lunes, 1 de octubre de 2018

LA FE QUE HA SIDO UNA VEZ DADA A LOS SANTOS (Parte V)


JUDAS 3

No hay otro cuadro más bello de fe y piedad, antes de la llegada del Evangelio, que el que encontramos en los dos primeros capítulos del evangelio de Lucas. En medio de toda la iniquidad de los judíos, vemos a Zacarías, a María, a Simeón, a Ana y a otros del mismo sentir. Y se conocieron los unos con los otros, y Ana “hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén” (Lucas 2:38), así como nosotros debemos esperarla en otro sentido.
Pero en cuanto al presente estado de cosas si tomamos el lado de la responsabilidad del hombre, el hombre se desvía en seguida de lo que Dios establece, y se hace luego presente una corrupción creciente, hasta que se hace necesario el juicio. Juan habló de los últimos tiempos que ya habían llegado, porque ya habían surgido muchos anticristos; pero la paciencia de Dios ha continuado, hasta que al final vengan los tiempos peligrosos.
Ahora quiero agregar unas palabras en cuanto a cómo debemos andar en medio de este estado de cosas. Es evidente que debemos recurrir directamente a la Palabra de Dios como guía. No digo que Dios no use el ministerio (pues el ministerio es su propia ordenanza), pero, en procura de la autoridad, debemos dirigirnos a la misma Palabra de Dios. Allí se encuentra la directa autoridad de Dios que lo determina todo, y contamos, además, con la actividad de su Espíritu para comunicarnos las cosas. Sin embargo, es poco feliz si alguien va solamente a las Escrituras rehusando la ayuda de los demás; como tampoco es bueno mirar a los hombres como guías directos, negando así el lugar del Espíritu.
Una madre habrá de ser bendecida en el cuidado de sus hijos, y así también lo debiera ser un ministro entre los santos. Tal es la actividad del Espíritu de Dios en una persona: ella es instrumento de Dios. Pero si bien reconocemos eso plenamente, debemos acudir a la Palabra de Dios de forma directa, y en eso debemos insistir. Todos afirmamos que la Palabra de Dios es la autoridad, pero debemos insistir en el hecho de que Dios habla por la Palabra. Una madre no es inspirada, y ningún hombre lo es; pero sí lo es la Palabra de Dios; y ella es directa: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.” Nunca encuentro en la Palabra que la iglesia enseñe. La iglesia recibe enseñanza, pero no enseña. Las personas sí enseñan. Los apóstoles y otros a quienes Dios utilizó para ese propósito fueron los instrumentos de Dios para comunicar directamente la verdad divina a los santos, pues como está escrito: “Os conjuro por el Señor, que esta carta se lea a todos los santos hermanos” (1 Tesalonicenses 5:27). Esto es de primordial importancia, porque es el derecho de Dios hablar a las almas directamente. Él puede usar cualquier instrumento que le plazca, y nadie puede formular objeciones. “Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito” (1 Corintios 12:21). Pero cuando se trata de autoridad directa, es algo sumamente solemne acercarse a aquella. Tampoco hablo de juicio privado en las cosas de Dios; no lo admito como principio. Es menester discernir acerca de otras cosas; pero tan pronto como se trata de las cosas de Dios, ¿podríamos hablar de juzgar la Palabra de Dios? Ésta es una señal que pone en evidencia la maldad de los tiempos en que nos encontramos.
Cuando reconozco la Palabra de Dios, traída por su Espíritu, me siento a oír lo que Dios me quiere decir, y entonces es la Palabra la que me juzga, y no yo a ella. Es la Palabra divina traída a mi conciencia y a mi corazón: ¿Cómo, pues, habré de juzgar yo a Dios cuando es Él el que me habla a mí? Si lo hiciera, negaría con eso que Él me habla. Para que tenga verdadero poder, es menester reconocerla como la Palabra de Dios para mi alma, y entonces no pensaría jamás en juzgarla, sino que, al contrario, me sentaría ante ella para que sondee mi corazón y ejercite mi conciencia. Luego debo recibirla como la fuente que me proporciona “lo que era desde el principio”. ¿Por qué? Simplemente porque Dios la dio. Al principio no encontramos las cosas tal como fueron corrompidas, sino lo que Dios estableció.
De nada servirá presentarme la iglesia primitiva; lo que preciso es tener lo que fue desde el principio. Y lo que tengo entonces es la Palabra inspirada y la unidad del cuerpo. Pero después del principio, lo que sucedió en seguida en la historia eclesiástica fue toda una desgraciada división. Dice el apóstol Juan: “Si lo que habéis oído desde el principio permanece en vosotros, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre” (1 Juan 2:24). Uno pierde su lugar en el Hijo y en el Padre si se aparta de aquello que fue desde el principio. Es evidente, pues, al aplicar este principio, que debemos tomar en cuenta las circunstancias en que estamos, pues en ellas vemos, no “lo que fue desde el principio”, sino lo que el hombre ha hecho de lo que Dios estableció al principio. Se dice que la iglesia es esto o aquello, pero si tomo lo que Dios estableció, veo la unidad del cuerpo, y a Cristo la Cabeza, y eso es lo que la Iglesia era manifiestamente sobre la tierra. Pero ¿lo encontramos ahora?
Tenemos, por el contrario, una advertencia. Pablo, como perito arquitecto, puso el fundamento, y advierte a aquellos que van a edificar, que no usen materiales malos, tales como madera, heno, hojarasca, que serán destruidos (1 Corintios 3:12). La obra de edificación fue confiada a la responsabilidad del hombre y, como tal, quedó sujeta al juicio. “Sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mateo 16:18), nos muestra el lado de la edificación que Cristo lleva a cabo, la cual prosigue, pues todavía no está terminada. En Pedro leemos también: “Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, más para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed (lit.: “sois”) edificados como casa espiritual” (1 Pedro 2:4-5). Allí se presenta todavía en construcción. Y leemos de nuevo en Efesios 2:21 que “el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor”. Ahora bien, todo esto es la obra de Cristo, lo que los hombres llaman «la iglesia invisible», y por cierto que lo es. Pero, por otro lado, leemos: “Cada uno mire cómo sobreedifica” (1 Corintios 3:10), esto es, sobre el fundamento que había sido puesto por Pablo. Aquí tenemos la obra del hombre como instrumento responsable.

