lunes, 1 de mayo de 2017

Pensamiento

Jesucristo es la fuente de agua viva (Jn 4:14). Manantial de frescura que vino a calmar la sed del pecador.

Si él es nuestra constante provisión para el pecador restaurado ¿por qué morimos en el desierto que es el mundo de sed? Vamos confiadamente a este caudal y bebamos con hartura y saciemos la sed de su conocimiento para que el enemigo no nos encuentre medrosos junto al camino. ¡Cristo es la fuente! Gracias a Dios por este don inefable

LA OBEDIENCIA EL REQUISITO SUPREMO

Una cosa se destaca preeminente­mente sobre todas las demás en nues­tra relación con Dios, y esta es la obediencia. El estima de mucha importancia que sea hecha Su voluntad ya sea en el Cielo o en la Tierra (Mt. 6:10). Demanda completa obediencia de parte de Sus criaturas, y jamás permitirá que Su suprema obediencia sea resistida con impunidad (Rom. 9:12). Faraón aprendió esto en su completa destrucción. ¿Por qué han sido tan severamente castigados los judíos, el anti­guo pueblo escogido? Sencillamente porque ellos insistieron en no obedecer la voz del Señor. De esta nación tenemos este lamento patético: “¡Ojalá miraras tú a mis mandamientos, fuera entonces tu paz como un río!” Lo que Dios requiere de nosotros es que sepamos y hagamos Su voluntad. Por lo tanto debemos leer Su Palabra diariamente, meditadamente, consecutivamente, con oración y según las cuatro palabras claves en Deuteronomio —escuchar, recordar, guardar y hacer.
Es de tanta importancia aprender cómo obedecer, que Dios comienza con un niño, dándole el único mandamiento con promesa, “para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra”. Y al padre le es dicho que críe sus hijos “en disciplina y amonestación del Señor” (Ef. 6:1-4). Si el hijo no aprende a obedecer a sus parientes cuando es joven, ¿cómo podrá obedecer a Dios en su vida futura? A los jóvenes en la fe se les exhorta someterse a los ancia­nos, obedeciéndoles a aquellos que son guías de la Asamblea (1 P. 5:5; Heb. 13:17); sí, a todos nosotros se nos amo­nesta que seamos sujetos los unos a los otros; y esta sujeción debe ser rendida a aquellos quienes tienen autoridad, a los reyes y todos los gobernadores (1 P. 2:13-17).
El “espíritu de desobediencia” está esparciéndose— en el hogar, en la iglesia, en el mundo -- preparando el camino para el “inicuo, al cual el Señor matará con el Espíritu de su boca, y des­truirá con el resplandor de Su venida” (2 Tes. 2:8). Nosotros, al contrario, busquemos gracia para que realmente pueda decirse de nosotros ambos, el lector y el que escribe, “Vuestra obediencia ha venido a ser notoria a todos” (Rom. 16:19).
Sendas de Luz, 1976

Doctrina: Cristología.(Parte XVII)

Jesús el Mesías


El Mesías y su Triple Cargo.


3. Rey
Si el profeta tiene la función de dar el mensaje de Dios al hombre;  el del sacerdote de interceder por el hombre ante Dios; el de rey es el de guiar (gobernar) a los suyos, para que no anden como “ovejas sin pastor”  (2 Crónicas 18:16), sino to- +VC|do lo contrario (Salmo 23; Juan 10:3, 27).
Por tanto, al abordar el cargo de “Rey” que tiene el Señor Jesucristo en su mesianazgo, que como rey Él nos regirá cuando llegue el momento designado por el Padre (vea Salmo 2; Apocalipsis 2:27; 12:5; 19:15), tal como veremos más adelante en cuando tratemos lo referente a Escatología (las cosas por suceder).
 Ahora bien, ¿cómo podía tener derecho a dicho cargo? Cualquier hombre no podía ser rey, no todos tenían derechos a ello, sino que su “Ascendencia” debía ser directa con el rey David;  además debía  ser “Ungido” para el cargo, porque cualquier hijo del rey no podía ser rey, sino el que era elegido (ungido) para el cargo. Cumpliendo estas dos características básicas, podía tomar el cargo de regir el reino como Rey y Señor.
Vemos en la historia bíblica que solo Dios podía poner un rey y podía eliminarlo de su cargo. Tenemos ejemplo en el caso de Saúl y David (1 Samuel 9:15, 17; 10:1; 13:13,14; 15:26; 16:11-13), que cuando el pueblo pidió que los rigiese un rey, Dios accedió y Él escogió a Saúl. Como Saúl no estuvo a la altura de su investidura, lo desechó y puso a otro en su lugar que era conforme a su corazón (Hechos 13:22; cf. 1 Samuel 13:14).
En el caso de nuestro Señor Jesucristo, Él era descendiente directo de David (Mateo 1:1,6; Lucas 3:32). Tanto Mateo como Lucas nos dan una descripción de la genealogía del Señor. Encontramos que al leer ambas genealogías, estas discrepan entre sí aparentemente; pero existe más de una interpretación que explica esta discrepancia. Una de ellas dice que Mateo nos muestra que era descendiente por línea de Salomón; en cambio Lucas muestra que es por la línea de Natán. El primero de los evangelistas indica la línea directa de José; y Lucas mostraría la línea directa de María. Sin embargo, ambas genealogías entroncan con David.
No citaremos otra explicación ya que creemos que esta es la mejor explicación a la aparente “discrepancia”, ya que da una solución coherente y sin gran complejidad al tema.
El hecho que Jesús no sea hijo natural de  José no afecta al derecho a ser Rey. Dado que José lo había aceptado como hijo adoptivo (hijo en forma legal) y de acuerdo a la ley de entonces, al ser reconocido como hijo tenía todos los derechos legales.  
Una vez que el Rey es ungido, asume responsabilidades propias de su cargo. Entre ellas: dar Justicia,  proteger a los desvalidos, proteger a su pueblo de los enemigos externos e internos, dar leyes justas. En la historia de los reyes que descendían de David, no todos anduvieron como a Dios le agradaba, como David había andado (2 Crónicas 17:3; 29:2; 34:2), pero aquellos que anduvieron bajo el modelo que había establecido David, de confiar plenamente en Jehová, dieron justicia y reformaron aquello que estaba mal hecho y eliminaron aquello que era contrario a la ley de Jehová. Nos basta recordar a Ezequías y Josías de las reformas que llevaron a cargo (2 Reyes 18:1-6; 23:1-27).
Ahora, Jesús hijo de José, como era conocido cuando niño, le corresponde  el cargo de Mesías, Rey de Israel, por ser descendiente de David y directamente del último rey. Si bien reconoció ser el Mesías cuando Pedro hizo la declaración (Mateo 16:16; Marcos 8:29; Juan 6:69; 11:27), el Rey prometido, que provenía de Dios, no por eso aceptó  que todo el pueblo lo aclamase como tal, sino que prácticamente ocultó esa filiación, ni aceptó el testimonio de los demonios que lo anunciaban (Marcos 3:11, 12).  Generalmente los necesitados lo reconocían como “Hijo de David” (Mateo 9:27; 15:22; 20:30).
El Hijo de Dios vino más  como profeta (Lucas 4:18-19) que como rey de Israel. Tal vez, la única vez que se manifestó bajo esta perspectiva, como rey, fue cuando hizo su entrada triunfal a Jerusalén y el pueblo lo aclamaba como tal (Mateo 21:9,15), pero ellos mismo, inducidos por los dirigentes, lo negarían unos días después, sólo había sido una aclamación de la boca para afuera. Él mismo reconoció cuando hizo su lamento sobre Jerusalén que ellos no habían querido que él los cobijara. Escuchemos su lamento:

“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste! He aquí, vuestra casa os es dejada desierta; y os digo que no me veréis, hasta que llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor” (Lucas 13:34-35; Mateo 23:37-39).

La manifestación directa del rechazo a Jesús de Nazaret como el mesías rey es cuando ellos prefieren al Cesar como rey (Juan 19:15) sobre ellos y no el que con tanto anhelo esperaban.
“El pueblo de Israel  después de la deportación a Babilonia aprendió las consecuencias de la idolatría. Es cierto que no retornaría a Dios en plenitud de corazón y que, poco a poco, se introducirían entre ellos costumbres y tradiciones  a las que dieron valor de doctrinas, desviando la atención de Dios mismo para centrarla en el sistema religioso que habían elaborado.”[1]  Es decir, pasaron de la Idolatría a seguir las directrices de la ley de Moisés, según el sistema Teológico que idearon, cuyo resultado era que Dios solo estaba en sus bocas y no en sus corazones (Mateo 15:8, 9; Marcos 7:6, 7; cf. Isaías 29:13). Israel no solo había rechazado al Mesías prometido por Dios, sino que había rechazado a Dios mismo, porque ellos estaban obnubilados por sus enseñanzas legalistas, que habían despojado de la ley  su carácter Divino y lo habían hecho normas de humanos (cf. Mateo 15:1-13). Sin ningún  tapujo, habían puesto su propia visión del Mesías y no habían visto al Mesías que Dios había enviado[2], sino que pidieron su muerte (Marcos 15:13,14; Juan 19:6,15;  cf. Mateo 21:38).
         En su primer sermón, registrado en el capítulo 2 del libro de Hechos, Pedro establece y afirma que ellos eran los que habían crucificado a “Jesús nazareno” (v. 23) por mano de otros hombres, y que esto estaba en el conocimiento de Dios, es decir, que no fue tomado por sorpresa, que era parte de Su plan (v. 23a). Tanto era su control, que Dios mismo le resucitó (v 24). Y les demuestra, a los que le escuchaban, con las palabras del Salmo de David (Salmo 16; cf. Hechos 2:25-28) que este hecho era profetizado desde la antigüedad por el mismo David, que era profeta. Y como corolario les recalca: “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (v. 36). Es decir, a Jesús, el mismo que ustedes desecharon y  mataron, Dios lo confirmó como  Señor y Cristo y que está sentado a la diestra de Dios (v.34 cf. 7:55, 56) hasta que Dios doblegue a sus enemigos (v. 35; cf. Salmo 110:1).
La promesa de Dios a David decía:

Asimismo Jehová te hace saber que él te hará casa. Y cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino (2 Samuel 7:11-12; cf. Salmo 89:3-4; 132:11).

Y Jesús es el Mesías que Dios escogió para reinar.  Lucas nos cuenta lo que el ángel Gabriel le dice a María:

Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lucas 1:32-33).

Recordemos que Dios tiene la potestad de escoger quien va a ser el rey de su pueblo como lo hizo con Saúl y David respectivamente. E Hizo pacto con David y a pesar de todo el mal comportamiento de los reyes de su linaje, Dios nunca se olvidó del pacto hecho con él (1 Reyes 11:36; 15:4).  Jeremías profetiza  contra el rey de Judá  Jeconías:

Así ha dicho Jehová: Escribid lo que sucederá a este hombre privado de descendencia, hombre a quien nada próspero sucederá en todos los días de su vida; porque ninguno de su descendencia logrará sentarse sobre el trono de David, ni reinar sobre Judá (Jeremías 22:30).

