lunes, 9 de marzo de 2020

LA ESCUELA DE DIOS

El Señor, en su bondad, su sabiduría y su fideli­dad, condujo a su siervo Moisés, aparte al desierto por cuarenta años, lejos de la mirada y pensamiento de los hombres, para educarlo bajo su dirección inmediata. Moisés tenía necesidad de ello. Aunque había sido enseñado en ‘‘toda la sabiduría de los egipcios” (Hch. 7: 22), todo esto no le hacía apto para el servicio dé Dios. Podía haber tomado sus títulos en la escuela de los hombres y salir con vastos conocimientos, y el corazón lleno de orgullo y vanidad, sin haber apren­dido aun el A, B, C, en la escuela da Dios. Es necesario que aquel que Dios quiere emplear en su servicio esté dotado de cualidades bien diferentes, que sólo se adquieren en el santo retiro de la presencia de Dios.
            La mano del hombre es inhábil para formar un “vaso para honra, santificado, y útil para los usos (2 Timoteo 2.21.) En Génesis 46:34, vemos que los egipcios abominan todo pastor de ovejas”; sin embargo, Moisés que estaba instruido “en toda la sabiduría de los egipcios” es trasladado de la corte real, a una montaña “‘detrás del desierto”, para apacentar un rebaño de ovejas y prepararse para el servicio de Dios.
Ver a un tal hombre, tan bien dotado e instruido, ser llamado a abandonar su alta posición para ir a hacer cosa tan insignificante y humilde, es incomprensible para el hombre, algo que humilla su orgullo y gloria hasta el polvo, manifestando a todos que las ventajas humanas tienen poco valor delante de Dios y que son consideradas como "estiércol” por Dios mismo y por los que han aprendido en su escuela. (Fil. 3.3-15; He. 11.23-27)
            Haga Dios que tú, querido lector, puedas cono­cer por tu propia experiencia lo que significa estar “detrás del desierto”, en ese lugar santo, donde la humana naturaleza es abajada hasta el polvo, y donde Dios es enaltecido. El tumulto aturdidor, la agitación y la confusión de Egipto, no penetran en ese lugar retirado; no se oye el ruido del mundo co­mercial o social; la tentación de la gloria mundana, desaparece; la adulación de los hombres no envane­ce, ni sus censuras desaniman, Allí el “YO” está estimado en su justo valor. “Despertaráme de mañana oído, para que oiga como los sabios” (Is. 50,4). Es necesario que el oído esté abierto y la lengua refrenada (Stg. 1.19), ciencia en la cual Moisés hizo grande progreso “detrás del desierto”.
Todo aquel que esté dispuesto a escoger “antes ser afligido con el pueblo de Dios, que gozar de como­didades temporales de pecado” (He. 11:23-27), puede aprender en la misma escuela.
“La santidad conviene a tu casa, oh Jehová” (Sal. 93.5). La santidad y la gracia son elementos que se hallan siempre, como sabemos, en todas las obras y revelaciones de Dios, caracterizándolas de una mane­ra especial; y así debieran caracterizar igualmente la vida de todos aquellos que, de una manera u otra, trabajan para el Señor. Todo siervo fiel es enviado desde la presencia inmediata de Dios (como lo fue Moisés), con toda la gracia y santidad que moran allí. Él es llamado a ser santo y lleno de gracia, para reflejar en el mundo ese doble rasgo del carácter de Dios, y para esto, no es solamente necesario que venga de su presencia, sino que permanezca en ella, permanezca en espíritu habitualmente en ella. Este es el verdadero secreto de un servicio eficaz; para poder trabajar PARA Dios exteriormente, es preciso estar CON ÉL interiormente, de otra manera el servicio será un fracaso.
Si perdemos esta santa disposición de espíritu, representada aquí por “los pies descalzos”, nuestro servicio será, bien pronto, insípido y sin provecho. No podemos servir a Cristo de una manera eficaz, sino en la medida que gozamos de Él. Cuando el cora­zón se ocupa de las perfecciones que nos atraen pode­rosamente hacia Él, nuestras manos le sirven de la manera más agradable a Él, y más digna de su nom­bre. De modo que nadie puede presentar a Cristo delante de las almas a menos que él mismo no se nutra de Cristo en lo íntimo de su ser.
Podrá, ciertamente, predicar un sermón, hacer un discurso, orar, escribir y cumplir desde el princi­pio al fin todos los actos exteriores de un siervo; pero con sólo esto no sirve a Cristo ni produce fruto para El.
El verdadero siervo debe ocuparse más del Maestro y de su gloria que de la obra que él mismo hace y de sus resultados.
     “Sed templados y velad” 1P. 5.8.
            “Detrás del desierto” es un aire muy saludable para todo siervo de Cristo. Fue en la soledad, de en medio de la zarza ardiendo, que salió el mensaje divino resonando en los oídos del servidor dispuesto: “Ven por tanto ahora, y enviarte he”; “Yo seré contigo”. Cuando Dios dice estas palabras al siervo, está abun­dantemente provisto de autoridad y de potencia di­vina. para ir a donde Dios Te envíe.
Contendor por la Fe, N°51-52, 1944.

LA LEY Y LA GRACIA (1)


POR C. H. Mackintosh
Éxodo 20

La ley en contraste con la gracia

         La ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17) es la forma en que breve y solemnemente la Biblia nos presenta el cambio —o más bien el contraste— en los caminos dispensacionales de Dios con el hombre como consecuencia de la venida del Hijo de Dios al mundo.


            La dispensación de la ley comienza y termina con Moisés. La dispensación de la gracia no es el resultado de un proceso que evolucionó a partir de la dispensación que le precedió. Ésta comienza en el punto donde la primera terminó, y se halla en entero contraste con aquella en todos sus rasgos característicos.