PRIMER ADÁN, ULTIMO ADÁN


La Biblia presenta a Adán como el primer hombre y da al Señor Jesucristo el curioso título de 'postrer Adán' (1 Corintios 15:45). ¿Qué significa este término y por qué es dado? ¿Cuáles son las similitudes entre Adán y Jesús que le garantizan a Jesús este título? ¿Cuáles son las diferencias?

ADÁN Y JESÚS COMPARADOS
Un comienzo milagroso
La Biblia nos dice que el primer hombre, Adán, fue creado por Dios, a su imagen y semejanza, directamente del polvo de la tierra. Dios sopló en la nariz de Adán el aliento de vida y él fue un ser viviente (Gén. 1:26-27; 2:7).
Por lo tanto, Adán no fue el producto de una forma de evolución teísta. Dios no lo hizo a imagen y semejanza de un simio, ni de un 'homínido menor' a través de procesos lentos o mutaciones abruptas. En vez de eso, Dios creó a Adán como un acto inmediato, por medio de su Palabra (por ej. ordenando o queriendo que pasara), en algún momento del sexto día de la semana de la Creación.
Mientras que Adán fue hecho a la imagen de Dios, Cristo es 'la imagen del Dios invisible' (Colosenses 1:15).
La Biblia nos dice que Dios creó todas las cosas a través del último (postrer) Adán, Jesucristo (Juan 1:1-3; Colo­senses 1:15-20; Hebreos 1:2). Jesús preexistía con Dios el Padre y Dios el Espíritu Santo antes de que Adán viviera (Juan 8:58; Miqueas 5:2), sin embargo, en su humanidad, Él también tuvo un comienzo milagroso cuando fue encarnado como un ser humano - siendo concebido por el Espíritu Santo y nacido de la virgen María (Mateo 1:20-23; Lucas 1:26-35).
Perfecto, inocente, santo
Adán fue creado perfecto, en completa posesión de sus facultades humanas, y con una conciencia divina que le permitía tener una comunión espiritual con Dios.
Inicialmente inocente, sin pecado y santo tuvo al principio una relación correcta con Dios, con la mujer, consigo mismo y con el mundo natural a su alrededor.
El último Adán, Jesús, también fue un hombre perfecto, uno con Dios (Juan 10:30; 17:21-22), inocente, sin pe­cado y santo (Hebreos 7:26).
Mucha gente se refiere erróneamente a Jesucristo como el 'segundo Adán', un término que no se encuentra en la Biblia. Sin embargo, la Escritura se refiere a Cristo como el 'segundo hombre' (1 Corintios 15:47). Hubo muchos hom­bres después de Adán, pero sólo Jesucristo fue el segundo hombre completamente sin pecado.
A diferencia del primer Adán, el Señor Jesús era, además, divino, teniendo los atributos, posición, prerrogativas y nombres de la deidad. Siendo completamente Dios, Él es digno de adoración (ver Apocalipsis 5:11-14; Mateo 2:11; Hebreos 1:6).


La cabeza de la humanidad
Adán fue la cabeza de la raza humana. Jesucristo es la cabeza de la humanidad redimida, liberada (ver, por ejemplo, Efesios 5:23). Puesto que Cristo murió una vez para siempre (Hebreos 7:27; 9:28; 10:10-14), nunca habrá nece­sidad de tener otros 'Adán'. Por tanto, Él es el último Adán.
Ambos dadores de vida
El primer Adán dio vida a todos sus descendientes. El postrer Adán, Jesucristo, comunica 'vida' y 'luz' a todos los hombres, y da vida eterna a todos los que le reciben y creen en su nombre, dándoles 'potestad de ser hechos hijos de Dios' (Juan 1:1-14).
Dos gobernantes
A Adán, representando a la humanidad, se le dio el dominio del mundo creado (Génesis 1:26). Después de resu­citar de entre los muertos, Jesucristo fue elevado a la diestra de Dios y le fue dado el dominio sobre todas las cosas, las cuales fueron puestas 'bajo sus pies' (1 Corintios 15:27; Efesios 1:20-22). El primer Adán fue señor sobre un dominio limitado, el postrer Adán es Señor sobre todo (Hechos 10:36).
Un sueño profundo produce una hermosa novia
Génesis 2:21-23 nos dice que Dios hizo caer un sueño profundo sobre Adán, mientras Él creaba la novia de Adán, Eva, de un costado de este - ¡una herida en el costado de Adán produjo una novia! Note otra vez que la evolución teísta es excluida. El texto dice que Dios los hizo varón y hembra desde el principio (Génesis 1:27; 2:7; Mateo 9:14). Si Adán y Eva hubieran sido ‘sub-humanos’ antes de que Dios soplara vida en ellos, ya antes habrían sido varón y hembra, sin la necesidad de que Dios los hiciera así en esta etapa.
Cuando el postrer Adán, Jesús, murió en la cruz, su costado fue traspasado por una lanza (Juan 19:34), y sufrió el sueño de la muerte por todos nosotros. En su muerte Él pago el castigo por los pecados de la humanidad (1 Corintios 15:1-4). Aquellos que se arrepienten y ponen su fe en Él son unidos a Cristo en una relación que la Biblia compara a la de una novia y su esposo (2 Corintios 11:2; Efesios 5:27; Apocalipsis 19:6-8). Por tanto, una herida en el costado del último Adán también produjo una novia, la verdadera Iglesia - una novia gloriosa, 'sin mancha ni arruga... santa y sin mancha' (Efesios 5:27).
Una prueba importante
Al comienzo de su vida, Adán pasó por un período de prueba donde se vería si obedecería a Dios o no. 'Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás' (Génesis 2:16-17).
Al comienzo del ministerio del último Adán, Jesús fue llevado por el Espíritu Santo al desierto para ser tentado (probado — en griego peirazo) por el diablo (Mateo 4:1; Lucas 4:1).
Una gran derrota y una gran victoria
El primer Adán falló la prueba y al hacerlo involucró a toda la humanidad en su derrota, alejándola de Dios jun­to con él. Como resultado, en Adán todos somos condenados, en vacío espiritual, esclavos del pecado y expulsados del Paraíso (Romanos 5:12 ss).
El postrer Adán, Jesús, obtuvo la victoria sobre el pecado, la carne y el diablo. Como resultado, en Cristo, los creyentes son redimidos, prosperados espiritualmente, liberados del pecado e incluidos en el paraíso de Dios (Romanos 5:18ss; 1 Corintios 15:21ss; Apocalipsis 2:7).
Desobediencia frente a Obediencia
El primer Adán desobedeció a Dios. El postrer Adán fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp. 2:8).

