domingo, 28 de mayo de 2023

Decir no a Dios

 

“Pero el pueblo no quiso oír la voz de Samuel, y dijo: No…” 1 Samuel 8:19

 


La escena narrada en 1 Samuel 8 se nos presenta como un «referéndum»: se trata de saber si el pueblo de Israel estaba en contra o a favor del régimen en el cual Dios era el único soberano. El resultado fue decisivo: “y dijo: No”.

La voz del profeta era la voz de Dios mismo: “No te han desechado a ti, sino a mí” (1 Sam. 8:7).

Hoy día, cerrando sus oídos a la Palabra, el hombre rechaza a Aquel que la escribió: “Mirad que no desechéis al que habla” (Hebreos 12:25). Desechar también se traduce por “excusarse” en Lucas 14:18. Es pues encontrar pretextos para alejarse de lo que Dios dice. Dios habla y el hombre encuentra escapatorias. Se dice: «Eso no es para mí, es para otros, cada uno obra distinto, no hay que ser tan terminantes». ¡Cuántas sutilezas somos capaces de inventar, y qué largas explicaciones sabemos dar, de modo que, si las consideráramos honestamente, podrían resumirse en una sola palabra: No!

¿Quién de entre nosotros no ha dicho, más o menos consciente, un «no» a Dios, un «no» a tal o cual mandato de su Palabra, un «no» que detiene nuestra marcha y paraliza nuestro servicio? ¡Qué contraste con la respuesta que dio cierta mujer cananea a una palabra —pese a haber sido áspera— del Señor Jesús: “¡Sí, Señor...” (Mateo 15:27)!

“Pero vosotros habéis desechado hoy a vuestro Dios, que os guarda de todas vuestras aflicciones y angustias, y habéis dicho: No” (1 Sam. 10:19).

Con dolor el profeta denuncia la ingratitud del pueblo que Dios había salvado de tantos males y angustias. Dijeron no a Dios; este «no» era dictado por el orgullo. Para aceptar al Dios que salva, es necesario no solamente reconocerse incapaz de salvarse a sí mismo; hay que ir todavía más lejos y juzgar la causa de todas nuestras “aflicciones y angustias”, a saber, nuestro alejamiento de ese Dios al cual, solo por nuestra culpa, ahora estamos obligados a pedirle socorro.

Y pensamos en ese Dios Salvador a quien el hombre rechazó. En la cruz, toda la humanidad se encontraba representada, desde el gobernador hasta el miserable ladrón; todas las clases sociales estaban allí, los judíos, los romanos, religiosos, políticos, los soldados y el pueblo, y de común acuerdo todos dijeron no a Jesús. Todos son responsables de este rechazo.

Pero, a su tiempo, cada individuo es puesto ante una elección personal: Cristo o Satanás. ¿A quién quiere servir? El Señor Jesús le ofrece una salvación gratuita, espera su respuesta. ¿Será ella el no de los israelitas de antaño o el sí de Marta de Betania: “Sí, Señor; yo he creído...” (Juan 11:27)?

“Me dijisteis: No, sino que ha de reinar sobre nosotros un rey; siendo así que Jehová vuestro Dios era vuestro rey” (1 Sam.12:12).

¿Qué motivos incitaban al pueblo de Israel a pedir un rey? Parecerse a las naciones vecinas, escapar de la vida de fe y de las exigencias de santidad que se imponían al pueblo de Dios. Conformidad al mundo, búsqueda de poder humano, espíritu de independencia, son tendencias que conocemos bien. Aceptamos la salvación que da Jesús, pero sus derechos sobre nosotros no son reconocidos. ¿Jesús como Salvador? Sí, ¿cómo Señor? No; lo hallamos demasiado exigente. Es cierto que solo el amor por Él puede hacer que sus mandamientos resulten fáciles, por eso la ley comienza con este mandato: “Amarás a Jehová tu Dios” (Deuteronomio 6:5).

Para el cristiano, obedecer deja de ser una penosa molestia si ama a su Señor: “El que me ama, mi palabra guardará”, dijo Jesús a sus discípulos (Juan 14:23).

Dios ha hablado y habla todavía; cada uno debe darle una respuesta. ¿Le dio usted la suya? Para muchos hombres a quienes la gracia invita, esta respuesta es un no despectivo. «No, tu palabra no me interesa. No, yo no me reconozco culpable y sobre todo incapaz de reformarme. No, no te quiero en mi vida». Tal vez usted no se atreve a decirle no de una manera tan brutal, pero, ¿no es lo que manifiesta su actitud con su conducta en la vida cotidiana?

INSTRUCIONES PARA EL TIEMPO DE ANGUSTIA

 En los capítulos 30 y 31 de Isaías, encontramos unas palabras dichas a Israel, que también son muy buenas para nosotros en los tiempos de angustia.    Escuchando diariamente los diferentes problemas de otros, hemos escudriñado la Palabra de Dios para ver cuál es el camino de liberación en tales circunstancias.

            Miremos lo que Él dice: ¡La primera instrucción es negativa! “¡Ay de los que descienden a Egipto por ayuda”! Esta frase la encontramos repetida en los dos capítulos que tenemos a la vista: por lo tanto, lector, si estás en angustia o dificultad, ¡no desciendas a Egipto! Egipto es una figura del mundo. Como hijo de Dios que eres, no busques ayuda en los del mundo, en los que no son creyentes. Abraham bajó a Egipto en el tiempo del hambre, para escapar del sufrimiento, pero se metió en peores circunstancias y dificultades allí, que no solamente lo afectaron a él personalmente y a su familia inmediata, sino también a sus descendientes por siglos futuros, usando a Agar la egipcia como instrumento. PARECE a veces, que los del mundo nos ayudan, pero, en realidad, solo nos traen más complicaciones.

            La vieja naturaleza que está en nosotros, fácilmente nos desvía para buscar ayuda y alivio entre los amigos o familiares incrédulos, pero cuando buscamos al mundo no fácilmente nos podemos desprender de él. Muchas veces hemos visto a creyentes metidos hondamente en Serias dificultades, porque buscaron alivio de alguna angustia (tal vez relativamente pequeña o liviana) entre los mundanos, procurando encontrar ayuda en el camino de la carne o sea de Egipto.

            Notemos que aquel pueblo era culpable del pecado de incredulidad. “¡Ay de los hijos que se apartan, dice Jehová, para tomar consejo, y no de mí; para cobijarse con cubierta, y NO DE MI ESPIRITU, añadiendo pecado a pecado!” La Palabra está llena de promesas maravillosas de liberación de parte de Dios, el Dios Todopoderoso, y es pecado tenerlas en poco e irse al mundo para buscar la ayuda miserable que ofrecen los incrédulos, aun cuando sean amigos muy estimados.

“Invócame en el día de la angustia: Te libraré, y tú me honrarás” Sal. 50.15. Al hacer así. recibírnosla verdadera ayuda que necesitamos y eso trae gloria a Dios. ¿Por qué bajar del nivel tan alto donde estamos en el Señor, para buscar o esperar la ayuda del hombre?

