JUAN
16 (CONTINUACIÓN)
El día nuevo (Juan 16:16-33)
El Señor ha
terminado la parte de su discurso en que revela a los discípulos la gran luz de
su mente como resultado de la venida del Espíritu Santo. A medida que termina,
Él ya no habla del Espíritu, sino de aquel día —el nuevo día que amanecerá—,
con la nueva revelación de Sí mismo en resurrección (16-22), el carácter nuevo
de comunión que tendrán con el Padre (23-24) y la nueva forma con la que el
Señor se comunicará con ellos (25-28).
Haremos bien en
recordar que los dos acontecimientos que distinguen aquel día son la partida de
Cristo para estar con el Padre, y la venida del Espíritu para morar en los
creyentes. En la parte del discurso que aquí acaba, aquel día es visto en
relación con la venida del Consolador. En esta última parte, aquel día se
contempla en relación con Cristo, que va al Padre, y con todo lo que tiene que ver
con su lugar con el Padre.
v. 16.
Ante la mirada de los discípulos se han sucedido maravillosas comunicaciones de
las glorias venideras que se revelarán con el poder del Espíritu, pero como los
últimos momentos con los discípulos tocan a su fin ellos solo tienen a Jesús
como el Objeto de
sus afectos. El Espíritu les
descubrirá estos afectos, pero no será como Jesús el objeto de los mismos. Así
es como el Señor mantiene ocupados sus corazones con Sus cosas, cuando les
dice: «Todavía un poco, y no me veréis; y de nuevo un poco, y me veréis». De
estas palabras también se desprende el hecho de que los hace partícipes de los
grandes sucesos que están aproximándose, y prepara sus corazones para los
cambios que se producirán.
vv. 17-18.
Las palabras del Señor originan ansiosas consultas entre los discípulos,
poniendo de manifiesto que todas sus afirmaciones eran para ellos un misterio.
Es de destacar que a medida que progresan los discursos escasean las palabras
de los discípulos. Cinco de ellos hablan en alguna ocasión, pero desde que
abandonan el aposento alto no se oye otra voz que la del Señor. Cuando se
revelaban las verdades sobre la venida del Espíritu, ellos escuchaban en
silencio lo que no sabían comprender. Ahora, cuando el Señor vuelve a hablar de
Él, sus corazones son estimulados a conocer el significado de Sus palabras.
Hablan entre ellos y dudan de si deben expresar al Señor aquello que tienen
dificultad para comprender.
vv. 19-22.
El Señor se adelanta a su deseo de preguntarle lo que significan Sus palabras,
y así no solo arroja más luz sobre lo que ya ha dicho, sino que además les
explica lo cambiados que se volverán sus corazones, afectando por igual dolor y
alegría debido a los grandes acontecimientos que se sucederán muy pronto.
Las palabras
del Señor hablan claramente de dos intervalos de tiempo, dando a entender que
pronto los discípulos no le verán, y que le verían otra vez. A la luz de los
sucesos que llegan, es como si pudiéramos deducir de estas palabras que hubo
unos breves momentos antes de que el Señor dejara a los discípulos y
desapareciera de la vista de los hombres para entrar en las tinieblas de la
cruz y la tumba. Tras el segundo todavía un poco, los discípulos verían al
Señor, no como en los días de su carne, sino resucitado. Si no como en los días
de su humillación, lo verían para siempre en la nueva y gloriosa condición de
la resurrección, una vez traspasadas la muerte y la sepultura. Sería el mismo
Jesús que habitó entre ellos y llevó sus debilidades, quien sostuvo su fe y
ganó sus corazones el que ahora vendría y se pondría en medio de ellos,
diciéndoles: «Mirad mis manos y mis pies, que soy yo mismo».
Les dice cuánto les va a afectar
estos cambios, en lo que se refiere al dolor y gozo que experimentarían. El
pequeño intervalo en que no le verán será un tiempo de gran pesar para los
discípulos, un tiempo de duelo y lamentación para uno que ha muerto y cuya
sepultura significa el fin de todas sus esperanzas terrenales. El mundo, desde
luego, se alegraría pensando que había obtenido una victoria sobre Aquel cuya
presencia dejaba en evidencia sus malas acciones. Pero cuando el pequeño
intervalo terminara, el dolor de ellos se convertiría en gozo.
Para hacerles entender estos
acontecimientos, el Señor utiliza la ilustración de la mujer que da a luz. El
dolor de parto tan extremado, y la transformación de la angustia en gozo por el
recién nacido plasman con exactitud la súbita pesadumbre de los discípulos para
el momento en que el Señor hubiera pasado a la muerte, y el cambio repentino
que sufrirían cuando le vieran otra vez resucitado como el Primogénito de los
muertos.
Cuando el Señor aplica esta
ilustración detalla más sus palabras, diciendo: «Me veréis»; y después añade
«Os veré otra vez». El mundo no le vería, ni Él tampoco vería al mundo. Solo a
los suyos: «Y entonces aconteció que Jesús se puso en medio, y les dijo: Paz a
vosotros. Y, dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y los discípulos se
regocijaron viendo al Señor» (Juan 20:19,20).
