domingo, 3 de mayo de 2015

EL CEBO DE LA MUERTE

Un día caluroso de verano, dos amigos decidieron ir con sus esposas a un lago. Tenían un barco y exce­lentes enseres para pescar. Confiados, esperaban tener un buen día de pesca. Sin embargo, estuvieron varias horas intentando pescar algo sin ningún resultado. Decepcionados, se marcharon del lugar y volvieron a casa. Cuando se iban, quedaron intrigados al ver a un joven en la ribera que sacaba del agua un pescado tras otro, aparentemente sin dificultad.
Una de las señoras, movida por la curiosidad de descubrir con qué método lograba tan buena pesca, se acercó al joven. Éste, muy orgulloso de explicar la razón de su éxito, le mostró cerca de allí un viejo tronco podrido y dijo: «Aquí abajo hay gran cantidad de gusanos; son muy buenos cebos aunque pican un poco la mano cuando los sujeto al anzuelo. Sírvanse, ¡hay bastante para todos!»
La mujer levantó entonces el tronco, y grande fue su sorpresa al encontrar allí, no gusanos sino un nido repleto de viboritas venenosas. « ¡No son gusanos —le gritó al muchacho— sino víboras! Déjame ver tus manos». Estaban repletas de pequeñas mordeduras y ya empezaban a hincharse bajo los efectos del veneno.
Se apresuraron a llevarlo al médico, quien le inyectó en seguida un suero para contrarrestar el veneno, salvándole así la vida. La cantidad de veneno recibida por todos estos piquetes de aspecto insignifi­cante equivalía a la que inocula la mordedura de una víbora adulta. Una hora más y hubiera sido demasiado tarde para salvar a ese joven.
Este pequeño relato nos recuerda que muchas per­sonas buscan hoy día distraerse tratando al pecado con ligereza y sin pensar que su mordedura los lleva a la muerte eterna, al infierno.
La vida de aquel muchacho fue preservada sólo porque se actuó a tiempo, antes de que el veneno pro­dujese sus mortíferos efectos. El pecado también pro­duce la muerte a menos que se intervenga a tiempo: "La paga del pecado es muerte" (Romanos 6:23).
No se deje engañar por el pecado. Es aún más mortal que el veneno recibido por ese joven. Lo llevará a la condenación eterna, si no cree en Cristo, el único medio que Dios pone a su disposición. Acéptelo hoy mismo como su Salvador personal. ¡Dentro de una hora, tal vez será demasiado tarde!
Jesús dijo: "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí" (Juan 14:6). "La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado" (1 Juan 1:7).
Creced 1997

Espíritu de Bondad

Espíritu de bondad, mora en mí,
y yo también seré bondadoso;
y con palabras que ayudan y sanan
tu vida manifestaré en mí;
y con acciones valientes y humildes
hablaré de Cristo mi Salvador.

Espíritu de verdad, mora en mí;
y yo también seré veraz;
que tu vida aparezca en mí
con sabiduría amable y clara;
con acciones fraternales y sinceras
daré a conocer a mi Señor.

Espíritu Santo mora en mí;
y yo también seré santo;
separado del pecado, elegiré
y celebraré todo lo que es bueno
y todo lo que pueda ser
se lo daré a Aquel que me lo dio a mí.

Thomas Toke Lynch
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LYNCH, THOMAS TOKE (1818-1871), escritor de himnos, hijo de John Burke Lynch, cirujano, nació en Dunmow, Essex, 05 de julio de 1818. Fue educado en una escuela en Islington, Londres, donde fue después un ujier. En septiembre de 1849 se casó con una hija del reverendo Edward Porter de Highgate; y murió el 09 de mayo 1871.

ARREBATADOS POR EL ESPOSO, VUELVEN CON EL REY (Parte IV)

Para terminar, consideraremos brevemente la última parte de nuestro tema:

Como prepararse para su venida
En la Biblia hallamos dos maneras de estar preparados para aquel momento:
1.       «Y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas; y se cerró la puerta…» (Mateo 25:10).
2.       «Porque yo», dice el apóstol Pablo, «ya estoy para ser sacrificado,… he peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida» (2 Timoteo 4:6-8).
En el primer sentido, todos los que son de Cristo (1 Corintios 15:23) están preparados: han depositado su fe en Él, y han sido lavados de sus pecados por Su preciosa sangre; son hechos agradables a Dios y el Espíritu de Cristo mora en ellos (Romanos 8:9), y ello sin mérito alguno de ellos. Pueden dar gracias al Padre que los hizo aptos para participar de la herencia de los santos en la luz (Colosenses 1:12-14).
En el segundo sentido, vemos que el apóstol estaba preparado, no sólo por cuanto era salvo —cosa que sabía por muchos años ya—, sino porque su servicio y su testimonio habían sido tales que tenía la certidumbre de que recibiría la aprobación de su Maestro.
Aclaremos esto con un ejemplo: supongamos, amado lector, que envías a tu hijo a una ciudad lejana donde debe llevar a cabo un asunto importante. Al partir, le entregas un billete (o «boleto») de ida y vuelta para el viaje; le das las instrucciones necesarias acerca del sitio adonde debe ir y de lo que debe hacer; le exhortas, en fin, para que se aplique con diligencia a satisfacer tus deseos. Cuando llega a dicha ciudad, tu hijo parece muy enérgico y lleno de buena voluntad. Pero, al cabo de algún tiempo, se une con unos antiguos camaradas; olvida tus recomendaciones y pierde su tiempo en callejear. De repente, sobresaltado, se da cuenta que no tiene ni un momento que perder si quiere alcanzar el último tren para volver a casa. Se precipita a la estación, llega precisamente cuando el convoy arranca del andén y, tras una breve carrera, el joven sube en marcha y viaja, sano y salvo, hacia su hogar. Preguntemos ahora: ¿Estaba listo para volver? En cuanto a lo que podía exigir la compañía ferroviaria, sí; porque tenía su billete y ningún empleado podía discutir de la validez del mismo, ni de su derecho a viajar. Pero, ¿de qué modo obtuvo el billete? ¿Por algún esfuerzo suyo? ¿Por lo que negoció, o ganó en aquella ciudad? No, sino sólo porque tú se lo compraste y se lo entregaste. ¿Y en cuanto a tu encargo, tus negocios? ¡Perdió cualquier derecho a tu aprobación por estos! No le podrás decir a tu hijo: «está bien, me has servido fielmente». Sin embargo, en cuanto regrese tendrá —como hijo— su sitio a la mesa con los demás miembros de la familia.
Ahora bien, por la fe en la obra cumplida del Salvador —que murió por nuestros delitos y pecados, que ha resucitado para nuestra justificación, y que ha sido glorificado en el cielo— cada creyente tiene lo que corresponde al «billete» de nuestro ejemplo, esto es, la incuestionable prueba de que su viaje al cielo está enteramente pagado. Pero, si bien la Escritura nos asegura que «en él —Cristo— es justificado todo aquel que cree» (Hechos 13:39), y que «a los que justificó, a éstos también glorificó» (Romanos 8:30), sin embargo no todos los creyentes recibirán igual premio: «cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor» (1 Corintios 3:8). Estas dos cosas tendrá en cuenta el Señor: la cantidad de trabajo que habremos realizado, como también su calidad, según éstos criterios: «Aconteció que vuelto él,… mandó llamar ante él a aquellos siervos a los cuales había dado el dinero, para saber lo que había negociado cada uno» (Lucas 19:15). Lo que se averigua aquí es la cantidad de trabajo que han llevado a cabo. Asimismo se hará patente la calidad de nuestra obra: «la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego [imagen de juicio] la probará. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida [pérdida de galardón], si bien él mismo será salvo…» (1 Corintios 3:13-15).
Quiera Dios, cristiano lector, que además del privilegio de entrar con el Señor Jesucristo a las bodas, ocupando el lugar que nos tiene reservado, tanto tu suerte como la mía sea la de ser vigilantes, trabajando para Él, enterándonos de Sus deseos, tomándonos a pecho Sus intereses, constreñidos por el poder de Su inmutable amor, hasta que Él venga. Recordemos que si queremos llevar nuestra cruz y seguirle con un corazón verdaderamente consagrado, es ahora que debemos hacerlo.
Hemos llegado a esos «tiempos peligrosos» en que los hombres son «amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella»; tiempos en los que «los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados» (2 Timoteo 3:1-9, 13). ¡Qué solemne contradicción con el error común según el cual el mundo entero se convertirá antes del regreso de Cristo! Estamos en una época de ruidosas actividades religiosas, pero de escasa vida que mane realmente de Dios; época en que el espíritu de iniquidad va afirmándose cada vez más en el mundo, mientras que en la Iglesia en general se nota una creciente elasticidad de principios y falta de fidelidad a Cristo. A pesar de todo, tenemos y seguiremos teniendo «a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados» (Hechos 20:32). O sea, la Palabra de Dios para guiar nuestros pasos, y Su gracia para sostenernos en la senda que nos va trazando.
No nos dejemos engañar por las apariencias, ni nos desanimemos si en el camino de la obediencia a Cristo no hallamos lo que —a criterio humano— pudiera asemejarse al éxito. Ciertamente «el obedecer es mejor que los sacrificios»; y ojalá haga mella en nuestros corazones aquella exhortación de nuestro amado Maestro: «Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en seguida. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles» (Lucas 12:35-37).
Y si estas páginas llegaren hasta ti, lector, y tu corazón no ha sido todavía regenerado (aunque tal vez hayas sido bautizado, y lleves incluso el nombre de «cristiano»), quisiera llamar tu atención sobre el hecho que la venida del Señor será repentina, y que serás dejado atrás si Él te halla «sin aceite en tu vaso». Detente, y considera —siquiera por un instante— lo que te reserva el futuro cada vez más cercano. ¡Medita cuán velozmente te arrastran las alas del tiempo hacia la eternidad! ¡Y qué eternidad! Ser dejado sobre esta tierra —futuro escenario de los juicios divinos— mientras que los salvos (tal vez tú amigos y parientes) han sido arrebatados al cielo. Y eso por haber cerrado los oídos a la última advertencia que te había sido dirigida por el Espíritu Santo, por haber escuchado con un corazón incrédulo la postrer oferta de la gracia de Dios. ¡Qué triste y solemne será esto! Pero no menos solemne será el hecho que tu cuerpo quedará en la tumba fría y lóbrega durante el milenio de felicidad, cuando la tierra estará llena de la gloria de Dios, cuando el Príncipe de Paz extenderá Su señorío de mar a mar, y desde el río hasta los fines de la tierra (véase Salmo 72:19 y Zacarías 9:10).
No disfrutar de estas bendiciones será, ciertamente, una pérdida cuantiosa. Luego, tendrás que encararte aún con la ETERNIDAD. ¡No lo olvides! Serás resucitado de los muertos por la poderosa voz del Hijo de Dios (Juan 5:25, 29), para ser juzgado delante del gran trono blanco. Allí deberás responder de cada acto que hayas cometido a lo largo de tu vida, de cualquier palabra torpe que hayas pronunciado, y hasta de cualquier pensamiento malo o impuro en los que te habrás recreado durante cuarenta, sesenta, u ochenta años: «la paga del pecado es muerte», y como es cierto que Dios no puede mentir, tu suerte quedará fijada en el lago ardiendo de azufre y fuego. Así, no trates este asunto a la ligera. Ahora está abierta la puerta de la gracia; Jesús te convida todavía; los Suyos no han sido arrebatados aún; pero te advierto del peligro y te ruego acudas al Refugio mientras haya tiempo.
Jesucristo puede venir incluso antes de que termines la lectura de éstas páginas. Presta atención, deja de huir de Dios y vuélvete hacia Él, arrodíllate a las plantas puras del único Salvador —del único Mediador entre Dios y los hombres— y confiésale todos tus pecados. Luego, Él te dará la bienvenida, te bendecirá y te salvará, y Su paz inundará tu corazón. ¡Bendito sea para siempre tan poderoso Salvador!

«Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores» (1 Timoteo 1:15). Gracias a Dios, «aún hay lugar» (Lucas 14:22).

Cuatro verdades que todo cristiano debería saber acerca de la salvación.

Muchos creyentes se sienten frustrados y perturbados acerca de su andar, dudando algunas veces de su salvación debido a tanto fracaso en sus vidas. Las cuatro verdades siguientes acerca de la salvación deberían ser útiles para cualquiera que abrigue tales pensamientos.

1 a VERDAD: perdón
Cuando nosotros venimos al Señor Jesús como pecadores y le aceptamos como nuestro Salvador, Dios perdona nuestros pecados y nos justifica debido a la sangre derramada de Cristo. (Romanos 3:23-26).
Cuando Jesús estuvo en la cruz, nuestros pecados fueron cargados sobre Él y Él asumió el castigo por ellos. Ya no hay más juicio por el pecado para todos los que aceptan a Cristo como su Salvador. Todo pecado que entra en nuestras vidas ya ha sido juzgado y castigado cuando Cristo murió por nosotros en la cruz. (Isaías 53; 5-6; Hebreos 9:28; Hebreos 10:12-14).
Quizás alguien podría decir, «Si eso es cierto no hay mucha diferencia si continuamos pecando o no». Pero sí hay una diferencia tremenda, porque hay otras tres verdades a considerar acerca de la salvación.

2a VERDAD: UNA NUEVA NATURALEZA
Cuando aceptamos a Cristo como nuestro Salvador, Dios no sólo nos perdona y nos justifica, sino que Él nos da también una naturaleza nueva (divina). Nacemos de nuevo — nos convertimos en hijos de Dios (1a Pedro 1:23; Santiago 1:18; 2a Pedro 1:4). Esta nueva naturaleza ama a Dios y aborrece el pecado; nos hace desear vivir sin pecar y nos hace sentir miserables cuando pecamos. Ningún cristiano nacido de nuevo puede ser verdaderamente feliz en el pecado.
Pero alguien pregunta, « ¿Por qué hago yo cosas pecaminosas si tengo una nueva naturaleza? Realmente no quiero hacerlas, pero aun con todas mis buenas intenciones al final cedo y las hago nuevamente».
No sólo tenemos una nueva naturaleza que aborrece el pecado, sino que también tenemos aún la vieja (pecadora) naturaleza que ama el pecado. Hay un conflicto que ocurre dentro de nosotros. La vieja naturaleza quiere pecar pero la nueva naturaleza quiere agradar a Dios.
Además de esto, nosotros tenemos conciencias que nos dicen que lo que quiere la nueva naturaleza es correcto, y que lo que quiere la vieja naturaleza es siempre malo. Pero hallamos, demasiado a menudo, que la vieja naturaleza, con sus deseos y anhelos por cosas pecaminosas, es la más poderosa en el tiempo de la tentación. Nos lleva cautivos y hacemos esas cosas que nuestra nueva naturaleza aborrece y que nuestra conciencia denuncia.
Después que todo ha terminado lo lamentamos y resolvemos que jamás lo haremos de nuevo. Sin embargo, sólo parece que no tenemos fuerza alguna para resistir la tentación. ¿Qué es lo que hay que hacer? Aquí es donde entra la tercera verdad de la salvación.

