viernes, 2 de junio de 2017

LA SANGRE DE CRISTO

He aquí algunas virtudes de la sangre de Cristo para el hombre pecador:



1                     1. Ella lo lava de sus manchas morales. Los creyentes pueden exclamar: "Al que nos        amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre... a él sea gloria" (Apocalipsis          1:5-6).
2.       Ella lo rescata (o redime): "fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir... con la sangre preciosa de Cristo" (1 Pedro 1: 18-19).
3.      Ella le da la paz con Dios: Cristo hizo "la paz mediante la sangre de su cruz" (Colosenses 1: 20).
4.       Ella lo transforma en justo: Estamos "ya justificados en su sangre" (Romanos 5: 9).
5.       Ella lo aproxima a Dios: "Habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo" (Efesios 2: 13).
6.      Ella lo santifica, es decir, lo pone aparte para Dios: "Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta" (Hebreos 13: 12).
Creced,  1990

Al Salvador rechaza













Al Salvador rechaza
El mundo pecador,
La sorda muchedumbre,
Ajena de su amor;
Más Él vendrá glorioso,
El día cerca está,
Aquel día majestuoso
Llega ya.

De los días el más bello,
Del tiempo el principal,
Poco tarda su llegada
Con triunfo celestial;
De alegría pura colmo
Al siervo leal y fiel
Ha de ser el día grande
De Emmanuel.

Alumbrará los cielos
Glorioso resplandor,
Más brillará la iglesia
Con gloria superior;
Y al Salvador divino
Todo ojo mirará
En el día majestuoso
Que vendrá.

Ya no tendremos pruebas,
Ni culpas ni pesar;
Más grande regocijo
Y  eterno bienestar.
Seremos semejantes
A nuestro Redentor
En el día majestuoso
De esplendor.

El Contendor por la Fe - Marzo-Abril-1970

¿POR QUÉ VOSOTROS NO ME CREÉIS?

¿Quién de vosotros me redarguye de pecado? Pues si digo la verdad, ¿por qué vosotros no me creéis? (Juan 8:46)



Una multitud caprichosa rodeó el Señor Jesús cuando Él hizo esta pre­gunta. No eran paganos: era un pue­blo religioso con un entendimiento am­plio de la Palabra de Dios; pero no te­nían corazón para Cristo. Él no era meramente un profeta que se paró en medio de ellos. Era el Hijo eterno de Dios que bajó del cielo en gracia con­descendiente. Todos los que le oyeron, a Dios oyeron, y los que creyeron en Él, creyeron en Dios.
Pero los hombres y las mujeres no quieren creer en Dios. La serpiente, el diablo, persuadió a la primera mujer, Eva, que era un guía más seguro que su Creador, y este veneno tan ruinoso está obrando en los corazones de la gente en todas partes hasta hoy día. Líderes religiosos ganan los oídos de las multitudes; sus palabras son creí­das sin vacilación, aun cuando enseñan las herejías más destructivas. Las mul­titudes que prestan atención a los me­dios espiritistas aumentan continua­mente, pero los que creen en Dios — NO.
¡Qué locura tan espantosa! ¿Por qué no acercarnos a la Palabra de Dios con la oración sencilla, "Habla, Jehová, que tu siervo oye" (1 Samuel 3:9)? En ella encontramos LA VERDAD, aunque sea desagradable a la carne orgullosa que se le diga que es corrompi­da en extremo, que un nacimiento to­talmente nuevo es necesario; y que so­lamente por fe en el Señor Jesús y Su preciosa sangre se puede escapar de la condenación del infierno. Igual a unos necios de antaño, no les gusta "lo rec­to", sino prefieren "cosas halagüeñas" y "mentiras" —véase Isaías 30:9, 10.
La pregunta tan penetrante de nuestro Señor en Juan 8:46 dice así, "Pues si digo verdad, ¿por qué vosotros no me creéis? Lector, escudriñe su corazón, le rogamos: y vea qué respuesta puede dar a esta pregunta tan clara.

