sábado, 8 de diciembre de 2018

NOTAS PARA EVANGELIZACIÓN

Juan el Bautista

(Lucas 1.5 al 23,57 al 80)



Fue dicho de éste setecientos años antes de su nacimiento: “Voz que clama en el desierto: Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios ... Sécase la hierba, marchítase la flor; más la palabra del Dios nuestro permanecerá para siempre”, Isaías 40.3 al 8, etc. Y cuatrocientos años antes de su nacimiento: “Yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí”, Malaquías 3.1. Ambas profecías se citan en Marcos 1.2,3. En aquellos cuatrocientos años la condición de cosas era la de Salmo 74.9: “No vemos ya señales; ni hay más profeta, ni entre nosotros quien sepa hasta cuándo”.
Zacarías era sacerdote, de la tribu de Leví, y por ende Juan lo sería, pero nunca ejerció como tal. Jesús era su primo hermano, siendo de la tribu de Judá; el parentesco era por las respectivas madres. Los sacerdotes fueron divididos en grupos según se lee en 1 Crónicas 24.19, “para que entrasen en la casa de Jehová”. Uno de los grupos era el de Abdías, 24.10. Cada jornada era de una semana; cada mañana se echaba suerte para determinar quién realizaría cada función en el día. Eran tantos los sacerdotes en los tiempos de Zacarías que en toda probabilidad ésta fue la única vez en su vida que le tocó turno para ofrecer sacrificio.
Era costumbre que la gente se congregara en el templo para orar mientras se ofrecían los sacrificios, 1.10. “Suba mi oración delante de ti como el incienso, el don de mis manos como la ofrenda de la tarde”, Salmo 141.2. “... la hora novena, la de la oración”, Hechos 3.1. También Apocalipsis 8.3,4 asocia la oración con el incienso: “Otro ángel vino entonces y se paró ante el altar, con un incensario de oro; y se le dio mucho incienso para añadirlo a las oraciones de todos los santos, sobre el altar de oro que estaba delante del trono. Y de la mano del ángel subió a la presencia de Dios el humo del incienso con las oraciones de los santos”. Parece haber sido esto que inspiró al himnista: “Desde el día en que yo esté contigo en suma perfección, mis oraciones cambiaré en una eterna adoración”.
Zacarías había orado por un hijo pero aparentemente había perdido la esperanza, 5:13,18 al 20, y fue en esta ocasión de oración que supo que su rogativa sería contestada favorablemente. Él pidió para ese hijo el privilegio de “dar conocimiento de salvación a su pueblo, 1.77, cosa que el Bautista haría especialmente en Juan 1.29, “He aquí el Cordero de Dios ...” Sin embargo, predicaba ambos lados del evangelio del reino, como hizo Jesús en Marcos 1.14,15 al decir, “Arrepentíos y creed en el evangelio”. Es decir, Juan predicó la ira venidera, etc. en Lucas 3.7 et seq, y también las buenas nuevas en 3.16 al 18.

William Rodgers, Omagh, Reino Unido. 1879-1951

SIETE GRANDES VERDADES EN JUAN 3:16


¿Quién podrá jamás escrutar la amplitud de las riquezas contenidas en el maravilloso versículo que es Juan 3:16? Es un resumen de toda la Palabra de Dios, de toda la revelación divina, en cuanto a la salvación.
Siete verdades en él se expresan en sendas palabras que se encuentran varias veces en el Evangelio según Juan como notas predominantes.
De tal manera amó Dios
al mundo,
que ha dado
a su Hijo unigénito,
para que todo aquel
que en Él cree, no se pierda,
más tenga vida eterna.
La primera es amar. ¡Oh, el amor de Dios! ¿Hay algo más precioso? Dios ama; ello corresponde a su misma naturaleza, ya que Él es amor. Ustedes que tiemblan al pensar en Dios, consideren esa palabra y medítenla en sus corazones. Nuestro pecado nos hace tener miedo de Dios y nuestra mala conciencia no nos deja conocerlo tal como Él es. El enemigo de nuestras almas nos engaña, como siempre, e impide que nos regocijemos en el amor de Dios. No obstante, Dios nos ama, por pecadores que seamos.
El versículo que nos ocupa no sólo dice que Él amó, sino que amó tanto como para hacer lo que hizo. ¿Quién conocerá el corazón de Dios, y quién sondeará sus profundidades? “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, Él le ha dado a conocer”, Juan 1.18.
Este dulce nombre de Padre nos muestra su amplitud. Los cielos proclaman la grandeza de Dios; Abraham conoció el poder del Dios fuerte y todopoderoso; Moisés pudo experimentar la fidelidad de Aquel que por cierto quería revelarse bajo el nombre de Yo soy, o Jehová. Es ésta una fidelidad muy grande, porque cuatrocientos años después de haber hecho la promesa, Él no la había olvidado y venía a ejecutarla mediante la liberación de su pueblo. Pero el nombre de Padre, revelado por el Señor Jesús, es el único que puede hacernos conocer todo lo que es ese Dios de amor. Nos hará falta la eternidad para sondear este amor infinito.
Pasamos a la segunda palabra de nuestro versículo, cuyo alcance es muy extenso, puesto que ella es el mundo. ¡Qué corazón el de Dios! Abarca al mundo entero. Aquí no se trata de un pueblo particular, como antaño lo fue el pueblo judío, ni de una clase especial de personas, de gente buena, amable, arrepentida, de personas que toman buenas resoluciones; no, el mundo entero ha sido objeto de todo el amor de Dios, ¡sin exceptuar a nadie! Es usted, soy yo. Las excepciones no provienen de Dios, sino que son el resultado de la incredulidad de nuestros corazones. Quienesquiera que seamos, reflexionemos acerca de esta palabra “mundo”.
Ninguno de nosotros podrá decir que Dios nos engaña, puesto que la siguiente expresión es que Él ha dado.
Habitualmente, cuando amamos a una persona nos agrada darle una prueba de nuestro amor, y nos sentimos felices al hacerlo. Dios, quien nos ama, también nos ha dado. Pero esa expresión, ¡cómo derriba todos los pensamientos del hombre acerca de Dios! Cree que hace falta ofrecerle algo a Él, sea una religión, obras, méritos, arrepentimiento o cosas semejantes.
Todo esto demuestra que Dios es un desconocido para todo aquel que no cree en su amor. Dios no pide, sino da. Entonces, ¿qué podríamos darle? “Si conocieras el don de Dios”, le dijo el Señor a la mujer samaritana en Juan 4.10. Un don real siempre es un don precioso; pero un don de Dios, ¡cuán maravilloso debe ser!
En efecto, no puede ser mayor, puesto que es el don de su Hijo unigénito. He aquí la cuarta expresión sobre la cual debemos fijar nuestra atención. Un hombre sacrificaría todo antes de sacrificar a su hijo, sobre todo si es su único hijo. Sin embargo, Dios ha dado a su único Hijo para salvar a malvados.
¿Qué acogida recibió al venir al mundo? Miren la cruz y ahí lo verán. A causa de todo eso, ¿cambió el amor de Dios? “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura”, Marcos 16.15. Este evangelio, que concierne a su Hijo, lo manda anunciar a todos los hombres con el fin de que todos puedan encontrar sus delicias en Aquel que regocija su corazón desde la eternidad.
En la Biblia encontramos cuatro veces la palabra “unigénito” en relación con la persona del Señor Jesús. En la privilegiada época actual, Dios nos muestra un tesoro precioso, porque desea abrirnos todo su corazón. Hallamos esa expresión en los escritos del apóstol Juan, quien se había reclinado sobre el pecho del Señor Jesús, donde había aprendido a conocer el corazón de Dios.
Por primera vez, Juan 1.14 nos dice, “Vimos su gloria, gloria como del unigénito Hijo, lleno de gracia y de verdad”. ¡Qué gloria la de ese Hijo único, gloria que brilló en su humillación y en el despojo de sí mismo!
Después, en el versículo 18, “A Dios nadie le vio jamás; él unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, Él le ha dado a conocer”. ¡Un Hijo único en el seno del Padre! ¡Cómo debía conocer su corazón! Él nos reveló ese corazón en su vida y en su muerte.
La tercera mención está en Juan 3.16 que es el tema que nos ocupa.
Finalmente, está escrito en 1 Juan 4.9, “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él”. ¡Lo que debía ser para el Padre enviar a su único Hijo a un mundo malvado! Dios no podía darnos mayor prueba de su amor que sacrificándolo por nosotros. ¿Cómo podríamos dudar de ese amor? Al dar a su Hijo por nosotros, nos reveló la plenitud de su amor.
Esto nos lleva a la quinta expresión o verdad de nuestro versículo: “para que todo aquel”. Nadie está exceptuado, ni siquiera un malhechor en la cruz, una María Magdalena que tenía siete demonios, o un Saulo de Tarso en el camino a Damasco. Todo aquel: usted, yo, con la única condición de no hacer a Dios mentiroso.
Es lo que se nos enseña con la sexta palabra: creer. “Todo aquel que en Él cree”. He aquí la única condición para poseer el objeto que Dios da; es lo único que Dios le pide al hombre. No es que haga obras, que llore sobre sus pecados, que mejore su conducta, sino —notémoslo bien— que crea. Dios da, el culpable cree y, creyendo, recibe el inefable don de Dios.
Y, poseyéndolo, tiene la vida eterna. Es la séptima gran verdad contenida en el versículo.
¿Cómo definir la vida eterna? ¿Lo finito podría explicar lo infinito y hablar de lo que sólo será conocido en su plenitud durante la eternidad? Ella no se puede acabar ni perder. Quien la posee goza de una felicidad conocida solamente por los que lo han probado.
Esta vida es Cristo mismo, puesto que Él es el Dios verdadero y la vida eterna, es el infinito de Dios mismo. Nos fue manifestada con toda belleza en el Hijo cuando estuvo aquí abajo. Es comunicada a todos los que creen, pues “el que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”, Juan 3.36.