         Es decir, ninguno de los descendientes de él reinaría sobre Judá. Tal vez el único que estuvo cerca del poder fue  “Zorobabel”, pero no fue más que gobernador enviado por el rey persa. De los demás descendientes, ninguno estuvo cerca del poder; y estos descendieron en la escala social hasta ser un carpintero. Por tanto,  de la línea real de Salomón ya no se sentaría ningún rey sobre Israel.
         Ya hemos visto que tanto Mateo como Lucas demuestran que Su linaje se remonta hasta David. Y que a pesar del juicio contra el rey Jeconías (Conías), ha solucionado Dios el problema entroncándolo a la línea de  “Natán” y recibiendo los derechos legales al trono de José. El Señor Jesucristo se sentará en el trono de David. El mismo “Verbo de Dios (Apocalipsis 19:13; Juan 1:1) que una vez vino como hombre (Juan 1:14; Filipenses 2:7-8) y sufrió  a causa de los hombres, ahora vuelve como “Rey de Reyes y Señor de señores” (Apocalipsis 19:16). Su reinado durará Mil Años (Apocalipsis  20:1-10), el cual será administrado con “vara de hierro” (Apocalipsis 12:5; 19:15; Salmo 2:9).
         Pablo describe que sucederá cuando se complete el milenio:

Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia. Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte. Porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies. Y cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a él, claramente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las cosas. Pero luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos” (1 Corintios 15:24-28).

         No quiero terminar esta sección sin algunas palabras con respecto a Su reinado sobre los creyentes. Él era la persona escogida por el Padre (Marcos 1:11; 9:7) para que lo oyéramos y siguiéramos (Mateo 9:9; Lucas 18:22; Juan 1:43). El hecho que haya triunfado en la cruz lo ha confirmado en su cargo de “Señor y Cristo”. Por tanto, Él es cabeza de la iglesia (1 Corintios 11:3; Efesios 5:23; Colosenses 1:18).
         Él era rey no de este mundo (Juan 18:36; cf. Lucas 22:29), aunque en el futuro lo será, como ya vimos, y el hecho que seamos hijos de Dios por adopción (Gálatas 4:5), nos constituye ciudadanos de ese reino (Romanos 9:8; Gálatas 3:26), por lo cual debemos rendirle todo el honor, respeto y obediencia[3].
El mismo Señor dice que su yugo no es pesado (Mateo 11:29,30), es decir, no tiene el peso que daba la Ley Mosaica sobre los hombros del hombre. Esta ley fue íntegramente cumplida por Él. Sus mandamientos no son gravosos (1 Juan 5:3), pero no quiere decir que sean fáciles de cumplir. Se nos ordenó ir por todo el mundo (Mateo 28:19,20), y muchos de nosotros no hemos actuado como se espera de este mandamiento. Se nos demanda que perdonemos a quien nos hizo algún pecado (Mateo 18:21,22) y no lo hacemos. Se dice que amemos a nuestro hermano (Juan 13:34), pero por cualquier motivo le estamos mostrando “los dientes” en señal de disgusto (cf. Filipenses 4:2). O estamos en pleitos los unos con los otros por cualquier razón (Mateo 5:23, 24; cf. 1 Corintios 6:7).
Tenemos una magnifico Rey que no solo nos provee de  salvación, sino que nos prepara lugar para vivir con él y nos da intercesión cuando pecamos.  Es decir, vela contantemente por los suyos, equipándonos para el porvenir con las pruebas y encomiendas que nos da ahora (Lucas 19:17; cf. Lucas 16:10)
Por lo cual, es de vital importancia que aprendamos a obedecerle, porque Él es nuestro Rey, porque nada Él hace que pueda hacernos mal, sino que todo lo contrario (Romanos 8:28, Juan 16:23). Debemos tener plena confianza que Él hará lo mejor para nosotros, es decir, “Tan vasto es el poder ilimitado de Jesús y tan magnífico es Él, en la aplicación del mismo, que puede cuidar de todos Sus fieles en la tierra mientras está formándose Su reino”[4]. Entonces: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias (Filipenses 4:6).



[1] Samuel Pérez Millos, Comentario al Evangelio de Mateo, página 91, Editorial Clie.
[2] El rechazo no comenzó cuando Jesús empezó a predicar la Buenas Nuevas, sino que lo vemos incluso en su nacimiento. Con la llegada de los magos, se conmocionó desde al rey Herodes hasta el último del pueblo (Mateo 2:2,3). Ante las interrogantes del rey, rápidamente los Sacerdote y Escribas la respondieron casi en forma “mecánica”, porque lo sabían perfectamente y no había duda acerca del lugar que nacería el mesías: Belén. El rechazo se produce por parte del rey que no quiere a nadie que lo destrone y busca sus muerte; y por parte del Sacerdotes, escribas y fariseos, porque no fueron a ver que si lo que decían los magos era cierto, sino que siguieron esperando al mesías según su esquema. Sin embargo, siempre ha habido un pequeño grupo que le era fiel al Señor,  y podemos constatar a  los pastores;  a Simeón y Ana;  y a Zacarías y Elisabeth; y a nadie más.
[3] Cuan poco obediente somos. A su mandato poco obedecemos, ya que anteponemos nuestros intereses egoísta. En la antigüedad, cuando un rey enviaba a misión a uno de sus caballeros, no había dilación en cumplir, no colocaba su interés personal sino el de su Señor. Cuando el rey preguntaba cuando podía partir, la respuesta era cuando “Mi Señor lo quiera”.
[4] Harry Rimmer, La Magnificencia de Jesús, página 254

EL ESPÍRITU SANTO

"SED LLENOS DEL ESPÍRITU SANTO" (Efesios 5:18)