Senda de Luz, 1976

LA RESPONSABILIDAD DEL PEREGRINO

2 Corintios 5:7; Habacuc. 2:4


El apóstol Pablo reconoce que los creyentes en Cristo, mientras están en el cuerpo, están ausentes del Señor. Cristo es nuestro, pero es un Rey escon­dido. No le vemos, pero sin embargo le amamos. El hombre espiritual vive con­fiado, y su deseo es estar ausente del cuerpo y presente con Cristo su Señor. Mientras espera el momento, ya sea que el Señor le llame o sea trasladado en la venida del Señor, desea agradar a su Señor. Así como antes se agradaba a sí mismo, ahora anhela complacer a Aquel que le salvó. Es consciente que ya no vi­ve para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por él. Recuerdo haber oído a don Gilberto Lear en una conferencia, donde expresó las siguientes palabras: “El día que el Señor me llame a su pre­sencia, quisiera merecer unas palabras para ser puestas en la lápida de mi tum­ba: “AGRADÓ A DIOS”.
Nuestro bendito Salvador no se agradó a sí mismo, sino que agradó a su Padre, de tal manera que el testimo­nio celestial se hizo oír: “Este es mi Hi­jo amado, en quien me complazco”. Esta deberá ser la meta que cada creyente trace para su vida. “Ausentes del Señor, o presentes, serle agradables.” ¿Cuál es la razón que estaba latente en el pensa­miento del apóstol? La razón es ésta: “Porque es necesario que todos nos­otros comparezcamos ante el Tribunal de Cristo, para que cada uno reciba se­gún lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Corintios 5:10). El mismo pensamiento es vertido en Romanos cap. 14: “Todos (la Iglesia de los santos redimidos) hemos de estar ante el Tribunal de Cristo, ca­da uno de nosotros dará a Dios razón de sí”. Esta es mi responsabilidad co­mo peregrino. Hay muchos creyentes que piensan, obran, hacen, sin tener en cuenta esta verdad. “El Tribunal de Cristo.” Ningún creyente ha de estar ausente en este Tribunal. “Cada uno da­rá a Dios razón de sí.” ¡Esto me parece muy solemne!
Es bueno aclarar que este Tribunal no es de juicio al pecado. Sino que es para recibir galardón, “para recompen­sar a cada uno según fuese su obra” (Apocalipsis 22:12). Todo creyente está ca­pacitado para hacer buenas obras, éstas son el testimonio de una verdadera fe. “Pues la fe sin obras es muerta.” Pero podemos hacer buenas obras, y también malas obras. Nuestro cuerpo es el ins­trumento para que estas obras sean hechas. Todo nuestro ser físico, ojos, manos, pies, boca, cerebro, si el deseo es de agradar a Dios, estará ocupado en buenas obras, que tendrán su recompen­sa en el tribunal de Cristo. Pero si las obras fueron malas, el fuego hará la prueba, y todo será quemado y no que­dará nada de lo que hemos hecho en un intento camal. Aunque las obras sean quemadas, el creyente será salvo, pero no tendrá galardón de parte de Dios.
La obra que yo estoy haciendo, y la de cada creyente, será manifestada y el fuego hará la prueba. Este pensa­miento debería ponernos en guardia no sólo al hacer obras, sino que también debe afectar los pensamientos y las in­tenciones del corazón. Declara San Pa­blo: “Así que no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual también aclarará lo oculto de las tinie­blas, y manifestará los intentos de los corazones” 1 Corintios 4:15). Es de la­mentar que frente a esta verdad, haya quienes con su conducta, sus obras, sus chismes, no están agradando a Dios, si­no que se agradan a ellos mismos.
Esto tiene mucho que ver en las re­laciones hermanables, y en la conducta que ejercemos en la iglesia. “El bien que cada uno hiciere, esto recibirá del Señor” (Efesios 6:8). “Más el que hace la injuria recibirá la injuria que hiciere” (Colosenses 3:25). La misma ley que rige en la siembra y la cosecha, rige también en la vida espiritual: “Todo lo que el hom­bre sembrare, esto también segará”. El Tribunal de Cristo hará salir a luz todo lo que ha sido oculto, aquí en la tierra. “De toda palabra ociosa tendremos que dar cuenta.” Si el creyente ha obrado agradando a Dios, recibirá su recom­pensa conforme a su labor. Y si ha obra­do en la carne, si difamó a sus herma­nos, si fue contencioso, si turbó la paz en la iglesia, su obra será quemada, per­dida, mas él empero será salvo; pero así como por fuego.” Sí, el peregrino tiene una gran responsabilidad, no puede vi­vir de cualquier manera, independiente de su Señor, haciendo su propia volun­tad. Y pienso que nadie desearía que su obra fuese perdida. Que nada quedará de lo que hizo en el cuerpo. Todos los que profesamos ser de Cristo debería­mos anhelar: “Ser bien recordado por obras de amor”. Es en esta vida que te­nemos la oportunidad de servir en amor a los hermanos, de perdonar, de resta­ñar heridas, de buscar la paz y seguirla.
Todos debemos hacernos la gran pregunta: ¿Es mi vida en la iglesia una influencia para bien de los que me ro­dean? ¿O mi conducta y testimonio está lesionando a mis hermanos? ¿Tengo es­píritu divisionista o procuro por todos los medios de buscar la armonía entre los santos del Señor? Pronto viene el Se­ñor; esta esperanza nos llena de regoci­jo, pues anhelamos su gloriosa venida para arrebatar a los santos. Esto lo de­seamos de todo corazón, pero debemos pensar que la venida del Señor nos in­troducirá al Tribunal de Cristo y allí no habrá evasivas, ni escondites, ni fal­sedades, todo estará descubierto a la luz del Señor. Allí los que han agradado a Dios tendrán la corona de Justicia (2 Timoteo 4:8); la corona de Gloria (1 Pe­dro 5:4); la corona incorruptible (1 Corintios 9 55). Y entonces cada uno tendrá de Dios la alabanza (1 Corintios 4:5). Pue­de ocurrir aquí que seamos alabados por los hombres, y se nos tenga en un pedestal alto, y nuestro nombre sea co­nocido por muchos, pero puede ocurrir que en aquel día el premio de la voca­ción sea muy pequeño. Y aquel herma­no que nunca se destacó, cuya vida a na­die llamó la atención, su nombre era des­conocido, y en aquel día fue grande su premio, porque Dios es el que al fin ala­bará a sus siervos, no tal vez por lo mu­cho que han hecho, sino por el motivo que animó sus corazones a hacer las obras de Dios. El peregrino tiene mu­chos privilegios: la casa eterna en los Cielos. Su anhelo es esperar al Señor. Su andar en este mundo es por la fe. Su conducta la de agradar a Dios. Y su res­ponsabilidad, la de usar su cuerpo co­mo instrumento de justicia. “Así que, hermanos, os ruego por las misericor­dias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agra­dable a Dios, que es vuestro culto ra­cional” (Romanos 12:1).
Sendas de Luz, 1976

¿POR QUÉ?