Carácter y objeto de la ley

            Es de la mayor importancia que los cristianos entiendan el verdadero carácter y objeto de la ley moral tal como nos es presentada en el capítulo 20 de Éxodo. Existe una tendencia en la mente a confundir o mezclar los principios de la ley y los de la gracia, de modo que ni la ley ni la gracia puedan ser correctamente comprendidos. La ley es despojada de su severa e inflexible majestad, y la gracia es privada de todos sus divinos atractivos. Las santas exigencias de Dios permanecen sin respuesta, y las profundas y múltiples necesidades del pecador siguen sin ser satisfechas, debido al anómalo sistema creado por aquellos que buscan mezclar la ley y la gracia.
            De hecho, nunca es posible hacer que la ley y la gracia se amalgamen, pues ambas son tan diferentes como el día y la noche. La ley pone en evidencia lo que el hombre debiera ser; la gracia, en cambio, manifiesta lo que Dios es. ¿Cómo, pues, es posible, que ambas puedan formar conjuntamente un solo sistema? ¿Cómo puede alguna vez el pecador ser salvo mediante un sistema construido en parte por la ley y en parte por la gracia? ¡Imposible! Debe ser salvo o por uno o por otro.
            La ley es llamada algunas veces «la expresión del pensamiento de Dios». Pero esta definición es completamente inexacta. Si dijésemos que la ley es la expresión del pensamiento de Dios respecto de lo que el hombre debiera ser, estaríamos mucho más cerca de la verdad. A quien quiera considerar los diez mandamientos como la expresión del pensamiento de Dios, yo le pregunto si en el pensamiento de Dios no hay otra cosa que “harás esto” y “no harás aquello”. ¿No hay en él gracia, ni misericordia ni bondad? ¿No manifestará Dios lo que es, ni revelará los profundos secretos de ese amor que rebosa de su corazón? ¿No hay nada más, en el carácter de Dios, que rígidas exigencias y severas prohibiciones? Si así fuera, debiéramos decir que “Dios es ley”, en lugar de decir que “Dios es amor”. Empero —bendito sea su Nombre— hay mucho más en el corazón de Dios de lo que jamás podrán expresar «las diez palabras» pronunciadas sobre el monte que ardía. Si yo quiero saber lo que es Dios, no tengo más que mirar a Cristo, “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9).

“La ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17).

            Necesariamente, en la ley se hallaba cierta medida de verdad; contenía la verdad en cuanto a lo que el hombre debía ser. Como todo lo que dimana de Dios, la ley era perfecta en su medida; es decir, perfecta para lograr el fin para el cual fue destinada. Pero ese fin no era, de ninguna manera, revelar la naturaleza y el carácter de Dios delante de pecadores perdidos y culpables. En la ley, no había gracia ni misericordia:

El que viola la ley de Moisés, por el testimonio de dos o de tres testigos muere irremisiblemente” (Hebreos 10:28).

“Por tanto, guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos” (Levítico 18:5; Romanos 10:5).

“Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (Deuteronomio 27:26; Gálatas 3:10).

            Este lenguaje, evidentemente, no es el de la gracia. No es en el monte de Sinaí donde debe ser buscada. Jehová se manifiesta allí rodeado de una majestad terrible, en medio de la oscuridad, tinieblas y tempestad, con truenos y relámpagos. Esas circunstancias no son las que acompañan una dispensación de gracia y de misericordia; en cambio, sí encajaban perfectamente en una dispensación de verdad y de justicia: y la ley no era otra cosa que esto.
            En la ley, Dios declara lo que el hombre debía ser, y pronuncia una maldición sobre él si no lo es. Más cuando el hombre se examina a sí mismo a la luz de la ley, descubre precisamente que él es eso mismo que la ley condena. ¿Cómo podría, pues, obtener la vida en virtud de la ley? La ley propone la vida y la justicia como el blanco que el hombre ha de alcanzar cuando la haya guardado; pero, desde el primer momento, nos muestra que estamos en un estado de muerte y de iniquidad, y que desde el principio tenemos necesidad de las cosas que la ley nos propone que alcancemos al final. ¿Cómo, pues, debemos hacer para alcanzarlas? Para cumplir lo que la ley demanda, es preciso que yo tenga vida; y para ser lo que la ley demanda que yo sea, es indispensable que posea la justicia; y si no tengo vida ni justicia, entonces soy “maldito”. Pero el hecho es que yo no tengo ni la una ni la otra. ¿Qué pues habrá que hacer? Que respondan los que quieren “ser doctores de la ley” (1.ª Timoteo 1:7); que respondan de manera tal que satisfaga a una conciencia recta, doblegada bajo el doble sentimiento de la espiritualidad y de la inflexibilidad de la ley, y de su propia naturaleza carnal imposible de corregir.
            La verdad, tal como nos enseña la Biblia, es que “la ley se introdujo para que el pecado abundase” (Romanos 5:20). Esto nos demuestra muy claramente cuál es el verdadero objeto de la ley: ella vino a fin de demostrar que el pecado es “sobremanera pecaminoso” (Romanos 7:13). La ley, en cierto sentido, era como un espejo perfecto descolgado desde el cielo para revelar al hombre su desorden moral. Si yo me miro ante un espejo con mis vestidos desordenados, el espejo me mostrará el desorden, pero de ninguna manera lo compondrá. Si mido una pared torcida con una plomada perfectamente justa, el plomo me revelará las desviaciones de la pared, pero no la enderezará. Si, durante una noche oscura, salgo con una luz, ésta me dejará ver todos los obstáculos y asperezas de mi camino, pero no los quitará. Sin embargo, ni el espejo, ni la plomada ni la luz crean los males que tan diáfanamente puntualizan; no los crean ni los quitan, sino que simplemente los manifiestan. Lo mismo ocurre con la ley; ella no crea el mal en el corazón del hombre ni tampoco lo quita, sino que simplemente lo revela con una infalible exactitud.
            “¿Qué diremos, pues? ¿La ley es pecado? En ninguna manera. Pero yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás” (Romanos 7:7). El apóstol no dice que el hombre no hubiese tenido “codicia…”, sino simplemente que “no la hubiese conocido”. La “codicia” estaba en el hombre; pero él estaba en tinieblas en cuanto a ella hasta la llegada de la ley; hasta que “la lámpara” del Todopoderoso (Job 29:3) alumbró los rincones oscuros de su corazón y manifestó el mal que en él había. Así como un hombre, en una cámara oscura, puede estar rodeado de polvo y confusión, sin que pueda apercibirse de ello, a causa de la oscuridad en que está sumido; pero que tan sólo un rayo de luz penetre allí, e inmediatamente lo distinguirá todo. Sin embargo, ¿acaso los rayos de sol crean el polvo? Seguramente que no; el polvo está allí, y el sol no hace más que descubrirlo y manifestarlo. Tal es, pues, el efecto que produce la ley. Ella juzga el carácter y la condición del hombre; le prueba que es un pecador y lo encierra bajo maldición; la ley viene para juzgar al hombre, y lo maldice si él no es lo que la ley le dice que debe ser.

