domingo, 5 de abril de 2015

Pensamiento

No hay ninguna orden tan santa, ni lugar tan secreto, donde no haya tentaciones o adversidades. No hay un solo hombre que esté completa­mente a salvo de la tentación mientras vive en la tierra; porque en nosotros mismos está la raíz de la tentación, pues todos nacemos con la inclinación al mal.

HIJOS DE DIOS

HUBO una época en que la idea de que los hombres pudiesen ser llamados hijos de Dios resultaba extraña al pensamiento humano. Es posible demostrar de un modo indis­cutible, que la idea de "hijos de Dios" fue introducida por el Señor Jesucris­to.

Ideas paganas.
En el mundo pagano, después que los hombres se alejaron del gobierno de Dios, y fueron dispersados de la torre de Babel, el concepto de Dios degeneró muy rápidamente, y pronto el monoteísmo cedió su lugar al poli­teísmo. Los hombres comenzaron a adorar a muchos dioses. Deificaban a sus temores, y veían a un dios en cada tormenta y en cada relámpago. Deifi­caron a sus virtudes e hicieron una dio­sa de la sabiduría, y un dios del poder. Deificaron sus deseos e hicieron un dios de la gula y un dios de la concu­piscencia. Deificaron las fuerzas be­névolas de la naturaleza e hicieron un dios de la cosecha, un dios del trigo y un dios del vino. La lista es larga. En la gran enciclopedia francesa sobre las costumbres del mundo antiguo, hay en el Índice doce columnas en tipogra­fía menuda refiriéndose a artículos dedicados a los dioses de Grecia y Roma y a las diversas supersticiones relacionadas con su culto. Un estudio de estas divinidades revela que eran personajes inmundos creados a la imagen de la degeneración del hombre. En el primer capítulo de Romanos ve­mos que fue cuando el hombre cambió la gloria del Dios incorruptible por la imitación de un hombre mortal o de criaturas que corren o vuelan o se arrastran, que Dios abandonó a la raza a su inmundicia. Ellos abandonaron a Dios, y entonces Dios les abandonó a ellos, a que fuesen los juguetes de sus propios deseos inmundos. Estos hom­bres deliberadamente rechazaron la verdad de Dios y aceptaron una menti­ra, dando homenaje y servicio a la criatura en lugar del Creador, quien es el único digno de ser adorado por siempre jamás (Paráfrasis de Phi­lips).
La idea que tenían los paganos acer­ca de un hijo de Dios, siempre era la de un hijo de la lujuria, generalmente producto de alguna aventura de un dios que se apoderó de una hermosa mortal, dejándola encinta. Las historias de Hércules, hijo de Zeus y de Alcumena, y de Narciso, son típicos ejemplos de las leyendas inmundas de estos dioses demonios.
La idea que los seres humanos pue­den ser hijos del Eterno Dios es ex­clusiva del Nuevo Testamento. En el Antiguo, la frase "hijo de Dios" o "hijos de Dios" se aplica a seres so­brenaturales o ángeles. La Interna­tional Standard Bible Encyclopedia refuta la interpretación que ofrece del Dr. Scofield en su nota sobre el diluvio que afirma que la frase hebrea podría referirse a la raza piadosa descendida de Set, en contraposición a las hijas de los hombres mundanos. Dice "La mayoría de los entendidos ahora re­chazan esa opinión e interpretan que "hijos de Dios" se refiere a seres so­brenaturales, de acuerdo con el signi­ficado de la expresión en otros pasa­jes.

La doctrina del Nuevo Testamento
Cuando llegamos al Nuevo Testa­mento, nos encontramos frente a una de las más maravillosas doctrinas de la revelación cristiana. Era la ense­ñanza bien clara del Señor que los seres humanos que habían sido los hijos del pecado y hasta los hijos del diablo, podían ser hijos de Dios, en un sentido que iba más allá de lo espiri­tual, por medio de la obra regenera­dora del Espíritu Santo.
El gran enemigo de la verdad Sata­nás lucha en contra de esta verdad es­pecial porque le resulta humillante ver que aquellos seres humanos a los que él ha deseado asegurar como sus se­guidores sean quitados de su reino y trasladados para siempre al reino del amado Hijo de Dios. Uno de los medios que ha usado para difundir la falsa doctrina, ha sido por adoptar la doctrina y ampliarla a fin de incluir a todos los miembros de la raza huma­na. Ya en nuestro siglo la doctrina de la paternidad universal de Dios ha lle­gado a todas partes aunque tiene su origen en fecha relativamente recien­te. Hay dos o tres versículos en el Nuevo Testamento que frecuentemente son torcidos para tratar de enseñar que Dios es el padre de todos los hom­bres y que todos los hombres son her­manos. El que más se cita es el ser­món de Pablo en el Areópago. "El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en tem­plos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas. Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que ha­biten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos y los límites de su habitación; para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos; como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje suyo somos. Siendo, pues, linaje de Dios, no debe­mos pensar que la Divinidad sea se­mejante a oro, o plata, o piedra, es­cultura de arte y de imaginación de hombre" (Hechos 17:24-29).
Para entender este pasaje debemos comprender que Pablo estaba hablando a uno de los auditorios más inteligen­tes del mundo y que se dirigía a ellos por el lado de su inteligencia. Eran idólatras y la ciudad estaba llena de ídolos. Pablo trataba de hacerles ver la necedad de su idolatría y les estaba enseñando que habían sido creados por el único Dios verdadero y que ellos eran sus hijos en el sentido de haber sido creados por él. De que no ense­ñaba la paternidad de Dios en el sen­tido espiritual lo demuestra claramen­te en su carta a los Gálatas en que dice, "pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús" (Gálatas 3:26).

Tres palabras griegas.
Hay tres palabras griegas que deben ser comparadas y consideradas a fin de tener una base para este estudio. La primera es genos, la cual Pablo usa dos veces en su discurso en Ate­nas. Se la encuentra veintiuna veces en el Nuevo Testamento y se la tra­duce de distintas maneras. La segun­da palabra griega es teknon. Se halla noventa y nueve veces en el Nuevo Testamento y se traduce generalmente como hijo, hija y la forma plural de hijos. La tercera palabra es huios y se usa 381 veces en el Nuevo Testamen­to.
Si bien es cierto que somos hijos de Dios, en el sentido de que él nos ha creado, es muy cierto que por natura­leza no somos hijos de Dios
La mejor manera de refutar la fal­sa interpretación de que los seres creados por Dios automáticamente llegan a ser Sus hijos en el sentido espiritual puede demostrarse por me­dio de un relato que nos llega del cam­po misionero. Un amigo mío que pasó cierto tiempo de su vida en la Améri­ca Latina, estaba predicando a un au­ditorio mixto en una de las capitales centroamericanas. Al terminar su mensaje en el cual había destacado la necesidad del nuevo nacimiento como el Cínico medio por el cual un miembro de la raza humana puede llegar a ser hijo de Dios, dos hombres vinieron pa­ra objetar su declaración. Uno de ellos le dijo: "¿Usted admite que todos descendemos de Adán?" "Efectivamente", le contestó el misionero. "¿Y usted admite que Adán fue creado por Dios?" siguieron diciendo. Nuevamente mi amigo estaba de acuerdo. "Bien, en­tonces", dijo el interrogador con aire de triunfo, "¿No prueba esto que todos somos hijos de Dios?" Mi amigo se­ñaló uno de los bancos en la pequeña capilla y dijo, "¿quién hizo ese ban­co?" Ellos miraron el banco y contes­taron, "el carpintero". "Bien, ¿creen ustedes que ese banco es el hijo del carpintero?" "Por supuesto que no", contestaron. "¿Por qué?" insistió el predicador. "Por qué no tiene la vida del carpintero", contestó uno de ellos. Luego, con todo énfasis preguntó mi amigo, "¿Tiene usted la vida de Dios? No me refiero a la vida física, a la mera existencia animal. Les hablo de la vida espiritual de Dios." No pu­dieron contestarle.