De tal manera amó Dios al mundo,
que ha dado a su Hijo unigénito,
para que todo aquel que en Él cree,
no se pierda, más tenga vida eterna.

EL LADRÓN EN LA CRUZ


Lucas 23:32-46.


Ha sido dicho por alguien, refiriéndose a esta escena, «No hay más que un solo caso de arrepentimiento en el lecho de muerte en la Biblia, para que el hombre no se desespere; pero hay sólo uno, para que el hombre no pueda presumir.» Pero, cuánto el hedor del corazón humano farisaico se delata a sí mismo en estas palabras. La justicia propia latente del corazón humano, a la cual le agradaría añadir alguna pizca de sus miserables 'obras', a la obra perfecta de Cristo para el alma. Y sin embargo, cuando llegamos a examinar esta escena maravillosa, nosotros encontramos que ¡todos deben ser salvados como lo fue este ladrón! Yo no hablo ahora del período en el cual una obra tal es llevada a cabo en el alma, sino del hecho de que todos deben ser salvados tal como él. Y si este es el caso, ¿Por qué no ahora, mi lector? ¿Por qué no creer, y conocer el gozo y bienaventuranza de un interés en la obra salvadora de Cristo, antes que transcurra otro día, para que su alma pueda llenarse de todo gozo y paz en el creer, para que usted pueda abundar en esperanza por el poder del Espíritu Santo (Romanos 15:13)?
         Hay una necesidad absoluta de un cambio total y completo en el pecador antes de que él pueda ver el Reino de Dios. Un hombre puede estar en el apogeo de una reputación religiosa en el mundo; su nombre puede embellecer las listas de beneficencia — él puede ser mostrado como un modelo a ser imitado por los demás; y aun así, puede no haber experimentado nunca este poderoso cambio. Es un hecho triste y humillante, que posea como él puede, piedad, o más bien aquello que se parece a ella, delante de sus semejantes; y la erudición más profunda, una naturaleza amable, una mente benevolente, todas estas cualidades, y muchas más por añadidura; y sin embargo él ni siquiera puede haber visto nunca el Reino de Dios. Esta es una dura expresión, ¿quién puede soportarla? No obstante, es una absoluta necesidad el hecho de que el hombre debe nacer de nuevo. Él debe ser renovado desde las fuentes mismas de su naturaleza, sus pensamientos, sus afectos, sus sentimientos, su corazón, su conciencia, sus acciones. Él debe ser lo que el Señor Jesús dijo al hombre de los Fariseos — el maestro en Israel — el principal entre los Judíos — Nicodemo; él debía "nacer de nuevo." En el caso de este hombre, la lección sólo fue aprendida con lentitud. Él tuvo que renunciar a mucho. Para él fue doloroso que se le dijese que toda su vida era incorrecta; sus esfuerzos y energías, sinceras como indudablemente lo eran, habían brotado de una mala base; y que el hombre completo debía ser transformado desde las raíces mismas, antes de que él pudiese entrar en el Reino que Dios estaba estableciendo. Debió haber sido doloroso pensar en que lo que le daba importancia y autoridad, y por lo cual él era tenido en estima por parte de sus semejantes, caía bajo la aplastante condena por parte del divino Escudriñador de corazones, "De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios." (Juan 3:3). Fue para él doloroso saber que si él entraría al Reino de Dios, él debía consentir hacerlo como el pecador más vil, despojado de todo lo que le pondría en ventaja con respecto de los demás, y le daría prioridad allí. Y aun así, esta transformación total y completa es absolutamente necesaria para entrar en el Reino de Dios; necesario para el más vil, necesario para todos. Ello nivela todas las diferencias; coloca a los hombres, a la luz de esta solemne verdad, en un terreno parejo delante de Dios, para que ninguna carne pueda gloriarse en Su presencia. Querido lector, ¿ha experimentado o ha pasado usted por esa transformación poderosa? ¿O usted ocupa el mismo estrado sobre el cual usted fue introducido entre los pecadores de este mundo? ¡Importante pregunta! ¡Que el Señor le permita responderla honestamente en Su presencia!
El caso del ladrón es una ilustración notablemente hermosa de esta obra poderosa en un alma — esta transformación total en el hombre. Y además de esto, nosotros tenemos en esta escena la obra poderosa de Cristo por él, la cual le permitió tomar este lugar — con Cristo aquel mismo día dentro del velo. La obra que hace aptos a todos los que creen en ella para tomar su lugar, por medio de la fe, con Jesús, en el mismo momento, en la presencia de Dios, dentro del velo.
         El caso del compañero del ladrón es, asimismo, verdadera y profundamente solemne. Un alma pasando de este mundo a otro; acercándose a los portales de una eternidad, de la cual no hay retorno, con una burla en su labio, y el insulto para el Bendito en su boca, " Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros." (Lucas 23:39). Profundamente solemne es una hora final semejante de la oscura vida de un hombre aquí, sin Cristo, sin fe, pecando contra su propia alma. Bien se dice acerca del inicuo, "Pues no hay para ellos dolores de muerte; más bien, es robusto su cuerpo. No sufren las congojas humanas, ni son afligidos como otros hombres." (Salmo 73: 4 y 5 – RVA).
Consideremos la misma hora en la vida del otro — la más brillante que jamás había conocido. "Respondiendo el otro, le reprendió, diciendo: ¿Ni aun temes tú a Dios?", espléndida ilustración de la obra de Dios en un alma (Lucas 23:40). Ella comenzó con solo una palabra, pero una palabra mediante la cual uno desentraña un corazón que ha sido enseñado en los caminos de la sabiduría. Porque, "El principio de la sabiduría es el temor de Jehová." (Proverbios 1:7). Nosotros tenemos en esta pequeña palabra una preciosa obra de Dios en su alma. De los inicuos se dice, "No hay temor de Dios delante de sus ojos." (Romanos 3:18). Dios no está en todos los pensamientos de ellos. "¿Ni aun temes tú a Dios?" Aquí estuvo la raíz de este cambio poderoso en este hombre: el santo temor de Dios. Dios tuvo Su lugar correcto en sus pensamientos, aunque él no Le conocía aún como Salvador. El temor de Dios fue la palabra de Abraham a los hombres de Gerar, "Ciertamente no hay temor de Dios en este lugar, y me matarán por causa de mi mujer." (Génesis 20:11) Fue el temor de Dios el que guardó el corazón de José, cuando estuvo en la tierra de su exilio — "¿cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?" (Génesis 39:9). Es eso lo que guarda el corazón en un mundo de pecado. La ausencia de este santo temor brinda espacio para las actividades de la corrupta e inicua voluntad del hombre. Dicho santo temor es el principio de la sabiduría.