Hubo un hombre que no tenía su igual en la tierra, temeroso de Dios, apartado del mal, quien practicaba la justicia y la rectitud tanto como le es posible hacerlo a un ser humano. No habría podido dirigírsele un solo reproche. Era estimado por los hombres y aprobado por Dios, bondadoso para con sus siervos, generoso para con los pobres, protector de los débiles y desdicha­dos, se compadecía de todas las penas, era hospitalario, respetado y honrado tanto por los jóvenes como por los ancianos. Se hubiera podido pensar que estaba libre de toda desdicha y de toda tristeza.
No obstante, este hombre fue uno de los que sufrió más desgracias en la tierra. Los golpes más terribles de la adversidad cayeron de repente sobre él y lo abruma­ron de dolor. En un solo día perdió sus bienes, sus siervos y sus diez hijos, siete varones y tres mujeres. Luego fue atacado por una sarna maligna que le cubría todo-el cuerpo y no le daba reposo. Su mujer lo despreció y le incitó a maldecir a Dios y suicidarse. ¡Qué lamentable situación!
Sin embargo, no se rebeló ni pronunció palabra fuera de lugar, sino que bendijo a la mano que lo había castigado: "Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito" (Job 1: 21).
Sus tres íntimos amigos vinieron a verlo. Aterrados ante dolor tan grande, estuvieron siete días sin pronun­ciar palabra. Finalmente pensaron que tal situación no podía ser otra cosa que un castigo de Dios y que segura­mente en la vida de su amigo debía de haber pecados graves y secretos que habían traído sobre él la maldi­ción divina. Entonces comenzaron a agobiarlo con suposiciones y acusaciones injustificadas.
¡Pobre Job! Verse incomprendido y tan mal juz­gado por sus más caros amigos hizo rebasar la medida. Por eso le oímos exhalar sus quejas con una profunda amargura: "Mis parientes se detuvieron, y mis conoci­dos se olvidaron de mí... ¡Oh, vosotros mis amigos, tened compasión de mí... porque la mano de Dios me ha tocado!" (Job 19: 14-21). Pero las respuestas de sus amigos eran tanto más crueles.
¿Por qué? ¿Por qué tal cúmulo de penas y despre­cios y ningún corazón para simpatizar con él y conso­larlo?
¡Ah, cuántos «por qué» se formulan en este mundo de sufrimientos! ¿Por qué tantas injusticias, tan­tos planes frustrados, tantos sueños malogrados y espe­ranzas burladas? ¿Por qué tantos lutos y lágrimas? ¿Por qué tantos males y tantos dolores profundos y a menudo escondidos bajo apariencias engañosas? ¿Por qué?
"El corazón conoce la amargura de su alma" (Pro­verbios 14: 10). ¿Dónde encontrar a alguien que nos pueda comprender, alguien que nos ame verdadera­mente, y que pueda acudir en nuestra ayuda? Ese alguien está cerca de vosotros; desde hace mucho tiempo su voz se hace oír: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar" (Mateo 11:28). "Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis" (Jeremías 29: 11). "Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces" (33:3). ¡Cuán bienhechoras son esas palabras! Ellas emanan del Dios Salvador que nos quiere bendecir. ¿No las escucharemos? ¿No iremos a él?
La Palabra de Dios está a nuestro alcance. En ella encontraremos la respuesta a las preguntas que nos tur­ban. Ella nos explica el problema del sufrimiento, de la vida, de la muerte y del más allá. Ella sola nos da una esperanza que no confunde. Sus declaraciones son seguras y sus promesas verdaderas. "Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá" (Lucas 11:9).
Pero volvamos a nuestra historia. Dios había puesto sus ojos sobre su siervo atribulado y sustentaba su fe; lo vemos por exclamaciones claras y luminosas de Job que destilan del seno de sus tinieblas: "He aquí, aunque él me matare, en él esperaré" (Job 13: 15). "Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo" (19:25). "Él, pues, acabará lo que ha determi­nado de mí" (23: 14). "Me probará, y saldré como oro" (23: 10).
Entonces pasa algo sorprendente y maravilloso; después de la visita de un cuarto amigo que le habla con sabiduría y le demuestra que, a pesar de toda su buena conciencia, él hace mal de justificarse ante Dios; es el mismo Jehová quien se dirige a él para mostrarle su grandeza, su poder y su sabiduría en las obras que Él ha hecho. ¿No tenemos nosotros mismos tal demostra­ción a nuestro alrededor? La creación, ¿no es un admi­rable libro abierto ante nuestros ojos?