Hoy en día se habla mucho de ser llenos del Espí­ritu Santo, y con ello se pretende relacionar muchas cosas. Para juzgar acerca de si lo que se dice es exacto, tenemos una infalible piedra de toque: la Palabra de Dios. Las Escrituras califican a los judíos de Berea como más nobles que los de Tesalónica, porque no sólo aceptaban la palabra de Pablo con toda solicitud, sino que también diariamente examinaban las Escrituras para averiguar si las cosas eran como él decía (Hechos 17:11). Y en Gálatas 1:8 escribe Pablo: "Mas si aún nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evan­gelio diferente del que os hemos anunciado, sea ana­tema".
Por eso, cuán necesario resulta, en los tiempos en que vivimos — cuando han salido por el mundo muchos falsos profetas (1 Juan 4:1) que apartarán de la verdad el oído y harán volver a las fábulas (2 Timoteo 4:3-4) — que todo lo que se nos presenta lo verifique­mos con sumo cuidado por medio de la Palabra de Dios. "Porque éstos son falsos apóstoles, obreros frau­dulentos, que se disfrazan como apóstoles de Cristo. Y no es maravilla, porque el mismo Satanás se disfraza como ángel de luz. Así que, no es extraño si también sus ministros se disfrazan como ministros de justicia; cuyo fin será conforme a sus obras" (2 Corintios 11:13-15).
Primeramente deseo subrayar algunos puntos. La Biblia es la Palabra de Dios. Santos hombres de Dios la escribieron, impulsados por el Espíritu Santo. De modo que en realidad el Espíritu Santo es el Autor de toda la Biblia. Y ello significa que la Palabra es perfecta. En ella se encuentra todo lo que debemos saber; pero, es importante leerla con precisión y cuidado, comparando los pasajes entre sí, a fin de no equivocarse por una interpretación errónea (véase 2 Pedro 1:20).
De ello se desprende que cada palabra de las Escri­turas tiene su significado, el que las mismas Escrituras aclaran. A nosotros nos ocurre, al hablar o al escribir, que ocasionalmente empleemos una palabra impropia. La Palabra de Dios, en cambio, nunca lo hace. Si ella emplea otra palabra, ésta tiene otro significado. Para quien alguna vez lo haya meditado, esto resulta evi­dente. No obstante, a menudo no lo tenemos muy en cuenta y, en consecuencia, llegamos a concebir una idea totalmente falsa acerca de los pensamientos de Dios.
Examinemos primeramente la expresión "llenos del Espíritu". Ella aparece tres veces en los evangelios, seis veces en los Hechos de los Apóstoles y una vez en las epístolas. Además, en Éxodo 31:3 y 35:31 vemos que Bezaleel fue lleno del Espíritu de Dios "en sabiduría, en inteligencia, en ciencia y en todo arte, para proyectar diseños". En Éxodo 28:3, todos aquellos a quienes Dios llenó de espíritu de sabiduría tienen que hacer las santas vestiduras para Aarón. Y de Josué se dice que "fue lleno del espíritu de sabiduría" (Deuteronomio 34:9).
En Lucas 1:15-16 se dice de Juan el Bautista que ya desde el vientre de su madre había de ser "lleno del Espíritu Santo", "y hará que muchos de los hijos de Israel se conviertan al Señor Dios de ellos". En los ver­sículos 41 y 67, Elisabeth y Zacarías son llenos del Espí­ritu Santo para dar testimonio.
En Hechos 2:4, cuando es derramado el Espíritu Santo, todos los discípulos fueron llenos de Él y dieron un testimonio tan poderoso que en aquel día se añadie­ron como tres mil almas.
En Hechos 4:8, Pedro, lleno del Espíritu Santo, da testimonio ante el concilio (tribunal de los judíos) con audacia. Y leemos en el v. 31: "Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios".
En Hechos 9:11-17 dice el Señor a Ananías que vaya en busca de Saulo, quien estaba destinado a ser un instrumento eminente. Ananías va y le dice: "Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo". En el capítulo 13:9 vemos cómo Pablo, lleno del Espíritu Santo, quebranta la resistencia de Elimas, el mago. Y en el v. 52, después que los judíos hubieron suscitado enemistad y persecución con­tra los mensajeros del Evangelio, leemos: "Y los discí­pulos estaban llenos de gozo y del Espíritu Santo".
Efesios 5:3-21 nos muestra cómo deben andar los hijos de luz entre los hijos de desobediencia. Y a ese respecto agrega el v. 18: "No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución; antes bien sed llenos del Espíritu". Éstos son todos los pasajes de las Escri­turas en los que se habla de ser llenos del Espíritu Santo. Al leer estos versículos nos damos cuenta de lo siguiente:
1)   Ser "lleno del Espíritu Santo" no es lo mismo que ser morada del Espíritu Santo. El Espíritu Santo sólo mora en el creyente a partir del día de Pentecostés (Hechos 2), tal como Juan 14:16-18 y 26 y otros pasa­jes lo dicen expresamente. Asimismo, según Efesios 1:13-14 y 2 Corintios 1:22, el Espíritu Santo tan sólo hace su morada en alguien después de que éste haya creído el Evangelio, mientras que Juan el Bautista sería lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre, según Lucas 1:15. Y en Hechos 4:31, "todos fueron llenos del Espíritu Santo" aunque en Hechos 2 lo habían recibido y en esa ocasión habían sido llenos del Espíritu Santo, como igualmente se dice de Pedro, en Hechos 4:8, que él era lleno del Espíritu Santo. Y des­pués de que los efesios, según Efesios 1:13 (compárese con 2 Corintios 1: 22), hubieron recibido el Espíritu Santo, se dice en el capítulo 5:18 que debían ser llenos del Espíritu. Esto les es presentado como su responsabi­lidad: debían ser llenos del Espíritu.
2)  Todos estos pasajes muestran que "ser lleno del Espíritu Santo" no es un estado permanente, sino más bien temporal, aun cuando Juan el Bautista parece haber sido una excepción, a causa de su posición única y especial.
3)  Además, se desprende de las nombradas citas que ser lleno del Espíritu Santo es algo dado para la obra del Señor y para dar testimonio de Él.
4)  Por último, resulta que las Escrituras no relacio­nan el hecho de ser lleno del Espíritu Santo con la reali­zación de señales y milagros o con el don de hablar en lenguas extrañas. Ninguno de los pasajes del Antiguo o del Nuevo Testamento en los cuales se habla de ser lleno del Espíritu Santo nombran señales o milagros, exceptuando Hechos 2:4, donde se habla de "otras len­guas", y de Hechos 13:9, donde Elimas es vuelto ciego. Los tres capítulos de los Hechos en los cuales se men­ciona la facultad de hablar en lenguas (Hechos 2:4, 8, 11; 10:46 y 19:6) muestran más bien que hablar en lenguas se relaciona con el don del Espíritu Santo (a los judíos de Jerusalén, a los gentiles y a los discípulos de Juan el Bautista fuera de Palestina), y no, por lo tanto, con el hecho de ser lleno del Espíritu Santo (véase tam­bién 1 Corintios 12 y 14). De los pasajes de los evange­lios, como asimismo de los diecisiete pasajes de los Hechos en los cuales se habla de señales, resulta tam­bién claramente que las Escrituras no relacionan las señales con el hecho de ser lleno del Espíritu Santo, aun cuando en un caso en el cual alguien (Pablo) hace un milagro, se dice que él es lleno del Espíritu Santo (Hechos 13: 9).
Cabe hacer notar que los creyentes de quienes se habla en Hechos 4:23-31 oraban, diciendo: "Concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra, mientras extiendes tu mano para que se hagan sanida­des y señales y prodigios...". Dios les da el denuedo solicitado, pero no las señales, etc. Les llena del Espí­ritu Santo y enseguida ellos anuncian la Palabra con denuedo.
5) En ningún sitio se dice que alguien fue lleno del Espíritu Santo después que le fueron impuestas las manos. Hechos 9:17 parece ser la excepción, pues allí Ananías impone a Pablo y le dice que él ha sido enviado por el Señor para que Pablo sea lleno del Espíritu Santo; pero las Escrituras no dicen que en ese preciso momento fue lleno ni que, en todo caso, ello tuviera lugar por medio de la imposición de las manos. En todos los otros pasajes, ello no puede haber sido producto de la imposición de las manos.
Aparte del hecho de "ser lleno" encontramos cua­tro veces en las Escrituras la expresión "lleno del Espí­ritu Santo". Esto se dice del Señor Jesús (Lucas 4:1), de Esteban (Hechos 6:5 y 7:55) y de Bernabé (11: 24). Si leemos estos pasajes, vemos que no se trata de poder para el servicio, sino más bien del estado práctico. El creyente se encuentra aquí permanentemente en un estado en el cual el Espíritu Santo dirige toda su vida y puede hacerlo sin trabas. Tanto en Esteban como en Bernabé esto corre parejo con el hecho de ser "lleno de fe", pero en ninguna parte la expresión se relaciona con el hecho de hablar en lenguas o de hacer señales y milagros.
También hablan las Escrituras de la unción y del sello del Espíritu Santo. La unción sólo la encontramos en 2 Corintios 1:21 y en 1 Juan 2:20, 27. De estos dos últimos versículos resulta claro que se trata de ser llevado a la cercanía de Dios y de poder así distin­guir lo que no es de Dios (compárese con Apocalipsis 3:18).
El sello sólo es mencionado en 2 Corintios 1:22, Efesios 1:13 y 4:30, y en los tres pasajes está en rela­ción con la seguridad de recibir la herencia en el porve­nir. Dios ya ha colocado sobre nosotros su sello y así nos ha dado la seguridad de que le pertenecemos (com­párese con Apocalipsis 7:3). Tanto la unción como el sello se relacionan con todos los creyentes y en 2 Corin­tios 1:21-22 se ven como una sola cosa con la morada del Espíritu Santo.