         ¿Cómo está usted con respecto a ello, mi lector? ¿Puede usted decir que este santo temor de Dios ha sido la guía y el modelador de todos los pensamientos e intenciones de su corazón, de las acciones de su vida, y de los motivos que han gobernado sus modos de obrar? ¿Han sido todos estos gobernados por el temor del Señor? ¿Ha tenido Dios Su lugar correcto en su corazón?; y este temor, ¿ha refrenado su voluntad? Job fue un hombre "temeroso de Dios y apartado del mal." (Job 1:1); Cornelio fue un varón "temeroso de Dios con toda su casa" (Hechos 10:2). "Los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero; y Jehová escuchó y oyó, y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre." Malaquías 3). El temor de Dios fue la demostración de la fe de Abraham, "ya conozco que temes a Dios" (Génesis 22). Ahora bien, " El temor de Jehová es manantial de vida para apartarse de los lazos de la muerte." (Proverbios 14:27). El temor de Dios "conduce a la vida" (Proverbios 19:23 – VM); y nosotros vemos esto de manera tan notable en este hombre. El temor de Dios le llevó a tomar su lugar verdadero delante de Dios. "¿Tú ni siquiera temes a Dios, aunque estás en la misma condenación? y nosotros a la verdad justamente" (Lucas 23:40 – VM). ¿Puede usted decir con él, "nosotros a la verdad justamente"? ¿Puede usted, tal como él hizo, asumir la merecida y justa sentencia de muerte, para su propia alma; y reconocer, en plena honestidad de corazón, la Equidad de su sentencia? "Nosotros a la verdad justamente; porque recibimos la pena debida a nuestros hechos" (Lucas 23:40 – VM). ¿Reconoce usted la equidad de la sentencia; en efecto, la ha transferido usted a usted mismo, como la pena debida a sus pecados que usted merece? Bendita paz; reconocer en su totalidad su verdadera y correcta condición delante de Dios, y que su alma tenga claridad acerca de la sentencia de muerte, ¡tal como él! De qué manera la obra de Dios se hizo más y más resplandeciente, hasta que él estuvo con Cristo en el Paraíso. ¡Dios tuvo Su verdadero lugar en su alma, y él estuvo en su verdadero lugar delante de Dios! La Equidad de su sentencia pronunciada por sus propios labios; no excusándose, me atrevería a decir, como usted ha hecho a menudo; alegando circunstancias — una naturaleza maligna, para paliar sus pecados. Un pecador convicto estuvo allí no presentando excusa alguna por sus pecados y su sentencia, sino reconociendo que Dios era verdadero. Justificando a Dios, y condenándose a sí mismo, como uno de los hijos de la Sabiduría. "Yo reconozco mis transgresiones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo, he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; lo confieso, a fin de que seas justo en tu sentencia, y exento de culpa en tu juicio." (Salmo 51: 3 y 4 – VM).
Ya hemos hablado bastante de la obra en el alma de este hombre.
Nosotros debemos considerar otra cosa ahora— la obra para él—para todos, en la cruz junto a él.
Colgaba allí a su lado el Señor de Gloria: y de la boca del hijo de la Sabiduría, mientras la luz se hacía más resplandeciente en su alma, nosotros tenemos el testimonio de dos cosas— la impecabilidad y el Señorío de Cristo. "Éste ningún mal hizo." (Lucas 23:41). Y el Cristo inmaculado, y el pecador que se condenó a sí mismo, ¡estuvieron lado a lado! ¡Impresionante y solemne escena, la cual no será jamás contemplada nuevamente! Hermoso testimonio de aquel hombre moribundo, que le llevó a tomar su lugar con Jesús allí, en aquel momento, y en medio de la agitación de una escena como la que rodeaba la cruz. Un momento cuando el mundo se unió contra un hombre que "ningún mal hizo." Cuando incluso aquellos que Le habían amado y habían confiado en Él durante Su vida, Le abandonaron en la hora de su mayor dolor. Y sin embargo el alma de aquel hombre estaba absorta con Cristo, el cual colgaba allí. La visión completa de su alma estaba llena con Cristo; y él se olvidó de sí mismo. Una transformación completa y total había tenido lugar en el hombre; y, olvidando su agonía, todo su pensamiento fue, "Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino." (Lucas 23:42). ¿Cómo sería en su caso, mi lector, si usted estuviese muriendo en su confortable lecho, rodeado de sus amigos afligidos? ¿O qué sucede con usted ahora? ¿Sería Cristo tan precioso para su alma entonces? ¿Es Él tan precioso para usted ahora, como para absorber todos sus pensamientos, y colmar su alma con Él mismo? El terrible padecimiento de aquel momento no tuvo poder alguno para desagregar su corazón de Cristo. Y su única petición fue: Señor, ¡"acuérdate de mí."!
Pero, ¿cuál fue la respuesta? La luz en su alma terminó de manera distinta de lo que él pensaba. En lugar de ser recordado cuando Jesús regresara en Su Reino, ¡él obtuvo un lugar aquel mismo día en el Paraíso con Cristo! La obra fue hecha por Jesús allí, la cual permitió a aquel hombre tener un lugar con Él ese mismo día; tal como es adecuado para toda alma que cree en ella, tomar su lugar en aquel momento ¡con Jesús dentro del velo!
Querido lector, ¿ha contemplado usted con un corazón creyente, adorador, esa obra de Cristo, como aquello que lo ha librado a usted de la ira venidera? Y creyendo, ¿ha tomado usted su lugar, en virtud de ella, dentro del velo? ¿Dónde está usted, si no lo ha hecho? ¿Qué es usted? ¡Fuera del velo, un incrédulo, aún en sus pecados! Solemne lugar, solemne condición. No descanse ni por un momento, entonces. El mismo golpe que rasgó el velo, expuso la iniquidad del corazón del hombre, en la muerte de Cristo; y reveló el amor del corazón de Dios, al perdonar a Su Hijo; y ha quitado para siempre los pecados de Su pueblo creyente. No descanse ni por un momento hasta que usted tome su lugar, por medio de la fe, dentro del velo. Que ningún falso raciocinio del enemigo, o la incredulidad de su propio corazón, le prive a usted de esta alegría. Feliz realmente, si usted tiene, al igual que el ladrón salvado, el temor de Dios en su corazón: más feliz aún si usted ha reconocido su verdadero estado y condición delante de Dios — su propia alma ha asimilado la sentencia de muerte; y más feliz si usted se ha olvidado de usted mismo del todo tal como él, y que la visión de su alma esté absorta con Aquel que estuvo allí consumando Su amor al hacer una obra que le da a usted un nítido derecho a tomar su lugar en este momento ¡dentro del velo con Jesús! ¡Hoy...  conmigo en el paraíso!
  De la revista "Word of Truth" Vol. 1 – 1866, editor: F G. Patterson
Traducido del Inglés al español por: B. R. C. O.- mayo 2017.-