            Hermano, cuando te encuentres en circunstancias duras y penosas, BUSCA LA AYUDA DE DIOS y solamente de Él. Los proyectos del hombre, aun cuando sean muy sabios e inteligentes, conducen siempre al creyente a hacer lo que es desagradable a Dios y alejan su propia alma de la comunión con El. “La fortaleza de Faraón se os tornará en vergüenza, y el amparo en la sombra de Egipto en confusión” v, 3.

Instrucción Positiva

            En el versículo siete empieza la instrucción positiva: “Ciertamente Egipto en vano e inútilmente dará ayuda: por tanto, yo le di voces, que su fortaleza sería ESTARSE QUIETOS”. Esto nos recuerda de Isaías 40.31: “Mas los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas”: y del Salmo 27.14: “Aguarda a Jehová; esfuérzate, y aliéntese tu corazón: sí, espera a Jehová”.

            La primera cosa, entonces, que hay que hacer cuando nos encontramos perplejos es “estarse quietos”, Hay una razón muy importante del porqué de esto. Primeramente, se necesita considerar y escudriñar el corazón para entender por qué ha venido la dificultad, perplejidad o prueba de la vida. Si no entendemos el porqué de ello podemos, con ligereza de carne, meternos más hondamente en la dificultad.

            En las esquinas da las calles en las ciudades grandes hay unas luces rojas que se encienden de vez en cuando para dar la señal al tráfico de “pararse”. Nuestra dificultad puede ser como esa luz, una señal para pararnos en nuestro camino, tal vez un, camino fuera de la voluntad de Dios. Sin duda Dios quiere, por medio de esa prueba o dificultad, dirigirnos a otro camino, el camino que Él quiere que sigamos.

            Las dificultades del pueblo de Israel fueron siempre causadas por el pecado; habían desobedecido a Dios. Insistieron en que los profetas les profetizaran no “lo recto” sino “cosas halagüeñas” v. 10. Es muy notable y muy triste que en las épocas cuando Israel desobedeció a Dios, no quería oír nada acerca de sus pecados. Esta condición es muy común entre los creyentes hoy día y la única liberación viene por confrontar el pecado honestamente, arrepentirse y confesarlo. Israel no lo hizo y, hasta hoy sufre las consecuencias, por lo tanto, no ha sido librado. Si tú es­tás en alguna prueba o ansiedad reconoce tu pecado, confiésalo y espera pacientemente en el Señor, para que Él te enseñe si hay algo en tu vida o conducta que te está causando sufri­miento. Hay muchas angustias en esta vida que no se pueden evitar, pero nos causa verdadero asombro, a veces, notar que algunos creyentes deliberadamente se causan dificultad a sí mismos, por su propia conducta mala o necia. Si Dios te enseña que estás equivocado, cambia tus caminos o tu proceder.

            “Su fortaleza sería estarse quietos”, v. 7. Mientras estamos esperando en el Señor, debemos tener la seguridad que Él nos va a librar. Unos creen que Dios se complace en afligir a sus hijos, pero la Palabra de Dios nos muestra que no es así: “Muchos son los males del justo; más de todos ellos lo librará Jehová” Sal. 84.19. “Empero Jehová esperará para tener piedad de vosotros...porque Jehová es Dios de juicio: bienaventurados todos los que le esperan” v. 18; Lam. 3.31-33.

Muchas veces, Dios espera hasta que quitemos el pecado o la desobediencia que obstruye. “El Dios de todo saber es Jehová, y a él toca el pesar las acciones” 1 S. 2.3.

            Cuando quites todo estorbo de tu vida y corazón: “el que tiene misericordia se apiadará de ti; en oyendo la voz de tu clamor te responderá” v. 19.

            Es mucho más fácil aguantar la angustia o aflicción si tenemos plena seguridad que Él nos va a librar a su tiempo. Lo que aumenta la pena es el temor y la falta de fe al no esperar en El para librarnos. Recibimos fuerza y aliento cuando sabemos que Él va a obrar a nuestro favor. ¡Qué consuelo es saber que “en oyendo la voz de tu clamor te responderá” v. 19; Dn. 3:17!

            En el versículo 20 vemos algo del propósito de Dios en afligir. “Bien que os dará el Señor pan de congoja y agua de angustia, con todo, tus enseñadores nunca más te serán quitados, sino que tus ojos verán tus enseñadores”. El resultado de la aflicción, cuando escudriñamos nuestro corazón y espera­mos quietamente en el Señor, es que aprendemos sabiduría para la vida. Muchos pueden testificar, con gozo y bendición, de lo que han aprovechado por medio de las angustias.

            La mañana de la resurrección sólo podía seguir a la crucifixión.

            La tierra que fluye leche y miel siempre se encuentra después de atravesar el Jordán. El grito de victoria sigue a la lucha. El valle de Baca (llorar) se convierte en una fuente que satisface al sediento.

            “Por la tarde durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría” Sal. 30.5.

            Además, las desazones nos enseñan cómo andar; “Entonces tus oídos oirán a tus espaldas palabra que diga: Este es el camino, andad por él; y no echéis a la mano derecha, ni tampoco torzáis ala mano izquierda” v. 21.

            Conforme esperamos en el Señor, Él nos hablará por su Palabra, enseñándonos los pasos que debemos tomar, porque en un momento podemos dar un paso en falso que nos sumerge en grandes dificultades o aflicciones. Al oír su voz diciéndonos: “este es el camino, andad por él”, no hay más que obedecer, aunque sea largo y duro.

            La mayoría de los creyentes andan descuidados, sin ejercicio de alma en la presencia de Dios, y sin buscar cuál es el camino que Él quiere que tomen para sus vidas y actividades, especialmente en los tiempos cuando todo parece bien en sus asuntos. El creyente que vive así, de repente, se halla sumergido en una dificultad bien seria. Por ejemplo, encuentra que se ha casado con una persona con quien no debería haberse casado; ha tomado un mal paso en el negocio; ha comprado una propiedad que no convenía que comprara; ha aceptado un empleo que no debería o se ha trasladado a vivir a un lugar que no era bueno para su vida o para su salud corporal o espiritual.

            Los compañeros de Pablo en el buque, cuando sopló el viento del Sur, pensaron que ya tenían lo que deseaban y que habían conseguido su propósito, pero cuando ya estaban demasiado lejos para regresar, les vino el viento repentino que arrebató la nave y los llevó al naufragio inevitable. Así sucede al creyente descuidado o desobediente. La nueva criatura debe andar en un camino y de un modo diferente a los demás, primeramente, debe aprender a oír la voz de Dios, y luego tomar el paso indicado por Él.

            Tal vez nos parece un caminar muy despacio, porque antes, cuando hacíamos nuestra propia voluntad, no teníamos que esperar a nadie, pero cuanto más despacio el camino, tanto más seguro, porque nos trae la seguridad que estamos haciendo la voluntad de Dios.

