lo hacía a la fuente de todo poder y bendición. Todos los recursos del cielo estarán disponibles para el menor en la tierra que cree en Cristo y ruega en Su nombre, gracias a la presencia intercesora de Cristo con el Padre.

Estos versículos son transicionales. Nos introducen en la historia de una joven Iglesia en el momento en que, terminado ya el ministerio de Jesús, llegaron a congregarse miles de personas como fruto de la predicación de los apóstoles, que efectuaron muchas señales y maravillas entre el pueblo y la propia sombra de Pedro pasaba curando a los enfermos. Los muertos resucitaban y Dios realizaba milagros por mano de Pablo, cuyas ropas sanaban a quienes se las ponían encima.

Este poder estaba presente para que la fe se expresara por medio de rogativas hechas en Su nombre. Como alguien dijo con acierto: «con las peticiones hechas en nombre de otro se entiende que el que las expresa hace suyas sus demandas, sus méritos, y suyo el derecho a ser escuchado». El Señor, al utilizar sus propias palabras, otorga este privilegio a quienes están en una relación con Él a través de la fe. Era algo nuevo para los discípulos pedir en el nombre de Cristo, así como el resultado que estaba produciendo en medio de estos discursos la partida del Señor. Pedir en Su nombre suponía el hecho de que Él está ausente. La frase «pedir en mi nombre» sale cinco veces en estos discursos.

En las palabras y obras de Jesús en la tierra nosotros conocemos el corazón del Padre, y continuamos conociéndole a través de las «mayores obras» que los discípulos hicieron siendo dirigidos por el Señor desde Su lugar en lo alto. Conocemos, pues, el amor del Padre cuando vemos al Señor que actúa por nosotros en respuesta a nuestras peticiones al Padre, hechas en el nombre de Cristo.

En un mundo apartado de Dios, donde todos corrían en pos de sus intereses, Él estaba unido al Padre en mente, propósito y afecto, hallando su deleite en hacer su voluntad. Convertido en Varón de dolores por un mundo de pecado, halló en el amor del Padre un motivo de gozo constante y descanso ininterrumpido. Él quiere llevarnos a esta relación bendita con el Padre para que nosotros también tengamos nuestro deleite, descanso y nos gocemos en el amor paternal.

Todo ha sido revelado en el Hijo. El amor del corazón del Padre, el propósito de su mente, así como la gracia abundante de su mano, han sido presentados en Cristo el Hijo. Todo ha sido igualmente revelado como nuestra porción para el momento presente. No vamos a tener una revelación distinta del Padre cuando entremos en el cielo de como la tenemos ahora, pues todo ha sido revelado en esta tierra. La única diferencia sea, pues, que ahora vemos como a través de un espejo, pero luego le veremos cara a cara. Lo que disfrutaremos plenamente en el cielo será lo que habremos tenido revelado en la tierra. Nosotros esperaríamos que la gloria de la casa del Padre se nos revelara ante nuestros ojos y nos dejara maravillados, pero lo que nos ha sido revelado es el amor del corazón del Padre para que nuestros corazones se gocen mientras estamos en esta tierra, aunque nuestra débil fe haya dado pobres muestras de responder adecuadamente a esta revelación.

H. Smith


¡A que no me conoces!

 

Sinceridad y falsedad en cristiano


El diccionario define la palabra disfrazar como sinónimo de falsear. Según esto, el primero en disfrazarse en el mundo fue Caín, quien falseó con su ofrenda la enseñanza recibida por sus padres acerca de la manera cómo se debe agradar a Dios. Caín se disfrazó de religioso, y tal vez pensó que podía engañara a Dios, pues le respondió: “No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” (Génesis 5:9)

Balaam se disfrazó de profeta, siendo llamado falso profeta. Este hombre disfrazó su codicia con una apariencia religiosa, y cuando descubrió que la máscara no le ocultaba sus malas intenciones, el diablo le enseñó otro ardid: “Poner tropiezos ante los hijos de Israel, a comer de cosas sacrificadas a los ídolos, y a cometer fornicación”. (Apocalipsis 2:14)

Otro fue Judas, que se disfrazó de discípulo, y con una máscara de caridad dijo: “¿Por qué no fue este perfume vendido por trescientos denarios, y dado a los pobres?” (Juan 12:5)