EL CAMINO HACIA LA GLORIA (Parte VI)



El Espíritu de adopción
Esta gloriosa posición de hijo de Dios tiene como consecuencia la recepción del Espíritu Santo: “Por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo” (Gálatas 4:6). El Espíritu de Dios, quien habita en nosotros, nos hace entrar en la plena libertad de esta relación filial: “Habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Romanos 8:15; Abba, palabra aramea no traducida: forma cariñosa de la palabra padre, como «papá»).
El vínculo
El Espíritu une a los creyentes en un solo cuerpo con Cristo (1 Corintios 12:13). Por medio de Cristo “los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efesios 2:18). En el Señor somos “juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:22).
La unción
Dios nos ha ungido con el Espíritu como con un aceite de consagración para servirle, para conocer las cosas profundas de Dios, para recibir y comunicar sus pensamientos (2 Corintios 1:21; 1 Corintios 2:10-15; 1 Juan 2:20, 27).
“Dios, nos ha sellado” (2 Corintios 1:21, 22). “Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa”; el Espíritu Santo “con el cual fuisteis sellados para el día de la redención” (Efesios 1:13; 4:30). Dios ha puesto así su Espíritu sobre nosotros como un sello, una marca indeleble de que procedemos de Él y somos suyos por los siglos.

Las arras
Dios “nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones”. “Dios, quien nos ha dado las arras del Espíritu” (2 Corintios 1:22; 5:5).
El Espíritu Santo de la promesa “que es las arras de nuestra herencia” (Efesios 1:14). El Espíritu Santo, en nuestros corazones, es a la vez una garantía y un anticipo de nuestras futuras bendiciones en la gloria.

La santificación
Esta presencia del Espíritu Santo en el creyente impone una separación práctica del mal. “¿Ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo” (1 Corintios 6:19-20).

El poder
El que ha sido rescatado por Cristo tiene naturalmente el deseo de vivir para su Señor. Desgraciadamente, no tarda en experimentar que en sí no tiene ninguna fuerza para llevar una vida santa y pura, de manera que el bien que quiere, no lo practica; el mal que no quiere, lo hace (Romanos 7:19). Hay en él un nuevo hombre, nacido de Dios, que no peca (1 Juan 5:18); pero subsiste también en él la naturaleza pecadora, el viejo hombre, “que está viciado conforme a los deseos engañosos” (Efesios 4:22). Debe aprender por medio de la experiencia y de la enseñanza de la Palabra:
-    que, en él, es decir, en su carne, no mora el bien;
-    que en el viejo hombre (no en el nuevo) mora todavía el pecado;
-    que en él no hay ninguna fuerza para reprimir esa vieja naturaleza (Romanos 7:14-23).
Y cuando, habiendo experimentado su completa incapacidad, es llevado finalmente a implorar el socorro (Romanos 7:24), aprende que lo que le era imposible, Dios lo ha hecho por él, pues esa vieja naturaleza que tanto hace sufrir al nuevo hombre, y de la cual no puede deshacerse, Dios le dio muerte en la cruz con Cristo (Romanos 6:5, 6; Gálatas 2:20). Dios lo dice y el cristiano no tiene más que creerlo. Ya no tiene más que mantener a su viejo “yo” en el lugar que Dios le ha dado, es decir, en la muerte: “Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros” (Colosenses 3:5).
Como no tiene en sí ninguna fuerza para hacerlo, Dios ha puesto a su disposición un poder victorioso: el Espíritu Santo que él le ha dado y que habita en el creyente: “Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos 8:13). “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (Gálatas 5:16). Dios nos libera así del poder del pecado, después de habernos liberado de la condenación merecida por nuestros pecados.