3a VERDAD: EL ESPÍRITU SANTO
Cuando aceptamos a Cristo como nuestro Salvador y nacimos de nuevo, Dios nos dio Su Espíritu Santo para que viva en nuestros corazones (Efesios 1:13; Calatas 4:6). Este Espíritu Santo derrama el amor de Dios en nuestros corazones y hace que sintamos la paz de Cristo en nuestras almas. Como resultado, ¡somos felices! (Romanos 5:1-15). Pero cuando cedemos al pecado el Espíritu Santo es contristado (entristecido). Él no puede darnos gozo, porque eso nos animaría en aquellas cosas pecaminosas que Él aborrece. Él es uno con Dios el Padre y Dios el Hijo en Su aborrecimiento del pecado y el amor a la justicia y la santidad (Efesios 4:30).
No sólo se nos da el Espíritu Santo para derramar el amor de Dios en nuestros corazones. Él nos da también poder para decir ¡No! a los deseos de la vieja naturaleza, y para rendirnos a la voluntad de Dios, haciendo cosas que Le agradan. "Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne" (Gálatas 5:16).
Es tal como Pedro caminando sobre el agua. Mientras contó con el Señor para sostenerle, todo fue bien; pero en el momento mismo en que se dio cuenta que el viento y las olas eran violentas, se atemorizó y comenzó a hundirse. En nuestra experiencia Cristiana debemos contar con que el Señor nos sostenga en cada paso del camino por el poder de Su Espíritu morando en nosotros (Mateo 14:24-31; Juan 13:4-5).

4 a VERDAD: COMUNIÓN
La salvación nos lleva a la comunión con Dios. Hay un feliz sentimiento entre Dios como nuestro Padre y nosotros como sus hijos. Podemos disfrutar oyendo lo que Él tiene que decirnos por Su Espíritu por medio de Su Palabra. Nos sentimos libres para hablar con Él acerca de todos nuestros problemas, tal como un niño es libre con su padre terrenal que sabe que le ama. Él nos hace felices mediante su sonrisa.
No obstante, cuando un niño desobedece, él sabe que su padre se disgustará. En lugar de una sonrisa él tiene que experimentar la disciplina. La relación entre padre e hijo no ha cambiado, pero la comunión y el feliz sentimiento entre ellos se han roto.
Lo mismo sucede con nuestro Padre celestial. Cuando pecamos somos aún sus hijos. También es cierto que Cristo ya asumió el juicio por aquel pecado; dicho pecado ha sido quitado por Su sacrificio en la cruz. Pero la comunión con nuestro Padre y con nuestro Salvador se ha roto y el Espíritu Santo está contristado. El Padre tiene que reprendernos por nuestra desobediencia y, quizás, incluso castigarnos, especialmente si continuamos en ella.
Si acudimos a Él con confesión, humillados debido a nuestro pecado y desobediencia, entonces podemos experimentar Su perdón como un padre perdona a su hijo. La comunión es restaurada y nos sentimos nuevamente libres y felices en Su presencia (1 Juan 1:9).
Así pues, entonces, cuando un hijo de Dios peca no se pierde, porque Dios le ha aceptado sobre la base del sacrificio de Cristo por nuestros pecados. Tampoco se ha roto su relación con Dios. Él es aún un hijo de Dios y Dios es aún su Padre. Pero su comunión con el Padre se ha roto, el Espíritu Santo está contristado y él es sometido al castigo del Padre. Cuando es humillado acerca de su pecado y lo confiesa a su Padre, entonces la comunión es restaurada.
Hay una cosa que perdemos por pecar que jamás puede ser restaurada. Cristo dijo que un vaso de agua dado en Su nombre jamás sería olvidado (Marcos 9:41). Él va a dar una recompensa por todo lo que hacemos para agradarle. Por tanto, si en lugar de ceder al pecado nosotros hubiésemos sido obedientes y hubiésemos hecho algo que Le agradase, habríamos recibido una recompensa en el cielo.
Pero esa recompensa se perdió ahora porque hemos perdido la oportunidad de obtenerla. Esa es una pérdida eterna, puesto que toda recompensa que Cristo da en el cielo es una recompensa eterna.
Esto debería hacernos cuidadosos de no perder las oportunidades que tenemos cada día para ser fieles al Señor. Si las dejamos escapar, tanto las oportunidades como las recompensas se pierden para siempre.
Tendremos toda la eternidad para regocijarnos en las recompensas por nuestras victorias, pero sólo tenemos el momento presente para obtenerlas. No se obtienen victorias en el cielo – todas se deben obtener ahora o nunca.