Juicio y muerte
El primer Adán experimentó el juicio de Dios — finalmente murió y su cuerpo se convirtió en polvo. A causa de su pecado la muerte entró a todos los hombres, 'por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios' (Ro­manos 3:23).
El postrer Adán, Jesucristo, también murió - en la cruz - para expiar el pecado (Isaías 53:5; 1 Pedro 3:18; Hebreos 2:9), pero no permaneció muerto ni su cuerpo 'vio corrupción' (Hechos 2:27; 13:35-37). Al tercer día se levantó de nuevo, triunfando sobre el diablo y sobre el poder de la muerte para todos los que creen en Él (Hebreos 2:14), y tra­yendo la resurrección de los muertos (1 Corintios15:22-23).

Maldición y restauración
Originalmente la creación era ‘buena en gran manera’ (Génesis 1:31), el ‘último enemigo’, la muerte (I Corintios 15:26) no había entrado en ella; ni siquiera estaba presente en el reino animal, estos al principio se alimentaban de plan­tas (Génesis 1:30). Las decisiones del primer Adán trajeron un reino de muerte y derramamiento de sangre sobre un mundo que originalmente era perfecto y que desde entonces gime de dolor (Romanos 8:22). Precisamente por la sangre derramada por el último Adán en su muerte, esta maldición de muerte y derramamiento de sangre será eliminada y toda la creación restaurada a un estado sin muerte ni pecado (Apocalipsis 21:1; 21:4; 22:3).

CONCLUSIÓN
Todos estamos conectados con el primer Adán (la cabeza natural y legal de la raza humana) como pecadores y culpables, y por lo tanto incluidos en la sentencia de muerte que Dios pronunció sobre él. Sin embargo, todos los que están conectados con el último Adán, Jesús, a través del arrepentimiento y la fe en su obra redentora, son perdonados, han recibido el (gratuito) 'don de la justicia' y 'han pasado de muerte a vida' (Col. 1:14; Rom. 5:17; 1 Juan 3:14).
Tomado de “CUADERNOS KOINONIA”, editado Església Paral-lel, Barcelona, España.

EL CAMINO HACIA LA GLORIA (Parte IV)

LA VIDA ETERNA

Una vida nueva
La fe en el Señor Jesús, “el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25), nos asegura no solamente que estamos al abrigo del juicio, que no pereceremos, sino también que desde ahora tenemos la vida eterna. Jesús dijo: “Es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna” (Juan 3:14-16). El creyente nace a una nueva vida. La vida eterna que recibe no es solamente una existencia sin fin, sino también la vida divina en él, y eso desde su conversión. Nicodemo, un jefe de los judíos a quien Jesús hizo las declaraciones que acabamos de citar, reconocía en él a un maestro venido de Dios. Pero esta afirmación, en aquel momento, no provenía todavía de una verdadera fe. Más bien, Nicodemo se basaba en su propio juicio. Por eso Jesús le dice: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios... Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:2, 3, 5, 7).


 Nacido de nuevo
En efecto, Dios no se contenta con borrar los pecados cometidos por nuestra vieja naturaleza -a la que su Palabra llama “la carne”, y que no puede producir otra cosa que el mal- sino que nos da otra vida, otra naturaleza. Hay un nuevo nacimiento operado por la Palabra -simbolizada por el agua- y por el Espíritu Santo. La Palabra de Dios, aplicada al alma por el Espíritu de Dios, despierta nuestra conciencia, suscita en nosotros la fe, nos lleva al arrepentimiento, nos hace pasar de la muerte a la vida, crea en nosotros un nuevo ser: “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1:23). “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo” (2 Corintios 5:17, 18; Gálatas 6:15).
   Aquel en quien Dios obró así para salvación tiene desde entonces otros pensamientos, otras aspiraciones, otro objeto para su afecto: el Salvador, quien sufrió y murió por él. Como lo afirmaba Jesús a Nicodemo, este nacimiento nuevo es una necesidad absoluta. El cambio producido en aquel que nació de nuevo manifiesta la realidad de su fe en Cristo.

SALVACIÓN Y RECOMPENSA (Parte VII)



Habiendo notado los varios nom­bres dados a las coronas de recompensa, ahora me gustaría enfatizar algunas ex­hortaciones y advertencias que hallamos en el Nuevo Testamento acerca de ellas.
Hablamos previamente de la posi­bilidad de ser desaprobado al final si no te­nemos cuidado de caminar delante de Dios en auto-juicio, sujetando constantemente a los apetitos físicos (1 Co. 9:27). Y también hemos considerado brevemente 2 Juan 8,

‘'Mirad por vosotros mismo, para que no perdáis el fruto de vuestro trabajo, sino que recibáis galardón completo

Es evidente que la recompensa es algo que se puede perder, aunque la vida eterna no se pierde. ¿Como podemos acaso trabajar en vano y perder la corona que se nos ofrece? Notemos lo que dice 2 Timoteo 2:5,

“Y también el que lucha como atleta, no es coronado si no lucha legítimamente”.

