lunes, 1 de mayo de 2017

Escenas del Antiguo Testamento. (Parte VIII)

La paciencia de Job y el propósito de Dios


        
La historia de Job y las experiencias de su vida, dadas en la Santa Biblia, forman una escena interesante e instructiva. Que Dios tuvo un fin en hacer a ese gran hombre pasar por tan grandes pruebas se revela en palabras patentes en el capítulo 5 de la Epístola según Santiago: “He aquí, tenemos por bienaventurado a los que sufren. Habéis oído de la paciencia de Job, y habéis visto el fin del Señor, que el Señor es muy misericordioso y compasivo”.
Helo allí en su casa oriental circundado de las comodidades de un hombre rico, con mujer y diez hijos, sirvientes numerosos y bienes en gran abundancia. Probablemente vivía en los tiempos de Abraham, o antes, pero sin conocer el uno del otro, y hombres diferentes en muchos detalles.
Hay quienes niegan la existencia de un Diablo verdaderamente personal, quien se opone a Dios en todas sus obras. Quien lee con interés el libro de Job verá bien claro el rostro de esta serpiente. Acusando a Job delante de Dios, éste le afirma al Señor que Job lo hacía solamente porque el Divino le favorecía y enriquecía. “Toca a lo que tiene”, dijo el enemigo, “y verás si no te blasfema en el rostro”.
Dios se lo permitió para lograr un fin sumamente sabio, y de allí en adelante el universo de seres humanos y angelicales sabe que se le puede servir a Dios por amor y no por interés propio. Por intervención diabólica le fueron quitados a Job todos sus bienes en un solo día; además, un huracán tumbó la vivienda del hijo mayor encima de los diez hijos, matándolos en el acto. ¡Qué desgracia! Sin embargo, Job no atribuyó a Dios desprecio alguno.
Entrando el Diablo de nuevo delante de Dios, acusó a Job, diciendo: “Toca a su hueso y a su carne y verás si no te blasfema en tu rostro”. Logrando el permiso que deseaba, le hirió a Job de una sarna maligna desde la planta de su pie hasta la mollera de su cabeza. Ahora aun su esposa le aborrecía, exclamando: “Maldice a Dios y muérete”. Mas ni con esto quería Job quejarse de Dios, pecando con sus labios.
No es cosa nueva pensar los sanos que la enfermedad de otros ha sido por los pecados que han cometido. Vinieron ciertos supuestos amigos de Job a consolarle en sus tribulaciones. Lo que hicieron fue herirle con sus palabras. Convencidos de que sería culpable Job de algún error muy grave, querían obligarle a confesarlo, pero sin resultado. Les contestaba por decir: “Mi justicia tengo asida, y no la cederé”. ¡Cuán común es este pensamiento! Ninguno quiere reconocerse pecador delante de Dios; más bien quiere justificarse a sí mismo.
Pero Dios no puede justificar a los tales, porque de verdad han pecado y deberían reconocerlo. ¿Cómo puede Él justificar al hombre? El santo e inocente Hijo suyo quiso llevar nuestros pecados en su cuerpo en el Calvario, y aquel que admita su culpa y se acoge a él, es justificado delante de Dios. Es así porque Cristo fue condenado en lugar suyo. “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová ha cargado en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6).
El problema de Job en aquellos tiempos remotos es el mismo de nosotros. Se quejó, diciendo: “No hay entre nosotros árbitro, que ponga su mano sobre nosotros dos” (9:33). Pero no tenemos porqué quejarnos como él, porque el árbitro que hacía falta se ha presentado en la persona del Dios-Hombre. Jesucristo, siendo divino, alcanza el trono de Dios; siendo a la vez humano, alcanza al hombre indigno. “Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5). Y, agrega Pablo: “… quien se dio a sí mismo en rescate por todos”.
No hay otro mediador, pues no hay en todo el universo quien sea Dios y hombre a la vez. Tampoco hay necesidad de otro, porque en su gran amor Él no rechaza a ninguno. Se ha dado prueba más que suficiente de ese amor al haber pagado nuestra deuda en el Calvario. Jesús agonizó bajo la ira divina del Calvario para expiar nuestras culpas. ¿Cómo se atreve alguno a sugerir que hay alguien que nos ame más, o que no es posible ir directamente a Dios por medio de Jesucristo? Acaso habrá otro ser que puede afirmar acertadamente: “Yo soy el camino, y la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14:6).
Después de mucha discusión entre Job y sus tres colegas, éste exclamó, “[Dios] mira sobre los hombres; y el que dijere, «Pequé, y pervertí lo recto, y no me ha aprovechado,» Dios redimirá su alma, que no pase al sepulcro, y su vida se verá en luz”. Aun siendo de los antiguos, Job entendía cuál era la manera de alcanzar la paz con Dios. Sabía que no era por obras, porque, ¿quién podría saber si lo hecho era suficiente para satisfacer al Divino?
Era y es sólo por redención. “Yo sé que mi Redentor vive”, fue otra de las grandes afirmaciones de este hombre, “y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios” (19:24, 25). Siglos más tarde, el apóstol enseñó a los que ya habían creído: “Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir… con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros” (1 Pedro 1:18-20).
Las últimas palabras de una persona no dejan de ser de interés. ¿Qué diremos en cuanto a las de Job? Asombrado y humillado, exclamó: “Yo conozco que todo lo puedes y que no hay pensamiento que se esconda de ti. ¿Quién es el que oscurece el consejo sin ciencia? Por tanto yo denunciaba lo que no entendí; cosas que me eran ocultas, y que no las sabía. Oye, te ruego, y hablaré: Te preguntaré, y Tú me enseñarás. De oídas te había oído, mas ahora mis ojos te ven. Por tanto, me aborrezco, y me arrepiento en el polvo y la ceniza” (42:2-6).
Con sobrada razón el apóstol Pablo resumió su mensaje evangélico como el arrepentimiento para con Dios y fe en el Señor Jesucristo (Hechos 20:21).

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