            Notemos el resultado de este proceder: “Entonces dará el Señor lluvia a tu sementera, cuando la tierra sembrares; y pan del fruto de la tierra; y será abundante y pingüe; tus ganados en aquel tiempo serán apacentados en anchas dehesas’’ v. 23. Aquí vemos la bienaventuranza de la liberación de Jehová. Con razón leemos en el versículo 18; “Bienaventurados todos los que le esperan”. ¡Librados y bendecidos!

            Job fue librado de sus aflicciones tan tremendas, y no sola­mente librado sino bendecido doblemente. El libra de la pena y enriquece en su conocimiento. Pablo dice que, por la aflicción el amor de Dios está derramado en nuestro corazón. Después de pasar por un tiempo de prueba, tenemos más sabiduría y también podemos simpatizar con los otros para darles consejo oportuno y sano cuando ellos estén pasando por angustia. 2 Co. 1.3-7.

            Por el sufrimiento aprendemos la obediencia y Dios nos da el privilegio de servirle de una manera más amplia, ensancha el campo de servicio y nos guía a pastos verdes de comunión. Aprendemos también por experiencia, lo que tal vez hemos sabido ya de memoria, que: Jehová es mi Pastor; nada me faltará. En lugares de delicados pastos me hará yacer: Junto a aguas de reposo me pas­toreará. Confortará mi alma; guiaráme por sendas de justicia por amor de su nombre. Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno; porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento. Aderezarás mesa delante de mí, en presencia de mis angustiadores: ungiste mi cabeza con aceite: mi» copa está rebosando. Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida: y en la casa de Jehová moraré por largos días. Sal. 23.

Tr. por M. de K.

CRISTO En la Barca

 


“El momento de extremo peligro o de angustiosa necesidad en la vida del hombre es el momento oportuno para Dios”. Éste es un dicho muy familiar en el mundo de habla inglesa, que citamos a menudo y que, sin ninguna duda, creemos plenamente; y, sin embargo, cuando a nosotros mismos nos toca pasar por un momento crítico, cuando nos vemos enredados en un gran aprieto, a menudo estamos poco dispuestos a contar únicamente con la oportunidad de Dios. Una cosa es exponer una verdad o escucharla, y muy otra realizar el poder de esa verdad. No es lo mismo hablar de la capacidad de Dios para guardarnos de la tempestad cuando navegamos sobre un mar en reposo, que poner a prueba esa misma capacidad cuando realmente se desata la tempestad a nuestro alrededor. Sin embargo, Dios es siempre el mismo. En la tempestad o en la calma, en la enfermedad o en la salud, en las necesidades o en las circunstancias favorables, en la pobreza o en la abundancia, él es “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8); él es la misma gran realidad sobre la cual la fe puede apoyarse y de la cual puede echar mano en cualquier tiempo y circunstancia.

Lamentablemente, ¡somos incrédulos!, y ésta es la causa de nuestras flaquezas y caídas. Nos hallamos perplejos y agitados cuando deberíamos estar tranquilos y confiados; buscamos socorro de todos lados cuando deberíamos contar con Dios; hacemos “señas a los compañeros” en lugar de “poner los ojos en Jesús”. Y de este modo, sufrimos una gran pérdida al mismo tiempo que deshonramos al Señor en nuestros caminos. Pocas cosas habrá, sin duda, por las que debamos humillarnos más profundamente que por nuestra tendencia a no confiar en el Señor cuando surgen las dificultades y las pruebas; y seguramente afligimos su corazón al no confiar en él, pues la desconfianza hiere siempre a un corazón que ama.

Veamos, por ejemplo, la escena entre José y sus hermanos en el capítulo 50 del Génesis: “Viendo los hermanos de José que su padre era muerto, dijeron: Quizá nos aborrecerá José, y nos dará el pago de todo el mal que le hicimos. Y enviaron a decir a José: Tu padre mandó antes de su muerte, diciendo: Así diréis a José: Te ruego que perdones ahora la maldad de tus hermanos y su pecado, porque mal te trataron; por tanto, ahora te rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre. Y José lloró mientras hablaban” (v. 15-17).

Triste respuesta a cambio de todo el amor y los cuidados que José había prodigado a sus hermanos. ¿Cómo podían suponer que aquel que les había perdonado tan libre y completamente, que había salvado sus vidas cuando estaban enteramente en sus manos, querría desatar contra ellos, después de tantos años de bondad, su ira y su venganza? Fue ciertamente grave el error de parte de ellos, y no es de extrañar que José llorara mientras hablaban. ¡Qué respuesta a todos sus indignos temores y a sus terribles sospechas! ¡Un mar de lágrimas! ¡Así es el amor! “Y les respondió José: No temáis; ¿acaso estoy yo en lugar de Dios? Vosotros pensasteis mal contra mí, más Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo. Ahora, pues, no tengáis miedo; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros hijos. Así los consoló, y les habló al corazón” (v. 19- 21).

Así ocurrió con los discípulos en la ocasión que estamos considerando. Meditemos un poco este pasaje.

“Aquel día, cuando llegó la noche, les dijo: Pasemos al otro lado. Y despidiendo a la multitud, le tomaron como estaba, en la barca; y había también con él otras barcas.

Pero se levantó una gran tempestad de viento, y echaba las olas en la barca, de tal manera que ya se anegaba. Y él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal” (Marcos 4:35-38).

Tenemos aquí una escena interesante a la vez que instructiva. A los pobres discípulos les toca vivir un momento de extremo peligro, una situación límite. No saben qué más hacer. Una recia tempestad, la barca llena de agua, el Maestro durmiendo. Era realmente un momento de prueba y, si nos miramos a nosotros mismos, seguramente no nos extrañará el miedo y la agitación de los discípulos. De haber estado en su lugar, sin duda habríamos reaccionado de la misma manera. Sin embargo, no podemos sino ver dónde fallaron. El relato se escribió para nuestra enseñanza, y debemos estudiarlo y tratar de aprender la lección que nos enseña.

No hay nada más absurdo ni más irracional que la incredulidad, cuando la consideramos con calma. En la escena que nos ocupa, la incredulidad de los discípulos es, evidentemente, absurda. En efecto, ¿qué podía ser más absurdo que suponer que la barca podía hundirse con el propio Hijo de Dios a bordo? Y, sin embargo, eso es lo que temían. Se dirá que precisamente en ese momento no pensaban en el Hijo de Dios. A la verdad, pensaban en la tempestad, en las olas, en la barca que se llenaba de agua, y, juzgando a la manera de los hombres, parecía una situación desesperada. El corazón incrédulo razona siempre así. Mira las circunstancias y deja a Dios de lado. La fe, en cambio, no considera más que a Dios, y deja las circunstancias de lado.