SALVACIÓN Y RECOMPENSA (Parte IX)



Ahora, para terminar, me gustaría exhortar encarecidamente al lector cris­tiano, empleando las palabras solemnes del Señor en Su advertencia a la iglesia de Filadelfia:
“He aquí, yo vengo pronto; retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona” (Ap. 3:11).
Observemos: nadie puede robarme mi salvación. De esto hay evidencia abun­dante en las Escrituras. Pero otro puede tomar mi corona si me muestro infiel a lo que me ha sido confiado.
Cada creyente, además de ser un hijo, también es un siervo. A cada uno le es dado algún don particular y alguna línea de servicio. Puede que sea de naturaleza pública o privada, pero es una mayordomía que el Señor ha confiado a esta persona. “Ahora bien, se requiere de los adminis­tradores, que cada uno sea hallado fiel” (1 Co. 4:2). Si no ejerzo el ministerio que me ha sido dado, humildemente y depen­diendo del Espíritu Santo para que pueda cumplirlo fielmente, puedo ser marginado como siervo, y el Señor puede llamar a otro para terminar mi trabajo. Si esto sucede, perderé mi corona.
Hemos oído del hermano que distri­buía tratados, pero que llegó a desanimarse debido a que aparente nadie apreciaba lo que hacía. Abandonó su servicio, y veinte años más tarde supo que alguien se había convertido por medio de un tratado que repartió el último día. Aquel nuevo creyen­te había tomado para sí ese ministerio de repartir tratados. Después de largo tiempo encontró un día a su bienhechor en la calle al presentarle un tratado. Surgió una con­versación entre ellos, en la cual el hermano viejo aprendió que aquel joven creyente había tomado su lugar y ministerio. “Así que”, dijo, “¡parece que te he dejado tomar mi corona!”
Recordemos, hermanos, que Dios llevará a cabo Su obra de alguna manera empleando algún instrumento. Aprenda­mos a no esquivar nuestra responsabilidad, sino decir (y hacer) con Isaías: “Heme aquí, envíame a mí”.
(del libro “Salvación y Recompensa, dos líneas distintas de la verdad”, H.A. Ironside)

LOS 24 ANCIANOS - APOCALIPSIS 4


Pregunta: ¿Qué representan los 24 ancianos del capítulo 4 del Apocalipsis? ¿Tendría la bondad de explicármelo?

Respuesta: Hallamos una interesante respuesta en el siguiente pasaje del "Estudio sobre el Apocalipsis" de William Kelly, que traduci­mos a continuación:
          "Hay aquí una evidente alusión a las 24 clases, o "suertes", del sacerdocio Judaico (véase 1 Crónicas 24: 7-19). Con esta reserva: que los "ancianos" no representan a todos los sacerdotes de esas diversas clases, sino únicamente a sus jefes. Conviene recordarlo, porque - más adelante - se hallarán, en el Apocalipsis, otros sacerdotes que no estaban aún en el cielo.
         Esos jefes de los sacerdotes, no lo dudo, son los santos glori­ficados en el cielo y con esto, me refiero tanto a los santos del An­tiguo como del Nuevo Testamento. Estamos, pues, muy lejos de querer despreciar la gracia de Dios manifestada hacia los santos de otros tiempos. Hay, pues, buenos motivos para creer que los 24 an­cianos no sólo representan la Iglesia, sino a todos los santos que resucitarán cuando la Aparición del Señor Jesús, según está escrito: "Los que son de Cristo, en su venida (o "presencia", gr. parusía) (1 Corintios 15:23).
         Eso no atañe, de ningún modo, al carácter especial de la Iglesia, el cual es cuidadosamente preservado y manifestado en otra par­te de las visiones. Que los 24 "ancianos" no son, ni pueden ser án­geles, lo prueba el hecho de estar coronados y sentados sobre tronos. En ninguna parte de la Escritura vemos ángeles elevados a semejante dignidad; ejercen sí, el poder, mas no reinan nunca.
         En cambio, los creyentes dicen en el capítulo 1 de Apocalipsis: "Al que . . . nos hizo un reino sacerdotal para su Dios y Padre" (Apocalipsis 1: 5, 6 - BTX). En el capítulo 4, donde los ancianos están coronados y sentados sobre tronos, corresponden los símbolos a la realeza; mientras que en el capítulo 5, las mismas personas aparecen cumpliendo funciones sacerdotales."
 (William Kelly).
          Para otros exégetas, los 24 ancianos simbolizan, por una parte, los 12 Patriarcas como representantes de los santos del Antiguo Testamento, quienes a semejanza de Abraham tenían esperanza celestial (Hebreos 11:16), y por otra parte, a los 12 Apóstoles, como representantes de los santos de la actual economía, o dispensación. Como verá, es sólo una variante del mismo símbolo. Los que han padecido con Cristo, reinarán con Él.
P. E.
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1956, No. 23.-

MEDITACIÓN

“Y cuando ofrecéis el animal ciego para el sacrificio ¿no es malo? Asimismo, cuando ofrecéis el cojo o el enfermo, ¿no es malo? Preséntalo, pues, a tu príncipe; ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto? dice Jehová de los ejércitos” (Malaquías 1:8).


Los requisitos de Dios en cuanto a los animales para el sacrificio no dejaban lugar a dudas; debían ser sin mancha o tacha. él esperaba que Su pueblo le ofreciera los animales más escogidos de sus rebaños. Dios quiere lo mejor.
Pero ¿qué estaban haciendo los israelitas? Ofrecían animales ciegos, cojos y enfermos. Los animales escogidos tenían un alto precio en el mercado o se apartaban para la crianza. Y así el pueblo estaba ofreciendo lo peor, diciendo: “Oh, Dios comprende, y cualquier cosa es bastante buena para él”.
Antes de mirar con desprecio a los israelitas debemos sopesar si los cristianos del siglo XX estamos también deshonrando a Dios no dándole lo mejor.
Gastamos la vida amasando una fortuna, tratando de hacernos un nombre, viviendo en una casa elegante en un barrio residencial, disfrutando las mejores cosas, dejándole a Dios, como una miserable propina, las colillas de una vida consumida en las cosas del mundo. Nuestros mejores talentos van a los negocios y a las carreras que tanto queremos, dándole al Señor lo que sobra de nuestras tardes o fines de semana.
Criamos a nuestros hijos para el mundo, animándoles a que tengan las mejores carreras, ganen mucho dinero, se casen bien, compren una casa elegante con todas las comodidades modernas, y por supuesto, que vayan a las reuniones de la iglesia los domingos, cuando puedan. Nunca les presentamos la obra del Señor Jesús como un camino digno de la inversión de sus vidas y tesoros. El campo misionero y la obra pionera en nuestro país está bien para los hijos de los extranjeros, pero no para los nuestros.
Gastamos nuestro dinero en coches caros, artículos de recreo, yates y equipo deportivo de alta calidad, para luego arrojar una miserable moneda para la obra del Señor. Vestimos ropas elegantes y caras, y después nos sentimos satisfechos cuando donamos nuestros desechos al ropero municipal.
Lo que estamos diciendo con los hechos es, en efecto, que cualquier cosa es suficientemente buena para el Señor, pero que deseamos lo mejor para nosotros mismos. Y el Señor nos dice: “Preséntalo al rey o presidente. ¿Acaso se agradará de ti, o le serás acepto?” Sería un insulto para el rey o el presidente. Bien, así es con el Señor. ¿Por qué le tratamos de un modo en el que no osaríamos tratar al rey o al presidente?
         Dios desea y merece lo mejor. Resolvamos con toda sinceridad darle lo mejor.

ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (Parte XXVII)


La casa de Dios
Los adeptos a las diferentes religiones del mundo han comprendido la necesidad de un edificio en donde guardar los objetos de su adoración y en que reunirse para realizar sus cultos.
La Biblia no cuenta de ninguna casa para el Dios del cielo, hasta que no saliesen los israelitas de la esclavitud de Egipto. Salvos ya, pensaron en honrar al Señor haciéndole una casa.
El pueblo no era rico, pero sentía un profundo amor para con el Señor por su grande redención. No les era permitido solicitar la ayuda de las naciones incircuncisas de alrededor, y nadie entre ellos mismos fue obligado a dar un tanto, sino que cada uno dio según le movía el corazón.
Si necesitaban maderas, los jóvenes robustos las cortaban y las traían; si era oro, los príncipes dieron libremente; y si eran pieles para las cubiertas, lo más pobres podían conseguir y traerlas. Cada uno ofrecía voluntariamente y de corazón. Así, en poco tiempo fue terminada una especie de tienda, con el arca y su propiciatorio, los alteres, la mesa, etc. Era de muy humilde apariencia aunque muy adecuada a las necesidades de un pueblo peregrino.
¡Cuán diferente es la costumbre de las religiones mundanas! Resuelven edificar un templo suntuoso donde lucir el orgullo humano. Recogen dinero de todos, sin distinción, sean cristianos o no. Si el dinero ha sido ganado por traficar en licores u otros vicios, poco importa. Hacen listas de los nombres de personas a visitar, y al lograr que un rico dé una buena suma, lo divulgan para presionar a quienes han aportado menos.
Cuando llegamos a leer en la Biblia de las actividades de los apóstoles, vemos que los cristianos primitivos se reunían en casas, y en cierta escuela. Nada se dice de un tiempo material. La razón se encuentra en las palabras de Esteban en Hechos 7.48: “El Altísimo no habita en templos hechos de mano”. Pedro habla del templo donde Él sí habita hoy en día: “Como piedras vivas sed edificados una casa espiritual, y un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo”, 1 Pedro 2.5.
Las personas a quienes escribía Pedro habían oído el Evangelio y, convencidos de su culpa, habían creído en el Señor Jesús. El Espíritu Santo vino a morar en sus corazones, y así fueron hechos piedras vivas en la casa espiritual de Dios. El fruto del Espíritu Santo en las vidas de estos verdaderos cristianos es la gloria de esta casa espiritual.
Poco importa si por su pobreza se reúnen en una choza o una cueva, porque su culto es al Dios del cielo, por medio del Cristo glorificado. La cosa importante es ser piedra edificada en la casa espiritual. Las almas que confían en sus buenas obras, o en las ceremonias de su iglesia, o cosa alguna de ellos mismos, no están edificadas en Cristo, y no forman parte de la casa de Dios, el templo vivo donde Él habita.

EL CRISTIANO VERDADERO (Parte XII)