He aquí un principio que es a la vez importante y de largo alcance. La i lustración está clara. En las competencias atléticas de los griegos y romanos, había ciertas reglas que todo atleta debiera respe­tar. Aunque un joven tuviera fuerza, vigor y agilidad, si no siguiera las normas de los juegos sería descalificado y no podría recibir la corona del vencedor.
En los juegos olímpicos celebra­dos en Stockholm, Suecia, hace algunos años, un joven indio norteamericano: James Thorpe, sobrepasó a todos los de­más en un número de competencias que requieren fuerza y destreza. Ganó para sí muchas medallas y los demás atletas le tenían envidia, porque habían intentado en vano ganarle. Cuando el rey de Sue­cia le presentó los galardones, exclamó: “¡Usted, señor, es el más grande atleta no profesional en el mundo!” Era un momento de elación y aquel indio norteamericano seguramente sentía gran satisfacción. Pero cuando volvió a los Estados Unidos, ciertos hombres comenzaron una investigación de su pasado. Finalmente descubrieron que un verano, cuando todavía era estudiante en una escuela del gobierno, Thorpe ha­bía jugado en el equipo de béisbol de un pueblo una vez a cambio de unos pocos dólares semanales. Esto técnicamente le descalificó de entrar en una competencia no profesional. Cuando fue declarado al rey, tuvo que escribirle y demandar que devolviera los trofeos. A Thorpe casi le rompió el corazón, pero los devolvió todos y escribió una carta franca en la que rogó al rey no pensar demasiado duramente de él, recordándole que era sólo “un joven indio ignorante”, y no sabía que violaba una norma entrando en los juegos después de haber recibido dinero por jugar al béisbol. Pero su ignorancia de los requisitos no pudo evitarle la pérdida de sus trofeos. Aunque ninguna persona benigna sentía otra cosa que simpatía respecto a Thorpe, sin embargo, todos tenía que reconocer que el rey había actuado con justicia.
Y así será con aquellos que buscan una corona incorruptible. Las recompen­sas sólo serán para aquellos que luchan legítimamente, los que han observado las normas declaradas en la Palabra de Dios.
Puede que haya mucha auto-nega­ción. devoción intensa y gran sinceridad, y sin embargo todo el servicio de la vida puede ser “no conforme” a las Escrituras. De ahí la necesidad de conocer la Biblia y de proceder “según el Libro”. Mucho llamado servicio cristiano hoy en día es meramente actividad carnal. Mucho de lo que es llamado “trabajo de iglesia” se hace de modo totalmente opuesto a la divina revelación de los principios de la iglesia y sus responsabilidades. Hay un patrón que seguir, no modificar ni mucho menos ignorar. Mucho de lo que es considerado como evidencia de espiritualidad es sim­plemente refinamiento natural, y no es en ningún sentido el resultado de la obra del Espíritu Santo. Mucho de “lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación” (Lc. 16:15).
El servicio que tendrá Su aproba­ción y será recompensado con galardón en el Tribunal de Cristo es el que es del Espíritu Santo y de acuerdo con la Palabra de Dios. Nada más pasará la prueba.
Puede que los hombres trabajen cansadamente para edificar y “avanzar la causa”, como se suele decir, y que mues­tren fidelidad recomendable a “principios” que ellos creen ser sanos y correctos, pero que encuentre al final, “en aquel día”, que su tiempo y sus labores han sido por demás, porque no tenía un “así ha dicho el Señor” para autorizar sus esfuerzos. Nuestros pensamientos y opiniones no cambiarán la Palabra de Dios.
Es de importancia primaria que el labrador dedique mucho tiempo al estudio “a conciencia” de la Palabra, con mucha oración, para que su mente sea dirigida por la Verdad, y para que pueda detectar en seguida lo que es contrario a la sana enseñanza.
De otro modo puede que tenga que mirar atrás con remordimientos, viendo sus energías y años malgastados cuando podían haber sido dedicados a la gloria de Cristo, pero que fueron dedicados a la edificación de algún sistema que no se conformaba a las Escrituras, y, por lo tanto, aunque fue sincero, tenía buenas intenciones y quería hacer bien, todo será consumido porque “por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará” (1 Co. 3:13).
El apóstol se preocupaba por no “correr en vano” ni “trabajar en vano”, y a nosotros también esto nos debe preocupar, aunque parece que en muchos casos no es así. Debemos aprovechar cada día para Dios, orando así: “ordena mis pasos con tu Palabra” (Sal. 119:133).
H.A. Ironside

¿En qué consiste el “pecado de muerte”, por el cual no hemos de orar?

Pregunta: ¿En qué consiste el “pecado de muerte”, por el cual no hemos de orar? (1 Juan 5: 16, 17)