CRISTO COMO CABEZA Y COMO SEÑOR

Es sumamente interesante, así como muy provechoso, señalar las diversas líneas de verdad establecidas en la Palabra de Dios y observar cómo todas estas líneas se hallan inseparablemente vinculadas con la Persona de nuestro Señor Jesucristo. Él es el centro divino de toda verdad; y a medida que mantengamos los ojos de la fe fijos en él, cada verdad hallará su lugar correcto en nuestras almas y ejercerá su debida influencia y su poder formativo en nuestra marcha y en nuestro carácter. Lamentablemente, en todos nosotros existe una tendencia a tomar una parte de la verdad —un aspecto— como si fuera el todo; a tomar una verdad particular e insistir en ella hasta tal grado que interferimos con la saludable acción de otra verdad, impidiendo así el crecimiento de nuestras almas. Es por la verdad que crecemos, no por alguna verdad; por la verdad somos santificados. Pero si sólo tomamos una parte de la verdad; si nuestro carácter es moldeado y nuestro camino dirigido por alguna verdad particular, no podrá haber ningún verdadero crecimiento, ninguna auténtica santificación. “Desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella (por la Palabra) crezcáis para salvación” (1ª Pedro 2:2). “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17). Por toda la verdad de Dios —como consta en las Escrituras— el Espíritu Santo forma, modela y guía a la Iglesia colectivamente y a cada individuo creyente. Podemos estar seguros de que, cuando alguna verdad particular es indebidamente enfatizada, o alguna otra verdad prácticamente ignorada, el resultado será un carácter defectuoso y un testimonio inadecuado.
          Tomemos, por ejemplo, los dos grandes temas mencionados en el título de este artículo: «Cristo como Cabeza y como Señor». ¿No es importante dar a cada una de estas verdades su debido lugar? ¿No es Cristo tanto Cabeza de su cuerpo —la Iglesia— como Señor de los miembros individuales? Y, si lo es, ¿nuestra conducta no debería estar dirigida y nuestro carácter formado por la aplicación espiritual de ambas verdades? Incuestionablemente. Ahora bien; si pensamos en Cristo como Cabeza, ello nos conduce a un claro y práctico ámbito de verdad. No pondrá trabas a la verdad de su señorío, sino que tenderá a mantener el alma bien equilibrada, lo que es tan necesario en un tiempo como el presente. Si pensamos en Cristo sólo como Señor de sus siervos, individualmente, perderemos totalmente el sentido de nuestras mutuas relaciones como miembros de ese solo cuerpo del cual él es la Cabeza, y así caeremos en la independencia, actuando sin tener en cuenta para nada a nuestros compañeros miembros. Nos volveríamos, tomando una figura, como hebras de una escoba, manteniendo cada uno su propia individualidad de acción y desconociendo prácticamente todo nexo vital con nuestros hermanos.
          Pero, por otro lado, cuando la verdad de Cristo como Cabeza encuentra su lugar apropiado en nuestras almas; cuando sabemos y creemos que hay “un cuerpo” (Efesios 4:4), y que somos miembros los unos de los otros, entonces, al reconocer plenamente que cada uno de nosotros, en nuestra senda individual y en el servicio, es responsable ante ese “un Señor” (Efesios 4:5), resultará, como una gran consecuencia práctica, que nuestro andar y nuestros caminos afectan a cada miembro del cuerpo de Cristo sobre la tierra. “Si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él” (1ª Corintios 12:26). Ya no podemos más considerarnos como elementos independientes, aislados, ya que nos hallamos incorporados como miembros del “un cuerpo” por el “un Espíritu”, y estamos vinculados así con la «Cabeza única» en los cielos.
          Esta gran doctrina se desarrolla en forma clara y plena en Romanos 12:3-8 y en 1ª Corintios 12, y llamamos la seria atención del lector respecto de ello. No debemos olvidar que esta verdad de Cristo como Cabeza, y de nosotros como miembros del cuerpo, no es algo que pertenece meramente al pasado, sino que se trata de una realidad presente, una gran verdad formativa que ha de ser tenazmente sostenida y llevada a la práctica día a día. Hay “un cuerpo”. Subsiste tan perfectamente hoy como cuando el inspirado apóstol escribió la epístola a los Efesios; de ahí que cada creyente individual ejerza una buena o mala influencia sobre los demás creyentes que habitan en el extremo opuesto de la tierra.
          ¿Esto parece increíble? Sólo puede serlo para el razonamiento de la carne y la ciega incredulidad. Seguramente no podemos confinar a la Iglesia de Dios —al cuerpo de Cristo— a una cuestión de posición geográfica. Esa Iglesia —ese cuerpo— está unido. ¿Por qué cosa? ¿Por la vida? No. ¿Por la fe? No. ¿Por qué, entonces? Por Dios el Espíritu Santo. Los santos del Antiguo Testamento tenían vida y fe; pero ¿qué pudieron haber sabido ellos de una Cabeza en el cielo o de un cuerpo en la tierra? Absolutamente nada. Si alguien le hubiera hablado a Abraham acerca de ser miembro de un cuerpo, él no lo habría entendido. ¿Cómo podía entenderlo? No había nada semejante en existencia. No había cabeza alguna en el cielo y, por ende, no podía haber ningún cuerpo en la tierra. Por cierto, el Hijo eternal estaba en el cielo, como Persona divina de la eterna Trinidad; pero él no estaba allí como Hombre glorificado ni como Cabeza de un cuerpo. Es más, aun en los días de su carne, le oímos decir: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo” (Juan 12:24). No hubo ninguna unión, ninguna cabeza, ningún miembro, ninguna conexión vital hasta después de su muerte en la cruz. Sólo cuando la redención llegó a ser un hecho consumado el cielo contempló esa maravilla de maravillas, a saber, la humanidad glorificada en el trono de Dios; y, como complemento de ello, Dios el Espíritu Santo habitó en los hombres aquí abajo. Los santos del Antiguo Testamento podrían haber entendido el señorío, pero no la cabeza. Esta última no existía aún, salvo en los eternos propósitos de Dios. De hecho, no existió hasta que Cristo hubo tomado asiento en los cielos, “habiendo obtenido eterna redención”.
          Por ello esta verdad de Cristo como Cabeza es muy gloriosa y preciosa. Ella reclama una diligente atención de parte del lector cristiano. Le instamos seria y solemnemente a que no la tome como mera especulación, como asunto sin importancia. Tenga la seguridad de que se trata de una verdad fundamental, la cual tiene por fuente a un Cristo resucitado en gloria; por base una redención consumada; cuyo actual ámbito de extensión es esta tierra; su poder, el Espíritu Santo; y su autoridad, el Nuevo Testamento. 