Frente a la infinita grandeza de Dios, este hombre perfecto y sin reproche se ve entonces tal como es en realidad: un ser pequeño, ínfimo, ignorante, miserable e indigno. Él se humilla y confiesa: "He aquí que yo soy vil" (40: 4). "Yo hablaba lo que no entendía; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no com­prendía... De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza" (42: 3-6).
Quienesquiera que seamos, si nos colocamos frente a la luz de Dios, si somos rectos y honestos, seremos lle­vados a esa misma comprobación y a esa misma confe­sión.
Job tenía en todo, una conducta excelente y una vida ejemplar. Pero, con todo eso, en el fondo de sí mismo era un pecador como cualquier otro. Él tenía una buena opinión de sí mismo y esa opinión debía caer. El fondo de su corazón debía ser puesto al des­nudo bajo la luz divina. Solamente en esa luz podemos decir, como exclamó Isaías: "¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios" (Isaías 6: 5). La buena estima que tenemos de nosotros mismos debe dar lugar al juicio de nuestros pensamien­tos más secretos y a la revelación humillante de que el pecado tiene sus raíces profundas en nuestro corazón. En ese momento tiene lugar la liberación. El Dios de luz y de santidad se revela luego como el Dios de amor.
Con el profundo sentimiento de que es un objeto de la gracia y la misericordia de Dios, Job ruega ahora por sus amigos. Su corazón está limpio; no tiene nin­guna amargura, ningún rencor. Pide para sus acusa­dores la misma gracia que recibió. Así obraremos en la medida que hayamos comprendido los pensamientos de Dios a nuestro respecto. Oraremos por nuestros her­manos.
Desde ese momento, la prueba de Job ha termi­nado. Su objetivo está plenamente alcanzado. Él se conoce a sí mismo y conoce a Dios. Está restablecido en su salud, Dios le da el doble de lo que había perdido y el gozo de tener nuevamente en su hogar diez nuevos hijos, como antes. "Y bendijo Jehová el postrer estado de Job más que el primero" (Job 42: 12).
La conclusión está dada por Santiago en su epístola: "He aquí, tenemos por bienaventurados a los que sufren. Habéis oído de la paciencia de Job, y habéis visto el fin del Señor, que el Señor es muy misericor­dioso y compasivo" (Santiago 5: 11).
Sí, Dios nos ama. Si él nos prueba, si nos aflige, es para bendecirnos. Muy a menudo no lo comprendemos en seguida. Su sabiduría es insondable y sus pensamien­tos nos sobrepasan. Pero el porvenir nos revelará de una manera admirable la perfección de sus caminos y de su amor. "¿Por qué?" decía también Moisés delante de los sufrimientos de su pueblo. Dios le contesta: "Ahora verás" (Éxodo 5: 22; 6: 1).
«Sí, todo esto es muy hermoso —diréis vosotros — pero, ¡si estuvieras en mi lugar...! ¡Tanto tiempo dura mi sufrimiento, mi soledad y mi tristeza!».
Queridos amigos afligidos, ¡cuántas veces desearíamos tener el poder de libraros y aliviaros! pero ¿qué haríamos hecho si no arruinar el trabajo de Dios y privaros de la bendición que Él quiere daros? Confiémonos plenamente a Él con paciencia y sumisión. Abrámosle nuestro corazón. Implorémosle su socorro. Él lo dará seguramente en el momento oportuno y vere­mos cosas magníficas.
Dejadme hablar todavía de un "¿por qué?" que sobrepuja en profundidad y en intensidad de sufri­miento a todo lo que la tierra y el cielo han podido oír. Es el porqué de la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mateo 27:46). Colocaos delante de esta cruz de infamia en la cual Cristo, el Hijo de Dios, vuestro Salvador, moría por vosotros llevando vuestros pecados, expiándolos en vuestro lugar bajo el juicio divino para llevaros a Dios y obtener para voso­tros una eternidad de gozo y de gloria.
"Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azo­tado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fui­mos nosotros curados" (Isaías 53: 4-5).
M. G.
Creced, 1989. Nº 1