Pero el peor de todos los disfraces es del mismo Satanás, pues es el inventor del fingimiento, la apariencia y la hipocresía. Estaba disfrazado de serpiente cuando le dijo a Eva: “¿Conque Dios os ha dicho ...?” (Génesis 3:1) En otra ocasión, con un traje celeste se confundió entre los hijos de Dios; vestía con apariencia tan igual a ellos que no lo reconocieron, como está escrito: “Un día vinieron a presentase delante de Jehová los hijos de Dios, entre los cuales vino también Satanás”. (Job 1:6) Satanás es el más experto en el camuflaje; él sabe muchas cosas que los hombres no saben, y con artimaña “se disfraza como ángel de luz”. (2 Corintios 11:4) Y es muy triste pensarlo, pero es verdad: Satanás tiene ministros entre los hombres, los cuales “se disfrazan como ministros de justicia (o falsos apóstoles de Cristo); cuyo fin será conforme a sus obras”. (2 Corintios 11:13-15)

Y no es extraño que hombres y mujeres carnales se disfracen, pues Jacob se disfrazó, engañando a su padre para traer sobre sí la bendición de su hermano (Génesis 27:15-27), pero su engaño le costó años de dura servidumbre. Y siempre ocurre así, que se necesitan años para reponer el mal ejemplo dado por una transgresión. También se disfrazó Saúl al visitar a la espiritista de Endor, para que lo pusiera a hablar con los muertos. Qué vergüenza cuando fue reconocido y ella le dijo: “¿Por qué me has engañado? pues tú eres Saúl”. (1 Samuel 28:13) Siempre la vergüenza es mejor cuando el engaño se descubre, y uno es reprendido por un hijo del diablo.

Ahora bien, que se hayan disfrazado los antes nombrados es pasable por lo que eran, pero que se disfrazaban también los santos merece reprobación. Por ejemplo, el gran rey Josías, un hombre de Dios en verdad, sin consultar a Dios se disfrazó y salió a hacer guerra al rey de Egipto y pereció (2 Crónicas 35:20-25). ¡Qué frágil es la memoria! No se acordó Josías que otro rey vecino, y muchos años antes, fue a la guerra disfrazado y también pereció (1 Reyes 22:29-35). Y ¡cuántos olvidan conscientemente las experiencias y fracaso de otros, y caen en el mismo precipicio donde aquellos han caído!

Un caso que quiero comentar con detalles y aplicar a la situación actual de las asambleas es el de la mujer de Jeroboam, que fue a Silo para consultar al profeta Ahías. (1 Reyes 14:1-6) Esta mujer llevaba un doble disfraz: el de sus vestidos y el de su propio corazón. Pero el profeta estaba en lugar del Señor, y el fingimiento nunca agrada a Dios, por lo que preparó a su siervo. “Cuando Ahías oyó el sonido de sus pies, al entrar ella por la puerta, dijo: Entra mujer de Jeroboam. ¿Por qué te finges otra?”

Pues bien, quisiera preguntar: Si una hermana va al culto con traje inmoderado, usa lo que llaman pintura natural en las uñas, se despila las cejas y se acomoda las pestañas, lleva la cabeza cubierta con un velo muy disimulado, el cabello corto o una peluca, una falda tan corta que deja ver una de las piernas más íntimas, un brassiere muy provocativo, ¿no es cierto que la imagen de afuera denuncia a la que está dentro del corazón? Si un hermano procede con injusticia, sea con el hermano o con el extraño, es tramposo, no paga sus deudas, abusa de la confianza que el prójimo le ha puesto y es irresponsable para con su propia madre, pero le gusta subir a la tribuna para predicar el evangelio y ministrar a los creyentes, ¿no es cierto que las palabras que salen de adentro son una máscara que trata de cubrir lo que practica afuera?

Se puede disfrazar el vestido, pintar o cortar el cabello o los bigotes, pintar las uñas, cambiar la voz y decir, “a que no me conoces”; se puede poner una joroba, se puede cojear, pero hay algo que nunca se puede cambiar. Es los pasos o la huella; todos vamos dejando una estela de recomendación o descrédito. “Ninguno de nosotros vive para sí, ni ninguno muere para sí.” (Romanos 14:7)

Hay tanta gente que pasa por ingenua, pues cree que Dios puede ser engañado: Vive del viento, de la apariencia, pensando que la felicidad consiste en el fingimiento.