LA CURIOSIDAD DE PEDRO

¿Es usted curioso? En este artículo vamos a descubrir las implicaciones y gran­des consecuencias que puede tener en la vida de cualquier persona esta facultad humana con la que todos nacemos y ejercemos a diario. De los infinitos ejemplos en los que podríamos fijarnos tomaré uno muy sencillo que encontramos en la Biblia, en el evangelio de Juan 13:36 y que tiene que ver con una simple pregunta del apóstol Pedro a Jesús. “Señor, ¿A dónde vas?”. El contexto es el de la celebración de la última cena en el aposento alto y el discurso de Jesús a sus apóstoles antes de que fuera entregado esa misma noche por Judas.
            Un triple anuncio en boca de Jesús iba a producir una tremenda turbación en el pe­queño y amado grupo de seguidores. El primero fue el anuncio mismo de la traición de uno de ellos, ¡nada más y nada menos! El segundo y que trajo mayor conmoción sin duda fue el anuncio de la partida del propio Jesús, abandonando aparentemente a sus discípulos. Y el tercero, no menos sorprendente, el de la triple negación de Pedro al cantar el gallo. En ese estado de nervios propio de la situación que estaban viviendo fue en el que se dirigió Pedro a Jesús inquiriendo por su partida: “Señor ¿a dónde vas? Ahora bien. ¿Alabaremos a Pedro por su curiosidad? ¿Por interesarse en cuanto al enigmático destino al que se dirige su Maestro? Ciertamente su reacción es la propia de un corazón genuinamente interesado por el acontecer de un ser querido. Como la del niño que ve a su papá ponerse el abrigo para salir de casa y deseoso de seguir en su compañía y le pregunta a dónde va, ¿acaso piensa marcharse sin él? ¿es que no puede acompañarle como siempre que sale a pasear? El caso de Pedro nos invitará, como veremos, a reflexionar acerca de la buena y la mala curiosidad. Siendo, como hemos dicho, la curiosidad una potencia innata del alma que nos impulsa a conocer, aprender, investigar y experimentar la vida que vivimos, debemos no obstante estar muy alerta en cuanto a la curiosidad misma pues no siempre es buena. La curiosidad es mala cuando guiada por la concupiscencia nos conduce a lo prohibido por Dios. Siendo bueno el afán por conocer y saber y experimentar, éste se vuelve extremadamente nocivo cuando se dirige a lo que Dios ha prohibido en su Palabra. La historia bíblica está repleta de ejemplos al respecto. Desde el mismo Edén y el fruto apetecible a los ojos de Eva, pasando por la mujer de Lot y su mirada prohibida, como sin duda fue la del rey David sobre Betsabé con sus desastrosas consecuencias. Y qué decir de uno de los pecados capitales de Israel en cuanto al “Ocultismo” prohibido por Jehová. Pero también el Nuevo Testamento advierte sobre toda curiosidad dirigida a experimentar lo prohibido por Dios como por ejemplo la inclinación perversa a probar nuevos tipos de relaciones sexuales, abandonando el uso natural señalado por Dios.
            En la actualidad serían también incontables las situaciones en que nos vemos envueltos, cada día, por esta mala curiosidad. Nos acecha en todo lugar, por dentro y por fuera de nosotros mismos, por la televisión, el cine, las conversaciones, las amistades, las lecturas, etc. En su obra autobiográfica “Las Confesiones”, Agustín de Hipona dedica parte del libro X a uno de los que fue su mayor problema: La tentación de la curiosidad. Hoy, el Areópago se ha globalizado y el deseo por “decir o en oír algo nuevo” es nuestro pan diario. Nuestra sociedad está siendo educada en la más crasa permisividad y miran con recelo a cualquiera que interponga un “pero” o una prohibición a la libertad que tiene todo individuo -niños y jóvenes incluidos- a probarlo todo, experimentarlo todo. No existe ley por encima del derecho personal a decidir lo que uno puede o no hacer, dicen. Y así le va a la sociedad.
            Pero ni siquiera Dios tiene tamaña libertad, de hacer o experimentar cualquier cosa, ya que él mismo se ciñe a su propio carácter santo por lo que nunca cometerá pecado ni experimentará con la tentación del mal. (Santiago 1:13). Tampoco el creyente debe curiosearlo todo pues si bien es cierto que en Cristo ahora todas las cosas le son lícitas, no todas convienen (1a Corintios 6:12). Esta enseñanza debe volver a enfatizarse en la Iglesia y en especial dentro de la propia familia cristiana cuando los hijos reclaman derechos y libertades que están en clara oposición con los mandamientos de Dios. Sólo la Palabra de Dios es la regla única de fe y conducta para el verdadero creyente.
            “Señor ¿a dónde vas?”. Sí, Pedro, hay una buena curiosidad, la que está movida por el amor a Dios y busca hacer su voluntad. Bienaventurado tal varón (Salmo 1) que en la ley del Señor está su delicia y en ella medita... día y noche. El interés de saber más de Dios para honrarle como se debe. El afán de escudriñar las Escrituras para entenderle mejor. El esfuerzo por experimentar más de Cristo por medio de la oración y el ayuno, etc. Alábese por tanto “en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque estas cosas quie­ro, dice Jehová (Jeremías 9:24).
            Por supuesto que hay una buena curiosidad en todas las áreas de la vida, en todos los campos del conocimiento. Dios nos ha dotado de esta capacidad para su gloria. En Éxodo 31 leemos: “Mira, yo he llamado por nombre a Bezaleel hijo de Uri, hijo de Hur, de la tribu de Judá; y lo he llenado del Espíritu de Dios, en sabiduría y en inteligencia, en ciencia y en todo arte, para inventar diseños...” (Ex.31:2-4) Pero aun siendo buena la curiosidad hemos de aprender a hacer un buen uso de la misma y no dejarnos dominar por ella. Aún la buena curiosidad puede apartarnos de lo que es mejor para nosotros. Si vas conduciendo y ocurre un accidente a tu izquierda, la buena curiosidad por ver lo ocurrido para echar una mano y ayudar a socorrer puede desviar tu atención de tu propio volante y lo que tienes delante para sufrir tu propio accidente.
            En el caso que nos ocupa, la curiosidad de Pedro por saber a dónde va su Señor le ofusca y pasa por alto las palabras más importantes que Jesús acaba de darles. Es cierto que anuncia su marcha (Jn. 13:33) pero inmediatamente les da el mandamiento de amarse los unos a los otros como él los ha amado (Jn. 13:34). Mandamiento que obvia Pedro, en ese instante, obsesionado por la curiosidad del destino de su querido Maestro. La aplicación aquí es clara para nosotros. La curiosidad particular que podemos sentir hacia ciertos temas oscuros o insondables de la biblia (Decretos de Dios, Escatología, etc.) nos pueden distraer o apartar de aquellos mandamientos clara­mente revelados en la misma y que son “para nosotros y para nuestros hijos para siempre, para que cumplamos todas las palabras de esta ley” (Deuteronomio 29:29).
Carlos Rodríguez
En la calle Recta, N° 265, diciembre 2019