La visión de la que habla el Señor
no creo que pueda reducirse a las visitas fugaces durante los cuarenta días
después de la resurrección. Se ha dicho con acierto: «el Señor resucitado y
vivo se mostró a los sentidos de la vista para quedarse ante la mirada de la
fe, no como recuerdo sino como presencia. Era una visión que no podía disminuir
en intensidad ni perder su forma, pues fue más manifiesta cuanto más espiritual
se hacía». Para todo el tiempo que dura su ausencia y nuestra permanencia en la
tierra, las palabras del Señor siguen siendo las mismas desde la gloria: «Me veréis»
y «Yo os veré». Al mirar firmemente en esa gloria, Esteban dice: «He aquí veo los
cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios». Una vez más,
el autor de la epístola a los Hebreos dice: «Vemos a Jesús… coronado de gloria
y de honra».
Esta es la visión especial que da
la seguridad del gozo del creyente. «El Señor vivo es el gozo de su pueblo; y
como su vida es eterna este gozo permanece como algo seguro». El Señor dice,
como consecuencia: «Nadie os quitará vuestro gozo».
vv. 23-24.
El Señor acaba de hablar de su nueva revelación en el día nuevo que pronto
amanecerá. Ahora habla del nuevo carácter que la comunión tendrá adaptada al
nuevo día. «En aquel día —dice el Señor— no me preguntaréis nada». Esto no
significa que no nos dirigiremos al Señor, sino más bien que tendremos acceso
directo al Padre. Marta desconocía el concepto de hablar directamente al Padre,
porque ella dijo: «Sé ahora que cualquier cosa que pidas a Dios, Dios te la
dará» (Juan 11:22). Ahora es diferente, no tenemos que apelar al Señor para que
vaya al Padre rogando de nuestra parte, sino que nosotros tenemos el privilegio
de pedir directamente al Padre en el nombre de Cristo. Hasta aquí los
discípulos no habían pedido nada en Su nombre, pero en aquel día ellos lo
harían y el Padre les respondería, para que su gozo fuera completo. Al utilizar
estos vastos recursos a su disposición, ellos hallarían la plenitud del gozo.
v. 25.
Dicho esto, las comunicaciones tendrán un nuevo carácter de parte del Señor.
Hasta este momento ha dado casi toda su enseñanza en forma de parábolas o
alegorías. En el día que pronto iba a amanecer, Él hablaría del Padre sin
tapujos. Así fue en la resurrección, cuando envió un mensaje claro y conciso a
los discípulos: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro
Dios».
vv. 26-28.
Si bien el Señor nos explicará con claridad acerca del Padre, no será necesario
que Él le ruegue por nosotros como si el Padre desconociera nuestras
necesidades, o porque no tengamos acceso directo a Él, pues el Señor dice: «El
Padre mismo os ama». El Padre tiene todo su profundo interés puesto en los
discípulos y los ama, porque ellos amaron a Cristo y creyeron que Él vino de
Dios.
Esta parte del discurso concluye
con la afirmación de las grandes verdades en las que se basa toda la
superestructura del cristianismo. «Salí del Padre, y he venido al mundo; otra
vez dejo el mundo, y voy al Padre». La cristiandad profesante, a la que no le
duelen prendas para alabar la vida perfecta de nuestro Señor, está abandonando
con rapidez las santas demandas que esta afirmación implica. La afirmación de
Su origen divino, de Su misión en el mundo y Su regreso al Padre pone fin a la
enseñanza de los discursos.
vv. 27-32.
Las palabras del final no son tanto una enseñanza como una advertencia contra
la flaqueza de los discípulos, seguidas de una palabra que revela los
sentimientos del corazón del Señor, y una última palabra de ánimo. En presencia
de esta plena afirmación de la verdad, los discípulos dicen: «He aquí que ahora
hablas claramente, y no dices ninguna alegoría». La verdad que habían podido
apreciar vagamente se vuelve ahora clara y precisa con las sencillas palabras
del Señor. Qué poco comprendían el camino de la muerte que el Señor tomaba para
ir al Padre. El Señor dice: «¿Ahora creéis?» Sí creían, pero como suele
ocurrirnos a nosotros, sabían muy poco lo débiles que eran. El Señor tiene que
advertirles de que se acercaba la hora, y desde luego sabrían de su llegada
cuando todos fueran dispersados a su lugar de origen y dejaran solo a Aquel en
quien habían profesado su fe.
Llega el momento en que los
compañeros que ha tenido en vida piensan solo en ellos y le dejan solo en la
hora de la prueba, pero Él se proveerá de una nueva compañía que le amará y le
seguirá. «El Padre está conmigo». Como en los viejos días de aquella escena que
era la sombra de otra mayor, vemos a Abraham e Isaac andando juntos al monte
Moria: «E iban ambos juntos» (Gén. 22:6). Ahora el Padre y el Hijo irán juntos
al aproximarse el gran sacrificio.
v. 33. Si el Señor
les avisa de sus debilidades, Él no les dejará sin una última palabra de ánimo
y consuelo. Por muchos que sean los fallos que tengamos que deplorar en nuestra
vida, y las pruebas que todavía tengamos que pasar en el mundo, en Cristo
tendremos paz. Los discípulos verán muchos defectos en ellos y el mundo los
cuestionará, pero en Cristo tendrán un recurso infalible y le podrían confiar
su corazón para obtener la paz perfecta. El mundo podía vencer a los
discípulos, como se comprobará en breve, pero Cristo ha vencido al mundo.
Tanto los discípulos como nosotros
podemos tener buen ánimo, porque Aquel que nos ama y vive por nosotros y el que
viene a socorrernos es el que ha vencido al mundo. Al llegar a su final, los
discursos nos dejan una palabra de ánimo que nos eleva por encima de nuestros
fallos y dejan que contemplemos las victorias del Señor.
H. Smith
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