Lea usted el testimonio de hombres sinceros que no usaron de mascaradas:

En la oración: “Escucha mi oración hecha de labios sin engaño”. (Salmo 17:1)

En la obra: “Cuando te des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha”. (Mateo 6:3)

En el honor: “María dijo al ángel: ¿Cómo será esto? pues no conozco varón”. (Lucas 1:34)

En el amor: “¿Por qué? ¿Por qué no os amo? Dios lo sabe”. (2 Corintios 11:11)

En la santidad: “Jehová dijo a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal?” (Job 1:8)

José Naranjo

Asiento bueno, aguas malas, tierra enferma

 

En 2 Reyes 2 leemos del segundo milagro del profeta Eliseo, nombre que significa “salvación de Dios”. Era sucesor de Elías, que significa, “mi Dios es Jehová”. Este era el profeta de fuego, con un santo celo por el nombre y la gloria de su Señor, pero después de él viene Eliseo, quien más bien es el profeta de la gracia. Es una secuencia importante: primero debe haber celo por la honra de nuestro Dios en juzgar el pecado, y luego la gracia para con el alma contrita y arrepentida.

El hombre incestuoso en la asamblea de Corinto tuvo que sufrir la disciplina, siendo apartado de la comunión, en la primera epístola. Más tarde, en la segunda epístola, él fue restaurado por recomendación del mismo apóstol, habiendo dado pruebas de verdadero arrepentimiento.

El salmista escribió que “sol y escudo es Jehová Dios”, Salmo 84.11. Aquel salmo era para los hijos de Coré, quienes vieron primeramente la justicia de Dios castigando el pecado de sus padres, y después la gracia de Dios para con ellos mismos. Hay los dos lados de la naturaleza divina: luz y amor; justicia y paz.

Tierra estéril

Ahora, el relato en nuestro capítulo es éste: “Cuando volvieron a Eliseo, que se había quedado en Jericó, él les dijo: ¿No os dije yo que no fueseis? Y los hombres de la ciudad dijeron a Eliseo: He aquí, el lugar en donde está colocada esta ciudad es bueno, como mi señor ve; más las aguas son malas, y la tierra es estéril”. “Entonces él dijo: Traedme una vasija nueva, y poned en ella sal. Y se la trajeron. Y saliendo él a los manantiales de las aguas, echó dentro la sal, y dijo: Así ha dicho Jehová: Yo sané estas aguas, y no habrá más en ellas muerte ni enfermedad. Y fueron sanas las aguas hasta hoy, conforme a la palabra que habló Eliseo”, 2.18 al 22.

El profeta empieza su ministerio con una obra de gracia. Los hombres de Jericó exponen delante de él su necesidad urgente. La ubicación de la ciudad de Jericó era buena; era una ciudad de palmas y su nombre significa “un lugar fragante”. La posición no presentó problema, pero la condición era trágica.

Aquí tenemos un cuadro de lo que puede pasar con una asamblea. En cuanto a su posición, los creyentes están congregados al nombre del Señor Jesucristo, separados del mundo, dando cabida a toda la Palabra de Dios y perseverando en la doctrina de los apóstoles. Sin embargo, puede encontrarse sin fruto y sin crecimiento.

Tal fue el caso de la iglesia local en Corinto: posicionalmente buena, “santificados en Cristo Jesús”, pero condicionalmente muy mala. El apóstol les denunció, diciendo: “Todavía sois carnales”, 3.3. Había entre ellos divisiones y contiendas, capítulo 3; mundanalidad, capítulo 4; inmoralidad, capítulo 5; pleitos delante de los tribunales, capítulo 6; idolatría, capítulo 8; murmuraciones, capítulo 10; abusos en la cena del Señor, capítulo 11; doctrina errónea en cuanto a la resurrección, capítulo 15. ¿Es posible que estas raíces amargas existan entre nosotros ahora?

Las aguas de aquella ciudad eran malas; las fuentes estaban tapadas y contaminadas. Estas aguas nos hablan de nuestro corazón: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida”, Proverbios 4.23. Cuando el pecado, el mundo o la carne están escondidos en el corazón del creyente, la congregación sufrirá las consecuencias negativas.