FRUTOS DEL AMOR DIVINO



"Más Dios muestra su amor para con nosotros, en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Así que, mucho más, habiendo sido ya justificados en su sangre, seremos salvos de la ira por medio de él." (Léase Romanos 5:6-11)
           
           
Hemos llegado a aquel período en la historia de las relaciones de Dios para con los hombres, cuando Su amor se revela como perfecto, en conexión con la cruz de Cristo. La verdadera condición del ser humano –desde Adán hasta Cristo– ha sido ya considerada en sus diversas fases: Dios en su mucha paciencia ha realizado una prueba perfecta de lo que el hombre era, y sigue siendo; y el resultado es que se encuentra sin nada absolutamente bueno delante de Dios. Ésta es la triste, tristísima condición de todo “nacido de mujer”. Más de cuatro mil años de prueba y toda justa tentativa bajo todas las circunstancias posibles en que el hombre ha sido colocado, han demostrado su verdadero carácter y condición. Pero no sólo se halla desprovisto de todo lo bueno en la presencia de un Dios clemente y misericordioso, sino que hay en su corazón y en sus actos, la presencia de todo lo malo. Negativa y positivamente, en principio y en práctica, es el hombre esencialmente impío.
            Dios supo esto desde el principio; pero es sólo después de haberlo probado plenamente cuando puede tomar su lugar hacia el pecador en la persona de Cristo Jesús, conforme a la grandeza de Su amor y las riquezas de Su gracia. Éste es un punto de inestimable importancia práctica en la historia de las almas. ¡Cuántas veces hemos visto un creyente novicio sumamente turbado y sin disfrutar la paz de Dios, porque experimenta que hay muchas cosas en su interior que son contrarias al Señor! Y se pregunta: – ¿Cómo puedo creer que Dios me ama? ¿Cómo puedo imaginarme que Él oye mis oraciones? ¿Cómo estaré seguro de ser Su hijo, con todo el pecado que mora en mi interior?
            Dicha inquietud es natural, y hasta cierto punto es bueno estar turbado a causa del pecado interior; pero el objeto que se propone Satanás es que el alma no salga de este estado, haciendo que se ocupe en buscar evidencias interiores, y de este modo acosar e inquietar al débil en la fe. Tales almas no han aprendido la gran verdad que el apóstol está anunciando aquí y que estamos considerando ahora: el amor perfecto de Dios hacia el pecador (después de la prueba que Aquel hizo con el hombre), basado en la obra perfecta de Cristo. Una vez conocida y apreciada esta grande, consoladora y pacífica verdad, todas las dudas, temores e inquietudes desaparecen inmediatamente. Nada sino una perfecta paz y un gozo inconmensurable debiera llenar el alma del creyente, y nada debería inquietar su dulce calma. Ha venido a ser una sola cosa con Cristo en la resurrección –fuera del alcance de cualquier enemigo- y poseedor de Sus “inescrutables riquezas”.
            Si Dios hubiera manifestado su amor hacia el hombre antes de haber probado lo que había en éste, se hubiera “arrepentido” después (como dicen muchos) a causa de la ingratitud y desobediencia humanas; con mucha razón podríamos dudar entonces de lo que Dios dijera ahora, pues Él no podría alejarse de nosotros, abandonándonos por ser tan realmente depravados. Más, ¡oh preciosa! ¡Bendita!, sí ¡verdad tres veces bendita para nuestras almas! No fue sino después de haber probado la terrible culpabilidad del ser humano en la muerte del Señor Jesucristo el amado Hijo de Dios, cuando nos reveló plenamente Su amor. Y si Dios puede amar, y en verdad ama, al pecador, en Cristo Jesús, después de esta manifestación de odio, rebelión y maldad, ¿cuál no será este amor? Y exclama el corazón, descansando a la luz esplendorosa de aquel amor, que jamás nube alguna podrá empañar: ¡oh amor poderoso, admirable, sorprendente y sin igual! Es cual océano sin playa, sin medida ni límites, de donde nacen las diez mil corrientes de la gracia viva, para refrescar a los cansados en el camino, y para confirmar nuestras almas en fe y santidad.
            Era este amor el que inundó el corazón del apóstol Pablo mientras escribía los once primeros versículos de este capítulo –quizás los más ricos que se nos hayan dado–, en manifestación del amor divino.
            ” Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. Pues apenas morirá alguien por un justo; con todo, pudiera ser que alguno se atreviera a morir por un hombre de bien. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Vs 6-8)
            Éste es el Evangelio de la gracia de Dios; el nuevo principio establecido por Dios en sus relaciones o trato para con el hombre, el cual está ahora en Su presencia, completamente perdido. Desde el principio hasta la Cruz, todas las relaciones de Dios con la humanidad –ya sea con individuos ya sea colectivamente por dispensaciones-, sólo han demostrado que el ser humano es absolutamente opuesto a Dios en su naturaleza y sin esperanza de remediar su condición: por consecuencia, el amor que Dios le ha demostrado después, debe ser por excelencia gratuito y perfecto. Jamás se ha encontrado en el hombre algo que pudiera inducirle a la manifestación de Su divino amor; sino al contrario, mucho para disuadirle.
            Mas ahora todo ha cambiado. Dios desiste de los derechos de su soberanía: la gracia reina; pero no sobre las ruinas de la ley y de la justicia (no por desconocer las demandas de Dios, ni pasando por alto la culpabilidad del hombre) sino por medio de justicia consumada para con Dios y la vida eterna para el perdido pecador, por Jesucristo, nuestro Señor y Salvador. “más donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia (Ro 5:20-21)
            Afirmamos que éste es el Evangelio en su relación hacia Dios: sus efectos respecto al hombre se manifestarán en verdadera fe, arrepentimiento según Dios, y una vida de santidad: ¡ojalá comprendiéramos mejor esto! pues cuando se acepta con sencillez hasta la menor duda queda cancelada. Si yo sé que Él me ama con un amor perfecto, después de haber conocido mi pecado y culpabilidad en su pleno alcance, entonces ningún mal puede brotar en mi corazón que Él no supiera de antemano, y que no haya juzgado plenamente en la cruz de Cristo, y apartado de su vista para siempre.