La enseñanza de Cristo.
Y tampoco obtendremos la contesta­ción correcta si no llegamos a ser hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Esta fue la enseñanza de Cristo a las gentes que vinieron a Él en cierta oca­sión. Existe un contraste de palabras muy sobresaliente en el capítulo ocho del evangelio de San Juan, que debería callar para siempre a aquellos que tra­tan de enseñar la paternidad universal de Dios y la hermandad universal de los hombres. Esta parte comienza así: "Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él" (Juan 8:31). Que esta creencia no era una fe salvadora, sino más bien un asentimiento inte­lectual es demostrado por el hecho de que momentos más tarde Él les dice que lo querían matar. Aunque ellos lo negaron, El conocía sus corazones.
El comenzó: "Si vosotros perma­neciereis en mi palabra, seréis ver­daderamente mis discípulos y cono­ceréis la verdad, y la verdad os hará libres. “Le respondieron: "Linaje de Abraham somos (la palabra griega es sperma) y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis li­bres?"
Al pasar notemos cómo el ardor de la discusión teológica puede hacer que los incrédulos olviden hasta las verda­des más elementales. Ellos sostenían: "Jamás hemos sido esclavos de nadie". Sin embargo ningún pueblo en la histo­ria del mundo había sufrido más perío­dos de esclavitud. Habían comenzado como esclavos en Egipto, donde se for­maron como un pueblo mientras aún eran esclavos. En muchas ocasiones fueron siervos de los Filisteos y habían sido librados vez tras vez por el poder de Dios por medio de dirigentes que se levantaron como Sansón, Gedeón y otros. Estuvieron en la gran cautivi­dad de Babilonia durante setenta años. Cuando regresaron estuvieron libres por muy pocos años cuando les arra­saron los ejércitos de Alejandro Mag­no. Después de la muerte de este gran general siguieron siendo esclavos de Antíoco y sus sucesores hasta que el poder de Roma se hizo tan fuerte que los cubrió. En el mismo momento cuando ellos se jactaban de su libertad eran esclavos de los romanos, su país estaba ocupado, y por todas partes se veía el desfilar de las legiones roma­nas, y la imagen del César estaba im­presa sobre las monedas que guarda­ban en sus carteras. "¡Jamás hemos sido esclavos de nadie!” ¡Qué desca­ro! Solamente se puede comparar con la bravata mentirosa de los hombres de nuestros días que dicen ser hijos de Dios pero niegan el señorío de su Hijo unigénito Jesucristo.
Jesús les respondió: "Yo sé que sois sperma de Abraham, pero ahora pro­curáis matarme a mí porque mi pala­bra no tiene cabida en vosotros... Si fueseis hijos de Abraham (teknon) las obras de Abraham haríais." Luego siguió uno de los más grandes arran­ques de santa ira que jamás demostró nuestro Señor en contra de los pecado­res. Ellos pretendían que Dios era su padre, y Jesús contestó: "Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais; porque yo de Dios he salido, y he venido; pues no he venido de mí mismo, sino que él me envió. ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vo­sotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. Él ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso y padre de men­tira. Y a mí, porque digo la verdad, no me creéis”. (Juan 8:37-45).
Cuando llego a esta parte de la Bi­blia siempre recuerdo un incidente de mi ministerio. Hablaba en una reunión pública que se celebraba bajo los aus­picios de un grupo cristiano de una de nuestras más grandes universidades. Presenté la verdad de la necesidad del nuevo nacimiento a fin de llegar a ser un hijo de Dios. Cuando terminó la reunión me rodeó un grupo de estudian­tes afín de seguir discutiendo el tema. Uno de ellos usó casi los mismos tér­minos que habían empleado aquellos hombres de antiguo que habían refuta­do al Señor Jesús. Mi respuesta fue el abrir la Biblia y leerles el pasaje que acabo de mencionar. Uno de los hom­bres estiró su mano para tomar el libro y dijo: "¿Qué versión es ésa?" Suce­dió que tenía en mis manos la vieja versión "Autorizada" de 1611. La tomó y examinó la portada, y luego, no satisfecho aún, tomó la Biblia que tenía uno de sus compañeros, la abrió en el capítulo ocho de San Juan y leyó lo mismo en ese volumen. Habló con bastante desilusión: "Nunca había vis­to eso antes; y no lo comprendo, pues si esto es verdad todo lo que he pensa­do acerca de la religión es falso. " Le contesté de inmediato: "Si acepta esto como un hecho, si reconoce que todo lo que ha aprendido sobre este asunto es falso, se encontrará muy cerca del reino de Dios y el Señor creará una nueva vida en usted. " Más tarde llegó a ser un creyente ferviente, que tenía a Jesucristo como su única esperanza.

LLEGO LA LUZ
Siguiendo este mismo pensamiento debemos considerar otro pasaje. Se encuentra en el primer capítulo de Juan. Cuando el Señor vino a la tierra fue precedido por Juan el Bautista. En el evangelio se nos da la razón de esto. Cristo era la luz verdadera de Dios y Juan vino a dar testimonio de él como la luz. El pasaje ha sido terriblemen­te torcido a fin de que niegue su ense­ñanza tan clara. El texto dice: "Aque­lla luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo" (Juan 1:9). ¡Y qué caos reveló esta luz! Como aquellos bichos que se deslizan tratando de esconderse bajo tierra cuando una piedra es revuelta, así la raza humana reaccionó a la venida del Señor Jesucristo. Algo había sucedido, pero no lo podían comprender. Eran ciegos y era necesario que Dios tuvie­ra un testigo que estuviese al mismo nivel de ellos y que hablara su idioma. Si Cristo hubiera venido sin ser anun­ciado, ninguno de por sí se hubiera fijado en El; ninguno de por sí se hu­biera de tenido a escucharle. Pero Dios envió a Juan a predicar a las gentes, a despertar sus corazones a la realidad de sus vidas malvadas y traerles el llamado al arrepentimien­to. Juan llevó a cabo este trabajo con toda fidelidad, y perdió su vida en esta tierra a causa de su solicitud, aunque ganó la vida de Dios para siempre.
El Espíritu Santo nos relata algo más acerca de la venida del Salvador al mundo éste que él había creado- y el mundo no lo conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios, los cuales no son engendrados de san­gre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios" (Juan 1:10-13).