SERVICIO

EL CARACTER SACERDOTAL DEL SERVICIO


 BAJO la dispensación de la ley, la distinción entre los sacerdotes y el pueblo estribaba en la designación de Dios. Únicamente una tribu fue se­parada en Israel para el servicio del sacerdocio. A ninguno que no fuese de la tribu de Leví se le permitía ocupar­se en esa obra. Con la introducción de la dispensación de la gracia y la for­mación de la iglesia, fue constituida una nueva orden sacerdotal. Desde Pentecostés en adelante no hay tal dis­tinción en la mente divina, como exis­tió en tiempos pasados. No existe en el Nuevo Testamento la menor suges­tión de que un simple hombre o alguna casta de hombres hayan sido designados por Dios para actuar con privilegios sacerdotales a favor de los otros miembros de la iglesia. La distinción entre clérigos y laicos es extraña al Nuevo Testamento. Que existen an­cianos, sobreveedores o pastores divinamente señalados, es completa­mente otro asunto. Con referencia al servicio del sacerdocio, el apóstol Pedro muestra claramente que en la iglesia el oficio de sacerdote es co-extensivo con todos los cristianos que la constituyen. Primeramente describe a todos los creyentes como "un sa­cerdocio santo", y luego como "real sacerdocio". Dirigiéndose a todos los santos, dice: "Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados una casa espiritual, y un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo. Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, gente santa, pueblo adquirido, para que anunciéis las vir­tudes de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable" (1 Pe­dro 2:5 y 9). Cualquier sacerdocio humanamente ordenado o selecciona­do en la iglesia, es contrario a la mente de Dios y deshonra el servicio Sumo-Sacerdotal de Cristo. Y es por esta razón especialmente que el hecho de que cualquier hombre se erija en sacerdote entre sus semejantes y Dios, es usurpar la posición y función de Cristo. Únicamente Él es nuestro medio de acceso a Dios. "Hay... un Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre" (1 Timoteo 2:5). Teniendo un Sumo Sacerdote sobre la Casa de Dios, podemos acercarnos a Él. Tenemos confianza para entrar al santísimo por su sangre (Hebreos 10: 19,22). Cualquier otro supuesto medio de acercamiento es un engaño y una trampa. "¿Robará el hombre a Dios?" Sin embargo es lo que hacen aquellos que, con su asunción eclesiástica, pretenden actuar entre Dios y el hom­bre y presumen colocarse en el lugar solamente posible para su Hijo. Él es el Único medianero Sumo Sacerdote. El otro único sacerdocio abarca a cada creyente y es completamente distinto del Suyo. Con referencia a éste, el apóstol Juan, en la doxología introduc­toria del Apocalipsis, dice: "A Aquel que nos ama, y nos ha lavado de nues­tros pecados en Su misma sangre, y nos ha constituido reyes y sacerdotes para el Dios y Padre suyo, a Él sea la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén" (vv. 5-6, V.M.). Esta doxología es la alabanza de todos los santos.
Caracterizado como santo, nuestro sacerdocio es hacia Dios; nuestra mi­sión es ofrecer sacrificios espirituales a Él. Caracterizado como real, nues­tro sacerdocio es para con el hombre; estamos para anunciar (manifestar) ante el mundo las excelencias de Cris­to. En cada caso, sea hacia Dios o hacia el hombre, nuestro servicio es rendido a Dios. Consideremos pri­meramente el servicio de nuestro sa­cerdocio bajo su aspecto de santo. "Vosotros también, como piedras vi­vas, sed edificados una casa espiritual y un sacerdocio santo". En conse­cuencia, los creyentes somos un tem­plo y a la vez sacerdotes en el templo. Cual sacerdotes santos hemos sido designados para ofrecer sacrificios espirituales. Estos son variados en carácter. En el Antiguo Testamento tales sacrificios figuran en contraste con los del altar. En los Salmos los sacrificios espirituales son constante­mente mencionados. Hay sacrificios de justicia (4:5; 51:19); sacrificios de gozo (27:6); sacrificios de acción de gracias (50:14; 107:22); los sacrificios de un espíritu quebrantado y un cora­zón contrito (51:17). Oseas exhorta al Israel apóstata a volverse a Dios, reconociendo su inquietud y ofrecer "como novillos, los sacrificios de nuestros labios" (14:2, V. M.). En la Epístola a los Hebreos se nos exhorta a ofrecer sacrificios de alabanza a Dios continuamente, el cual es "fruto de labios que confiesen a su nombre".