¡Qué diferencia! La fe se goza en los momentos de extremo peligro o de angustiosa necesidad, simplemente porque los tales son una oportunidad para Dios. La fe se complace en concentrarse en Dios, en encontrarse sobre ese terreno ajeno a la criatura, para que Dios manifieste su gloria; en ver que las “vasijas vacías” se multipliquen para que Dios las llene (2.° Reyes 4:3-6). Podemos afirmar ciertamente que la fe habría permitido a los discípulos acostarse y dormir junto a su divino Maestro en medio de la tempestad. La incredulidad, por otro lado, los hizo estar sobresaltados; no pudieron permanecer tranquilos ellos mismos, y perturbaron el sueño del Señor con sus incrédulas aprensiones. Él, cansado por un intenso y agobiador trabajo, había aprovechado la travesía para reposar durante unos instantes. Sabía lo que era el cansancio. Había descendido hasta todas nuestras circunstancias, de modo que pudo familiarizarse con todos nuestros sentimientos y debilidades, habiendo sido tentado en todo según nuestra semejanza, a excepción del pecado. En todo respecto fue hallado como hombre y, como tal, dormía sobre un cabezal, balanceado por las olas del mar. El viento y las olas sacudían la barca, a pesar de que el Creador se hallaba a bordo en la persona de ese Siervo abrumado y dormido.

¡Profundo misterio! El que hizo el mar y podía sostener los vientos en su mano todopoderosa, dormía allí, en la popa de la barca, y dejaba que el viento le tratase sin más miramientos que a un hombre cualquiera. Tal era la realidad de la naturaleza humana de nuestro bendito Señor. Estaba cansado, dormía, y era sacudido en medio de ese mar que sus manos habían hecho. Detente, lector, y medita sobre esta maravillosa escena. Ninguna lengua podría hablar de ella como conviene. No podemos detenernos más en este punto; sólo podemos meditar y adorar.

Como ya lo hemos dicho, la incredulidad de los discípulos fue la que hizo salir a nuestro bendito Señor de su sueño. “Y le despertaron, y le dijeron: Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?” (Marcos 4:38). ¡Qué pregunta! “¿No tienes cuidado?” ¡Cuánto debió de herir el sensible corazón del Señor! ¿Cómo podían pensar que era indiferente a su angustia en medio del peligro? ¡Cuán completamente habían perdido de vista su amor —por no decir nada de su poder— cuando se atrevieron a decirle estas palabras: “¿No tienes cuidado?”!

Y, sin embargo, querido lector cristiano, esta escena ¿no es un espejo que refleja nuestra propia miseria? Ciertamente. Cuántas veces, en los momentos de dificultad y de prueba, esta pregunta se genera en nuestros corazones, aunque no la formulemos con los labios: “¿No tienes cuidado?” Quizá estemos enfermos y suframos; sabemos que bastaría una sola palabra del Dios Todopoderoso para curar el mal y levantarnos, pero esa palabra no la dice. O quizá tengamos dificultades económicas; sabemos que “el oro y la plata, y los millares de animales en los collados” son de Dios, que incluso los tesoros del universo están en su mano; sin embargo, pasan los días sin que nuestras necesidades se suplan. En una palabra, de un modo u otro atravesamos aguas profundas; la tempestad se desata, una ola tras otra golpea con ímpetu nuestra diminuta embarcación, nos hallamos en el límite de nuestros recursos, no sabemos qué más hacer y nuestros corazones se sienten a menudo prestos a dirigir al Señor la terrible pregunta: “¿No tienes cuidado?” Este pensamiento es profundamente humillante. La simple idea de lastimar el corazón de Jesús, lleno de amor, con nuestra incredulidad y desconfianza debería producir la más profunda contrición.

Además, ¡qué absurda es la incredulidad! ¿Cómo Aquel que dio su vida por nosotros, que dejó su gloria y descendió a este mundo de pena y miseria, donde sufrió una muerte vergonzosa para librarnos de la ira eterna, podría alguna vez no tener cuidado de nosotros? Y, sin embargo, estamos prestos a dudar, o bien nos volvemos impacientes cuando nuestra fe es puesta a prueba, olvidando que esa misma prueba que nos hace estremecer y retroceder, es mucho más preciosa que el oro, el cual perece con el tiempo, mientras que la fe es una realidad imperecedera. Cuanto más se prueba la verdadera fe, tanto más brilla; y por eso la prueba, por más dura que sea, redundará, sin duda, en alabanza, gloria y honra para Aquel que no sólo implantó la fe en el corazón, sino que también la hace pasar por el crisol de la prueba, velando atentamente sobre ella durante todo ese tiempo.

Pero los pobres discípulos desfallecieron a la hora de la prueba. Les faltó confianza; despertaron al Maestro con esta indigna pregunta: “¿No tienes cuidado que perecemos?” ¡Ay, qué criaturas somos! Estamos dispuestos a olvidar diez mil bondades en cuanto aparece una sola dificultad. David dijo: “Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl” (1° Samuel 27:1). Y ¿qué ocurrió al final? Saúl cayó en la montaña de Guilboa y David ocupó el trono de Israel. Ante la amenaza de Jezabel, Elías huyó para salvar su vida, ¿y cómo terminó todo? Jezabel fue arrojada por la ventana de su aposento y los perros lamieron su sangre, mientras que Elías ascendió al cielo en un carro de fuego (véase 1.° Reyes 19:1-4; 2.° Reyes 9:30-37; 2:11). Lo mismo ocurrió con los discípulos: tenían al Hijo de Dios a bordo, y creían que estaban perdidos; ¿y qué pasó al final? La tempestad fue reducida al silencio, y el mar se allanó como un espejo al oír la voz del que, antiguamente, llamó los mundos a la existencia. “Y levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza” (Marcos 4:39).

¡Cuánta gracia y majestad juntas! En lugar de reprochar a sus discípulos por haber interrumpido su sueño, reprende a los elementos que los habían aterrorizado. Así respondía a la pregunta: “¿No tienes cuidado que perecemos?” ¡Bendito Maestro! ¿Quién no confiaría en ti? ¿Quién no te adoraría por tu paciente gracia, y por tu amor que no hace reproches?

Vemos una perfecta belleza en la manera en que nuestro bendito Señor pasa, sin esfuerzo alguno, del reposo de su perfecta humanidad a la actividad de la Deidad. Como hombre, cansado de su trabajo, dormía sobre un cabezal; como Dios, se levanta y, con su voz omnipotente, acalla al viento impetuoso y calma el mar.