Poder o autoridad.
Si vamos a entender esto en todo su sentido, debemos examinar el signifi­cado de esa palabra que tiene varias acepciones como poder, privilegio, habilidad, derecho, facultad. Es una palabra importante del Nuevo Testa­mento, como lo son todas las palabras que presentan varios matices del sig­nificado de las variadas formas de poder. No es la palabra dunamis, de la cual obtenemos dínamo y dinamita, y la cual conocemos como "el poder de Dios para salvación" (Rom 1:16). Tampoco es la palabra kratos que he­mos combinado para formar palabras tales como autócrata y demócrata, y que se traduce poder en el sentido de dominación. Aquí en Juan 1 encontra­mos la palabra exousia. Se encuentra 103 veces en el Nuevo Testamento, y se traduce en nuestras versiones de muchas maneras distintas. Es la pa­labra que se usaba comúnmente en el griego clásico para expresar el dere­cho de hacer algo o el derecho sobre algo. Cuando a un funcionario se le enviaba con poderes consulares, o po­deres magistrales, se empleaba esta palabra para describir dicha autoridad. En los papiros esta palabra es de uso común en testamentos, contratos u otros documentos legales para señalar el título o derecho o control, que uno ejerce sobre algo. Es interesante no­tar, que en la Grecia moderna, hoy, todavía se usa la misma palabra para todos los formularios gubernamenta­les, y en las tarjetas de racionamien­to, que permiten a una persona vivir bajó las condiciones de guerra. Kittel, la más grande autoridad en el mundo en cuanto al significado de las palabras griegas del Nuevo Testamento, la de­fine en palabras alemanas que deben ser traducidas como plenos derechos, autoridad total, autorización. La pa­labra se emplea en los versículos tan bien conocidos como aquellos que nos relatan que Jesús hablaba con autori­dad y no como los escribas (Mateo 7:29), que dio "autoridad" a los dis­cípulos sobre los espíritus inmundos (Mateo 10:1). Es el poder que Cristo tenía para poner su vida y para volver­la a tomar (Juan 10:18). Describe los "poderes" que él despojó cuando mu­rió en la cruz (Col 2:15) y la autori­dad de la resurrección que anunció en voz triunfante: "Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra" (Mateo 28:18).

No existe la paternidad universal
Y ésta es la autoridad y el poder, el derecho y permiso que nos ha dado de ser hechos hijos de Dios. No es ex­traño que el diablo odie esta doctrina y que trate de disminuir su suprema grandeza dándonos un concepto tan corrupto, la doctrina diluida y degra­dada de una paternidad universal que incluye en una asociación tan variada y promiscua todos los monstruos desde el asesino Caín hasta el último anti­cristo.
Permitamos que la palabra de Dios quebrante tales ideas y que el hálito de Dios barra de nuestras mentes tales ideas falsas. Hay dos familias y dos paternidades en este mundo. Si tene­mos por un lado un grupo compuesto por un blanco, un negro, un chino, cincuenta personas, si así lo deseáis de diferentes razas y circunstancias; y si del otro lado hubiera un grupo exac­tamente igual compuesto de un hombre blanco, un negro, un chino y de todos los otros grupos; si uno de estos gru­pos confía en Jesucristo como Salva­dor y Señor serían hermanos entre sí. Su raza no contaría en absoluto. Por otra parte, si todos los componentes del grupo no confían en Jesucristo, ellos también son hermanos; su raza nada tiene que ver en el asunto. Antes pertenecíamos a la familia inmunda de Adán, y ahora somos declarados hijos del Dios viviente por la obra regenera­dora del Espíritu Santo. Hay dos fa­milias y dos paternidades. Hemos sido hechos partícipes de la naturaleza di­vina (2 Pedro 1:4); y nos ha dado vida cuando estábamos muertos en nuestros delitos y pecados (Efesios 2:1). No­sotros que en otro tiempo éramos hijos de las tinieblas hemos sido hechos hi­jos de la luz (Efesios 5:8). Nosotros que éramos hijos de ira, hijos de deso­bediencia (Efesios 2:2,3), ahora so­mos el objeto del cariño divino, hijos de Su amor, hijos de fe y obediencia. Resumiendo: ¡hijos de Dios!
Cada día con Cristo,
Más dulce es que el anterior;
Cada día con Cristo,
Le amo a mi Señor;
El me salva y guarda,
Hasta el día posterior;
Cada día con Cristo,

Más dulce es que el anterior.

Trazando bien La Palabra de Verda

Salvación y Recompensas
Las Escrituras del Nuevo Testa­mento contienen una doctrina de salva­ción para el PERDIDO, y una doctri­na de recompensa por los servicios fie­les del SALVADO; es de suma impor­tancia la debida comprensión de la Pa­labra que el estudiante vea en qué es­triba su diferencia. Esa diferencia pue­de verse en los contrastes siguientes:
1.  La salvación es un don gratuito.
“Respondió Jesús y díjole: Si co­nocieses el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber: tú pedirías de él, y él te daría agua viva” (Juan 4: 10).
“A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, com­prad, sin dinero v sin precio, vino y le­che” (Isaías 55:1).
“Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga: y el que quiere, tome del agua de la vida de balde” (Apocalipsis 22:17)
“Porque la paga del pecado es muerte; más la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23).
 “Porque por gracia sois salvos por la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios: no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8).
Pero en contraste con la Salvación gratuita, nótense que:
Las recompensas son alcanzadas por obras.
“Y cualquiera que diere a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente, en nombre de discípulo, de cierto os digo, que no perderá su recom­pensa” (Mateo 10:42).
“He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la co­rona de justicia” (2 Timoteo 4:7, 8).
“Y he aquí, yo vengo presto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según fuere su obra” (Apocalipsis 22:12).
“¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, más uno lleva el premio? Corred de tal ma­nera que lo obtengáis. Y todo aquel que lucha, de todo se abstiene: y ellos, a la verdad, para recibir una corona corrup­tible; mas nosotros, incorruptible” (1 Corintios 9:24, 25).
“Y él le dice: Está bien, buen sier­vo; pues que en lo poco has sido fiel, tendrás potestad sobre diez ciudades” (Lucas 19:17).
“Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo. Y si alguno edificare sobre este fundamento, oro, plata, pie­dras preciosas, madera, heno, hojaras­ca; la obra de cada uno será manifesta­da: porque el día la declarará; porque por el fuego será manifestada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego hará la prueba. Si permaneciere la obra de al­guno que sobreedificó, recibirá recom­pensa. Si la obra de alguno fuere que­mada, será perdida: él empero será sal­vo, mas así como por fuego” (1 Corintios 3:11-15).
“No tengas ningún temor de las cosas que has de padecer. He aquí, el diablo ha de enviar algunos de vosotros a la cárcel, para que seáis probados, y tendréis tribulación de diez días. Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Apocalipsis 2:10).
No dará “vida” sino una “corona de vida”. Las coronas son símbolos de re­compensas, de distinciones alcanzadas. Obsérvese que hay cuatro coronas: la de gozo, recompensa del ministerio (Filipenses 4:1; 1 Tesalonicenses 2:19); de justicia, recompen­sa de la fidelidad en el testimonio (2 Timoteo 4:8); de vida, recompensa de la fi­delidad bajo la prueba (Santiago 1:12; Apocalipsis 2:10); y de gloria, recompensa de la fi­delidad bajo el sufrimiento (1 Pedro 5:4; Hebreos 2:9).