Además de las aguas malas, la tierra estaba enferma. Abortaba sus frutos. En esto tenemos los funestos resultados de aguas malas en las siembras, que tiene su aspecto espiritual en las actividades de la asamblea en la obra del evangelio: la escuela dominical, el reparto de tratados, las reuniones en el edificio de la congregación o en las casas. A veces hay profesiones, pero son abortivas que no permanecen, y parece como trabajo en vano.

Problema resuelto

Ahora veremos el remedio divino para aquel mal. El siervo de Dios no empezó a buscar remedios para la tierra enferma ni para endulzar las aguas. Salió hasta donde manaba el chorro, porque allí estaba la causa de todo. Del mismo modo, cuando no hay bendición en la congregación, hay que buscar la causa, y allí mismo se debe aplicar el remedio.

El profeta pidió una botija o vasija nueva, haciéndonos recordar las palabras de Gálatas 6.1: “Vosotros que sois espirituales, restaurad al tal con espíritu de mansedumbre”. Es el nuevo hombre que Dios requiere para la obra de restauración. El hombre carnal no sirve, porque en él predomina lo carnal, el hombre viejo.

Además, Eliseo mandó poner sal en la botija. Bien conocidas son las propiedades sanativas y saludables de la sal. Es útil para purificar una llaga, y es contrarrestante de la corrupción en carne o pescado.

La sal nos habla de la Palabra de Dios, como consta el apóstol en 2 Timoteo 3.16: “Toda la escritura es inspirada divinamente y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia”. Es el Espíritu Santo que aplica a nuestra conciencia la Palabra, a veces por el ministerio y otras veces directamente por la lectura privada. Como en el caso del salmista, la Palabra a veces es más dulce que la miel a nuestra boca. En cambio, a veces es algo picante como la sal, molestando la conciencia por el momento. Pero si la obedecemos, producirá resultados saludables en nuestras vidas y el gozo del Señor en nuestras almas.

Es importante notar que fue Dios quien habló la palabra en el versículo 21: “Así ha dicho Jehová: Yo sané estas aguas, y no habrá más en ellas muerte ni enfermedad”. Lo que Dios hace, El hace bien. Si dejamos en manos del Señor nuestros problemas, sean personales o colectivos, y clamamos a él en oración, todo saldrá bien y seguro.

Santiago Saword

MUJERES DE FE DEL NUEVO TESTAMENTO (1)

 


Elisabeth

“Nada hay imposible para Dios”. (Lucas 1:35)

La historia está en Lucas 1:5-25, 39-80.

Hace unos años, una mujer de la India, al leer el Evangelio según Lucas concluyó que el libro había sido escrito por una mujer. ¿Por qué? "Ningún hombre habría escrito tantas cosas buenas acerca de las mujeres. Nuestros líderes nunca hacen referencias a las mujeres sino para reprocharlas", dijo ella.

Pero el amado médico Lucas, guiado por el Espíritu Santo, escribió la narración más detallada de la vida terrenal del Salvador que vino al mundo para salvar a los pecadores. Lucas relató lo que unos testigos presenciales le dijeron y en su Evangelio hallamos hermosas historias de muchas mujeres que tuvieron un bendito encuentro con Jesucristo.

El testimonio de las tres primeras mujeres en el libro de Lucas — Elisabet, María y Ana— brilla como la luz de la aurora para los que habitan en tinieblas. Elisabet habla de la bendición, María de la misericordia y Ana de la redención que Jesucristo iba a brindar.

Elisabet merece nuestra admiración porque fue la primera mujer en hacer referencia al Hijo de Dios encarnado. Era de las hijas de Aarón, es decir, de la larga línea de los sacerdotes, y estaba casada con un sacerdote, Zacarías. Ambos vivían rectamente, guardando los mandamientos del Señor en comunión con El.

No tenían hijos porque Elisabet era estéril. Como Ana, la madre de Samuel, deseaban tener un hijo para el bien espiritual de la nación. Toda mujer israelita creyente en DIOS anhelaba ser madre del prometido Mesías. Parecía que el Señor no oyó sus oraciones porque ya se les había pasado la edad de procrear. Pero sabemos que Dios "hace todas las cosas según el designio de su voluntad" (Efesios 1,11)

El privilegio de quemar incienso delante del altar de oro era que no todos los sacerdotes recibían, pero llegó el gran día para Zacarías. Estando en el santuario con el incienso en la mano, apareció al lado del altar un ángel del Señor. Al verlo, el anciano sacerdote se asustó y sintió temor. Era Gabriel en forma física y le dijo: "Zacarías, no temas; porque tu oración ha sido oída, y tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Juan. Y tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán de su nacimiento.