            Pero tal vez alguien preguntará: – ¿No amaba Dios al pecador antes de la muerte de Cristo? Por cierto, que sí. Un perfecto amor anidó siempre en el corazón de Dios para con el hombre. La muerte del Señor Jesucristo nos muestra la expresión del amor de Dios hacia nosotros, y el carácter o grandeza de aquel amor se revela comparando la condición de aquellos por quienes Cristo murió. Un amor pleno, perfecto y activo siempre moró en Su corazón: y su gran objetivo fue siempre la reconciliación del hombre hacia Sí. Dios nunca fue enemigo del ser humano, por lo tanto, Él no necesitaba reconciliarse: al contrario, “Él estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus transgresiones”.
            Muchísimos pasajes de las Sagradas Escrituras vienen a la mente en prueba de esta pacificadora verdad, tales como: “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por medio de él. “Y éste: “Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo como salvador del mundo”. (1 Jn 4:9,14)
            Sí, ¡qué bendición para nosotros al estar este amor siempre allí!; aun siendo rechazado, no fue menoscabado en lo más mínimo. Pero la muerte de Cristo abrió el camino para su plena revelación, y para consumar todo propósito de la gracia. Ningún lazo de unión existía entre Dios y el hombre en la carne: a cambio de tanto amor, sólo recibió odio; jamás hubo respuesta alguna en el corazón humano a Su más tierna invitación. Pero Cristo, en su muerte, glorificó a Dios respecto al pecado; Él cumplió con toda justicia; Él llenó o satisfizo las mayores demandas del cielo y las más hondas necesidades del hombre. Así fue exaltada la ley y la promesa establecida en Su persona; y con respecto al pecado, en Su muerte y resurrección ha obrado una base justa para la perfecta manifestación de la naturaleza y carácter divinos. Ahora Dios toma Su propio lugar, y revela lo que Él es hacia el pecador, en Cristo Jesús.
            Ya vimos lo que es el hombre: ahora veamos lo que Dios es, y cuáles son los frutos de Su amor.
            El apóstol dirige después nuestra atención a lo que nosotros llamaremos las primicias del perfecto amor: la muerte de Cristo, un objeto de meditación para la fe, pero fuera de nosotros mismos. “Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos”. Jamás fue revelada verdad alguna tan difícil de creerse por el hombre como lo es ésta. Es tan opuesta a todos los pensamientos, afectos, ideas y obras humanas que el hombre no puede comprenderla. ¿Quién ha oído jamás hablar de un amor por el cual hayan sido esparcidos sus más preciosos dones sobre implacables enemigos, aunque sin fuerzas? – “¡Harás esto…!” ¡No hagas aquello, o sufrirás las consecuencias!... Estos mandamientos el hombre puede fácilmente comprenderlos, son lógicos, conformes a su razón. Pero que por amor se le diga (tras haber probado que no hay nada en el ser amado sino un odio que no cambiará jamás, y cruel como la muerte): "He abierto las cataratas del cielo para que mi amor fluya plenamente, sin medida ni obstáculo capaz de detenerlo, para vuestra eterna salvación", esto sobrepasa los pensamientos más elevados que puedan ocupar la mente humana. Que Dios ame al justo, al bueno, al santo, no causa sorpresa alguna; pero que ame a los impíos, injustos y pecadores, y haya dado a su Hijo amado para que sufriese la muerte que ellos merecían, esto brillará siempre a través de los siglos sin fin en la eternidad como la maravilla de las maravillas.
            Pero, ¿quién lo creyera?, aún en este oráculo de amor ha encontrado la criatura algo que le desagrada y de lo cual se queja. No puede sufrir la idea de que se le proclame flaco, débil, impotente. Con mayor agrado aceptaría ser llamado impío que sin fuerzas. Con repetidas pruebas y vanos intentos, espera dejar de ser impío y mejorarse, rehusando doblegarse ante la humillante verdad que está completamente “sin fuerza”.
            Y aquí es donde principia el Evangelio, y a donde todo hombre debe venir, si es que quiere salvar su alma. Luchará por mucho tiempo contra la verdad, a semejanza de muchos, pensando que pueden hacer algo, o cuando menos sentir que están mejorándose por medio de sus obras, tal vez por medio de la oración, por leer la Palabra de Dios, o hacer uso de los medios de gracia. Pero, ¡no! Dios esperará hasta que –despierto el pecador- se doblegue ante el resultado de su propia historia, conforme la ha escrito Dios mismo: incapaz de obrar el bien; muerto, moral y espiritualmente; condenado ya y culpable de la muerte de Cristo.
            Éste es –lo repetimos–, éste es el Evangelio; no lo que el hombre es, ni lo que Dios exige del hombre; sino lo que Dios es, tras haber demostrado que el ser humano tanto es impío como impotente. Creído esto, la luz del cielo inunda el alma. Con su primer aliento el creyente podrá exclamar: “Dios me ama con amor perfecto, a pesar de todo lo que soy y cuanto he hecho: Cristo murió por mí, y todos los beneficios de su muerte son míos; así que mi salvación depende, no de mi propia consistencia (aunque debe ser consistente) sino de la inmutabilidad del amor de Dios y de la eterna eficacia de la sangre de Cristo. Sólo tengo que descansar en Su amor y gozarme de los resultados de la obra de Cristo, la cual me hace idóneo para Su santa presencia”.
            Pero, ¿cuál será la culpa de aquellos que rechazan al Señor Jesucristo lleno de gracia y de bondad, de aquellos que rechazan hasta el mismo Dios que quiere reconciliarlos en amor? Rechazan todo aquello en que se les ofrece bendición, y el alma se condenará eternamente, porque se dio muerte a sí misma. El solo recuerdo de tal amor, y tan menospreciado, de tantas oportunidades siempre despreciadas, dará vehemencia a las llamas del fuego que no se extinguirá jamás, y vitalidad al gusano que nunca muere.
            ¡Tenga el Señor misericordia del lector que aún no se haya convertido, y lo guíe a tomar su verdadero lugar a los pies de Jesús, y a creer lo que ha sido tan plenamente revelado! “Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos”.
J.N. Darby
Revista Fe