2.  La salvación es una posesión presente.
“El que cree en el Hijo, tiene vida eterna” (Juan 3:36).
“De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, cree al que me ha enviado, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, más pasó de muerte a vida” (Juan 5:24).
“De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna” (Juan 6:47).
“Que nos salvó y llamó con voca­ción santa, no conforme a nuestras obras, mas según el intento suyo y gra­cia” (2 Timoteo 1:9).
“Y dijo a la mujer: Tu fe te ha sal­vado, ve en paz” (Lucas. 7:50).
“No por obras de justicia que nos­otros habíamos hecho, más por su mi­sericordia nos salvó, por el lavacro de la regeneración, y de la renovación del Espíritu Santo” (Tito 3:5).
“Y este es el testimonio: Que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Juan 5:11). Pero,
3. Las recompensas pertenecen al futuro.
“Porque el Hijo del Hombre ven­drá en la gloria de su Padre con sus án­geles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mateo 16:27).
“Te será recompensado en la resu­rrección de los justos” (Le. 14:14).
“Y he aquí, yo vengo presto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según fuere su obra” (Apocalipsis 22:12).
“Y cuando apareciere el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la co­rona incorruptible de gloria” 1 Pedro 5:4).
“Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día” (2 Timoteo 4:8).
“Y después de mucho tiempo, vino el Señor de aquellos siervos, e hizo cuen­tas con ellos” (Mateo 25:19).
El propósito de Dios al prometer recompensar con honores celestiales y eternos el servicio fiel de sus santos, es apartarles de los goces mundanos, sos­tenerles en las persecuciones, y animar­les al ejercicio de las virtudes cristianas.
Sendas de Luz, Diciembre –Enero, 1976

ARREBATADOS POR EL ESPOSO, VUELVEN CON EL REY (Parte III)