RespuestaVolvamos a leer este pasaje: "Si alguno viere a su hermano cometer pecado que no sea de muerte, pedirá, y Dios le dará vida; esto es para los que cometen pecado que no sea de muerte. Hay pecado de muerte, por el cual yo no digo que se pida."
          Para evitar toda interpretación errónea, fijémonos bien en los tér­minos que utiliza el apóstol. Notemos primero que dice: "si alguno viere a su hermano"es evidente, pues, que no se trata de un falso hermano, de un incrédulo, sino más bien de un «hermano en la fe.» Esto basta para garantizarnos que, en este versículo, la muerte aludida no es equivalente a la condenación eterna. Si el que tuvo una caída es un hermano o una hermana, él, o ella, es, por consiguiente, un hijo, o una hija, de Dios, y posee tan gloriosa condición porque creyó en el Nombre del Señor Jesucristo, acudien­do a sus plantas puras en demanda de perdón y de paz: "a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios." (Juan 1:12). "Estas cosas os he escrito, para que sepáis que tenéis vida eterna; es decir, los que creéis en el nombre del Hijo de Dios." (1 Juan 5:13 - VM). "El que tiene al Hijo, tiene vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene vida." (1 Juan 5:12 - traducción al Español de la Versión Inglesa de J. N. Darby). Las Sagradas Escrituras declaran, pues, muy claramente, que Dios concede vida eterna a todos los que creen; ahora bien: si es la vida eterna, ella no nos puede ser quitada.
Pero, por otro lado, si sabemos que ninguna oveja puede ser arrebatada de la mano de nuestro amado Salvador, la Biblia nos enseña también que, si somos "hijos"estamos bajo la disciplina del Padre (Hebreos capítulo 12); Él reprende y castiga a los que ama. Si somos re­beldes, si no honramos al Señor, si no nos examinamos a nosotros mis­mos, confesando nuestras faltas, puede ser que el Señor nos reprenda, nos discipline, y aún nos castigue hasta con la muerte del cuerpo.
Hay en la Palabra de Dios, varios casos de pecados que fueron castigados con la muerte del cuerpo. Ejemplo de ello lo tenemos en 1 Corintios 11. Cuando Jesucristo instituyó la Cena, lo hizo después de una comida. Así es como en los primeros días de la Iglesia, los discípu­los «partían el pan» tras haber compartido una comida fraternal o «ágape». Pero, llevados por la carne, los Corintios, en vez de recordar con todo respeto y santidad la Persona de su Señor y Salvador, habían llegado al extremo de comer y de beber para satisfacción de la carne, y el apóstol Pablo tuvo que reprenderles: "esto no es comer la cena del Señor." (1 Corintios 11: 17-22). Ellos lo hacían de manera indigna; por eso había enfer­mos entre ellos, y muchos dormían; es decir, habían muerto físicamente.
Actualmente, el peligro no es de la misma índole para nosotros; no obstante, podemos también incurrir en el delito de «no discernir el cuerpo» (1 Corintios 11: 27-34) si participamos de la Cena del Señor por rutina, con indife­rencia y falta de seriedad, o si lo hacemos conservando en nuestros corazones una animosidad o rencor no juzgado contra uno de los her­manos sentados juntamente con nosotros en el «partimiento del pan». Estas cosas, al no ser examinadas y juzgadas en nuestros corazones, nos acarrean el juicio de Dios, y somos, entonces, "castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo." (1 Corintios 11:32). Y este castigo no es en ningún modo - ni puede ser - la condenación eterna: se trata de la muerte del cuerpo, que nos quita el privilegio de ser testigos de la gracia de Dios, a causa de nuestra infidelidad.
Otro caso es el de 1 Corintios 5. El apóstol, en nombre del Señor, entrega al culpable a Satanás (lo que era un acto reservado a la auto­ridad apostólica), para muerte de la carne, "a fin de que su espíritu sea salvo en el día del Señor." (1 Corintios 5:5 - RVA). El caso de Ananías y Safira nos sirve de tercera ilustración, relatado en el capítulo 5 del libro de los He­chos.
¡Cuántas veces, por nuestra infidelidad, obligamos a Dios a castigarnos! Con todo, Él es amor y quiere bendecirnos, pero, como escribió el apóstol Pedro, ha llegado el tiempo "de que el juicio comience por la casa de Dios." (1 Pedro 4:17). Un hijo de Dios ha pasado de muer­te a vida, posee, pues, vida eterna, pero puede ser castigado hasta con la muerte del cuerpo, si no se examina, si desprecia la voz del Padre celestial cuando le reprende: Dios decide, entonces, retirarle el privilegio de ser testigo suyo en este mundo; es el "pecado de muerte" o, mejor traducido "pecado para muerte" por el cual no hemos de orar, si guiados por el Espíritu hemos llegado a discernirlo en algún hermano. Por lo demás, sobra recordar que todos los peca­dos son mortales: "el alma que pecare, esa morirá" (Ezequiel 18:20); "la paga del pecado es muerte" (Romanos 6:23); si bien no todos son "para muerte" (del cuerpo).
¡Que el Señor nos guarde, amados hermanos, de llegar a un estado tan extremo! Examinémonos a nosotros mismos, para que no seamos juzgados por Él (1 Corintios 11:31).
"Le Messager Evangélique"
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1955, No. 15.

EL CORDERO DE DIOS (Parte II)


Contempla en Jesús al CORDERO DE LA PROPI­CIACION, al CORDERO DE LA EXPIACION.
Fue Juan el Bautista también que dijo, “He aquí el Cor­dero de Dios que quita el pecado del mundo’’ (Juan 1:29). Esta afirmación nos transporta al día eclesiástico más im­portante del calendario              del pueblo hebreo: el día de la expiación. Ese día los israelitas presenciaban una de las escenas más inolvidables. Nadie que la viera podía olvidar­la El pueblo tenía que llevar dos machos cabríos al sumo sacerdote. Uno de ellos era muerto y su sangre llevada al lugar santísimo del Tabernáculo. Esta parte de la ceremo­nia representaba a Cristo, quien “por su propia sangre, entró una sola vez en el santuario, habiendo obtenido eterna salvación” (Hebreos 9:12).
Pero con el otro macho cabrío se hacía algo maravilloso y pintoresco. Este otro animal era llamado “el macho emi­sario”. La palabra hebrea es “Azazel” que significa “remo­ción”. Ante los ojos del pueblo congregado, el sumo sacer­dote colocaba “las dos manos sobre la cabeza                             del macho cabrío vivo” y confesaba sobre él “todas las iniquidades de los hijos de Israel y todas las transgresiones de sus pecados, colocándolas sobre la cabeza del macho cabrío” (Levítico 16:21). Después una persona elegida al efecto lo llevaba con la mano al desierto (Levítico 16:21), y ese macho cabrío iba al desierto llevando sobre él los peca­dos del pueblo, “a tierra inhabitada” (Levítico 16:22), de modo que el pueblo no veía más sus pecados.
Este es el cuadro exacto que Juan el Bautista tenía en mente cuando dijo de Jesús, “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Nuestro Señor hizo por nosotros lo que figuradamente hacía el macho cabrío para los israelitas el día de la expiación. Cuando cada israelita veía a Aarón colocar las manos sobre la cabeza del macho cabrío y oía confesar los pecados del pueblo, poniéndolos sobre la cabeza del animal, podía decir, “Ahí están mis pecados. Todas mis transgresiones están so­bre la cabeza del macho cabrío”. Y Dios aceptaba esa fe en el símbolo del mismo modo que acepta nuestra fe en la realidad, su Hijo, Cristo, el Cordero de Dios.
Es a esta remoción típica de los pecados del pueblo hebreo a que se refieren las palabras, “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones” (Salmo 103:12).
Mi estimado lector que aún no te encuentras salvo: Dios ha hecho todo lo necesario para que tú recibas el perdón de todos tus pecados y de todas tus transgresiones. El Señor Jesucristo, el amado Hijo de Dios, es el Cordero de Dios que llevó tus pecados sobre la cruz del Calvario. “Cristo fue ofrecido una vez para llevar los pecados de muchos”, y estos incluyen los tuyos, estimado lector.