Tampoco debemos olvidarnos "de ha­cer bien y de la comunicación", "por­que de tales sacrificios se agrada Dios" (13:15-16). En esto la iglesia en Filipos estableció un buen ejemplo. Pablo habla de las donaciones (dádivas) que ellos le enviaron por intermedio de Epafrodito, como "olor de suavidad, sacrificio acepto, agradable a Dios" (Fil. 4:18).
Pero sobre y ante todo debe operarse la presentación de nuestros cuerpos "cual sacrificio vivo, santo, agrada­ble a Dios, que es nuestro razonable servicio" (Romanos 12:1). Y esto debe­mos hacerlo constantemente. Si no­sotros mismos no somos consagrados a Dios, nuestros otros sacrificios son sin valor. Cuando las iglesias de Macedonia enviaron una ofrenda de ayuda a sus pobres hermanos en Judea, ellos primeramente se dieron a sí mismos al Señor (2 Corintios 8:5). El espíritu del dador determina el carácter de la dá­diva.
Los santos constituyen también, como hemos observado, un real sa­cerdocio. Poco después que el pueblo de Israel hubo salido de Egipto, el Señor declaró por medio de Moisés que si ellos obedecían su voz y guardaban su pacto, serían para El un peculiar tesoro, un reino de sacerdotes y una nación santa (Ex. 19:5-6). El fracaso del pueblo en cumplir las condiciones, ha resultado en su desechamiento tem­porario. No obstante llegarán a ser un reino terrenal de sacerdotes para Dios, aunque momentáneamente les ha sido quitado y entregado a gente que lleve fruto de él. Esa gente es la iglesia, el pueblo santo del cual habla el apóstol Pedro. Como ya hemos no­tado, Cristo nos ha constituido en un reino para ser sacerdotes para con su Dios y Padre (Apocalipsis 1:6).
El poder soberano de tal reino no es ejercitado aún por la iglesia. Pablo acusa a los santos de Corinto de pre­tender reinar antes de tiempo. Dice: "Sin nosotros habéis llegado a reinar: y yo quisiera que en efecto reinaseis, para que nosotros también reinásemos con vosotros" (1 Corintios 4:8, V.M.). En el siglo venidero reinado y sacer­docio estarán perfectamente combina­dos. Ya se encuentran coligados en el sacerdocio de Cristo. Su sacerdocio es según el orden de Melquisedec, el cual reunía en sí ambos oficios: rey de Salem y sacerdote del Altísimo. Así", cuando Dios establezca su Rey sobre su santo monte de Sion, y el mundo que todavía le rechaza se incline ante su señorío, El "será sacerdote en su solio; y consejo de paz será entre am­bos a dos" (Zacarías 6:13, RV 1909). Vale decir, que reinado y sacerdocio se juntarán en armonía perfecta (cf. Apocalipsis 20:6).
Los reyes de la tierra han tratado vez tras vez combinar en ellos mis­mos el imperio con las funciones sa­cerdotales y así" controlar al propio tiempo los asuntos de los hombres y los de su conciencia. Si ello fuera factible, la combinación sería fortísima, pero en todos los casos el resul­tado ha sido el fracaso. Los hombres han buscado constantemente de esta­blecer una Iglesia Estadual y así unir los poderes político y religioso, pero en lugar de residir entre ellos el con­sejo de paz, la historia de las nacio­nes, en este respecto, ha sido una de constante fricción y guerra declarada. Solamente el Hijo de Dios armonizará los dos. Su trono será el de un Rey-Sacerdote en el perfecto ejercicio de esta doble función. Sus siervos, asociados con El, ya sea Israel sobre la tierra o la iglesia en los cielos, serán un reino de sacerdotes. En el presente siglo somos un real sacerdocio, no para el ejercicio de un poder gubernamental sino para difundir las excelencias de Cristo. Como sacerdocio santo, so­mos llamados a rendir un servicio no manchado por contaminación alguna. Como sacerdocio real debemos repre­sentar dignamente al Señor en nuestro servicio ante el mundo. De esta ma­nera estaremos preparados para el día cuando, en el pleno despliegue de los poderes de su reinado, reinaremos con El cual reyes y le serviremos cual sacerdotes.