El significado de la cruz para nosotros

El aspecto individual
Para el cristiano, como individuo, la cruz encierra un doble signi­ficado: por una parte, es la base de su justificación por la que se arregla su vida pasada frente a la justicia de Dios; y por otra, es el fundamento de su santificación, por la que se gobierna su vida presente según la voluntad de Dios


La base de la justificación
            Preciso era que nuestros pecados fuesen cargados sobre el Fiador, quien debió llevarlos como sustituto en lugar de otros, a fin de que éstos, habiendo muerto al pecado, viviesen luego a la justicia (Is. 53:6; 1 P. 2:24; He. 9:28; 2 Co. 5:21). De la forma en que la ruina del hombre se produjo por un solo acontecimiento histórico —el de la Caída— así también tuvo que ser levantado de su postración por el Fiador mediante un solo suceso: el acto de justicia del Gólgota (cp. Gn. 3 con Ro. 5:18). En Romanos 5:18 Pablo emplea la voz griega dikaioma que indica un hecho justo, y no la palabra más corriente dikaiosune que significa la calidad de la justicia o de la rectitud.
            La naturaleza esencial del pecado es la rebeldía, que conduce indefectiblemente a la separación de la criatura del Creador como fuente de vida, y, por consiguiente, resulta en la muerte del pecador. Obviamente la expiación ha de corresponder a la naturaleza del pecado, y, por lo tanto, el Redentor debió sufrir la sentencia de la muerte para poder efectuar la restauración de la vida. He aquí el significado de la declaración: “Sin derramamiento de sangre no se hace remi­sión” (He. 9:22). Solamente por medio de tal muerte pudo el Redentor anular el poder de quien tenía el imperio de la muerte, es a saber, el diablo (He. 2:14). En la sabiduría eterna de Dios hubo esta necesidad: que la misma muerte, el gran enemigo de los hombres, llegase a ser el instrumento de su salvación, y que aquello que era tanto el resultado como el castigo del pecado se convirtiera en camino para redimir al hombre de su pecado (1 Co. 15:56; Ef. 2:16).
            Pero se desprende de todo ello que la muerte de Cristo es “la muerte de la muerte”, según la figura de la serpiente de metal en el desierto, ilustrándose el mismo hecho por la manera en que David mató a Goliat con la misma espada del gigante (Nm. 21:6, 8; cp. Jn. 3:14; 1 S. 17:51; He. 2:14).
            He aquí la lógica de la salvación, que se arraiga profundamente en el plan divino de la redención, siendo irrecusable y demoledora frente a todos los orgullosos ataques de la incredulidad. La “teología de la sangre” —según la despectiva frase de los enemigos de la cruz— que tiene a Cristo crucificado como su centro, permanece inconmovible como nuestra roca de salvación (He. 9:22; 1 Co. 2:2; Gá. 3:1). Para muchos, ciertamente, es piedra de tropiezo, roca de escándalo y señal que será contradicha, pero para los redimidos es “la piedra viva, elegida, preciosa”, el fundamento inamovible de su fe (1 P. 2:4, 6, 8; Is. 28:16; Sal. 118:22). Esta piedra está puesta “para caída y levantamiento de muchos”, o según la figura de Pablo en 2 Corintios 2:15-16, es “olor de muerte para muerte” en el caso de algunos, pero “de vida para vida” tratándose de otros. Para los judíos es tropezadero y para los griegos locura, pero no por eso deja de ser “potencia de Dios y sabiduría de Dios” (Le. 2:34; 2 Co. 2:15- 16; 1 Co. 1:18, 23-24).
            El concepto de la sustitución había dejado tan honda mella en las prefiguraciones del Antiguo Testamento que se emplea la misma voz (heb. chata-ah) tanto para indicar el pecado mismo como la ofrenda por el pecado. En Éxodo 34:7 y 1 Samuel 2:17 chata-ha significa pecado; en cambio, en Números 32:23 e Isaías 5:18 equi­vale al castigo que recibe el pecado, mientras que en Levítico 6:18, 23 y Ezequiel 40:39 es la ofrenda por el pecado. Este uso echa luz sobre la gran declaración de 2 Corintios 5:21: “Al que no conoció pecado, [Dios] hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuése­mos hechos justicia de Dios en él”, que puede leerse: “[Dios] le hizo ofrenda por el pecado a nuestro favor.” Ciertos teólogos modernistas calumnian a Pablo, tildándole