"LAS LLAVES DEL REINO DE LOS CIELOS"

"LAS LLAVES DEL REINO DE LOS CIELOS"
(Mateo 16:19)

Pregunta: ¿Qué quiere decir el Señor cuando le declara a Pedro: "Te daré las llaves del reino de los cielos"? (Mateo 16:19).

Respuesta: Antes de contestar esta pregunta, creemos necesario hacer algunas observaciones sobre las expresiones "reino de los cielos" y "reino de Dios". El término "reino de los cielos" se halla exclusivamente en el evangelio según Mateo, el cual nos presenta mayormente al Señor como el Mesías, Cristo, y el reino como siendo un acontecimiento futuro, venidero. El motivo de ello es que "el reino de Dios" se hallaba for­zosamente sobre la tierra cuando el Hijo de Dios andaba en ella, es decir cuando Dios mismo estaba entre los hombres: y es evidente que el Reino no podía ser "el reino de los cielos" antes del rechazamiento y de la ascensión del Señor, pues, considerado como un hecho o estado de cosas, el "reino de los cielos" fue introducido en este mundo so­lamente después de la ascensión del Señor; es la presentación, el des­pliegue del reino de Dios bajo su carácter celestial, como consecuencia del rechazamiento del rey por Israel y por el mundo. Desaparecen las dificultades si comprendemos bien esta distinción, y vemos el porqué, por ejemplo, el Señor no dice en Mateo 12:28: "ha llegado a vosotros el reino de los cielos", sino "ha llegado el reino de Dios", como tam­bién en Mateo 21:43 dice "el reino de Dios será quitado de vosotros". Mientras el reino de Dios estaba con ellos, en la persona del Señor, po­día serles quitado, mas no existía aún como reino de los cielos.
Las llaves tipifican la autoridad para abrir las puertas del reino. Pedro las abrió predicando la Palabra primero a los judíos, el día de Pentecostés (Hechos 2), y luego a los Gentiles en casa de Cornelio (He­chos 10).
El Señor le había dicho a Simón Pedro: "sobre esta roca edificaré mi iglesia… Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos." (Mateo 16: 18-19). No le dijo que le daría las llaves "del cielo", o "de la casa de Dios", o de "la Iglesia", sino las llaves "del reino de los cielos". Hemos de distinguir entre los cielos y el reino de los cielos, pues son expresiones muy distintas. Las llaves del reino de los cielos le fueron dadas a Pedro para que abriera las puertas del mismo; no hay necesidad de decir que Pedro no había recibido el poder de abrir el cielo a nadie. La misión que le fue confiada era para la tierra, y vemos cómo la realiza en el libro de los Hechos. En el cap. 2 del libro de los Hechos, Pedro abre la puerta a los Judíos, quienes, por haber rechazado a su Mesías, se hallaban destituidos de sus derechos al Reino. En el capítulo 10 del mismo libro, Pedro introduce a los Gentiles o na­ciones en la persona de Cornelio, de sus parientes y amigos. De modo que el Señor le había dado dos llaves: una para Israel y otra para las naciones, y Pedro hace uso de ellas.
En un sentido, la segunda parte del versículo 19 de Mateo 16 ("y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos"), no se relaciona con la primera, e introduce un pensamiento completamente nuevo. Las llaves sirven para abrir o cerrar, pero no atan, ni desatan, ni sirven para edificar la asamblea. El mundo cristiano habla de las llaves de San Pedro, del poder de las llaves, pero la Palabra de Dios no dice tal cosa. Es verdad que la segunda parte de este versículo 19 implica el poder o la autoridad, pero es en relación con la administración del Reino sobre la tierra. Tenemos de ello un solemne ejemplo en el caso de Ananías y Safira en el capítulo 5 de los Hechos. En virtud de la auto­ridad que le fue conferida, el apóstol ata sobre aquel desgraciado ma­trimonio el pecado que ambos cometieron y la intervención de Pedro es inmediatamente ratificada en el cielo: uno y otro, murieron.
Esta autoridad fue conferida a la Asamblea, a los 'dos o tres reu­nidos al Nombre del Señor' (Mateo 18:18). Aquellos dos o tres, "reunidos... con el poder de nuestro Señor Jesucristo", tienen autoridad para atar y desatar, y su acción, que, sin embargo, tiene autoridad solamente para la tierra, es ratificada en el cielo. La asamblea tiene la responsabilidad de 'quitar al perverso' de en medio de sí misma (1 Corintios 5: 4-13).
Traducido de "Le Messager Evangélique"

Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1960, No. 43.-

Escenas del Antiguo Testamento (Parte IX)

Abraham, el patriarca
Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir por herencia, y salió sin saber adónde iba (Hebreos 11. 8).
Primera entrega: El plan de rebelión en la tierra de Shinar terminó con la confusión de lenguas y el esparcimiento de todos los hombres (Génesis 11.8). Los descendientes de los dispersos constructores de Babel. Se olvidaron muy pronto al Dios que es Espíritu y Verdad y cayeron en la más baja idolatría. Según se desprende de Jueces 24: 2, la parentela de Abraham no fue una excepción: todos erraron.

De esta generación de idólatras, Dios en su misericordia escogió a un hombre para bendecir por medio de él a todas las naciones. Este hombre fue Abraham.
Abram era el primitivo nombre del venerado patriarca, padre de la nación hebrea, nombre que le fue sustituido por el de Abraham (“padre de la multitud”), en una memorable circunstancia de su vida. El nombre de Abraham está enlazado con las más grandes esperanzas de los creyentes de todos los siglos; el lugar en Hades donde los santos estaban en descanso, esperando el advenimiento del Mesías, es llamado “el seno de Abraham”; muchas veces Dios se nombra como la posesión de Abraham: “El Dios de Abraham”. El Nuevo Testamento empieza con estas palabras: “Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham”; y en otro lugar Cristo es llamado “la simiente de Abraham”. Esto, unido a la descripción de su vida, que con detalles preciosos de las antiguas costum­bres orientales, nos da los capítulos 12 al 17 del Génesis, y las otras muchas referencias que se hallan en los demás libros de la Biblia, hacen de Abraham uno de los personajes bíblicos de mayor renombre, y cuyo estudio no deja de abundar en enseñanzas espirituales para el creyente. El nombre de Abraham se menciona más de trescientas veces en veinte y ocho de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Abraham vivía en Ur de los Caldeos junto con su parentela, que, como hemos dicho, había caído en la idolatría. Estando allí en esa triste condición, resonó en sus oídos el llamamiento por gracia: “Vete de tu tierra y de tu parentela, de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré”. Abraham creyó a Dios, e, impulsado por esa fe, él obedeció; esto es “salió sin saber adónde iba”. Abraham es el primer caso que la Es­critura nos presenta de un hombre que abandonó “la religión de sus padres;” y esto lo hizo a una edad bas­tante avanzada. Según el concepto de muchos de nuestro tiempo, Abraham fue un apóstata, un disociador. Ellos en su caso hubieran continuado en Ur de los Caldeos con sus ídolos y sus costumbres tradicionales, por la poderosa razón de haber sido la religión en que nacieron.
 Siendo imposible en este corto artículo seguir a Abraham en su peregrinación por la tierra de Canaán, resumiremos su interesante vida en estas pocas palabras: “Salió para Canaán, y a la tierra de Canaán llegó”, las cuales encierran el principio de su fe y la completa realización de ella. Esto nos recuerda de la posición y privilegio del creyente. El pecador, desde el mismo momento que cree, tiene vida eterna, nace de nuevo, es trasladado de la potestad de las tinieblas al reino del amado Hijo de Dios, o en las palabras de Pablo: “está sentado en los cielos en Cristo Jesús”. Como Abraham, salió y llegó.
“¿Qué, pues, diremos que halló Abraham nuestro padre según la carne? Que si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse; mas no para con Dios. Porque ¿qué dice la Escritura? Y creyó Abraham a Dios, y le fue atribuido a justicia”, Romanos 4.1 al 3.
Segunda entrega: Han pensado algunos de aquellos que poco saben de la Santa Biblia, que ella tiene que contener la historia de todos los primitivos habitantes del mundo. En esto se equivocan. Con la mira de llevarnos a Cristo, la mayor parte del Antiguo Testamento se relaciona con la nación de Israel, de la cual vino el Salvador, y con los padres de esa nación.
El llamamiento de Abraham, de entre la gente idólatra de Ur de los Caldeos, para ser peregrino en la tierra de Canaán y con promesa de dársela Dios a él y a sus descendientes, ocupa un lugar importante en la historia bíblica.
Dios había dicho a Abram: “Sal de tu tierra, y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a una tierra que yo te mostraré, y yo te haré una nación grande, y serás bendición”, Génesis 12.1 al 3. ¡Cuánto se escandalizan algunos al ver que uno deja la religión de sus padres! Creen que es un pecado grande. Sin embargo, la Santa Escritura abunda en ejemplares, aprobados por Dios. ¡Cómo se escandalizaron los habitantes de Ur al ver a Abram, como entonces se llamaba, dando espaldas a su parentela y religión para salir! Y ¿a dónde iba? Él mismo no sabía.
Atrás dejaba la comodidad de su pueblo y una religión establecida y respetada, con imágenes de dioses y santos. Delante tenía como guía y protector a nadie sino un Dios para ellos desconocido, cuyas promesas no significaban nada a los demás de su pueblo. Ellos no veían nada y no estimaban de valor lo invisible.
En la lista de los fieles notables (Epístola a los Hebreos capítulo 11), Abraham ocupa lugar señalado. Dice que “por la fe” salió a la llamada de Dios; que “por la fe” permaneció como peregrino, sin mezclarse con las gentes de la tierra a donde fue; que “por la fe” llegó a tener al hijo Isaac; que “por la fe” ofreció ese hijo para holocausto, recibiéndolo otra vez como de la muerte. ¿Por la fe en qué? En la Palabra del Dios vivo.
Durante toda una larga vida esperó Abraham sin ver cumplida la promesa de Dios en cuanto a la tierra como posesión. En ciertas ocasiones, mientras andaba en comunión con Dios, recibió palabras de aliento y repetición de las promesas para él y su simiente después de él, la cual simiente, dice San Pablo a los gálatas, era el Cristo.
Hay quienes hoy día hablan mucho de su fe. Uno tiene fe en el poder de una imagen, otros en otra. Uno afirma que tiene fe ciega en su iglesia, otro en alguna tradición. Pero pocos han puesto su fe en la Palabra de Dios. Al no haberle hablado Dios de ello, hubiera sido presunción de parte de Abraham creer que él y su simiente poseerían la tierra, pero oyéndolo de boca de Dios, era fe creerlo aunque no se veía, ni aun señal de ello. ¿En qué estás poniendo tu confianza, amigo? ¿En las tradiciones y supersticiones de los hombres, o en la Palabra de Dios?
Hemos pecado contra Dios y no merecemos sino su condenación. Con todo, Él nos ha amado y ha dado a su Hijo a morir por nuestros pecados. Su Evangelio nos dice que si creemos en ese bendito Salvador, seremos salvos de la ira. “De tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, más tenga vida eterna”, Juan 3.16. “Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”, Romanos 5.1.
La persona justificada es aquella que goza de la limpieza de todos sus pecados y por lo tanto es tenida por justa ante Dios. Abraham fue justificado primero por la fe, después por las obras. Por la fe fue justificado ante Dios cuando creyó su Palabra. Fue justificado por las obras ante los hombres cuando, como fruto de aquella fe, ofreció a su hijo Isaac para holocausto.
Dice Pablo: “Que si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse, mas no para con Dios. Porque ¿qué dice la Escritura? Y creyó Abraham a Dios y le fue contado por justicia. Empero al que obra, no se le cuenta el salario por gracia, sino por deuda. Más al que no obra, pero cree en Aquel que justifica al impío, la fe le es contada por justicia” (Romanos 4.2).

Si crees en una imagen, confías en aquello que abandonó Abraham cuando dejó la tierra de su natividad. Si crees en las ceremonias de tu iglesia, en el bautismo, la confirmación, etcétera, o en tus obras de caridad como medio de ganar el cielo, estás edificando sobre una base falsa. Cree en Cristo y su obra redentora, y la Palabra de Dios dice que serás salvo.

ALGUNAS MUJERES DEL ANTIGUO TESTAMENTO (XVIII)