Zacarías estaba incrédulo porque le parecía imposible, y pidió una señal. Pero por no haber creído el mensaje, quedó sordomudo. La gente esperaba que saliera del santuario, y cuando lo hizo, aquel sacerdote tuve que hablarles por señas.

Al terminar sus días de ministerio se fue a su casa, y aunque no pudo decirle a su esposa Elisabet lo que había sucedido, seguramente Zacarías le escribió las maravillosas noticias de la visita y el mensaje del ángel Gabriel. Aquella mujer de fe, aunque no tuvo un encuentro personal con el ángel, creyó la promesa de Dios y poco después concibió. Por cinco meses ella se mantuvo retirada en su casa, dándole gracias a Dios porque sus oraciones habían sido contestadas'

Al sexto mes del embarazo de Elisabet, el ángel Gabriel fue enviado por Dios al pueblo de Nazaret para comunicarle a la joven virgen María una noticia infinitamente más maravillosa: que Dios la había escogido para ser madre del Salvador. Además, Gabriel le dijo que su prima Elisabet había concebido un hijo en su vejez, y que estaba en su sexto mes. Era otro milagro y María tenía que entender que no había nada imposible para Dios.

María fue al pueblo en el cerro de Judá donde vivían Elisabet Y Zacarías, entró en la casa y saludó a su prima. Al oír Elisabet el saludo de María el bebé en su matriz y bendito el fruto de tu vientre". Era bendito porque era el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. "¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí?", preguntó la anciana humildemente.

Hoy en día, cuando muchos consideran que el feto en el útero de la mujer no es nada más que un grupito de células, las palabras de Elisabet son una solemne advertencia de que todo feto es un ser humano. El rey David dijo en oración: "Tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre" (Salmo 139.13). Así vemos que el aborto forzado es un homicidio.

Elisabet fue la primera persona que hizo referencia al Señor Jesucristo encarnado. Inspirada por Dios, ella lo llamó "mi Señor" cuando Él aún no había nacido; después de su resurrección María Magdalena también lo llamó "mi Señor" (Juan 20.13). Al ver en María, su joven prima, la persona que iba ser la madre de su Señor, Elisabet no sintió celos sino puro gozo al reconocer que Dios estaba ordenándolo todo.

María respondió con su cántico, engrandeciendo a Dios su Salvador. Ella se quedó en casa de Zacarías y Elisabet por tres meses. Seguramente las dos mujeres encintas, la futura madre de Juan el Bautista y la de Jesús el Hijo de Dios, le expresaron a Dios muchas acciones de gracias. Luego María regresó a su hogar en Nazaret.

Elisabet tuvo el gozo de dar a luz a su hijo. Al octavo día de su nacimiento los parientes y vecinos se juntaron para circuncidar al recién nacido y ponerle nombre. Ellos querían que se llamara Zacarías, como su padre. Recordando las palabras del ángel, la madre dijo que no, sino que se llamaría Juan. Los amigos se asombraron cuando su padre Zacarías pidió una tablilla en la que escribió: "Juan es su nombre"

En seguida Zacarías pudo hablar y sus primeras palabras fueron de alabanza al Señor. Liberado ya de su silencio, él fue inspirado para expresar un cántico de profecía y adoración a Dios. Las noticias acerca del nacimiento de Juan fueron esparcidas en toda la zona de Judea y la gente preguntaba acerca del futuro de aquel niño.

En cada detalle de la historia de Elisabet hallamos a una mujer cuyo comportamiento es digno de ser emulado. Su testimonio, junto con el de su esposo, fue irreprochable. A pesar de que por años le habían pedido al Señor que les diera un hijo, cuando ella por fin concibió, con dignidad se recluyó en su casa engrandeciendo al Señor, y luego aquella señora mayor humildemente recibió con amor a la joven mujer que iba a ser madre del Salvador. También se mantuvo firmeal decirles a sus familiares que su hijo llevaría el nombre indicado por el ángel Gabriel.

De este hijo de Elisabet el Señor Jesucristo dijo: "Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista (Mateo 11. 11). Juan, hablando de Jesucristo, dijo humildemente.  necesario que El crezca, pero que yo mengüe" (Juan 3.30).