de falsificador del cristianismo, por haber enseñado este concepto de sustitución, pero de hecho no arranca de sus enseñanzas en primer término, sino de las del Maestro mismo quien testificó que no había venido para ser servido, sino para servir y “dar su vida en precio de rescate en lugar de muchos” (Mt. 20:28, trad. lit.). La frase griega anti pollon que Reina-Valera traduce “por muchos” significa, sin que haya lugar a contradicción, “en lugar de muchos” según muchos ejemplos que se hallan en la versión griega del Antiguo Testamento tan usada por los judíos en el primer siglo, la “Alejandrina” o “Septuaginta” Así en Génesis 22:13, Abraham ofreció el carnero “en lugar de su hijo” (griego, anti); en algunas listas de reyes, para indicar que el hijo llegó a reinar “en lugar de su padre”, se emplea la misma palabra (Gn. 36:33-35, etc.), siendo clarísima la idea de sustitución. Pablo no inventa novedades, pues, cuando describe la ofrenda del Señor de sí mismo como “un precio de rescate en lugar de muchos” (anti- lutron, 1 Ti. 2:6), sino que se basa en las enseñanzas del Cristo, de la forma en que éstas concretaban e interpretaban las indicaciones del Antiguo Testamento.

La cruz es la base de la santificación para los salvos
            Cristo el Señor murió en la cruz para que nosotros fuésemos salvados de la cruz. Esta afirmación subraya la parte negativa y judicial de su muerte, o sea la liberación que fue provista por el Gólgota. Desde otros puntos de vista Cristo murió en la cruz con el fin de que fuésemos asociados con El allí, lo que nos incluye en el significado de su muerte a los efectos morales de una vida santa, y eso señala la obligación del Gólgota. Nosotros somos “plantados juntamente” con el Crucificado, siendo vinculados orgánicamente a la “semejanza de su muerte” (Ro. 6:5). Todo eso es otra manera de expresar las enseñanzas del Maestro en los evangelios: que somos discípulos que llevamos su cruz en pos de Él o según otra figura, somos granos de trigo a semejanza de Cristo mismo, sabiendo que no llegamos a vivir espiritualmente sino a través de la muerte (Mt. 10:38; Jn. 12:24-25). Así somos llamados a participar en lo que era la fundación de nuestra redención, o sea de la muerte, que no por ser tenebrosa deja de ser preciosa.
            Según Gálatas 2:20 hemos sido “crucificados con Cristo” y por eso:
·         El mundo alrededor está muerto por medio del Crucificado, pues por la cruz el mundo está crucificado a nosotros, y nosotros a El (Gá. 6:14).
·         El mundo dentro de nosotros, o sea la carne en nosotros, ha sido crucificada igualmente en la cruz, según la afirmación de Pablo: “sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue juntamente crucificado con él... a fin de que no sirvamos más al pecado” (Ro. 6:6, 11).
·         El mundo debajo de nosotros ha sufrido una derrota total por medio de la cruz, de forma que Pablo pudo declarar que Cristo, “despojando los principados y las potestades, sacólos a la vergüenza en público, triunfando de ellos en sí mismo” (Col. 2:15, cp. Gn. 3:15).
·         El mundo encima de nosotros se ha convertido en una esfera de gracia y de bendición, ya que ha sido abolida la maldición de la ley, siendo clavados en la cruz, de modo que el creyente puede exclamar: “Yo por la ley soy muerto a la ley, para vivir a Dios” (Gá. 2:19).
            El pecador vivía bajo la amenaza de la ley, pero ahora Cristo ha cumplido su fatídica sentencia en su lugar, muriendo por medio de la ley (Gá. 4:4; 3:10). Por este cumplimiento total de la sentencia de la ley, ésta ya no puede levantar acusación alguna contra El, como representante de la raza, a la manera en que el hombre ajusticiado pierde toda relación con la autoridad que le condenó a la muerte. Cristo, pues, está muerto a la ley. Ahora bien, el cre­yente en Cristo tiene su parte en la misma experiencia de Cristo por el hecho de su identificación con El —resultado de la fe verdadera— y, por ende, él también ha muerto a la ley y vive ya en la libertad de su unión vital con aquel que fue levantado de entre los muertos (Ro. 7:4).
Erich Sauer, El triunfo del crucificado, pág 51-54.