Tal era Jesús —verdadero Dios y verdadero hombre—, y tal es hoy, siempre dispuesto a responder a las necesidades de los suyos, a calmar sus ansiedades y alejar sus temores. ¡Ojalá que confiemos más simplemente en él! No tenemos más que una débil idea de lo mucho que perdemos al no apoyarnos más de lo que lo hacemos en los brazos de Jesús cada día. Nos aterrorizamos con demasiada facilidad. Cada ráfaga de viento, cada ola, cada nube nos agita y deprime. En vez de permanecer tranquilos y reposados cerca del Señor, nos dejamos sobrecoger por el terror y la perplejidad. En vez de tomar la tempestad como una ocasión para confiar en él, hacemos de ella una ocasión para dudar de él. Tan pronto como se hace presente la menor dificultad, pensamos en seguida que vamos a sucumbir, a pesar de que nos asegura que nuestros cabellos están contados. Bien podría decirnos, como a sus discípulos: “¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?” (v. 40). Parecería, en efecto, que por momentos no tuviésemos fe. Pero ¡oh, qué tierno amor es el suyo! Él está siempre cerca de nosotros para socorrernos y protegernos, aun cuando nuestros incrédulos corazones sean tan propensos a dudar de su Palabra. Su actitud para con nosotros no es conforme a los pobres pensamientos que tenemos acerca de Él, sino según su perfecto amor. He aquí el consuelo y el sostén de nuestras almas al atravesar el tempestuoso mar de la vida, en camino hacia nuestro reposo eterno. Cristo está en la barca. Esto siempre nos basta. Descansemos con calma en él. ¡Ojalá que, en el fondo de nuestros corazones, siempre pueda haber esta calma profunda que proviene de una verdadera confianza en Jesús. Entonces, aunque la tempestad ruja y se encrespen las olas hasta lo sumo, no diremos: “¿No tienes cuidado que perecemos?” ¿Podemos acaso perecer con el Maestro a bordo? ¿Podemos pensar eso alguna vez, teniendo a Cristo en nuestros corazones? Quiera el Espíritu Santo enseñarnos a servirnos más plena, libre y ardientemente de Cristo. Realmente necesitamos esto justamente ahora, y lo necesitaremos cada vez más. Nuestro corazón debe asir a Cristo mismo por la fe y gozar de él. ¡Que esto sea para su gloria y para nuestra paz y gozo permanentes!

Podemos señalar todavía, para terminar, cómo afectó a los discípulos la escena que acabamos de ver. En lugar de la calma adoración de aquellos cuya fe ha recibido respuesta, manifiestan el asombro de aquellos cuyos temores fueron objeto de reproche. “Entonces temieron con gran temor, y se decían el uno al otro: ¿Quién es éste, que aun el viento y el mar le obedecen?” (v. 41). Seguramente, tendrían que haberlo conocido mejor. Sí, querido lector, y nosotros también.

Maná del cielo

 


Yo haré llover pan del cielo para ustedes. El pueblo saldrá y recogerá diariamente la porción de cada día. (Éxodo 16:4)

El maná llegó silenciosamente en medio de una escena de necesidad, cayendo tan gentilmente que ni siquiera perturbó al rocío. Era la provisión y el regalo de Dios, un alimento celestial, una comida que el hombre no había solicitado, ni por la que había trabajado; pero provenía de Dios y proveía ampliamente para la necesidad de los suyos. El maná contenía todo lo necesario para sustentar la vida y fortalecer al pueblo en sus tareas diarias y en su travesía por el desierto. Desconcertó a Israel; el mismo nombre que le dieron («¿qué es esto?» v. 15) demostró que era algo que estaba fuera de su comprensión. Pero su aptitud para cumplir su propósito quedó demostrada en el hecho de que ellos vivieron alimentándose de él durante todo el resto de su viaje por el desierto (v. 35). Era nutritivo y fortalecedor tanto para jóvenes como ancianos.

Era bello de apariencia, su color era como de bedelio (Núm. 11:7); y estaba disponible, gratuitamente, para todos, sin dinero y sin precio; y debido a que siguió al campamento de los israelitas en todos sus viajes, siempre estuvo al alcance de todos. Caía sobre el rocío, y nadie podía quejarse por el esfuerzo que requería ir a él, salvo por el sencillo acto de agacharse para recogerlo. Era una cosa pequeña y menuda, al punto que el niño más pequeño podía tomarlo y alimentarse de él, y sus propiedades eran asombrosamente amplias, pues al que recogía mucho no le sobraba, y al que recogía poco no le faltaba.

Era capaz de utilizarse y tomarse de diversas formas; la comida no tenía por qué ser monótona. Se podía comer cuando recién había caído, su gusto era dulce y su calidad prolongada; podía cocinarse o hervirse, podía molerse en molinos o en morteros; se podían hacer tortas con él, y, como fuera, siempre era agradable al gusto y nutritivo para todos. Ciertamente, se trató de un milagro asombroso de cuarenta años de duración, y este cesó cuando hubo otra comida disponible en Canaán, lo cual es tan asombroso como su extensa, aunque necesaria, provisión en el desierto.

¿Qué representa el maná?

Mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo. (Juan 6:32-33)

Es un tipo de Cristo descendiendo del cielo a la tierra; de Cristo, la encarnación de la gracia de Dios para su pueblo; primeramente, disponible para Israel, pero como sabemos, finalmente su alcance se extendió a todos los creyentes por medio de la fe y por el Espíritu. ¡Ciertamente Él fue enviado por Dios, descendió del cielo y fue un extranjero celestial sobre esta tierra!

¡Con cuánta gentileza vino como un Niño envuelto en pañales! ¡Cuán humilde fue el lugar que tomó y la senda que pisó! Cuánto alimento hay disponible para el pueblo de Dios cuando lo vemos desde el comienzo de su vida aquí, creciendo en sabiduría, estatura y favor para con Dios y los hombres; sujeto a sus padres, ¡aunque su corazón estaba puesto en los negocios de su Padre! Con total abnegación, ¡Él anduvo aquí teniendo en vista el bien de los hombres y la voluntad de Dios! Pero ¿qué idioma o lengua podrá expresar toda la gracia que vino por medio de Jesucristo?

Aquí él fue Hombre. Estuvo aquí por Dios. Vino a esta escena de necesidad con el propósito de cumplir la voluntad de Dios. Fue enviado por Él, y vino de su propia voluntad. No vino como un súper hombre, una evolución del viejo orden adámico o de la generación humana. Nació verdaderamente de mujer, o sino no habría sido Hombre, pero fue concebido del Espíritu Santo, y no de José, y de esta forma era un Hombre según un nuevo orden, santo desde su nacimiento, el Hijo eterno de Dios, y en humanidad el Hijo de Dios.

No ha de sorprendernos que el mundo ha estado tratando, desde entonces, de descifrar el profundo misterio de su gloria, diciendo: «¿Qué es esto?» Todos se vuelcan a examinarlo, intentan analizarlo, y aun así terminan diciendo: «¿Qué es esto?» Pero nuestros corazones, enseñados por Dios, hacen eco de las palabras del Maestro: «el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo».

W. H. Westcott

Ahitofel y Husai

 Ahitofel era consejero del rey, y Husai arquita amigo del rey. 1 Crónicas 27.33 Dijo David: Entorpece ahora, oh Jehová, el consejo de Ahitofel. Cuando David llegó a la cumbre del monte para adorar allí a Dios, he aquí Husai arquita que le salió al encuentro, rasgados sus vestidos y tierra sobre su cabeza. 2 Samuel 15.31,32


Los nombres de Ahitofel y Husai figuran lado a lado en los versículos cortos que hemos citado arriba, ambos hombres asociados íntimamente con David. Las crisis iban a manifestar, sin embargo, que eran hombres muy diferentes el uno del otro. La actitud de cada cual iba a mostrar lo que había en su corazón.