El objeto de su venida
Es preciso comprender que una vez que el Mesías fue rechazado y crucificado por su propia nación, Dios reveló al apóstol Pablo lo que la Escritura llama el «misterio», «encubierto desde tiempos eternos» (Romanos 16:25), y «escondido desde los siglos en Dios» (Efesios 3:9). Este designio que existía en el corazón de Dios —además de lo revelado en el Antiguo Testamento— era el de preparar una Esposa para su amado Hijo; Esposa que había de ser formada por la unión «en un solo cuerpo» (la Iglesia), de judíos y gentiles salvados, unidos por el Espíritu Santo a Cristo, su Cabeza glorificada en el cielo: «Y él [Cristo] es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia» (Colosenses 1:18-19). «Y [el Padre] sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (Efesios 1:22-23). «Que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio» (3:6). «Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. … Grande es este misterio; más yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia» (5:30, 32).
El Espíritu Santo dio principio al cumplimiento del designio divino en el día de Pentecostés, bautizando —en «un solo cuerpo»— a los discípulos reunidos en el aposento alto.
Para que comprendamos mejor este asunto, conviene observar que, debido a que el Señor fue rechazado, quedaron sin cumplirse numerosas promesas del Antiguo Testamento referente a las bendiciones del pueblo de Israel y de la tierra en general. Citemos, por ejemplo, las profecías de Isaías acerca del reinado del verdadero Hijo de Isaí: «Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora. «No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar.» (cap. 11:6-9). El cap. 35 del mismo libro nos dice: «Se alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa… La gloria del Líbano le será dada, la hermosura del Carmelo y de Sarón. Ellos verán la gloria de Jehová, la hermosura del Dios nuestro.
Y Amós describe estas bendiciones con estas palabras: «He aquí vienen días, dice Jehová, en que el que ara alcanzará al segador, y el pisador de las uvas al que lleve la simiente…» (cap. 9:13-15). Mientras que Miqueas añade: «Martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra». (cap. 4:3). «La tierra será llena del conocimiento de la gloria de Jehová» (Habacuc 2:14). Luego, en relación con la restauración de Israel en su tierra, testifica Isaías: «Y levantará pendón a las naciones, y juntará los desterrados de Israel, y reunirá los esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra» (cap. 11:12). «Y los redimidos de Jehová volverán, y vendrán a Sión con alegría; y gozo perpetuo será sobre sus cabezas…» (cap. 35:10). Leemos además en Jeremías 23:5-6; Ezequiel 36:24, y Jeremías 31:10: «He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré a David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y justicia en la tierra …» — «Y yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de todas las tierras, y os traeré a vuestro país» — «El que esparció a Israel lo reunirá y guardará, como el pastor a su rebaño…»
Observando atentamente estos pasajes y cotejándolos con otros semejantes, hallaremos que el cumplimiento de esas profecías no es el resultado de la conversión del mundo por la predicación del Evangelio, sino de los juicios que precederán a dicha era milenaria. Y no olvidemos que «hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley [esto es, de las Escrituras], hasta que todo se haya cumplido» (Mateo 5:18).
Así, al volver al cielo, el Señor dejó sin realizar, sin cumplir, dos series de bendiciones prometidas: (1) Las que se relacionan con la Iglesia; (2) Las que se relacionan con el pueblo de Israel, enteramente distintas las unas de las otras. Para dar cumplimiento a la primera, vendrá el Señor no con los atributos de un Juez, sino como Isaac cuando salió al encuentro de Rebeca: como esposo lleno de amor (Génesis cap. 24). En contraste, y para dar cumplimiento a la segunda serie de bendiciones, vendrá semejante a David, como poderoso conquistador, para tomar posesión de Su reino. En otras palabras, Jesús es el Esposo de la Iglesia y es el Rey de Israel.
La Palabra de Dios menciona dos fases distintas de la segunda venida de Jesucristo: dos estaciones —por expresarlo de este modo— del mismo viaje. Primeramente descenderá del cielo para arrebatar a Sus santos (o sea, a cuantos han depositado su fe en Él para ser salvos), y llevarlos arriba en las mansiones celestiales; luego, pasado un breve período, volverá con ellos con poder y gloria para establecer Su reino.
Tomemos un ejemplo para ilustrar esta parte del tema. Paseando por el campo cierta mañana, reparamos en un charquito de agua, lo evitamos y —sin pensar más en él— seguimos caminando. Unos días después, al pasar por el mismo lugar, el charco ha desaparecido, el agua ya no está: hasta las gotas que penetraron en la tierra se evaporaron. ¿Qué sucedió? Sencillamente que el sol, brillando con toda su fuerza, las atrajo a lo alto. Nadie las ha visto subir, y sin embargo ¡han subido! Semanas más tarde, notamos las mismas gotas, pero enteramente transformadas; son ahora hermosísimos copos de nieve, que suscitan la admiración de todos.
Amado lector, así será en breve. Jesús descenderá del cielo y en un instante surgirán del polvo los cuerpos resucitados de los que «durmieron» en Él, mientras que los que vivamos seremos transformados, para ascender juntos a Su encuentro. Nada hay en la Escritura que nos haga suponer que los inconversos nos verán cuando seamos arrebatados. La repentina desaparición de todos los creyentes —redimidos por la sangre de Cristo— manifestará lo que ha pasado. «Enoc fue trasladado para que no viese la muerte; y no fue hallado, porque le había trasladado Dios» (Hebreos 11:5). Es precisamente lo que sucederá con la Iglesia: casi secretamente arrebatada, volverá a aparecer en gloria con Cristo, cuando Él sea manifestado: «y todo ojo le verá» (Apocalipsis 1:7).
El mismo Señor presenta claramente estas dos fases de Su venida en el capítulo 25 de Mateo. En la parábola de las diez vírgenes describe un aspecto de la misma; y en la de las ovejas y de las cabras, el otro. En el primer símil, las vírgenes prudentes, con sus lámparas bien provistas de aceite, entran con el Esposo al lugar de las bodas; mientras que en el segundo, se ve al Rey salir para juzgar. Fijémonos en éste contraste. En la primera parábola, los salvos (bajo la figura de las vírgenes prudentes) entran a las bodas, siendo llevados al cielo, mientras que malvados e incrédulos (las vírgenes fatuas), dejados en la tierra, quedan atrás para sufrir luego el juicio. En la segunda parábola, los malos son llevados al suplicio eterno, mientras que los justos son dejados en la tierra para gozar de las bendiciones del reino milenario. En el primer caso, los santos entran y se cierra la puerta; en el segundo, el cielo está abierto y los santos salen.
Los capítulos 5, 6 y 19 del Apocalipsis relatan lo que se verificará en los cielos una vez que la Iglesia haya entrado allí. Los santos, representados por los veinticuatro ancianos, están sentados alrededor del trono; vestidos de ropas blancas y ceñidas sus frentes de coronas de oro, adoran —postrados delante del que está sentado en el trono— diciendo: «Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación …» En el cap. 19 leemos: «Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero». ¡Que contraste más grande con lo que se describe en Mateo 25:11! En este pasaje del primer Evangelio, la Palabra nos hace oír el lamento de los que quedaron fuera; mientras que en Apocalipsis 19, percibimos los acentos de gozo triunfal de los que están dentro. Lector, ¿con cuál de estos dos grupos te hayas tú? Medítalo bien, ¡es una solemne pregunta de cuya respuesta depende tu condición eterna! ¿Perdido o salvo?, ¿fuera o dentro? ¿Cuál es tu estado? ¿Dónde estás tú?
«Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea», prosigue el capítulo 19 del Apocalipsis (vv. 11-16), donde vemos salir al Señor de los señores y al Rey de los reyes con sus ejércitos: «De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso».
Echemos todavía una mirada al capítulo 25 de Mateo. Una interpretación bastante común —pero completamente errónea— pretende que la parábola de «las ovejas y de las cabras» es una ilustración del juicio final. Y a menudo se pregunta: «¿No hemos de estar todos allí, para ser entonces colocados unos entre las «ovejas», a Su derecha, otros entre las «cabras», a Su izquierda?» Sin el menor titubeo, contesto rotundamente que no.
Esta escena representa el juicio de las «Naciones» (o de «los gentiles») viviendo sobre la tierra cuando el Señor venga a establecer Su reino. No son israelitas por cuanto está escrito: «he aquí que este pueblo habitará solo, y entre las (demás) naciones no será contado» (Números 23:9). Tampoco se trata de los creyentes que componen la Iglesia, ya que en ella no puede haber tales distinciones como «griego y judío, circuncisión e incircuncisión» (véase Colosenses 3:11 y Hechos 15:14).
Cabe entonces preguntar: Si Israel y la Iglesia no forman parte de las «naciones» aquí juzgadas, ¿dónde pues se hallan éstos? Dejemos que conteste la Escritura.

1.       En cuanto a la Iglesia, los siguientes pasajes son concluyentes: «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Colosenses 3:4); «He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente …» (Jud. 14-15); «y vendrá Jehová mi Dios, y con él todos los santos … Y Jehová será rey sobre toda la tierra» (Zacarías 14:5 y 9); «Al que venciere», dice el Señor a los de Laodicea, «le daré que se siente conmigo en mi trono» (Apocalipsis 3:21). ¿Hay algo más claro que estos pasajes para demostrar cual será el lugar y la posición que ocuparán los «coherederos», el día que Aquel que es «constituido Heredero de todo» tome posesión de Su herencia?
2.       En cuanto al pueblo de Israel, recordemos en primer lugar que es «simiente de Abraham», según la carne, mientras que Jesús es «Hijo de David, hijo de Abraham» (Mateo 1:1). En Hebreos 2:16 leemos: «Porque ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham. Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos…» Por lo tanto, si como Hijo de David, Cristo es «Rey» de los Israelitas; como Hijo de Abraham puede hablar de ellos como siendo Sus «hermanos». Y, para cumplir la profecía encerrada en la bendición otorgada por el hijo de Abraham (Isaac) a Jacob, el Rey bendice a los que favorecieron a los hijos de Jacob, mientras que maldice a los que no lo hicieron; según estas palabras: «¡Malditos los que te maldijeren, Y benditos los que te bendijeren!» (Comparar Génesis 27:29 con Mateo 25:34 y 41).
Además de los creyentes que aparecerán con Él en gloria, según vimos en otros pasajes, el Señor menciona aquí tres grupos distintos: las «ovejas», las «cabras» y «mis hermanos». Estos últimos son, según la carne, los de Su propia nación; pero cabe preguntar: ¿quiénes son, entonces, las «ovejas» y las «cabras»?
Otras porciones bíblicas nos revelan que cuando la Iglesia haya sido arrebatada a la gloria habrá mensajeros judíos que llevarán un mensaje especial a «todas la naciones»: «Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin» (Mateo 24:14). Cabe que el tema principal de dicho mensaje sea la preparación para el advenimiento del verdadero «Rey». Algunos de éstos «gentiles», o de entre las «naciones», recibirán el testimonio, tratando bien a los mensajeros; mientras que otros no sólo rechazarán el mensaje, sino que aborrecerán a esos enviados maltratados y despreciados.
Notemos que es únicamente por este motivo —el modo de tratar a Sus «hermanos»— por lo que el Rey, en su venida, separa a las naciones, y finalmente las bendice o las maldice. Una parte de ellas está representada bajo el símil de las «ovejas», y la otra por las «cabras» o «cabritos». Los primeros (como Rut la moabita, llena de benevolencia para con Noemí, la viuda israelita), serán premiados con la participación de la gloria del reino milenario del Mesías sobre la tierra; y sabemos que el Señor tendrá en cuenta hasta el menor vaso de agua fría que se haya dado en nombre de discípulo (Mateo 10:42); mientras que los demás gentiles serán «cortados de la tierra» por el juicio.
Esta parábola no habla para nada de la resurrección ni del fin del mundo; ni tampoco el capítulo 19 del Apocalipsis, que presenta una escena análoga.
Sabemos que hay dos resurrecciones: la de los salvos, y la de los malvados; o según el Señor las llama: «la resurrección de vida, y la resurrección de —o para— condenación.» La primera se divide en tres fases:

1.       Cristo, «primicias de los que durmieron» (1 Corintios 15:20).
2.       Los creyentes que resucitarán —según vimos— cuando venga el Señor a buscar a su Iglesia (1 Tesalonicenses 4:16; 1 Corintios 15:52).
3.       Los mencionados en Apocalipsis 20:4-6: «los decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia… y vivieron y reinaron con Cristo mil años… Esta es la primera resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección».
La segunda resurrección, la de los malvados, se verificará después de los mil años del reinado de Cristo, según vemos claramente por éste texto: «Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años» (Apocalipsis 20:5). Al final de esa era de paz y de justicia, cuando habrán huido la tierra y el cielo que ahora son, entonces los muertos, «grandes y pequeños», serán juzgados delante del gran trono blanco, cada uno según sus obras: será la resurrección de condenación (Juan 5:29); «y cualquiera que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue arrojado en el lago de fuego». «Esta es la muerte segunda» (Apocalipsis 20:14-15).
Y el que recibió esta revelación añade: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva», de los que Pedro dice: «en los cuales mora la justicia» (2 Pedro 3:13). «Vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido…» Así, hasta el versículo 8 del cap. 21 de Apocalipsis que hemos empezado a citar, tenemos una descripción del estado eterno.
¡Bendito sea Dios por habernos revelado esas maravillosas realidades, y por el don del Espíritu Santo que nos las hace entender! «¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!» (Romanos 11:33)

Doctrina: El pecado. (Parte VII)

VII.        JESÚS Y LOS PECADOS.
Si bien es cierto que Jesús vivió en un medio ambiente “hostil”, lleno de pecado, no por eso él participó de ello, más bien le daba pie a poder criticarlo firmemente, a denunciarlo con toda la energía necesaria para que el hombre se diese cuenta del grave estado en el cual estaba.
Siempre mantuvo su postura con respecto al pecado, sin embargo para todo aquel que acudía a él con fe, los perdonaba. Recordemos al paralítico llegando hasta a Él desde el techo (Mateo 9:2), o el caso de la mujer pecadora (Lucas 7:48).
Encontramos al principio y al finalizar su ministerio que limpió el templo de los cambistas (Marcos 11:15-18; Juan 2:12-16). Esta acción de los judíos en el templo constituía un sacrilegio, una irreverencia con el templo sagrado de Dios, por lo cual expulsó a quienes realizaban esta práctica de aquel lugar sagrado.
En Su incisiva condenación a la hipocresía de los  religiosos de su época (saduceos, escribas, y fariseos) (Mateo 23:1-36), nuestro Señor señaló varias formas específicas en que ellos mostraron esa hipocresía. (a) Falta de compromiso a sus propias enseñanzas (No practicaban lo que predicaban, vv. 1–4); (b) Buscaron exaltarse personalmente ante los demás, animando a las personas a que los adularan (vv. 5–12); (c) No cumplían sus juramentos por tecnicismos, al tratar de diferenciar entre jurar por el templo y jurar por el oro del templo (vv. 16–22); (d) Diezmaban “religiosamente”,  pero en promover la justicia eran negligentes (v. 23); (e) Exteriormente tenían la apariencia de ser justos, pero ellos en realidad eran hipócritas (v. 25). Además  de la  ostentación (Mateo 6:1-8) de una piedad que solo era una manifestación externa y no provenía del corazón. “Esto se puede hacer por realizar buenas acciones, como dar limosnas, orar, y ayunar con la intención de atraer alabanza de los hombres más bien que la aprobación de Dios.” Además ve  que toda Transgresión de la ley (Mateo 15:3-6),  es decir, usar la ley de un modo distinto a lo que está escrito.  Por ejemplo los escribas para evitar el socorrer a los padres ancianos, inventaron una manera  de sustraerse de obligación dedicando el dinero que se hubiera usado para ese propósito al templo, para  recibirlo nuevamente y usarlo en su propio provecho. Esto era una violación directa del mandamiento de honrar a los padres.
Otro pecado  que se destacó  fue la avaricia (Lucas 12:15). A raíz de que un hombre que busca que el Señor  fuera “juez o partidor” en temas de herencia con su hermano, percibió en él este pecado.
Pero de igual modo condenó la  Blasfemia (Mateo 12:22-37) que atribuía a Satanás el poder de los milagros del Señor Jesucristo, ya que el poder del Señor era el Espíritu Santo.  Condenó el Orgullo (Mateo 20:20-28) de  la posición de lugares de honor, lugares que el verdadero creyente no debe aspirar. Y la  Inmoralidad (Mateo 5:27-32) cometido tanto  en el cuerpo, en el corazón, o en el matrimonio.
Condenó el pecado contra terceros.  El Enojo (Mateo 5:22) puede llevar al homicidio.  Ser piedra de tropiezo (Mateo 18:6) para que otro peque. El perjuro (Mateo 5:33)  donde se deja de cumplir una promesa hecha bajo juramento.
De igual modo manifestó que la  Deslealtad (Mateo 8:19-22) es pecado, ya que pone por delante  los propios asuntos  antes de la lealtad a Cristo. El no llevar frutos  (Juan 15:16) es contrario a los propósitos de Dios. Y la  Falta de fe (Mateo 6:25)  en el cuidado de Dios.  Así mismo el  no orar (Lucas 18:1-8) y en consecuencia desanimarnos, es un pecado.
Todo creyente  tiene asignado una Mayordomía y en muchas maneras actuamos en forma irresponsable, lo que se muestra en las parábolas contada en Mateo 25:14-30 y Lucas 19:11-27. Ambas parábolas ilustran la necesidad  que los seguidores de Cristo sepan y tengan en cuenta la gran responsabilidad de la mayordomía que nos ha sido asignada por el solo hecho de creer en el Señor Jesucristo.  En cambio, los talentos representan diferentes habilidades dadas a  diferentes personas, mientras que las minas que fueron repartidas igualmente representan la oportunidad de la misma vida. Los siervos que no usaron sus habilidades y oportunidades fueron condenados por su conducta irresponsable.
Los pecados mencionados son solo algunos que el Señor destacó, pero podemos encontrar algunos otros en la siguiente sección que veremos próximamente.