Rhoda Cumming


Viviendo por encima del promedio (10)

 

Mi capitán


Una profesora de una escuela pública en Melrose, Massachusetts, les había asignado a sus alumnos memorizar "Invicto", de William Ernest Henley, y recitarlo en clase. Este poema es generalmente considerado un clásico de la literatura inglesa, y ella pensó que sus estudiantes deberían familiarizarse con él. Inspira a las personas irreflexivas por su espíritu de poder, independencia y valentía.

De hecho, "Invicto" es completamente impío. Cuestiona la existencia de Dios y se burla de Él en caso de que existiera. El autor se jacta de su propia autosuficiencia. No necesita a ningún Dios para determinar su suerte o decirle qué hacer. Desafía al Todopoderoso. Aquí está el poema:

"Invicto"

Más allá de la noche que me cubre

negra como el abismo insondable,

doy gracias a los dioses que pudieran existir

por mi alma invicta.

En las azarosas garras de las circunstancias

nunca me he lamentado ni he pestañeado. Sometido a los golpes del destino

mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.

Más allá de este lugar de cólera y lágrimas donde yace el Horror de la Sombra,

la amenaza de los años

me encuentra, y me encontrará, sin miedo.

No importa cuán estrecho sea el portal,

cuán cargada de castigos la sentencia,

soy el amo de mi destino:

soy el capitán de mi alma.

 

Estas palabras le plantearon un problema a Edith Vail, una chica cristiana de la clase. Recitar este poema públicamente en la clase sería una negación de lo que ella creía. Sería deshonrar a Aquel que ella reconoció como su Maestro y Capitán. De hecho, sintió que sería una blasfemia en contra de su Señor y Salvador.

Había solo una cosa para hacer. Fue hacia la profe sora, y con cortesía le explicó su situación. No fue combativa ni irrespetuosa. La profesora intentó razonar con ella. Le explicó que Edith no tenía que estar de acuerdo con los sentimientos del poema, pero que ella debería conocerlo como una gran pieza de literatura. Era inútil. Edith había trazado una línea en la arena. Sus convicciones no eran negociables.

La profesora sintió que aquí había un caso de real insubordinación. Reportó a Edith a la administración de la escuela, pero no se detuvo allí. Alguien lo reportó a los periódicos locales y pronto se transformó en una noticia pública. Salía en las portadas: una estudiante que se negó obstinadamente a obedecer a su profesora. Edith fue comparada con los testigos de Jehová, quienes se niegan a jurar fidelidad a la bandera. Obviamente ella era miembro de una secta rebelde y posiblemente anti-americana.

Los cristianos de toda el área oraron fervientemente por Edith. Luego una creyente vino en su rescate con una brillante sugerencia. Le contó que hay una versión cristiana del poema de Hewnley, por Dorothy Day. Quizás la maestra le permitiría recitarlo en lugar del otro. Y eso fue lo que sucedió. Edith llevó la versión cristianizada y se la mostró a la profesora. Para su gran sorpresa, la profesora estuvo de acuerdo.

Edith se paró delante de la clase y recitó lo siguiente:

Mi capitán

De la luz que me encandila,

Brillante como el sol de polo a polo,

Le agradezco a Dios que sé que existe,

Por Cristo, el Conquistador de mi alma.

Debido a que Suya es la influencia de

las circunstancias

No me estremeceré ni clamaré en alta voz.

Bajo la norma que los hombres llaman azar

Mi cabeza se inclina humildemente con alegría.

Más allá de este lugar de pecado y lágrimas

'[Esa vida con Él! Y suya es la ayuda

Que a pesar de la amenaza de los años

Me mantiene y me mantendrá sin temor.

No tengo miedo, aunque la puerta sea angosta,

Él limpió de castigo el libreto;

Cristo es el Amo de mi destino,

Cristo es el Capitán de mi alma.

Dios había hecho que la ira del hombre Lo alabara. Él había vindicado a una valiente joven creyente que estuvo dispuesta a sufrir de abuso verbal por su lealtad a Cristo. El llevó un gran número de personas cara a cara con el Cristo ineludible.

Se debe tener una convicción férrea para ser fiel a Jesús cuando todo el mundo parece estar en nuestra contra. Edith Vail fue de aquellos que tienen lo que se necesita.

William Macdonald