El traidor

“Ahitofel era consejero del rey”, una posición que recibió por su conocimiento y percepción. “El consejo que daba Ahitofel en aquellos días, era como si se consultase la palabra de Dios ... tanto con David como con Absalón”, 2 Samuel 16.23. ¡Él podía hacer a la gente creer que Dios le había dado lo que estaba diciendo!

Siempre hay el peligro de que hombres ocupen un cargo, o tengan una responsabilidad, sólo por la inteligencia o habilidad que poseen. Hay quienes cuentan con una capacidad de exponer las Escrituras sin sentirlas ellos mismos, y menos haber vivido lo que exponen. Sus hechos contradicen sus palabras.

El momento de prueba llegó para Ahitofel. Él estaba buscando la popularidad y el ensalzamiento propio, y vio en la rebelión de Absalón su oportunidad de promover sus fines. Mostró ser oportunista; dio la espalda a su rey y se juntó con el traidor. Los primeros versículos de 2 Samuel 17 revelan que este hombre estaba desprovisto de lealtad hacia aquel que profesaba servir. No sólo dio consejo satánico al rebelde Absalón, sino que estaba dispuesto hacerle personalmente a David lo que había ideado: “Mataré al rey solo”.

Cuando el motivo en servicio es amor al Señor Jesucristo y para el pueblo de Dios, uno resistirá la prueba, pero cuando ha habido un motivo oculto, como “los que quieren agradar en la carne”, Gálatas 6.12, o uno busca la alabanza de los hombres, la tal persona va rumbo al desastre.

Ahitofel fue un peligro disfrazado; su nombre quiere decir “hermano de la impiedad”, y así era. Es de temer que él, como consejero al rey, había influenciado fuertemente la manera de pensar de muchas personas. Finalmente, cuando su consejo fue rechazado y el de Husai prevaleció, Ahitofel se sintió herido. Habiendo vivido para exaltarse a sí mismo, encontró la humillación más de lo que pudo aguantar. Se ahorcó, 2 Samuel 17.23.

El fiel

“Husai arquita [era] amigo del rey”. Si Ahitofel llegó a ser consejero por lo que había en su cabeza, Husai llegó a ser amigo por lo que había en su corazón. Él tenía amor y devoción para el rey.

Uno de los significados de su nombre es “lealtad”, y este hombre sí era leal cuando el otro se mostró engañoso. El valor de su amor y fidelidad a David se manifestó inmediatamente después de que el rey había orado en su agonía, “Entorpece ahora, oh Jehová, el consejo de Ahitofel”. En la emergencia de la rebelión, él fue el hombre para el momento de necesidad.

David está huyendo. Le sale al encuentro Husai, sus vestidos rasgados y su cabeza cubierta de tierra en señal de simpatía por el rey y participación en su reproche. Él quería acompañarle, pero David le explica, “Si pasares conmigo, me serás carga”.

Él no toma ofensa ante esta reacción inesperada, sino somete su voluntad a la de su amigo. Sin una palabra de respuesta, Husai se manifiesta dispuesto a renunciar el privilegio de acompañar al rey; al contrario, pone a su propia vida en riesgo al dirigir sus pasos hacia el campamento del enemigo.

Termina este capítulo — 2 Samuel 15 — dándole su título de honor: “Así vino Husai amigo de David a la ciudad ...”

Judas y Juan

En el Nuevo Testamento encontramos dos hombres asociados con nuestro Señor Jesucristo quienes por dentro eran muy opuestos entre sí.

Judas era como Ahitofel: sagaz, y aparentemente impulsado por motivos bajos. El andaba con Jesús por lo que podía sacar del “negocio”. Las Escrituras le presentan como avaro y ladrón. Y, como Ahitofel, era hombre peligroso, siendo todo cabeza y nada corazón. Nuestro Señor lo llamó un hijo de perdición, y él, como el consejero de David, se ahorcó; Mateo 26.5.

Por el otro lado nos llama la atención el carácter noble de Juan el apóstol. Por naturaleza era un “hijo del trueno” pero parece que con el correr del tiempo se acercó más y más al Señor. El absorbió la manera de ser del Señor hasta ser “el apóstol del amor”. En su primera epístola él testifica de su intimidad con él: “... lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos ...”

En aquella noche inolvidable cuando se celebró la última pascua, este amigo se acostó al lado de Jesús; ¡él no ha podido estar más cerca! En otra ocasión Pedro siguió de lejos, pero Juan “entró con Jesús”, Juan 18.15. Fue como Husai: entró en el campamento del enemigo, arriesgando su vida por amor a su señor.

Finalmente, vemos la consumación de ese amor cuando Juan se queda al pie de la cruz con ese grupito de damas fieles y recibe por recompensa ese clamor, “He ahí tu madre”.

Nosotros

Como David, tenemos que clamar, “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos”, Salmo 139.23. Sólo Él nos puede revelar si son puros nuestros motivos en el servicio suyo. El sabrá si hay primero y ante todo el amor de Cristo que constriñe, 2 Corintios 5.14; el amor por las almas que van a la perdición; y, el amor por el pueblo de Dios que se manifiesta en servicio honesto en bien de ellos.

“En los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Habrá hombres ... que tendrán la apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella”, 2 Timoteo 3.1,5. Hay necesidad de discernimiento espiritual en cuanto a la identidad de los que ministran la Palabra. David, refiriéndose a Ahitofel, escribió, “Los dichos de su boca son más blandos que mantequilla, pero guerra hay en su corazón”, Salmo 55.21. Han habido muchos que cautivaron los corazones pero resultaron haber sembrado semillas de discordia y dañado el testimonio.

Que Dios multiplique entre nosotros los Husai y los Juan: hombres fieles al Señor y a la verdad suya; hombres que salvarán la situación cuando se presentan las crisis; hombres dispuestos a enfrentar al enemigo, aun en el campamento suyo. Que Dios nos dé hombres como el apóstol Juan que puedan dar al pueblo de Dios un ministerio rico y práctico, para fortalecerles contra la doctrina perversa y la infiltración del mundo.
Santiago Saword

Los que invierten el orden natural

 

La ociosidad de Sodoma


Sodoma y Gomorra y las ciudades vecinas, las cuales de la misma manera que aquellas, habiendo fornicado e ido en pos de vicios contra naturaleza, fueron puestas, por ejemplo, “sufriendo el castigo de fuego eterno”. (Judas 7)

Parece que la tierra de Sodoma producía muchas uvas, era tierra de vides exquisitas.” Porque la vid de Sodoma es la vid de ellos, y de los de Gomorra; las uvas de ellos son uvas ponzoñosas. Racimos muy amargos tienen, veneno de serpientes es su vino, y ponzoña cruel de áspides”. (Deuteronomio 32:32,33) Por esta descripción vemos que su vino era excitante y lujurioso. Los sodomitas tenían tiempo para maquinar y desarrollar el mal, pues su tierra era exuberante, “de riego como el huerto de Jehová”. “Los sodomitas fueron sordos como el áspid que no oye la voz de los que encantan”. (Salmo 58:3-5) “Después que perdieron toda sensibilidad se entregaron a la lascivia para cometer con avidez toda clase de impureza”. (Efesios 4:19)