Meditación.

“...y sed agradecidos” (Colosenses 3:15).


Un corazón agradecido da aliciente a la vida. Al terminar una cena, uno de los hijos dijo: “Mamá, la cena estaba buenísima”. Ese comentario añadió un toque cálido a aquel feliz hogar.
Con mucha frecuencia dejamos de expresar nuestro agradecimiento. El Señor Jesús sanó a diez leprosos, pero sólo uno regresó a darle las gracias, y era samaritano (Lucas 17:17). Sacamos dos lecciones.
La gratitud es escasa en el mundo de los hombres caídos y cuando hace su aparición, viene de donde menos la esperamos.
Es fácil sentirse entristecidos cuando mostramos alguna bondad a los demás y no tienen siquiera la cortesía de decirnos “Gracias”. Por la misma razón debemos comprender cómo se sienten los demás cuando no les expresamos gratitud por los favores recibidos.
Aun un examen superficial de la Biblia nos deja ver que está saturada de exhortaciones y ejemplos de acciones de gracias a Dios. Hay muchas cosas por las que debemos estar agradecidos para con él; probablemente no podríamos enumerarlas todas. Nuestras vidas deben ser salmos de acción de gracias a él.
Miles de preciosos dones
A diario te agradezco;
Y mi alegre corazón
Los prueba con gozo henchido.
Debemos cultivar el hábito de expresar agradecimiento también los unos a los otros. Un caluroso apretón de manos, una llamada telefónica o una carta, ¡cómo levantan nuestro ánimo! Un doctor ya entrado en años, recibió de uno de sus pacientes una nota de agradecimiento junto con el pago de una factura. El médico guardó aquella nota entre sus más apreciadas posesiones; era la primera que recibía.
Debemos ser prontos para expresar gratitud por los obsequios, la hospitalidad y el transporte gratis, por el préstamo de herramientas u otras cosas, por ayuda que se nos brinda para nuestros proyectos de trabajo, por cada forma de bondad y de servicio que se nos muestra.
El problema es que con mucha frecuencia damos estas cosas por sentado o somos demasiado indisciplinados para sentarnos a escribir una carta. Nos escudamos diciendo: “en nuestra cultura no se escriben notas dando las gracias”. Pero si así es el caso, siendo cristianos debemos romper con la mala costumbre de nuestra cultura, y desarrollar el hábito de dar las gracias, siendo conscientes de todo lo que tenemos por lo que debemos estar agradecidos, y entrenarnos para reconocer estas cosas sin dilación. La prontitud de este reconocimiento multiplica las gracias.

EL LIBRO DE ESTER (Parte IV)

La intervención de Ester

Por consiguiente, al tercer día Ester se puso sus vestiduras reales, "y entró en el patio interior de la casa del rey, enfrente del aposento del rey; y estaba el rey sentado en su trono en el aposento real, enfrente de la puerta del aposento. Y cuando vio a la reina Ester que estaba en el patio, ella obtuvo gracia ante sus ojos; y el rey extendió a Ester el cetro de oro que tenía en la mano" (cap. 5:1, 2), porque la fe en la bondad de Dios era grande. Todo lo que aparece es meramente humano, pero la mano invisible estaba allí. Ella la buscó y la halló. "Entonces vino Ester y toco la punta del cetro. Dijo el rey: ¿Qué tienes, reina Ester, y cuál es tu petición? Hasta la mitad del reino se te dará." A lo que responde Ester: "Si place al rey, vengan hoy el rey y Amán al banquete que he preparado para el rey" (cap. 5:2-4). Dios le dio sabiduría. Ella no reveló de inmediato lo que era una carga tan pesada para su corazón. "El que creyere, no se apresure" (Isaías 28:16). El Dios invisible que era el objeto de su confianza ejercitó su alma para esperar. Ella no sólo convida al rey al banquete, sino también a Amán. Cuántas veces ocurren hechos similares. De la misma manera procede el Señor cuando le da a Judas el pan mojado antes de la terrible traición que lo condujo a la cruz. Nada podía suponer Amán acerca de lo que Dios, quien no aparece, estaba reservándole. Y, en el banquete, el rey nuevamente vuelve a la pregunta, porque sabía perfectamente que había algo más que el banquete en la mente de la reina Ester. "¿Cuál es tu petición, y te será otorgada? ¿Cuál es tu demanda? Aunque sea la mitad del reino, te será concedida" (cap. 5:6).
         Nuevamente la reina solicita que ella pueda contar con la presencia de ellos en otro banquete. "Y mañana haré conforme a lo que el rey ha mandado." Así que ese día Amán se va "contento y alegre de corazón"; pero, cuando ve que Mardoqueo, el judío, no se levantaba ni se movía por él, se llena de indignación contra aquél. No obstante, Amán se contiene. Cuando regresa a su casa y cuenta a su esposa y amigos acerca de la gloria de sus riquezas, de la multitud de sus hijos, de todas las cosas con que el rey le ha engrandecido y cómo le ha promovido por sobre los príncipes y siervos del rey, menciona como coronación de todos los honores especiales recibidos la invitación de la reina Ester a un banquete al cual había asistido nada menos que el propio rey. "Y también para mañana" —dice él— "estoy convidado por ella con el rey. Pero todo esto de nada me sirve" —tal era el odio y la amargura de su corazón— "cada vez que veo al judío Mardoqueo sentado a la puerta del rey". La esposa, con la debilidad propia de su naturaleza, sugiere que se haga una horca para este perverso Mardoqueo. "Hagan una horca de cincuenta codos de altura, y mañana di al rey que cuelguen a Mardoqueo en ella; y entra alegre con el rey al banquete" (cap. 5:14). El asunto agradó mucho a Amán, y así se hizo.

Dios obra
Pero el Dios invisible estaba obrando esa noche. El rey no podía dormir (cap. 6:1); de no haber sido así, habría habido una amarga fiesta para Ester antes de la fiesta con el rey. "Aquella misma noche se le fue el sueño al rey." Él solicitó los archivos del reino. La providencia de Dios estaba actuando. Se halló escrito que Mardoqueo había denunciado a los camareros traidores, y el rey pregunta: "¿Qué honra o qué distinción se hizo a Mardoqueo por esto? Y respondieron los servidores del rey, sus oficiales: Nada" (v. 3). En ese mismo momento, Amán llega a la corte. Quería ver al rey para pedirle la vida de Mardoqueo. Nada sabía de lo que estaba en el corazón del rey, y éste, lleno de lo que estaba en su propio corazón, es providencialmente inducido a preguntar qué debía hacer en favor de aquel a quien deseaba honrar. "¿Qué se hará al hombre cuya honra desea el rey?" (v. 6).