18. Ester, de huérfana a reina
En el libro de Ester (como en la profecía de Malaquías) tenemos el relato de un episodio en la historia de aquellos judíos que se quedaron atrás cuando otros volvieron del destierro en Babilonia en los tiempos de Esdras y Nehemías. Es un episodio que muestra por un lado cuán alejado de Dios se encontraba aquel pueblo y, por otro lado, cuánto cuidado tuvo Dios para con ellos, no obstante su incumplimiento.
El Asuero del libro de Ester parece haber sido el Darío del libro de Daniel; parece haber sido hijo del rey. Era un dictador medo del imperio medopersa. (Nabucodonosor fue quien llevó el remanente de los judíos al cautiverio y Ciro, un persa, quien permitió que algunos volvieran a Jerusalén setenta años después. La Biblia no revela por qué Mardoqueo, Daniel y otros no regresaron con el grupo restaurado).
Dios hace fracasar todos los planes que Amán había tramado para destruir a los judíos. A la vez El se mantiene escondido de ellos a tal extremo que ni una sola vez aparece su nombre en todo el relato, ni tampoco se lee de oración de parte de ellos ni alabanza una vez liberados de sus enemigos. A lo mejor ellos sí oraron en la ocasión de los lamentos de 4.1 al 6, y a lo mejor sí ofrecieron hacimientos de gracias con el regocijo de 9.18,19. Pero Dios no reconoció ni una ni otra cosa de un pueblo que se conformó con quedarse en el ambiente babilónico.
Nuestro mayor interés se concentra en dos individuos, Ester y Mardoqueo, y en realidad este último es el protagonista mayor. Su negativa persistente a doblarse ante Amán tuvo por resultado que la enemistad del agagueo contra Israel se encendiera en una llama que hubiera devorado toda la nación de Israel. Fue en Susa, la gran capital de la Persia antigua (Irán en el día de hoy), donde este hombre optó por desobedecer la orden del gran rey. Para colmo, él era un hombre insignificante que pertenecía a un pueblo cautivo. Poco nos sorprende que los siervos del emperador hablaran a susurros entre sí sobre este atrevimiento, cuestionando también al judío acerca de su actitud.
Fue la influencia de Mardoqueo sobre Ester que le impulsó a apelar ante Asuero, con el resultado que se derrotó el vil complot.
Vamos ahora a la historia de Ester. El versículo clave en cuanto a ella es Ester 5.14: “¿Quién sabe si para esta hora has llegado al reino?” Para entender la situación tan anormal en que ella se encontró al comienzo del capítulo 2, sujeta a un rey impío, uno tiene que llevar en mente Salmo 22.28: “De Jehová es el reino, y él regirá las naciones”.
Ella fue criada por su tío Mardoqueo cuando el pueblo de Israel estaba en cautiverio en Babilonia. Nos dice la Biblia que era de hermosa figura y de buen parecer. La conducta de Ester tiene para nosotras muchas lecciones.
Ester era obediente. Había aprendido la obediencia en casa de Mardoqueo y ésta le sirvió luego para salvarse la vida a ella misma y a todo el pueblo, obedeciendo ella a Mardoqueo aun cuando fuera reina. La obediencia a los padres es el primer mandamiento con promesa. Efesios 6.1 al 3 dice: “Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque es justo. Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa; para que te vaya bien y seas de larga vida sobre la tierra”.
La gracia era característica de Ester. Primero, halló gracia delante de Hegai, el guarda de las mujeres. Segundo, “ganaba Ester el favor de todos los que la veían”. Tercero, “halló ella gracia y benevolencia delante del Rey Asuero”. Santiago nos dice que el Señor da mayor gracia. Por esto dice el que Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes.
Ester era valiente sobremanera. Supo resistir a Satanás en la forma de Amán, quien quería destruir a todos los judíos y así acabar con la simiente de la mujer que le heriría en la cabeza. Amán era agagueo, o sea, descendiente de Agag quien siglos antes era rey de los amalecitas. Su odio hacia Mardoqueo se debía a que ese hombre era judío y para colmo benjamita, como había sido el rey Saúl. Al hacer frente a Amán y luego pedir que fuese ahorcado, esta joven estaba haciendo la labor que su pariente antiguo, el rey Saúl (también de la tribu de Benjamín) había dejado de hacer y por la cual él fue desechado; 1 Samuel 15. Pablo exhorta a los cristianos en Efeso a “estar firmes contra las asechanzas del diablo”.
Ester oraba. Sólo al haber pasado tres días en oración y ayuno, como estaban haciendo todos los judíos, ella se sintió en condiciones de presentarse delante del rey para rogar por su vida y la de su pueblo. Isaías nos dice a quién es que oye Dios: “... miraré a aquel que es pobre y humilde en espíritu y que tiembla a mi palabra”. La misión de Ester era “hacerlo saber al rey”, 5.14. Ella cumplió con este deber que tal vez parece cosa pequeña pero en realidad fue sumamente difícil, y de una importancia enorme. Es una lección para nosotras: “Señor, qué quieres que yo haga?”

Ester fue honrada durante de su vida y lo es hasta el día de hoy. Los judíos tuvieron paz de sus enemigos; su tristeza se les cambió en alegría; y el luto en día bueno. Estos son días de banquete y gozo, y para enviar porciones cada uno a su vecino, y dádiva a los pobres. “Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras le siguen”.

Doctrina: Cristología (Parte XVIII)

Jesús el Mesías


Su Ministerio Presente de Cristo[1]
a) Cristo está edificando su iglesia
Formación del cuerpo. 1 Corintios 12:13 indica que el Espíritu Santo está formando a la iglesia, el cuerpo de Cristo; no obstante, Cristo, como cabeza de la iglesia la guía y la controla. Hechos 2:47 indica que Cristo es Aquel que produce el crecimiento de ella. Tal cosa es consistente con Hechos 1:1, donde Lucas indica que el Evangelio por él escrito describe la obra que Jesús comenzó, lo cual sugiere que Él hoy continúa su obra de edificación de la iglesia.

Dirección del cuerpo. Cristo no es sólo la cabeza del cuerpo, sino que también lo dirige (Col. 1:18), le da dirección y gobierna sobre él soberana­mente (Ef. 5:23-24). Igual que la cabeza humana le da dirección a todo el cuerpo físico, así Cristo, como cabeza de la iglesia, la dirige a través de la Palabra de Dios (Ef. 5:26).

Alimentación del cuerpo. Cristo sustenta a la iglesia, tal como un in­dividuo alimenta su cuerpo humano; Él es el medio para alimentarla hasta alcanzar la madurez (Ef. 5:29-30). La obra presente de Cristo es llevar el cuerpo hacia la madurez.

