La paciencia de Job
y el propósito de Dios
Helo allí en su casa oriental circundado de las
comodidades de un hombre rico, con mujer y diez hijos, sirvientes numerosos y
bienes en gran abundancia. Probablemente vivía en los tiempos de Abraham, o
antes, pero sin conocer el uno del otro, y hombres diferentes en muchos
detalles.
Dios se lo permitió para lograr un fin sumamente sabio, y de allí en
adelante el universo de seres humanos y angelicales sabe que se le puede servir
a Dios por amor y no por interés propio. Por intervención diabólica le fueron
quitados a Job todos sus bienes en un solo día; además, un huracán tumbó la
vivienda del hijo mayor encima de los diez hijos, matándolos en el acto. ¡Qué
desgracia! Sin embargo, Job no atribuyó a Dios desprecio alguno.
Entrando el Diablo de nuevo delante de Dios, acusó a Job, diciendo:
“Toca a su hueso y a su carne y verás si no te blasfema en tu rostro”. Logrando
el permiso que deseaba, le hirió a Job de una sarna maligna desde la planta de
su pie hasta la mollera de su cabeza. Ahora aun su esposa le aborrecía,
exclamando: “Maldice a Dios y muérete”. Mas ni con esto quería Job quejarse de
Dios, pecando con sus labios.
No es cosa nueva pensar los sanos que la enfermedad de
otros ha sido por los pecados que han cometido. Vinieron ciertos supuestos
amigos de Job a consolarle en sus tribulaciones. Lo que hicieron fue herirle
con sus palabras. Convencidos de que sería culpable Job de algún error muy
grave, querían obligarle a confesarlo, pero sin resultado. Les contestaba por
decir: “Mi justicia tengo asida, y no la cederé”. ¡Cuán común es este
pensamiento! Ninguno quiere reconocerse pecador delante de Dios; más bien
quiere justificarse a sí mismo.
Pero Dios no puede justificar a los tales, porque de
verdad han pecado y deberían reconocerlo. ¿Cómo puede Él justificar al hombre?
El santo e inocente Hijo suyo quiso llevar nuestros pecados en su cuerpo en el
Calvario, y aquel que admita su culpa y se acoge a él, es justificado delante
de Dios. Es así porque Cristo fue condenado en lugar suyo. “Todos nosotros nos
descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová ha
cargado en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6).
El problema de Job en aquellos tiempos remotos es el
mismo de nosotros. Se quejó, diciendo: “No hay entre nosotros árbitro, que ponga
su mano sobre nosotros dos” (9:33). Pero no tenemos porqué quejarnos como él,
porque el árbitro que hacía falta se ha presentado en la persona del
Dios-Hombre. Jesucristo, siendo divino, alcanza el trono de Dios; siendo a la
vez humano, alcanza al hombre indigno. “Hay un solo Dios, y un solo mediador
entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5). Y, agrega Pablo:
“… quien se dio a sí mismo en rescate por todos”.
No hay otro mediador, pues no hay en todo el universo
quien sea Dios y hombre a la vez. Tampoco hay necesidad de otro, porque en su
gran amor Él no rechaza a ninguno. Se ha dado prueba más que suficiente de ese
amor al haber pagado nuestra deuda en el Calvario. Jesús agonizó bajo la ira
divina del Calvario para expiar nuestras culpas. ¿Cómo se atreve alguno a
sugerir que hay alguien que nos ame más, o que no es posible ir directamente a
Dios por medio de Jesucristo? Acaso habrá otro ser que puede afirmar
acertadamente: “Yo soy el camino, y la verdad y la vida; nadie viene al Padre
sino por mí” (Juan 14:6).
Después de mucha discusión entre Job y sus tres colegas, éste exclamó,
“[Dios] mira sobre los hombres; y el que dijere, «Pequé, y pervertí lo recto, y
no me ha aprovechado,» Dios redimirá su alma, que no pase al sepulcro, y su
vida se verá en luz”. Aun siendo de los antiguos, Job entendía cuál era la
manera de alcanzar la paz con Dios. Sabía que no era por obras, porque, ¿quién
podría saber si lo hecho era suficiente para satisfacer al Divino?
Era y es sólo por redención. “Yo sé que mi Redentor vive”, fue otra de
las grandes afirmaciones de este hombre, “y al fin se levantará sobre el polvo;
y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios” (19:24, 25).
Siglos más tarde, el apóstol enseñó a los que ya habían creído: “Fuisteis
rescatados de vuestra vana manera de vivir… con la sangre preciosa de Cristo,
como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de
la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de
vosotros” (1 Pedro 1:18-20).
Las últimas palabras de una persona no dejan de ser de interés. ¿Qué
diremos en cuanto a las de Job? Asombrado y humillado, exclamó: “Yo conozco que
todo lo puedes y que no hay pensamiento que se esconda de ti. ¿Quién es el que
oscurece el consejo sin ciencia? Por tanto yo denunciaba lo que no entendí;
cosas que me eran ocultas, y que no las sabía. Oye, te ruego, y hablaré: Te
preguntaré, y Tú me enseñarás. De oídas te había oído, mas ahora mis ojos te
ven. Por tanto, me aborrezco, y me arrepiento en el polvo y la ceniza” (42:2-6).
Con sobrada razón el apóstol Pablo resumió su mensaje evangélico como el
arrepentimiento para con Dios y fe en el Señor Jesucristo (Hechos 20:21).
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