7. Contempla en Jesús AL CORDERO DE LA PROFECIA
Cuando Juan el Bautista dijo de Jesús, “He aquí el Cordero de Dios”, tenía su vista puesta en la profecía de Isaías. Bajo la inspiración del Espíritu Santo este profeta dijo, “Como cordero fue llevado al matadero” (Isaías 53:7). El capítulo 53 de Isaías contiene la profecía principal de la Biblia relacionada con la obra substitutoria que Cristo efectuó en la cruz del Calvario. Todo el capítulo habla del Señor Jesús. El gran predicador José Parker, de Londres, refiriéndose a este capítulo, dijo, “Con excepción de un sólo Nombre conocido en la historia, no hay nadie a quien se le pueda aplicar cada versículo y cada línea y cada par­tícula” (Peoples’ Bible, Isaías 53). La Biblia misma es el mejor comentario y ella dice claramente que este capítulo de Isaías se refiere a Jesús.
En el capítulo 8 del libro de Los Hechos de los Após­toles aparece el relato del alto empleado del gobierno de Etiopía que leía precisamente este trozo de la profecía de Isaías. Leyó y leyó hasta que se encontró con cierta persona que se menciona en el pasaje, y quedó intrigado por saber de quién habla el profeta. El Señor envió al evangelista Felipe para que le explicara el trozo en cuestión, y, de inmediato le expuso el contenido del capítulo y le dijo al alto funcionario gubernamental que bastaba agregar un nombre al pasaje para saber de quién escribió el profeta. ‘‘Entonces Felipe, abriendo su boca, y comenzando desde esta escritura, le anunció el evangelio de Jesús” (Hechos 8:35). Felipe tomó ese capítulo y predicó un sermón com­pleto y evangélico al tesorero de la reina de Candace. Le explicó cómo Jesús es el Cordero de Dios y cómo murió en la cruz en la ciudad de Jerusalén, y no cabe la menor duda que se refirió una y otra vez a Él mientras leyó en el capítulo 53 de Isaías, “El herido fue por nuestras rebelio­nes, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre El, y por sus llagas fuimos nosotros curados”. También es indudable que le dijo que, a pesar de que todos nos hemos extraviado e ido cada cual, por su propio camino, el Señor colocó sobre Jesús “las iniquidades de todos nosotros”.
Enrique Moorhouse, que fuera amigo de Dwight L. Moody, consiguió que una muchacha norteamericana leyera el pasaje de Isaías 53:5 de esta manera: “Él fue herido por mis rebeliones, molido por mis pecados; el castigo de mi paz sobre Él, y por su llaga fui yo curada”. Y allí mismo y en ese momento fue salva. Moorhouse tuvo oportunidad de verla varias veces después y pudo constatar que su con­versión era genuina; después se unió en matrimonio con un joven cristiano y desarrolló una vida de servicio cristiano.
      Lector: ¿No quieres también tú leer el pasaje de Isaías del mismo modo y hacerlo tuyo, personalmente tuyo? Jesús es “el Cordero” de Isaías 53, el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

LA TENTACIÓN


La sola palabra nos hace pensar en algo siniestro. Definiéndola, tenemos "aquello que lleva a una persona a cometer actos no sabios o inmorales, es­pecialmente porque espera una recompensa". La tentación tiene una cualidad tentadora que es par­ticularmente perversa y difícil de enfrentar. Me re­fiero a una forma ambigua que no sólo nos atrae si­no que también nos es repulsiva al mismo tiempo; por un lado, nos disgusta, pero por el otro lado nos promete "el fruto prohibido". La mercancía de la tentación parece agradable, pero instintivamente sa­bemos que implica un alto precio. Una hora de pla­cer puede arruinar un matrimonio y el testimonio de toda una vida, pero aun así' se nos hace difícil huir sin echarle al menos un vistazo para ver lo que nos estamos perdiendo.
La Palabra de Dios habla bastante acerca de la tentación, y debemos comprender lo que dice, y acudir a los recursos que tenemos en Cristo para poder resistir con éxito. De otra manera nos en­contraremos tropezando en los caminos de la in­moralidad, la culpa, la inutilidad, y finalmente el desespero. Es más, debemos estar bien informados que la batalla contra la tentación no se libra en un solo encuentro, sino que es una lucha que dura toda la vida.
Solamente cuando estemos con el Señor en glo­ria, podremos tener descanso y decir con alivio, "la guerra ha terminado". Mientras tanto continuamos enfrentando innumerables tentaciones. Examine­mos algunas de las principales, según lo indica la Palabra de Dios.