EL TESTIMONIO A LOS DEMÁS

Una Confesión Abierta


Es imposible vivir la vida cristiana en secreto, por más que haya quienes equivocadamente tratan de hacerlo. La vida tiene obligadamente que manifestarse, donde quiera que esté y sea lo que fuere su naturaleza. La nueva vida impartida a todo creyente cuando acepta a Cristo como Salvador, tiene que manifestarse inmediatamente. La única manera de lle­var una vida cristiana de éxito es vivirla abiertamente, sin vergüenza y sin temor. Si deseas llevar una vida cristiana verdadera, confiesa a tu Salvador y tu fe en él y tu amor hacia él, abiertamente ante el mundo. No trates de escon­der tu cristianismo. Ponlo sobre el candelero, para que no esté oculto, y se asemeje a “una ciudad asentada sobre el monte, que no se puede esconder” (Mat. 5: 14-15). No solamente tienes que mostrar a Cristo en tu vida delante de los hombres, sino debes también confesarlo abiertamente1 con tus labios.
¿Por qué debe confesarse a Cristo en forma audible? En primer lugar, Cristo mismo nos mandó que lo confesáramos de este modo. He aquí lo que Él dijo: “Cualquiera, pues, que me confesare delante de los hombres, le confesaré yo también delante de mi Padre que está en los cielos” (Mat. 10: 32). Cristo nos exige una confesión pública. Esta es la senda de la bendición, pues es mientras él nos confiesa delante del trono de Dios el Padre, lo cual depende de nuestra confesión de Cristo en la tierra, que llega para nosotros la plenitud de bendición. Así vemos que en realidad es para beneficiarnos a nosotros que él exige esta confesión de nuestra parte. En Romanos 10:9, 10, el Espíritu dice: “Si confesares con tu boca al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo; porque con el corazón se cree para justicia, más con la boca se hace confesión para salud.” Así vemos que es muy importante confesar al Salvador en voz alta. No hacerlo es desobedecer y no cumplir con el Señor. Es perder la plenitud de la salvación.
En segundo lugar, debemos confesar públicamente a Cristo, porque el hacerlo es una fuente de ayuda y fuerza en nuestras propias vidas cristianas. Cada vez que un cristiano confiesa a Cristo, es fortalecido espiritualmente. Un cristiano que testifica no está en mucho peligro de retrogradar, pero en cambio el no testificar es una frecuente causa de las caídas. El testimonio público fortifica y es además una fuente de gozo genuino. Aunque al comienzo pueda parecer algo difícil dar un testimonio público de tu fe cristiana, este testimonio siempre ha de resultar en un gozo inefable. Muchos recién convertidos que temblaban de ti­midez y miedo cuando ensayaron sus primeros testimonios de Cristo, rebosaban de gozo una vez que los hubieron dado. Es una verdadera fuente de gozo y fortaleza interior.
Además, la confesión clara de la fe a los demás, resuelve una cantidad de problemas. Cuando las personas mundanas e incrédulas saben que una persona es cristiana, dejarán de pedirle que vaya a diversiones no cristianas o que participe en actividades contrarias a su fe. Hazles saber desde el primer momento lo que eres, y te ahorrarás muchas incomodidades y penas. Quizás el mundo no ame a un cristiano hecho y derecho, pero siempre ha de respetarlo. Por el contrario, los cristianos incoloros e indecisos nunca son tomados en serio y siempre reciben invitaciones a lugares profanos y a hacer cosas del mundo que sabe no son correctas para un verda­dero cristiano. Por lo tanto, una confesión pública es un medio de obtener la victoria en la vida cristiana.
¿No te parece lógico, más aún, inevitable, que confieses sin vergüenza delante de los hombres a un Salvador que ha hecho tan grandes cosas por ti? Cuando un amigo nos demuestra gran bondad o nos hace un gran favor, no mos­tramos ni vergüenza ni indecisión en hacerlo saber. No te­nemos vergüenza de reconocerlo delante de los demás, sino por el contrario, nos sentimos orgullosos de poseer tal amigo. ¿No crees que debe suceder lo mismo con nuestro Amigo que puso su vida para salvarnos de nuestros pecados y del infierno? Si un niño tiene un padre fiel, amante y ab­negado, ¿sería natural que tuviese vergüenza de él o que evitara confesarlo como su padre? Los niños por lo general están orgullosos de hacerlo. ¿Debe una esposa tener ver­güenza decir quién es su esposo? Si es un buen marido, ella ha de estar feliz y orgullosa de reconocerlo como suyo y ha de hablar a las demás personas acerca de él. Nosotros, como cristianos, recibimos en la Biblia el nombre de “esposa” de Cristo. ¿Tenemos vergüenza de él o temor de confesar a Cristo?
La gente que sabe que tú eres cristiano, espera que has de tener un testimonio para Cristo. Si se dan cuenta de que tienes vergüenza de tu cristianismo, por cierto, que nunca han de respetarte como cristiano verdadero. Considerarán que tu fe cristiana es débil y que tu experiencia cristiana es irreal. No sabrán cómo catalogarte. Pero, en cambio, saben en qué categoría colocar a un cristiano valiente que testifica. También saben dónde colocar al no cristiano. Sí quieres que se te considere como cristiano, pero temes confesar abiertamente tu fe, el mundo no sabrá en qué casillero colocarte. ¿Por qué darle esta dificultad? ¿Por qué producir este tropiezo para ti mismo y al mismo tiempo causar pena a tu Señor?
¿Cómo debe confesarse a Cristo delante de los hombres? Ante todo, toma una posición pública en alguna reunión cristiana, ya sea en uno de los cultos regulares de la iglesia o en alguna reunión de predicación del evangelio. Si aceptaste a Cristo cuando estabas solo, o en tu casa o en el lugar donde trabajas, y no diste un testimonio público inmediatamente, debes hacerlo en la primera oportunidad que se te presente. Levantarte en alguna reunión cristiana pública y testificar abiertamente por Cristo, son una parte esencial de tu confesión.
No basta hacer esta confesión una sola vez. Debes confesar a Cristo constantemente. No tengas nunca vergüenza de hablar por él en público, ya sea en la vida privada o en las reuniones de testimonio público, haciendo que la gente sepa a quién perteneces. En la iglesia, en el hogar, en el tra­bajo, durante el descanso, siempre haz saber a la gente, cuál es tu posición. Desde luego, tu testimonio debe siempre ir acompañado de humildad. Cualquier pequeño orgullo ha de malograrlo. Mi esposa, cuando era una niña menor de veinte años, prometió en su corazón que nunca estaría en una reu­nión de testimonio sin dar su testimonio personal acerca de la salvación, y lo que Cristo es para ella. Me permito sugerir que tú tomes una determinación parecida ahora mismo.
El bautismo es, en primer lugar, una confesión pública de que hemos experimentado limpieza de nuestros pecados. Las aguas del bautismo, que solamente tocan la superficie exterior de nuestro ser físico, nunca tuvieron el propósito de lavar el pecado que está dentro del corazón. Toda la ceremonia es un símbolo glorioso de nuestra muerte a la vieja vida de pecado y nuestra resurrección a una nueva vida en Cristo y a la limpieza por su sangre (Heb. 9: 14; Rev. 1:5). (Para un estudio bíblico acerca del verdadero signi­ficado del bautismo, debe examinarse Romanos 6). Según las Escrituras, las personas no se bautizan para salvarse, sino porque ya son salvados.
El Señor ordenó a sus discípulos que bautizaran a todos los que aceptaban su mensaje (Mat. 28: 19). En la iglesia primitiva, desde el comienzo en Pentecostés, todos los que aceptaron a Cristo como Salvador, fueron bautizados. Era por medio del bautismo que significaban o confesaban su identidad con Jesucristo y sus discípulos.
Siendo el bautismo el mandato personal de Cristo y la práctica original de todos los que le seguían, a lo que puede agregarse que es una confesión pública de Cristo como Salvador, no es una cosa insignificante, carente de im­portancia. Es obligatoria para el creyente y no es un asunto que se deja a la elección personal sino un mandato divino. Así, a todos los creyentes, aún a aquellos que se sometieron a esta ordenanza antes de convertirse, les decimos: presénten­se ante un pastor o una iglesia de sana doctrina y pidan el bautismo cristiano público. Yo creo que el bautismo según las Escrituras debe ser por inmersión.
El ser miembro de una iglesia debe lógicamente acompa­ñar al bautismo y a la confesión. Ya que hemos de tratar este tema más adelante, baste por ahora la simple enunciación de él. Los hijos de Dios no deben desempeñar el papel del lobo solitario o de la oveja perdida.
Confiesa a Cristo con fidelidad, primero a tus parientes y amigos. Comienza en tu Jerusalén, es decir en el círculo de tu propio hogar. ¿Cómo puedes vivir una vida cristiana verdadera si no les haces saber a aquellos que están más cerca tuyo, que ahora perteneces a Cristo? Deja que oigan de tus labios acerca de Cristo, y que vean a Cristo en tu vida. Si fracasas en el círculo de aquéllos que están más allegados, no has de ser fuerte en el Señor en otras partes. Si el hablar acerca de Cristo a tus amistades más íntimas tiene por re­sultado la pérdida de su amistad, ello prueba que dichas per­sonas no son verdaderos amigos. ¿Cómo puede ser amigo verdadero una persona que obstaculiza tu bienestar espiritual?