Purificación del cuerpo. Cristo participa en la purificación del cuerpo. Induce la santificación del creyente (Ef. 5:25-27). Ello denótala santificación progresiva con la cual Cristo purifica a la iglesia.

Entrega de dones al cuerpo. Cristo es la fuente de los dones espirituales; el Espíritu Santo los administra (Ef. 4:8, 11-13). Los dones se entregan con el propósito de edificar a toda la iglesia y así hacerla crecer. Efesios 4:11-13 indica que los dones se entregan para llevar al cuerpo de Cristo, la iglesia, hacia la madurez.
b) Cristo está orando por los creyentes.
La intercesión de Cristo asegura nuestra salvación. El creyente sólo podría perder su salvación si Cristo no fuera efectivo en su rol de mediador (Ro. 8:34; He. 7:25). La intercesión de Cristo involucra (1) su presencia ante el Padre; (2) su palabra hablada (Lc. 22:32; Jn. 17:6-26); 3) su Intercesión continua (note el tiempo presente en los verbos).

La intercesión de Cristo restaura la comunión que se rompió con el pecado. A Cristo se le llama “Abogado” de los creyentes (gr., parakletos), cuyo significado es “abogado defensor” (1 Jn. 2:1). “En la literatura ra­bínica la palabra podría indicar a aquel que ofrece ayuda legal o quien intercede a favor de alguien más... Indudablemente, la palabra significaba abogado” o “abogado defensor” en un contexto legal”.

Cristo nos está preparando un domicilio celestial (Jn. 14:1-3). Cristo, en la gloria, está preparando muchas viviendas en el hogar del Padre. El retrato es el de un padre oriental rico que añade cuartos en su casa grande para acomodar a los hijos casados. Hay habitaciones para todos ellos.

Cristo está produciendo fruto en las vidas de los creyentes (Jn. 15:1-7). Como el pámpano está pegado a la vid y extrae su vida y alimento de ella para mantenerse vivo y producir fruto, así también el creyente se in­jerta en unión espiritual con Cristo para obtener alimento espiritual de Él. Todo ello da como resultado el fruto espiritual.

c) Obra futura de Cristo.
La esperanza que se exhibe en las Escrituras es la de restaurar final­mente todas las cosas bajo el Mesías. Por un lado, su venida cumplirá la esperanza gloriosa de la iglesia, un evento de resurrección y reunión (1 Co. 15:51-58; 1 Ts. 4:13-18; Tit. 2:13); por otro lado, su venida será de juicio sobre las naciones incrédulas y Satanás (Ap. 19:11-21), de rescate para su pueblo Israel y de inauguración del reino milenario (Mi. 5:4; Zac. 9:10).

5. Conclusión.
Podríamos estar llenando páginas y páginas sobre este tema, y el tema no se agotaría, y nosotros tan sólo hemos dado un pequeño esbozo, una muy pequeña pincelada, de la magnificencia de nuestro Señor. Esperamos que cada creyente pueda seguir estudiando, profundizando, y conociendo más al Señor en sus oficios.
Usando las palabras del escritor anteriormente citado, decimos que: “… podemos notar que los tres oficios de Jesús, coinciden, se sobreponen y se confunden en el oficio de Abogado. En Profeta que da a conocer la voluntad de Dios a los hombres, el Sacerdote divinamente comisionado para negociar con Dios a favor del hombre, y Él es el Rey cuyo poder es ilimitado y a cuya voluntad no puede haber oposición”.[2]
         Complementamos lo anterior con las palabras que escribió el teólogo Eric Sauer, en su obra  el Triunfo del Crucificado,  que concluye de esta forma su análisis de estos oficios que hemos estudiado:
«De esta ruina total el hombre se salva por la victoriosa obra de Cristo en los tres aspectos que hemos venido considerando.
Como Profeta hace resplandecer la luz del conocimiento de Dios que libra el entendimiento del hombre de la oscuridad del pecado, estableciendo de este modo un reino de paz y de gozo en el interior del hombre redimido.
Como Sacerdote presenta el sacrificio y anula la culpabilidad, aliviando así la conciencia (con los sentimientos asociados con ella) de la carga abrumadora de la tristeza. El creyente pasa de este modo a una esfera de paz y de gozo.
      Como Rey dirige la voluntad de los redimidos, guiándola por senderos de santidad, fundando un reino de amor y de justicia en el corazón.
            Así es que su título de "Cristo", el Ungido, al abarcar estos tres aspectos de la salvación, llega a ser la revelación y la explicación de su nombre "Jesús", el Salvador. El ejercicio de su triple cargo libra al hombre de la esclavitud del pecado con respecto a las tres poten­cias de su ser —el entendimiento, los sentimientos y la voluntad— introduciéndole en la esfera de una salvación plena, libre y comple­ta, que no puede ser más cabal de lo que en realidad ha llegado a ser. La triple miseria de la oscuridad, la desdicha y la pecaminosidad ha sido vencida por una triple salvación portadora de la ilumi­nación, la felicidad y la santidad al alma redimida, sin que su triple carácter mengüe su unidad orgánica. Notemos cómo la espiritualidad de Colosenses 3:10, la radiante felicidad de 2 Corintios 3:18 y la santidad de Dios que se expone en Efesios 4:24, brillan de nuevo en la criatura que fue hecha a la imagen de Dios. »




[1] Tomado  del Libro “Compendio Portavoz de Teología” de Paul Enns, editorial Portavoz
[2]  Harry Rimmer, La magnificencia de Jesús, página 254