PEDIR EL ESPÍRITU SANTO
Numerosos pasajes, y especialmente Romanos 8:11, 1 Corintios 6:19, 2 Corintios 1:21-22 y Efesios 1:13, indican que hoy el Espíritu Santo mora en todo creyente. Consideremos esto más de cerca, porque a menudo se señala a Lucas 11:13 como prueba de que también hoy conviene pedir el Espíritu Santo.
La pregunta es ésta: ¿Ello es válido para nosotros hoy en día? En Lucas 11 el Señor aún no había cum­plido su obra maravillosa en la cruz ni había subido al cielo. Pero la muerte del Señor, su resurrección y su ascensión lo cambiaron todo, incluso la posición de los creyentes.
En Juan 7:39 leemos: "Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado". Aquí, pues, se dice expresamente que en aquel entonces los creyentes aún no habían reci­bido el Espíritu Santo. Eso tan sólo había de producirse después de la glorificación del Señor, esto es, después de su ascensión. En Juan 14:16-18, 25-26 y 16:5-7 esto se confirma muy claramente. El Señor mismo dice en este último pasaje: "Os conviene que yo me vaya; por­que si no me fuese, el Consolador no vendría a voso­tros; más si me fuere, os lo enviaré".
En los Hechos encontramos el cumplimiento de esta promesa del Señor. En el capítulo 1:5, el Señor resucitado dice a los discípulos: "...más vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días", tal como Juan el Bautista lo había anunciado. Diez días después de la ascensión del Señor tuvo lugar el don del Espíritu Santo (Hechos 2). Pedro dice a los judíos cuyos corazones habían sido conmovidos por la Palabra: "Arrepentíos, y bautícese cada uno de voso­tros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Hechos 2:38). Eso concuerda exactamente con lo que el apóstol Pablo escribe a los efesios, a saber, que habían sido sellados con el Espíritu Santo de la pro­mesa después de haber recibido el Evangelio por la fe (Efesios 1:13). También a los creyentes de Roma, de Corinto y de Tesalónica les escribió diciéndoles que habían recibido el Espíritu Santo, el cual ahora moraba en ellos (Romanos 8:11; 1 Corintios 6:19; 2 Corin­tios 1:22; 1 Tesalonicenses 4:8). Romanos 8:9 incluso dice que alguien en quien no habita el Espíritu de Dios, no es cristiano.
Después de que el Señor Jesús hubo vuelto al cielo y hubo sido glorificado, y el Espíritu Santo hubo des­cendido a esta tierra para constituir la Iglesia por medio del bautismo con el Espíritu Santo (1 Corintios 12:13) y para morar en ella (1 Corintios 3:16; Efesios 2:22), cualquiera que acepta el Evangelio por la fe recibe el Espíritu Santo, el cual en adelante habita y permanece en él. Esta morada del Espíritu Santo en el creyente no debe ser relacionada, pues, con el hecho de orar para pedir el Espíritu Santo, sino con la fe en el Evangelio (Efesios 1:13). Orar para pedir el Espíritu Santo puede haber tenido razón de ser antes de la glori­ficación del Señor y antes del descenso del Espíritu Santo a esta tierra; hoy, sin embargo, tan sólo puede ser una señal de incredulidad respecto de aquello que Dios nos asegura en su Palabra.