Confiesa a Cristo en forma clara, entre todos tus conocidos y compañeros. Nunca tengas temor ni vergüenza. Haz co­nocer al Señor a todos aquéllos con los cuales te relacionas. Que todos sepan que amas y sirves a Cristo. Que ninguna de tus relaciones pueda decir de ti, ni en esta vida ni en la eternidad: “¡Nunca me habló acerca de Jesús!” Que nunca se te pueda hacer esta acusación a ti, mi amigo cristiano.
Jesús les dijo claramente a sus discípulos que debían ser sus “testigos” (Lucas 24:48; Hechos 1:8). Ellos se consi­deraban tales, y desempeñaron su papel con fidelidad (He­chos 5: 29-39; 10: 39). El título es un término legal, em­pleado en los tribunales. A la luz de este hecho, ¿cuál es el verdadero significado del término? ¿Qué es un testigo?
Un testigo es una persona que sabe algo. A una persona que no tiene algún conocimiento del asunto que se está ventilando, no se la ha de llamar a declarar como testigo. Tiene que saber algo positivo, claro, y saberlo personal­mente. Su conocimiento tiene que ser directo y personal, a través de uno de sus cinco sentidos. Debe haber visto algo, oído algo, tocado algo, gustado algo, u olido algo. Un testigo no puede dar sus opiniones u ofrecer deducciones. Debe relatar los hechos que él sabe que son verdad a través de sus sen­tidos, por la experiencia y por el contacto personal. Para ser un testigo de Cristo, se debe conocer algo por contacto personal.
1.  Debes saber por experiencia personal que eres salvado, antes de que puedas testificar a los demás acerca de la ver­dad de que Jesús salva. Recuerda que las declaraciones de cualquier testigo pueden ser examinadas mediante algunas preguntas bien claras. ¿Testificas de que Jesús salva porque te ha salvado a ti? ¿Es personal, positivo y real tu conoci­miento de su salvación? Si tu testimonio es inseguro y poco claro, no ha de convencer a nadie.
2.  Debes saber, por medio de la experiencia personal, que Dios contesta las oraciones, si has de testificar a los demás acerca de este hecho. ¿Ha contestado Dios peticiones tuyas personales y bien definidas? ¿Puedes recordar casos de ora­ciones contestadas, casos que nadie puede contradecir? Si no puedes hacerlo, ¿cómo piensas convencer a los demás? Si afirmas que tu pastor o tu iglesia lo enseñan, o meramente que los cristianos siempre lo han creído, nunca has de con­vencer a tus amigos de que Dios contesta las oraciones. Pero si puedes relatar experiencias personales, han de constituir un testimonio positivo y de peso, que ha de convencer al alma ansiosa de la verdad. (Nadie puede convencer a un escéptico discutidor).
3.  Debes saber, por experiencia propia, que Cristo puede satisfacer los anhelos más íntimos del corazón humano, antes de que puedas llevar un testimonio firme de esta verdad a los demás. Tal vez ellos no crean en las bellas frases del himnario y quizás ni acepten las promesas de la Biblia, tales como Mateo 11:28-30 y Juan 7:37-39, pero es posible que te crean si puedes testificarles acerca de tu experiencia personal. ¿Ha satisfecho Cristo todos tus anhelos? ¿Puedes testificarlo de tu propia experiencia? Si es así, tu testimonio ha de con­vencer a los demás. Si no es así, ha de valer bien poco. Pero, puedes estar seguro de que, si aprendes a confiar en Cristo y a llevarle todos tus problemas a medida que surgen, pronto has de saber que él puede satisfacer y satisface al alma an­helante, dándole paz, gozo y descanso perfecto.
4.  Debes saber personalmente que Cristo da la victoria sobre el pecado, si deseas convencer a tus amigos acerca de esta verdad. ¿Has encontrado la victoria sobre el pecado por me­dio de él, por la oración y la fe? ¿Te ha dado él victorias bien claras sobre vicios dominantes y estás disfrutando ahora de esas victorias? Cuando tratas de llevar un alma a Cristo, a menudo oyes que dice: “Tengo miedo de no poder permanecer fiel. ¿Puedes tú en un caso asi presentar un tes­timonio claro, valiente, sin vacilaciones, acerca del poder de Cristo para darte la victoria en tu vida? Dicho testimonio ha de tener un peso mucho mayor que un sermón predicado desde el pulpito, por brillante y elocuente que fuere.
Un testigo es un hombre que está dispuesto a decir lo que sabe. Una persona que no esté dispuesta a contar lo que sabe, por bien que lo sepa o por importante que sean sus conocimientos, no puede ser testigo. Un testigo tiene que hablar. Debe estar dispuesto a declarar lo que sabe personal­mente y también a contestar las preguntas que se le formulen. Es trágico permanecer en silencio cuando es imperativo ha­blar. Imaginémonos a un hombre que guarda silencio mientras que es condenado a muerte, cuando conoce hechos que obtendrían la absolución del condenado. Ninguna persona decente, por cierto, adoptaría una actitud tan trágica.
En Ezequiel 33: 8 leemos lo que sigue: “Diciendo yo al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, más su sangre yo la demandaré de tu mano”. Esta es una advertencia solemne. Como testigos de la gracia salvadora de Dios para los pecadores perdidos, no podemos, no nos atrevemos, a callar. Quiera Dios que todos los cristianos que leen estas líneas hablen con valentía, como verdaderos testigos de Jesucristo, y cuenten a los demás lo que han llegado a conocer en sus propios corazones y vidas. Un testigo tiene que hablar. Debe decir lo que sabe. ¿Eres tú uno de los testigos de Cristo?
Un testigo debe vivir de modo que su testimonio no pueda ser puesto en tela de juicio. La integridad personal de todo testigo es lo que determina el valor y el peso de su testimonio ante el jurado. Si el testigo es conocido por la colectividad como un hombre no digno de confianza, el jurado no ha de atribuir gran importancia a su testimonio. Pero si es un hombre cuya rectitud y honradez son bien conocidas por toda la comunidad y por todas sus relaciones, sus palabras han de gravitar con un peso tremendo. En los tribunales, los abo­gados de la oposición buscan todas las oportunidades para encontrar defectos en el carácter del testigo, llamando la atención a cualquier caso anterior de fallas, para de esta manera socavar su testimonio. Y así sucede con el cristiano en el mundo. Nuestro andar debe corresponder con nuestras palabras. No podemos profesar una cosa y vivir otra. Nues­tras vidas deben ser veraces si deseamos que nuestras pala­bras sean consideradas veraces.
En cierta ocasión, en una reunión de avivamiento, un cristiano profesante se acercó a un hombre no convertido para pedirle que aceptara a Cristo. El pecador dijo en forma cáus­tica y burlona: “Dime, Jaime, ¿qué hay de ese negocio tuyo con la viejita Brown?” (Había estafado a una viuda anciana). Jaime se ruborizó y respondió: "Bueno, es que eso era asunto de negocios. Estamos hablando de religión”. Por supuesto, el hombre no fue ganado para Cristo.
Trata de mantenerte puro y limpio. Cuando pecas, ve a Cristo inmediatamente en busca de perdón y limpieza. Si ofendes a alguna persona, ve a hablar con él, pídele disculpa y busca su perdón. Si obras de este modo, la gente te respe­tará y creerá en tu testimonio. Busca en tu Biblia ahora mismo los siguientes pasajes: Tito 2:7, 8; I Pedro 2:11, 12, 15: I Pedro 3: 15, 16; Hechos 4: 13. Medita en estos versículos y procura llevarlos a la práctica en tu vida.
Un testigo nunca desmiente su testimonio. Luego de haber testificado, se mantiene firme en lo que ha expresado. Nunca modifica su palabra ni compromete su testimonio. El hacerlo sería fatal, ya que anularía su efectividad y sería objeto de desprecio e incredulidad. La palabra griega “testigo” en el Nuevo Testamento, es aquélla de la cual se deriva nuestra palabra castellana “Mártir”. Un testigo verdadero, si es necesario, está dispuesto a morir por su testimonio. Nunca ha de modificarlo o retractarse.
Muchos miles de cristianos del pasado han muerto por el testimonio de Jesús. Fueron quemados en la hoguera, arroja­dos en el alquitrán hirviente, fueron entregados a las bestias en las grandes arenas, fueron crucificados, desmembrados; les sacaron las lenguas, les quemaron los ojos con hierros can­dentes, les quebraron los huesos sobre el potro; pero no flaquearon en su testimonio, y murieron cantando las alabanzas de Cristo.
En las tierras musulmanas, aún en nuestra época hay con­vertidos a Cristo que mueren como consecuencia de su testi­monio. Los cristianos sufren en los países comunistas y en muchas tierras paganas. Y aquí en nuestros países, hay cris­tianos que están listos para ocultar su fe no bien se encuen­tran con un poco de burla. ¡Qué vergüenza! Que seamos fieles testigos de Cristo, como él, cuando estuvo en la tierra fue un fiel testigo para nosotros, y como lo es ahora a la diestra del trono de Dios (Revelación 1:5).
(del libro “Cristianismo Verdadero”, por G. Christian Weiss)