         El encuentro de nuestro Señor con Satanás, en el desierto nos provee información importante so­bre los motivos y métodos de la tentación satá­nica:

1.Satanás ataca en el punto más débil.
Jesús no había comido durante cuarenta días, así que Satanás lo desafió a usar su poder divino para hacer pan. De la misma forma él nos atacará en nuestros puntos débiles. Si yo soy alguien que pone poca atención a la oración y lectura de la Biblia, él tratará de ponerme a la mano la última re­vista Vanidades o Cromos, justo cuando me dispo­nía a leer la Biblia. Si soy una persona criticona, él se encargará de mantenerme al día sobre los erro­res de los demás. Si soy tolerante, me dará canti­dad de razones para justificar mis convicciones ba­jo el pretexto de que soy compasivo. Con razón la Biblia nos advierte que no le demos lugar al dia­blo, 2"

2. Satanás hace ofertas magníficas.
Cuando le ofreció al Señor todos los reinos del mundo, Satanás le estaba ofreciendo gloria sin ne­cesidad de sufrimiento. ¿Para qué tener que pasar por los sufrimientos de la cruz en obediencia a Dios, cuando había un camino más corto para do­minar el mundo? Y a nosotros Satanás nos dice, "no seas fanático en tu cristianismo, todo eso de discipulado y auto negación es para los que no son inteligentes. ¡El sufrir por la causa de Cristo es para bobos!”
Sin embargo, cuando Satanás hace dichas ofer­tas, él no nos muestra la letra pequeña. Él espera hasta que hayamos "firmado el contrato" y enton­ces comenzamos a comprender el engaño, Jesús comprendía perfectamente los términos del con­trato con anterioridad, y porque nunca actuó inde­pendientemente de la voluntad de su Padre, se ne­gó a firmarlo.

3.      Satanás desea adoración.
Y aquí llegamos al fondo de la tentación satáni­ca. Bajo todo brillo engañoso, él busca adoradores. Él codicia aquello que le pertenece únicamente a Dios. Todas sus tentaciones llevan finalmente a su objetivo supremo, ser adorado por los hombres.
Aunque, como cristianos, nosotros nunca nos someteríamos voluntariamente a esta tentación, debemos estar bien conscientes de esta artimaña de Satanás para que evitemos contribuir a ella. Debe­mos darnos cuenta de que las sectas y falsas religiones son únicamente sus organizaciones para distraer a la gente del Dios vivo y verdadero, hasta que llegue el momento cuando todas sus fuerzas se unan para proclamar abiertamente su "supremacía". Actual­mente ya existen en el mundo fuerzas poderosas que trabajan arduamente preparando el ambiente para ese momento.

4. Satanás quiere que los hombres tienten a Dios.
El promueve cualquier línea de razonamiento o actividad para que los hombres pongan a prueba a Dios. Cuando tentó al Señor Jesús, utilizó hasta las mismas Escrituras. ¿Qué deseaba Satanás cuan­do desafió al Señor a tirarse desde el pináculo del templo? Pues bien, si lograba que el Señor ofrecie­ra un espectáculo público, lo distraería de su lugar de dependencia y obediencia al Padre.
Pero, gracias a Dios que el Señor estaba aquí pa­ra glorificar al Padre y no para hacer espectáculos y atraer la atención sobre sí mismo. Su negación a usar el poder divino para beneficio y gloria perso­nal se convirtió en su modo de vida y es un aspec­to sobresaliente de su vida incomparable.
Debemos seguir el ejemplo de Nuestro Señor y negarnos a esta tentación, permitiéndole a Dios que nos forme de acuerdo con sus planes y no tra­tar de "utilizar a Dios" para promovernos a noso­tros mismos.

5. Satanás sabe cómo citar las Escrituras.
Pero él nunca las usa en la forma como Dios quiso que se usaran. Sacándolas del contexto, las utiliza para manipular a las personas, desafiando en esta forma al Dios que las dio. Podemos ver este as­pecto de tentación satánica cuando se mal utilizan las Escrituras para promover algo que no sea la glo­ria de Dios. En ocasiones, cristianos bien intencio­nados dicen: "yo creo en cualquiera que venga con una Biblia", o "yo estoy agradecido por cada pro­grama religioso que pasan por televisión".
La misma Escritura nos advierte a "no creer a todo espíritu, sino probar los espíritus para ver si son de Dios".3 No es suficiente saber que las Escrituras están siendo enseñadas, sino que sean ense­ñadas de acuerdo con los propósitos de Dios y no los del Diablo.
Nuestro Señor respondió cada una de las tenta­ciones de Satanás mencionando las Escrituras, pero en la forma correcta. Nosotros también debemos enfrentar las tentaciones de la misma manera, uti­lizando "correctamente la Palabra de Verdad".4 y permitiendo que ella llene y moldee nuestras vidas, utilizándola para resistir cualquier sugerencia del Diablo.

LA TENTACION QUE VIENE DE DENTRO
Algunas veces en forma equivocada echamos la cul­pa a Satanás por los fracasos en nuestra vida. De­cimos, "el Diablo me hizo hacer esto", cuando en realidad él no puede hacernos hacer algo. Tampoco debemos decir que Dios nos tentó a hacer lo malo. Puede que Dios nos ponga a prueba, como lo hizo con Abraham, y permita las dificultades en nuestra vida, las cuales contribuyen en nuestro crecimiento espiritual, pero El no tienta a nadie.
Muy a menudo la tentación viene de dentro, esto es, de nuestros malos deseos que brotan del corazón. Santiago lo describe de esta manera: "Cuando alguno es tentado, no diga que es tenta­do de parte de Dios; porque Dios no puede ser ten­tado por el mal, ni Él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscen­cia es atraído y seducido. Entonces la concupiscen­cia, después que ha concebido, da a luz el pecado, y el pecado siendo consumado, da a luz la muerte5" ¿Cómo enfrentamos estas tentaciones que vienen de dentro? Primero, debemos entender que cuando Santiago habla de "pasiones" se refiere a deseos equivocados. Estos malos deseos brotan de la "car­ne"— ese principio de maldad que hay dentro de nosotros y que siempre se opone a Dios. "La car­ne es enemistad contra Dios"6
Para ilustrarlo, Pablo habla de la tentación de las riquezas. Si yo tengo pasión por el dinero, yo cai­go en dicha tentación. Si le doy al dinero el lugar de prominencia y prioridad que le corresponde a Dios, estoy pecando.
Puesto que tenemos un Dios de toda gracia que se complace en dar, a menudo Él nos da más que el mero alimento y abrigo que nos satisface. Esta es una razón para darle gracias, y todo lo que nos dé más, debe ser motivo de gozo.7 Pero cuando as­piramos a más riquezas, lo quitamos a El del pri­mer lugar y caemos en la tentación, y otras pasio­nes que vienen asociadas las cuales nos llevarán más y más lejos de Él.8
Debemos darnos cuenta de que las pasiones de la carne nos llevan al pecado y el pecado a la muerte. Esto no significa que el cristiano puede morir espiritualmente y perder su salvación. Pero sí podemos perder en términos de compañerismo con Dios, nuestro fruto para El, y la fragancia de una vida dedicada a Él.
La Palabra de Dios nos da el antídoto para el te­rrible proceso de la tentación: Pasiones—Pecado— Muerte. Este antídoto lo encontramos en Gálatas 5:16 "Andad en el Espíritu y no satisfagáis los de­seos de la carne."
A medida que permitamos al Espíritu Santo guiar nuestras vidas y llenarlas con su fruto, caminare­mos de acuerdo con los deseos de Dios y no con los nuestros. Para aquellos que pertenecemos a Cristo hemos "crucificado los deseos de la carne, con sus pasiones y malos deseos"9, y demostramos esta verdad en forma práctica cada vez que deci­mos "NO" a la tentación.