He aquí que Sodoma se olvidó de los principios elementales de la caridad; viviendo en una ociosidad permanente, abandonaron al necesitado. “He aquí que esta fue la maldad de Sodoma tu hermana: soberbia, saciedad de pan, y abundancia de ociosidad tuvieron ella y sus hijas; y no fortalecieron la mano del afligido y del menesteroso”. (Ezequiel 16:49)

¡Qué tragedia tan terrible se está acumulando para este mundo por causa de una generación que vive sólo en una ociosidad continua! Muchos padres están contribuyendo a ese desorden, porque facilitan a sus hijos todo lo que les piden, sin hacerles sentir el deber y el amor al trabajo. Los vicios más degradantes provienen de la ociosidad. Tal fue la licencia de los sodomitas que cambiaron el orden natural del matrimonio. Resultaron con el “corazón entenebrecido, sus propios cuerpos deshonrados, entregados a pasiones vergonzosas; se encendieron en su lascivia, con una mente reprobada, haciendo cosas contra la naturaleza”. (Romanos 1:24-32)

Cuán noble es la disciplina doctrinal enseñada en el evangelio. Pablo tuvo que poner coto por sus enseñanzas a algunos creyentes en Tesalónica. Éstos, después que creyeron el evangelio, todavía como que querían vivir en la misma ociosidad de antes. En cuanto a la santidad les dice: “Que cada uno de vosotros sepa tener su propia esposa en santidad y honor, no en pasión de concupiscencia, como los gentiles que no conocen a Dios”. (1 Tesalonicenses 4:4,5) En cuanto a nuestro cuerpo que es templo del Espíritu Santo dice: “Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y vuestro espíritu, los cuales son de Dios”. (1 Corintios 6:19,20)

En cuanto al trabajo les dice: “Oímos que algunos de vosotros andan desordenadamente, no trabajando en nada, sino entreteniéndose en lo ajeno. A los tales les mandamos y exhortamos por nuestro Señor Jesucristo, que trabajando sosegadamente coman su propio pan”. (2 Tesalonicenses 3:11,12) En cuanto al estado social y civil de algunos creyentes, en especial a las viudas jóvenes, dice: “Viudas más jóvenes no admitas; porque cuando, impulsadas por sus deseos, se rebelan contra Cristo, quieren casarse, incurriendo así en condenación, por haber quebrantado su primera fe. Y también aprenden a ser ociosas, andando de casa en casa; y no solamente ociosas, sino también chismosas y entremetidas, hablando lo que no debieran”. (1 Timoteo 5:11-13)

Es la misma prosperidad que vive la ge-neración presente la que ha dado margen a millares de parásitos que viven de la ociosidad, inventando toda suerte de perversidad que se desarrolla en la más grande apostasía.

Los sodomitas llegaron a tal grado de desvergüenza “que publicaban su pecado sin disimulación alguna”. (Isaías 3:9) A la misma altura de desmoralización comparó el profeta a Judá y a Jerusalén, vv 8,9. Ese estado de relajación aceleró el juicio sobre ellos.

La ociosidad sodomita es contagiosa. Pues en Gabaa de Benjamín, los habitantes de esa región estaban practicando la misma degeneración de los sodomitas. (Jueces 19:22-28), por lo cual fueron destruidos. Es posible que esto haya sido el fin del testimonio de la iglesia de Pérgamo, porque admitió en su seno la doctrina de Balaam y la doctrina de los nicolaítas. Hubo recepción en vez de repulsión, adaptación en vez de separación. (Apocalipsis 2:12-17)

José Naranjo

Viviendo por encima del promedio (1)

 

Viviendo por encima del promedio

Muestras Heroicas de la semejanza a Cristo

William Macdonald

Capítulo 1: ¿Qué haría Jesús?

Luego de pasar la noche orando en un monte, Jesús eli­gió doce discípulos. Los llamó apóstoles porque los envia­ría a difundir el evangelio. La palabra apóstol significa “el que es enviado.”

Cuando descendieron del monte, Jesús comenzó a en­trenarlos para su misión. Primeramente, trató con sus es­tilos de vida. Ellos debían vivir sacrificialmente, ser se­rios con su llamado, carecer de popularidad y sufrir per­secución por Su causa.

Luego inició una descripción de cómo deberían com­portarse.

“Pero a vosotros los que oís, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite la capa, ni aun la túnica le niegues. A cual­quiera que te pida, dale; y al que tome lo que es tuyo, no pidas que te lo devuelva. Y como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito te­néis? Porque también los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores prestan a los pecado­res, para recibir otro tanto. Amad, pues, a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad, no esperando de ello nada; y será vuestro galardón grande, y seréis hijos del Altísimo; porque él es benigno para con los ingratos y malos. Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es mi­sericordioso” (Lucas 6:27-36).

¿Cuál es su relación con los mandamientos del Señor? ¿Dice usted: “Sí, eso es lo que creo, y eso es lo que los cris­tianos hacemos”? Si se siente cómodo porque todos vivi­mos de esa manera, le sugiero que lea el pasaje otra vez, y se sorprenda por lo que allí dice.

Lo que el Señor está enseñando aquí es una forma de vi­da extraordinaria. Es un comportamiento que no es natural. Es una caminata por encima de la carne y la sangre, una vi­da en un nivel más alto. Jesús está insistiendo en que mi vi­da debe ser diferente de la de mis vecinos. Si no soy distin­to, les estoy diciendo: “No teman. Soy exactamente como ustedes.” Si no hay diferencia, ¿por qué deberían escucharlo cuando los presiona con las declaraciones sobre Cristo? Son las diferencias lo que importa. Es la vida por encima del promedio.

Si, por otra parte, ven una gran diferencia entre mi vi­da y la de ellos, están en condiciones para buscar la razón, y de ese modo me abrirán la puerta para que les comparta el evangelio. Major lan Thomas, fundador de Torchbearers, dice:

Es sólo cuando su calidad de vida descon­cierta a sus vecinos, que es probable que los impresione. Tiene que tomarse sumamente obvio para los otros que el tipo de vida que está viviendo no sólo es altamente recomendable, sino que está más allá de toda explicación humana. Que está más allá de las consecuencias de la capacidad del hombre para imitar, y aun­que poco entiendan esto, claramente es consecuencia de que sólo la capacidad de Dios pue­de reproducirse a Sí mismo en usted.

En resumen, significa que sus semejantes deben convencerse de que es precisamente el Señor Jesucristo, de quien usted habla, el ingrediente esencial de la vida que usted vive.

Las personas no cristianas a menudo realizan grandes actos de heroísmo. Donan riñones para las víctimas de ne­fritis. Cuidan extraordinariamente de padres de avanzada edad. Dan generosamente a causas de caridad. Nosotros, sin embargo, somos llamados a ir más allá de lo normal, por aquellos que no son salvos.