Amán cae en su propia trampa
Amán no había pensado en ningún otro sino en él mismo. Por eso cayó en su propia trampa. Convencido de que él mismo era el hombre cuya honra deseaba el rey, y sin escatimar nada, sugiere al rey los más altos honores, los mayores que se hayan conferido jamás a un súbdito. "Para el varón cuya honra desea el rey, traigan el vestido real de que el rey se viste, y el caballo en que el rey cabalga, y la corona real que está puesta en su cabeza; y den el vestido y el caballo en mano de algunos de los príncipes más nobles del rey, y vistan a aquel varón cuya honra desea el rey, y llévenlo en el caballo por la plaza de la ciudad, y pregonen delante de él: Así se hará al varón cuya honra desea el rey" (v. 7-9). Y el rey al instante dice a Amán: "Date prisa, toma el vestido y el caballo, como tú has dicho, y hazlo así con el judío Mardoqueo, que se sienta a la puerta real; no omitas nada de todo lo que has dicho."
¡Oh, qué caída! ¡Qué horror de horrores debe de haber llenado el corazón de ese hombre perverso, pues aquel a quien él más odiaba de entre todos los hombres vivientes era el mismo a quien, como principal noble del Imperio, se veía obligado a rendir este honor conforme a sus propias sugerencias! De todos modos, era imposible alterar la palabra del rey. "Y Amán tomó el vestido y el caballo, y vistió a Mardoqueo, y lo condujo a caballo por la plaza de la ciudad, e hizo pregonar delante de él: Así se hará al varón cuya honra desea el rey" (v. 11). Muy diferentemente volvió Amán a su esposa y sus amigos ese día. "Amán se dio prisa para irse a su casa apesadumbrado y cubierta su cabeza. Contó luego Amán a Zeres su mujer y a todos sus amigos, todo lo que le había acontecido. Entonces le dijeron sus sabios, y Zeres su mujer: Si de la descendencia de los judíos es ese Mardoqueo delante de quien has comenzado a caer, no lo vencerás, sino que caerás por cierto delante de él" (v. 12, 13). Tal es el sentimiento secreto del gentil con respecto al judío. Puede marchar todo muy bien para el gentil mientras el judío es echado fuera de la presencia de Dios, pero, cuando llegue el día señalado para exaltar al judío, la grandeza del gentil tendrá entonces que desaparecer de la faz de la tierra. El judío es el futuro señor aquí abajo. Él será la cabeza y el gentil la cola (Deuteronomio 28:13, 44).

Amán, traidor descubierto y ejecutado «ipso facto»
Así el banquete prosigue (cap. 7) y el rey y Amán se encuentran, porque no había tiempo que perder. El camarero había convocado a Amán al banquete, y ahora el rey, por tercera vez, requiere de la reina su petición: "¿Cuál es tu petición, reina Ester, y te será concedida? ¿Cuál es tu demanda? Aunque sea la mitad del reino, te será otorgada. Entonces la reina Ester respondió y dijo: Oh rey, si he hallado gracia en tus ojos, y si al rey place, séame dada mi vida por mi petición" ¡¿Cómo?! ¿Tal es el estado de cosas que la reina ruega por su vida? "Séame dada mi vida por mi petición, y mi pueblo por mi demanda. Porque hemos sido vendidos, yo y mi pueblo, para ser destruidos, para ser muertos y exterminados. Si para siervos y siervas fuéramos vendidos, me callaría; pero nuestra muerte sería para el rey un daño irreparable" (v. 3, 4). Ester había pulsado la cuerda correcta. No sólo todos los afectos del rey estallaron ante ese insulto que había sido hecho a aquella a la que él amaba por encima de todos en el reino, sino aún más: existía la audaz presunción de que habría de intentarse la destrucción de la reina y de todo el pueblo de la reina sin siquiera el conocimiento del rey. ¿Quién podía ser el traidor?
"Respondió el rey Asuero, y dijo a la reina Ester: ¿Quién es, y dónde está, el que ha ensoberbecido su corazón para hacer esto? Ester dijo: El enemigo y adversario es este malvado Amán. Entonces se turbó Amán delante del rey y de la reina. Luego el rey se levantó del banquete, encendido en ira, y se fue al huerto del palacio." Bien sabía Amán que esa era la sentencia de muerte pronunciada sobre él. "Y se quedó Amán para suplicarle a la reina Ester por su vida; porque vio que estaba resuelto para él el mal de parte del rey" (v. 7). Y cuando el rey vuelve, lo encuentra a Amán, en su agonía, caído sobre el lecho donde yacía Ester, y el rey se imagina lo peor. La palabra sale de su boca y sus servidores cubren el rostro de Amán para su inmediata ejecución. Y Harbona, uno de los camareros, propone al rey la horca que estaba ya hecha en la propiedad de Amán, lo que también cuenta con el beneplácito del rey. "Entonces el rey dijo: Colgadlo en ella. Así colgaron a Amán en la horca que él había hecho preparar para Mardoqueo; y se apaciguó la ira del rey" (v. 9, 10).


Nuevo decreto imperial salvando «in extremis» a los judíos
Pero esto no fue todo. Dios no solamente hizo que el cruel adversario de su pueblo cayese en sus propias redes, sino que cuidará de los judíos a lo largo de todos los dominios del rey, donde estaban todavía sujetos a sentencia de muerte. La liberación no era aún completa. El enemigo principal había sido destruido, pero ellos estaban aún en peligro; y entonces Mardoqueo viene ante el rey (cap. 8). "Porque Ester le declaró lo que él era respecto de ella." El rey se quita su anillo y se lo da a Mardoqueo. El judío, en consecuencia, asume entonces el lugar del gobierno en la tierra; sus enemigos son destruidos, pero todavía tienen que ser vindicados y completamente liberados por todo el Imperio. Y Ester se echa a los pies del rey y le suplica con lágrimas que quite el mal de Amán, y el rey nuevamente extiende el cetro de oro y Ester explica que los correos que salieron con las cartas del rey estaban llevando destrucción a los judíos por todas sus provincias. El rey responde: "He aquí yo he dado a Ester la casa de Amán, y a él han colgado en la horca, por cuanto extendió su mano contra los judíos. Escribid, pues, vosotros a los judíos como bien os pareciere, en nombre del rey, y selladlo con el anillo del rey; porque un edicto que se escribe en nombre del rey, y se sella con el anillo del rey, no puede ser revocado" (v. 7, 8).
¿Cómo, pues, había de encararse este asunto? De la siguiente manera: a todo el Imperio, por medio de nuevos correos, fueron enviadas cartas por las cuales "el rey daba facultad a los judíos que estaban en todas las ciudades, para que se reuniesen y estuviesen a la defensa de su vida, prontos a destruir, y matar, y acabar con toda fuerza armada del pueblo o provincia que viniese contra ellos y aun sus niños y mujeres, y apoderarse de sus bienes". Y así fue hecho. "Y salió Mardoqueo de delante del rey", ahora con todos los atributos del honor real. "Y los judíos tuvieron luz y alegría, y gozo y honra. Y en cada provincia y en cada ciudad donde llegó el mandamiento del rey, los judíos tuvieron alegría y gozo, banquete y día de placer" (v. 16, 17).