TENTACIONES POR CAUSA DE OTRAS PERSONAS
Durante su vida en la tierra, el Señor fue tentado por la gente. Los fariseos lo tentaron pidiéndole una señal del cielo;10 "preguntándole acerca del di­vorcio,11 preguntándole si debían pagar tributo al Cesar;12 e indagándole acerca del "mayor manda­miento de la ley".13 En cada circunstancia el Se­ñor les contestó demostrando ese balance perfecto entre gracia y verdad, característico de ÉL. Al Señor le preocupaba la gran necesidad que ha­bía en el corazón de la gente, y conociendo los motivos que los llevaban a hacer tales preguntas, casi siempre respondía al que hacía la pregunta y no tanto la pregunta.
Nosotros también enfrentamos tentaciones que vienen de otras personas. Un vendedor puede ser tentado por sus colegas para que engañe con su cuenta de gastos; un muchacho en bachillerato es presionado por sus compañeros para que fume; un siervo del Señor puede ser tentado por un amigo cristiano para que acepte un empleo secular. En resumen, las tentaciones vienen en distintas formas, y tamaños variados; y de diferentes luga­res. A veces es difícil saber de dónde proviene una tentación en particular. ¿Viene de Satanás o de dentro, o de otra persona? ¿O están los tres invo­lucrados? Puede que no siempre sepamos determi­nar esto. Pero siempre podemos descansar en la fi­delidad de Dios, según lo describe 1 Corintios 10:13 "No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios que no os de­jará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar."
Aprendamos, junto con aquellos que han pade­cido la tentación, a descansar en nuestro gran Su­mo Sacerdote, Jesús, el Hijo de Dios, quien puede compadecerse de nuestras debilidades porque El también fue tentado en todo como nosotros, pero no pecó.
"Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro." 14
Versículos:
(1) Mateo 4 y Lucas 4; (2) Efesios 4:27; (3) 1 Juan 4:1; (4) 2 Timoteo 2:15; (5) Santiago 1:13-15; (6)       Romanos 8:7; (7) 1 Timoteo 6:17; (8)    1 Timoteo 6:9; (9) Gálatas 5:24; (10) Mateo 16:1; (11) Mateo 19:3; (12) Mateo 22:16-18; (13) Mateo 22:36; (14) Hebreos 4:16
Sendas de Vida, 1986

MEDITACIÓN


“Entonces él comenzó a maldecir, y a jurar” (Mateo 26:74).


Un día un predicador caminaba solitario en su jardín, meditando en las actividades de la semana que acababa de pasar, cuando vino a su memoria un incidente muy embarazoso. De repente dejó salir una retahíla de improperios bastante mordaces, por decir lo menos. Uno de su congregación, que caminaba al otro lado de la alta pared del jardín, escuchaba boquiabierto el lenguaje nada ministerial.
Se trataba de un caso de blasfemia privada, un caso desgarrador en la vida de muchos sinceros hijos de Dios. Cientos gimen bajo la opresión de este horrible hábito. Aun percatándose de cuánto deshonran al Señor y corrompen su propia vida, todos sus esfuerzos por romper el hábito son infructuosos.
Las palabras indebidas surgen generalmente cuando la persona está sola (o piensa que lo está) y cuando está bajo tensión nerviosa. Algunas veces éstas son la expresión audible de ira reprimida. En otras ocasiones son desahogos de nuestros sentimientos de frustración. En el caso del predicador, quizás fuera su reacción natural por la vergüenza de encontrarse en un aprieto.
Aún peor que la agonía de la blasfemia privada es el temor de que algún día las palabras se nos lleguen a escapar en público, o cuando estemos dormidos o bajo el efecto de la anestesia en el hospital.
Este viejo hábito volvió a Pedro aquella noche cuando el Salvador fue juzgado. Cuando se le señaló como compañero de Jesús de Galilea, lo negó con maldiciones y juramentos (Mateo 26:74). Nunca lo habría hecho estando relajado, pero ahora estaba en peligro y extremadamente cohibido, y las palabras fluyeron con la misma facilidad que en los días anteriores a su conversión.
A pesar de nuestras mejores intenciones y nuestras más sinceras resoluciones, las palabras se nos escapan antes de tener la oportunidad de pensar. Nos cogen completamente desprevenidos.
¿Debemos desesperar de llegar a conquistar este Goliat en nuestras vidas? No, tenemos la promesa de victoria sobre ésta y toda otra tentación (1Co_10:13). Primero, debemos confesar y abandonar el pecado cada vez que caemos. Luego debemos clamar a Dios para que ponga guarda a nuestros labios (Sal_141:3). Debemos pedir el poder necesario para responder a las circunstancias desfavorables de la vida con aplomo y tranquilidad. En ocasiones, el hecho de confesar la falta a algún otro creyente ayuda a romper el poderoso hábito. Por último, debemos recordar siempre que, aunque los demás puedan no escucharnos en la tierra, nuestro Padre nos escucha desde el cielo. El recuerdo de cuánto le ofende debe servirnos como una poderosa fuerza de disuasión.