Habiendo dicho todo esto, debemos agregar que cada vez que un cristiano exhibe verdaderamente su comporta­miento semejante a Cristo, no hay garantía de que los no salvos sean ganados para el Salvador. Somos responsables de actuar como lo habría hecho el Señor, pero los no cre­yentes aun así son responsables de poner su fe en Él. Siem­pre habrá quienes se alejen.

Pero eso no es todo. Si usted tiene bien puesta la camiseta de Cristo, estarán aquellos que dirán que está mentalmente desquiciado, que se ha vuelto loco. No espere recibir un mejor trato del que Él recibió. El discípulo no está por encima del maestro.

Años atrás, el novelista ruso Fyodor Dostoevsky escribió un libro en el que intentaba representar al Príncipe Mashkin como el espécimen perfecto de la humanidad. Las personas no podían comprender al Príncipe. Pensaban que estaba fuera de sí. El título del libro es “Él Tonto”. Cuanto más seamos conforme a la imagen de Cristo, más correremos el riesgo de ser conocidos como tontos.

Entonces el apóstol Pablo estaba en lo cierto. Somos olor de “vida para vida”, para algunos; y “olor de muerte para muerte”, para otros. O los impresionamos al dejarlos perplejos, o los confundimos al actuar de una manera pia­dosa. En cualquiera de los casos, nos damos a conocer co­mo hijos del Altísimo al imitarlo.

En los siguientes artículos, estaremos pensando en varios grandes momentos del tiempo, cuando los cristianos toma­ban los dichos de Jesús literalmente, amando a sus enemi­gos, perdonando a sus enemigos, devolviendo bien por mal, resistiendo sin represalias, dando sin esperar algo a cambio a la brevedad, preguntándose: “¿Qué haría Jesús?” y luego haciéndolo.


¿Es Jesús el único camino al cielo?

 Sí, Jesús es el único camino al cielo. Una afirmación tan exclusiva puede rechinar en el oído postmoderno, pero no por ello deja de ser cierta. La biblia enseña que no hay otro camino para la salvación sino través de Jesucristo. Jesús mismo dice en Juan 14:6 " Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí". Él no es un camino, como en uno de muchos; Él es el camino, como el primero y único. Nadie, a pesar de su reputación, logros, conocimiento especial o santidad personal, puede venir a Dios el Padre excepto a través de Jesús.

Jesús es el único camino al cielo por varias razones. Jesús fue "elegido por Dios" para ser el Salvador (1 Pedro 2:4). Jesús es el único que ha bajado del cielo y ha regresado allí (Juan 3:13). Él es la única persona que ha vivido una vida humana perfecta (Hebreos 4:15). Él es el único sacrificio por el pecado (1 Juan 2:2; Hebreos 10:26). Él solo cumplió la ley y los profetas (Mateo 5:17). Él es el único hombre que ha vencido a la muerte para siempre (Hebreos 2:14-15). Él es el único mediador entre Dios y el hombre (1 Timoteo 2:5). Él es el único hombre a quien Dios ha "exaltado... hasta lo sumo" (Filipenses 2:9).

En varios lugares además de Juan 14:6, Jesús habló de sí mismo como el único camino al cielo. Él se presentó como el objeto de la fe en Mateo 7:21-27. Dijo que Sus palabras son vida (Juan 6:63). Él prometió que aquellos que creen en Él tendrán vida eterna (Juan 3:14-15). Él es la puerta de las ovejas (Juan 10:7); el pan de vida (Juan 6:35); y la resurrección (Juan 11:25). Nadie más puede reclamar esos títulos.

La predicación de los apóstoles se centró en la muerte y resurrección del Señor Jesús. Pedro, hablando al sanedrín, proclamó claramente a Jesús como el único camino al cielo: "Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos" (Hechos 4:12). Pablo, hablando a la sinagoga en Antioquía, señaló a Jesús como el Salvador: " Sabed, pues, esto, varones hermanos: que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree" (Hechos 13:38-39). Juan, escribiendo a la iglesia en general, especifica el nombre de Cristo como la base de nuestro perdón: "Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre" (1 Juan 2:12). Nadie más que Jesús puede perdonar pecados.

La vida eterna en el cielo sólo es posible a través de Cristo. Jesús oró: "Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado" (Juan 17:3). Para recibir el regalo gratuito de la salvación de Dios, debemos mirar a Jesús y sólo a Jesús. Debemos confiar en la muerte de Jesús en la cruz como nuestro pago por el pecado y en Su resurrección. "La justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en Él" (Romanos 3:22).

En un momento del ministerio de Jesús, muchos de la multitud le estaban dando la espalda y saliendo con la esperanza de encontrar otro salvador. Jesús les preguntó a los doce: "¿Queréis acaso iros también vosotros?" (Juan 6:67). La respuesta de Pedro es exactamente correcta: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente" (Juan 6:68-69). Que todos compartamos la fe de Pedro de que la vida eterna reside sólo en Jesucristo.

LA ADORACIÓN: SEÑAL DE UN CRISTIANISMO AUTÉNTICO

Nosotros somos la verdadera circuncisión, que adoramos en el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no poniendo la confianza en la carne, (Filipenses 3.3 MBLA)

¿Qué quiso decir Pablo con esto? Él está contrastando a los cristianos auténticos con un grupo de falsos maestros legalistas, los cuales esteban causando dificultades entre los creyentes en Filipos. Ellos insistían que la circuncisión física era una señal de una fe verdadera. Insistían que los gentiles no podían ser salvos a menos que se convirtieran al judaísmo. Pablo respondió a esta falsa enseñanza explicándoles que la señal de un verdadero creyente es espiritual, no carnal. Pablo nos enseña que lo que nos distingue es que "adoramos a Dios en el Espíritu"

Frecuentemente escuchamos a personas decir que la señal de un cristianismo auténtico es el amor, y que el Señor Jesús dijo. "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros" (Jn. 13:35). Pero hay otra señal distintiva de un cristiano verdadero: adora a Dios en el Espíritu. Todas las otras virtudes, incluyendo el fruto del Espíritu (Gá. 5:22-23) tienen sus raíces en la adoración. El amor verdadero comienza a partir del amor al Dios verdadero (1 Jn. 4:7-8). La plenitud de gozo sólo se halla en Cristo (Jn. 15:11; 17:13). No hay paz para aquellos que no han hallado paz con Dios (Ro. 5:1). Podemos continuar considerando cada una de estas cosas, y muchas otras, pero el punto es que adorar a Dios en el Espíritu no solamente es la señal de un verdadero cristiano, también es la piedra angular de todas las demás virtudes.

Adorar a Dios en el Espíritu no se basa en seguir ciertas ceremonias o rituales religiosos, sino de disfrutar su presencia por la fe Y verter amor, alabanza, adoración y honra, Las reglas humanas, reglamentos o rituales jamás pueden tomar el lugar del Espíritu de Dios en la adoración. ¡Qué podamos estar cada vez más caracterizados por ser aquellos que confían en el poder del Espíritu de Dios Y que nuestras vidas lleven la señal distintiva de aquellos que adoran a Dios en el Espíritu!

Tim Hadley S

El Señor está Cerca