LA SEGUNDA EPÍSTOLA A TIMOTEO (2)



2. LAS CONSOLACIONES DEL PIADOSO EN EL DÍA DE RUINA

Capítulo 1

            El Espíritu de Dios está a punto de presentarnos la ruina de la Casa de Dios y el fracaso creciente de la profesión cristiana a través de todo el transcurso de la dispensación con su culminación del mal en los días postreros. Semejante terrible retrato del colapso de la Cristiandad bien puede espantar al corazón más resuelto. Por consiguiente, antes de describir la ruina, el Apóstol busca establecer nuestras almas y fortalecer nuestra confianza en Dios antes de presentarnos nuestros recursos de ayuda en Dios. Por lo tanto, en este primer capítulo, pasan allí ante nosotros, la vida que es en Cristo Jesús (1); las cosas que Dios nos ha dado (6, 7); el testimonio de nuestro Señor (8); la salvación y el llamamiento de Dios (9, 10); el día de gloria, mencionado como "aquel día" (12, 18); y las sanas palabras de verdad que ningún error pueden afectar (13).


            (V. 1). Pablo comienza la Epístola presentando sus credenciales. Él escribe con toda autoridad como "apóstol de Jesucristo." Es bueno para nosotros, entonces, leer la Epístola como trayéndonos un mensaje de Jesucristo por medio de Su enviado. El apostolado de Pablo no es por ordenación o voluntad de hombre, sino "por la voluntad de Dios." Además, Pablo fue enviado por Jesucristo para servir en este mundo de muerte teniendo en cuenta el cumplimiento de la promesa de la vida, la vida que es contemplada en toda su plenitud en Cristo Jesús en gloria. Como sucede a menudo con el Apóstol Pablo, "la vida" es contemplada en su plenitud en gloria, y, en este sentido, puede ser mencionada como una promesa. Ninguna ruina de la Iglesia puede tocar esta vida que es en Cristo Jesús y que pertenece a todo creyente.

            (Vv. 2-5). El Apóstol puede dirigirse a Timoteo como su "amado hijo." Qué consuelo es que en un día de ruina existan aquellos a quienes podemos expresar nuestro afecto sin reservas, y ante quienes, con toda confianza, podemos desahogar nuestros corazones. Dos características principales en Timoteo motivaron el amor y la confianza de Pablo. Primero, él se acordaba de sus lágrimas; en segundo lugar, él recordaba su fe no fingida. Las lágrimas de Timoteo demostraban que él era un hombre de una profundidad y de un afecto espiritual que sentía la condición baja y quebrantada de la profesión Cristiana: su fe no fingida demostraba que él podía elevarse por sobre todo el mal en obediencia  y con confianza en Dios.
            De hecho, Timoteo puede haber sido de una naturaleza tímida y en peligro de haberse angustiado por el mal que estaba entrando en la Iglesia; como él se caracterizaba por lágrimas y fe, el Apóstol fue estimulado a enseñarle y exhortarle sabiendo que él tenía las cualidades que le capacitarían para responder a esta instancia. Y no es de otra forma hoy en día. Las enseñanzas de esta conmovedora Epístola encontrarán poca respuesta a menos que haya lágrimas que hablen de un corazón tierno que puede lamentarse sobre las desdichas del pueblo de Dios, y la fe que puede tomar el camino de separación de Dios en medio de la ruina.
            Pablo se complacía en recordar en sus oraciones a este hombre de lágrimas y fe. Que alegría para todo santo que tenga el corazón quebrantado por la condición del pueblo de Dios, saber que hay santos consagrados y fieles que le recuerdan en oración. La fidelidad en un día de deserción une a los corazones en los lazos de amor divino.

            (V. 6). "Por causa de lo cual, te amonesto que avives el don de Dios que hay en ti, por medio de la imposición de mis manos." (VM). Habiendo expresado su amor para con Timoteo y su confianza en él, Pablo pasa a la exhortación, al estímulo y a la enseñanza. Primero, le exhorta a avivar "el don de Dios" que le había sido impartido para el servicio del Señor. En su caso este había sido dado a través del Apóstol. En presencia de dificultades, peligros e infidelidad general, cuando pareciera haber pocos resultados del ministerio, existe el peligro de pensar que es casi inútil ejercitar el don. Por lo tanto, necesitamos la advertencia contra dejar caer el don en desuso. Debemos avivarlo; y, en un día de ruina, debemos ser más insistentes en su uso. Poco tiempo después el Apóstol puede decir, "que prediques la palabra, que instes a tiempo y fuera de tiempo" (4:2).

            (V. 7). Habiendo hablado de dones que son especiales para el individuo, el Apóstol pasa a recordarle a Timoteo el don que es común a todos los creyentes. Dios da a algunos  un don especial para el ministerio de la palabra, Él da a todo Su pueblo el espíritu de poder, y de amor, y de dominio propio. Difícilmente podría parecer que la referencia es al Espíritu Santo, aunque el don del Espíritu se implica. Es más bien el estado y el espíritu del creyente que es el resultado de la obra del Espíritu Santo y, por consiguiente, participa del carácter del Espíritu, como el Señor dijo, "lo que es nacido del Espíritu, espíritu es." (Juan 3:6). Timoteo puede haber sido tímido por naturaleza, y retraído en cuanto a la disposición, pero el Espíritu Santo no produce espíritu de cobardía, sino de poder y de amor y de dominio propio. En el hombre natural nosotros podemos hallar poder sin amor, o amor degenerándose en un mero sentimiento. Con el cristiano, bajo el control del Espíritu, el poder se combina con el amor, y el amor es expresado con dominio propio.
Así, no obstante lo difícil del momento, el creyente está bien equipado con poder para hacer la voluntad de Dios, para expresar el amor de Dios, y para ejercitar un juicio sobrio en medio de la ruina.