EL BAUTISMO CON EL ESPÍRITU SANTO
Algo muy parecido ocurre respecto al bautismo con el Espíritu Santo. Los seis pasajes de la Palabra de Dios en los cuales se habla de ello son Mateo 3:11, Marcos 1:8, Lucas 3:16, Hechos 1:5, 11:16 y 1 Corintios 12: 13. En los tres primeros, Juan el Bau­tista anuncia que el Señor bautizará "con" (o: "en") Espíritu Santo. En Hechos 1:5 el mismo Señor dice que esto sucederá "dentro de no muchos días". Eso lo recuerda Pedro en Hechos 11:16, cuando le reprocha­ron haber admitido en la Iglesia a Cornelio y a otros creyentes no judíos. Por último, en 1 Corintios 12:13 se nos indica el significado de este bautismo: "Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres".
La meta de la muerte del Señor Jesús no sólo era únicamente salvar a los pecadores, sino juntar "en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Juan 11:52). Cuando hubo cumplido la obra redentora y puesto así el fundamento para reunir en uno a todos los creyentes, el Espíritu Santo descendió a la tierra para asegurar la realización de ello. El Espíritu Santo es el vínculo mediante el cual todo creyente está unido al Señor glorificado en el cielo y a cada creyente en la tie­rra. Eso se nos presenta en el bautismo con el Espíritu Santo que tuvo lugar el día de Pentecostés (Hechos 2).
De modo que este bautismo fue un acontecimiento que tuvo lugar por única vez y para todos los que enton­ces creían en el Señor Jesús y en su obra. Nunca podrá repetirse, puesto que el cuerpo de Cristo quedó enton­ces constituido y subsistirá eternamente; nunca podrá ser destruido. Todo pecador que se convierte y cree el Evangelio, recibe el Espíritu Santo, el cual desde enton­ces mora en él; simultáneamente es agregado como miembro al cuerpo de Cristo, el cual se formó el día de Pentecostés por medio del bautismo con el Espíritu Santo. Por eso también vemos que este bautismo nunca se relaciona en las Escrituras con un creyente indivi­dual, sino siempre con los creyentes como conjunto.
Creced  1989

José, Tipo del Señor (Parte IV)

JOSÉ Y SU HERMOSURA
“Y era José de hermoso semblan­te y bella presencia” (Génesis 39:6). Del Señor está escrito: “Eres el más hermoso de los hijos de los hombres” (Salmo 45:2); hermosura esta que los hombres desfiguraron durante el proceso de crucifixión (Isaías 52:14). Para nosotros, hoy, Él tiene la hermosura con que la esposa ve a su amado en el Cantar: “Señalado entre diez mil” (5:10) y, llegará el día cuando mis “ojos verán al Rey en su hermo­sura” (Isaías 33:17).

19. JOSÉ Y LA ANGUSTIA DE SU ALMA
El relato primero, cuando sus hermanos toman a José, le meten en la cisterna y, luego lo venden a los ismaelitas, no nos da indicio de la actitud de José ante el hecho, pero, más adelante, cuando sus hermanos van a Egipto y se en­cuentran en una situación compro­metedora, la conciencia les acusa y viene a la memoria su maldad. Ellos dicen: “Vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba, y no le escuchamos” (Génesis 42:21). Esta expresión, “la angustia de su alma”, nos mueve a pensar en aquel Varón de angustias quién, cuando, en la antesala del Calvario, llega a Getsemaní “... tomó con­sigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y comenzó a entristecerse y a angustiarse. Y les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Marcos 14:33‑34). José vio recompensada su aflicción pasada por los resultados posteriores; del Señor se escribió: “Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53:11). ¡Cuán grande precio pagó el Salvador por nosotros! Su sangre preciosa y ¡la angustia de su alma!

20.    JOSÉ Y SUS LÁGRIMAS
En siete ocasiones, el relato del Génesis sobre la vida de José nos cuenta de su llanto, de sus lágri­mas. Fueron lágrimas que Dios puso en su redoma (Salmo 56:8), porque su llanto respondía a afec­tos de clara sinceridad. Hablamos muy mal de las lágrimas de los cocodrilos, poniendo a los tales como sinónimo de hipocresía. En verdad, las lágrimas de estos saurios responden a la necesidad orgánica de excretar el exceso de salinidad en el cuerpo. Igualmente, a veces, somos injustos cuando tildamos de sentimentaloide a algún creyente, cuya conmoción interior le ha llevado a verter sus lágrimas. Creo que quien no sabe llorar, tampoco sabe amar. Las lágrimas de José, pues, revelan su carácter, la nobleza de su alma.
Y, aun en esto, José nos prefigura al Salvador, quien “en los días de su carne ofre­ció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas”; quien en Betania no pudo contener­se, y vertió sus lágrimas de simpa­tía; quien, al contemplar desde sus afueras la ciudad incrédula de Jerusalén, lloró sobre ella (Hebreos 5:7; Juan 11:35; Lucas 19: 41). Sus lágrimas respondían a su noble sensibilidad, a sus profundos afec­tos. Los evangelistas, algunas veces, se asoman a sus afectos y nos es presentado como entristecido por la dureza de los corazones, asombrado por la incredulidad de ellos, estre­mecido en espíritu, profundamente conmovido, gimiendo, etc. ¡Ojalá tengamos la suficiente sensibilidad para llorar nuestras faltas y para conmovernos con sinceridad por los que van rumbo a la perdición!

21. JOSÉ Y LA PLENITUD DE SU PERSONA
Para Jacob, José era la persona que llenaba su cabal satisfacción. Por ello, cuando, después de larga ausencia, logra ver a su hijo, dice: “Muera yo ahora, ya que he visto tu rostro” (Génesis 46:30). De la misma manera, Simeón, cuando vio al Señor dijo: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación” (Lucas 2:29). Para Simeón, el momento más culminante de su vida era ver el Ungido del Señor, después de lograrlo ya no importaba el vivir. Esto nos recuerda la gran verdad de que al ver al Señor, por primera vez como nuestro Salvador, empe­zamos realmente a vivir; pero a su vez ¡ya estamos listos para partir! Conocer su bendi­ta persona llena a plenitud todos los requisitos para la ciudadanía celestial.

22.    JOSÉ AUTOR DE VIDA

Es solemne la expresión que los egipcios dicen a José: “La vida nos has dado” (Génesis 47:25). Ellos reconocían que la magnífica labor administrativa de José les había permitido sobrevivir durante aque­llos años de hambre terrible. La expresión en consideración nos permite salirnos de la vida de José para pensar en lo que está escrito del supremo Autor de la vida: “Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Efesios 2:1). Esta vida empezó el día cuando el Señor nos salvó, cuando al igual que a Lázaro nos sacó de la tumba espiritual y fueron sueltas las vendas de! peca­do; es una vida para gozarla a pleni­tud, pues el Señor dijo: “Yo he venido para que tengan vida; y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10) y, tercero, es una vida que jamás puede ser arrebatada ya que, está escrito: “Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Colosenses 3:3). Cual los egipcios agradecidos a José, nosotros pode­mos postrarnos ante el Señor, y con voz de canto y de adoración decirle: “La vida nos has dado”.

¿QUÉ ES LA LEVADURA EN MATEO 13:33?

¿QUÉ ES LA LEVADURA EN MATEO 13:33?

Respuesta: T. S. Crowe — En respuesta a su pregunta acerca de Mateo 13:33. 

Usted encontrará que es una regla en la Escritura el hecho de que la levadura es usada generalmente como siendo un tipo representativo del mal, ya sea en la doctrina o en la práctica. Por ejemplo, "Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos. . . Entonces entendieron que no les había dicho que se guardasen de la levadura del pan, sino de la doctrina de los fariseos y de los saduceos. (Mateo 16: 6, 11, 12). Véase asimismo Marcos 8:15; Lucas 12:1. En el último versículo leemos, "Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía."
Pablo escribe a los Corintios, con respecto a la mala práctica, "¿No sabéis que un poco de levadura leuda toda la masa?" 1ª. Corintios 5:6). Y a los Gálatas, con respecto a la mala doctrina, subversiva del Cristianismo, "Un poco de levadura leuda toda la masa." (Gálatas 5:9).
En Mateo 13:33, se nos enseña, en una de las seis parábolas que siguen a continuación de la del sembrador, una semejanza del reino de los cielos, en su nueva forma misteriosa, que estaba a punto de ser introducida por el rechazo del Rey. Ya que una peculiar y sorprendente característica del reino de los cielos en misterio es que el Rey no está aquí. Este reino comienza en la ascensión de Cristo. Esto fue algo de las "cosas nuevas" que un escriba instruido en el asunto, sacaría ahora de su tesoro, añadidas a las "cosas viejas" que los profetas habían escrito antiguamente acerca del reino de los cielos (Mateo 13:52). Se había dicho que sería "como los días de los cielos sobre la tierra." (Deuteronomio 11:21), y del trono del Rey, Su trono (habría de ser) "como los días de los cielos." (Salmo 89:29); otra vez, los Gentiles conocerían "que el cielo gobierna." (Daniel 4:26).
Ahora bien, este estado de cosas fue dejado enteramente de lado por el momento, debido al rechazo del Rey — de Cristo. Y en lugar de todas las bendiciones posteriores a Su recepción, un estado muy diferente de cosas sería introducido. El enemigo vendría y sembraría cizaña entre el trigo en el mundo, o como es llamado, "el campo" (Mateo 13:38). La apariencia exterior que el reino de los cielos asumiría entonces, sería la de un gran poder que da refugio, presentado bajo la figura de un árbol, el cual cobijaría a las aves del cielo, o, como se interpreta que ellas son, a los emisarios del malo (véase Mateo 13: 4, 19, 32). Y nuevamente, tal como nuestra parábola nos dice, la doctrina o la profesión se extendería a través de las tres medidas de harina, o esfera de la profesión Cristiana nominal (N. del T.: Nominal = Que tiene nombre de algo y le falta la realidad de ello en todo o en parte. – Fuente: Diccionario de la lengua española - DRAE), hasta que todo leude (o fermente). Uno sólo tiene que alzar sus ojos, con nada más que una pequeña cantidad de inteligencia espiritual, sobre el estado de cosas en la Cristiandad a su alrededor y ver lo que ha sucedido. 
F. G. Patterson
Traducido del Inglés por: B.R.C.O. – Mayo 2014.-

Escenas del Antiguo Testamento. (Parte VIII)

La paciencia de Job y el propósito de Dios


        
La historia de Job y las experiencias de su vida, dadas en la Santa Biblia, forman una escena interesante e instructiva. Que Dios tuvo un fin en hacer a ese gran hombre pasar por tan grandes pruebas se revela en palabras patentes en el capítulo 5 de la Epístola según Santiago: “He aquí, tenemos por bienaventurado a los que sufren. Habéis oído de la paciencia de Job, y habéis visto el fin del Señor, que el Señor es muy misericordioso y compasivo”.
Helo allí en su casa oriental circundado de las comodidades de un hombre rico, con mujer y diez hijos, sirvientes numerosos y bienes en gran abundancia. Probablemente vivía en los tiempos de Abraham, o antes, pero sin conocer el uno del otro, y hombres diferentes en muchos detalles.
Hay quienes niegan la existencia de un Diablo verdaderamente personal, quien se opone a Dios en todas sus obras. Quien lee con interés el libro de Job verá bien claro el rostro de esta serpiente. Acusando a Job delante de Dios, éste le afirma al Señor que Job lo hacía solamente porque el Divino le favorecía y enriquecía. “Toca a lo que tiene”, dijo el enemigo, “y verás si no te blasfema en el rostro”.
Dios se lo permitió para lograr un fin sumamente sabio, y de allí en adelante el universo de seres humanos y angelicales sabe que se le puede servir a Dios por amor y no por interés propio. Por intervención diabólica le fueron quitados a Job todos sus bienes en un solo día; además, un huracán tumbó la vivienda del hijo mayor encima de los diez hijos, matándolos en el acto. ¡Qué desgracia! Sin embargo, Job no atribuyó a Dios desprecio alguno.
Entrando el Diablo de nuevo delante de Dios, acusó a Job, diciendo: “Toca a su hueso y a su carne y verás si no te blasfema en tu rostro”. Logrando el permiso que deseaba, le hirió a Job de una sarna maligna desde la planta de su pie hasta la mollera de su cabeza. Ahora aun su esposa le aborrecía, exclamando: “Maldice a Dios y muérete”. Mas ni con esto quería Job quejarse de Dios, pecando con sus labios.
No es cosa nueva pensar los sanos que la enfermedad de otros ha sido por los pecados que han cometido. Vinieron ciertos supuestos amigos de Job a consolarle en sus tribulaciones. Lo que hicieron fue herirle con sus palabras. Convencidos de que sería culpable Job de algún error muy grave, querían obligarle a confesarlo, pero sin resultado. Les contestaba por decir: “Mi justicia tengo asida, y no la cederé”. ¡Cuán común es este pensamiento! Ninguno quiere reconocerse pecador delante de Dios; más bien quiere justificarse a sí mismo.
Pero Dios no puede justificar a los tales, porque de verdad han pecado y deberían reconocerlo. ¿Cómo puede Él justificar al hombre? El santo e inocente Hijo suyo quiso llevar nuestros pecados en su cuerpo en el Calvario, y aquel que admita su culpa y se acoge a él, es justificado delante de Dios. Es así porque Cristo fue condenado en lugar suyo. “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová ha cargado en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6).
El problema de Job en aquellos tiempos remotos es el mismo de nosotros. Se quejó, diciendo: “No hay entre nosotros árbitro, que ponga su mano sobre nosotros dos” (9:33). Pero no tenemos porqué quejarnos como él, porque el árbitro que hacía falta se ha presentado en la persona del Dios-Hombre. Jesucristo, siendo divino, alcanza el trono de Dios; siendo a la vez humano, alcanza al hombre indigno. “Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5). Y, agrega Pablo: “… quien se dio a sí mismo en rescate por todos”.
No hay otro mediador, pues no hay en todo el universo quien sea Dios y hombre a la vez. Tampoco hay necesidad de otro, porque en su gran amor Él no rechaza a ninguno. Se ha dado prueba más que suficiente de ese amor al haber pagado nuestra deuda en el Calvario. Jesús agonizó bajo la ira divina del Calvario para expiar nuestras culpas. ¿Cómo se atreve alguno a sugerir que hay alguien que nos ame más, o que no es posible ir directamente a Dios por medio de Jesucristo? Acaso habrá otro ser que puede afirmar acertadamente: “Yo soy el camino, y la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14:6).
Después de mucha discusión entre Job y sus tres colegas, éste exclamó, “[Dios] mira sobre los hombres; y el que dijere, «Pequé, y pervertí lo recto, y no me ha aprovechado,» Dios redimirá su alma, que no pase al sepulcro, y su vida se verá en luz”. Aun siendo de los antiguos, Job entendía cuál era la manera de alcanzar la paz con Dios. Sabía que no era por obras, porque, ¿quién podría saber si lo hecho era suficiente para satisfacer al Divino?
Era y es sólo por redención. “Yo sé que mi Redentor vive”, fue otra de las grandes afirmaciones de este hombre, “y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios” (19:24, 25). Siglos más tarde, el apóstol enseñó a los que ya habían creído: “Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir… con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros” (1 Pedro 1:18-20).
Las últimas palabras de una persona no dejan de ser de interés. ¿Qué diremos en cuanto a las de Job? Asombrado y humillado, exclamó: “Yo conozco que todo lo puedes y que no hay pensamiento que se esconda de ti. ¿Quién es el que oscurece el consejo sin ciencia? Por tanto yo denunciaba lo que no entendí; cosas que me eran ocultas, y que no las sabía. Oye, te ruego, y hablaré: Te preguntaré, y Tú me enseñarás. De oídas te había oído, mas ahora mis ojos te ven. Por tanto, me aborrezco, y me arrepiento en el polvo y la ceniza” (42:2-6).
Con sobrada razón el apóstol Pablo resumió su mensaje evangélico como el arrepentimiento para con Dios y fe en el Señor Jesucristo (Hechos 20:21).