Traducido del inglés por F.A. Franco
Sendas de Luz, 1968

Doctrina: El pecado. (Parte VIII)

VIII.      PECADOS.
En la Escritura, en sus páginas, encontramos que se muestra el pecado en sus diversas formas y fácilmente podríamos llenar cientos de páginas  para detallar y explicar cada uno de ellos. En nuestro estudio veremos algunos, y es labor del estudiante de la Escritura poder encontrar los otros, de modo que los tenga en cuenta para no practicarlos, porque es posible que los cometamos sin darnos cuenta, puesto que creemos que es lo más natural tal o cual situación. Tengamos en cuenta que las páginas de nuestra Biblia fueron escritas para nuestra enseñanza (Romanos 15:4; 1 Corintios 10:6).

Mentiras
La Mentira es un pecado porque niega a la verdad, por lo cual hace mentiroso a lo que es verdadero.
Una de las habilidades que el hombre  ha heredado de “su padre” (Juan 8:44) es la capacidad de mentir o decir verdades a media (cf. Génesis 3:1, 4,5). Usamos la mentira en forma tan habitual que ya es parte de nuestra rutina diaria. El hombre está tan acostumbrado al hecho de mentir que ha ideado niveles para catalogarlas, partiendo de las “blancas” hasta las más atroces (o negras) que el hombre pueda idear.  Aunque sea por una causa noble, la mentira “blanca” sigue siendo mentira, por lo cual es pecado.

Falso Testimonio.
Si bien es cierto que el falso testimonio es una mentira, lo tratamos aparte. Este pecado estaba expresamente prohibido en un  mandamiento: No hablarás contra tu prójimo falso testimonio” (Éxodo 20:16; Deuteronomio 5:20). Este pecado constituye una puñalada, una flecha que traspasa a nuestro prójimo, es un mazazo que se le da con el fin de perjudicarlo (Proverbios 25:18). En el juicio al Señor Jesucristo, los acusadores no encontrando pruebas, buscaron con “falsos testimonios” encontrar una base jurídica para condenarlo a muerte, pero los testigos no concordaban entre sí (Marcos 14:56,57).

Culpar a Dios
Tengamos presente, además, que el hombre siempre, en última instancia, culpará a Dios. Ya lo observamos con Adán. “La mujer que me diste” (Génesis 3:12) fue la acusación del primer hombre. Le reprochó a Dios el hecho que él, voluntariamente, haya comido del fruto del árbol prohibido. En el hombre actual vemos que esta tendencia se encuentra más que presente. Nos  golpeamos un dedo, y el nombre de Dios sale a flote; sucede una fatalidad, a Dios culpamos por lo ocurrido.  Es verdad que está determinado por Dios que debemos morir, porque la paga del pecado es muerte, pero la forma de esa muerte, en muchos casos, es nuestra responsabilidad. Nadie mandó al pervertido sexual a tener relaciones ilícitas con una mujer con SIDA; o al ladrón robar un banco y morir en la balacera. 
Podemos resumir lo anterior en palabras de un Proverbio de Salomón: “La insensatez del hombre tuerce su camino, y luego contra Jehová se irrita su corazón” (Proverbios 19:3).

Palabras Ociosas
En otras situaciones se maldice a Dios a diestra y siniestra, sin mediar la mínima razón. Es tal la costumbre de hablar el hombre en groserías, que es tan natural al hombre insultar al Creador por nada. Se cayó un alimento a piso y se ensució, salió a flote el nombre de Dios. ¡Oh, Dios, cuánta misericordia tienes para con el hombre pecador! Si Dios soporta con paciencia al hombre, no quiere decir que deje pasar sin más los arrebatos del humano pecador. Leemos en Mateo 12:36 lo dicho por el mismo Señor Jesucristo: “Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio”.

Fornicar.
En la actual sociedad se ve con buenos ojos este pecado. Vemos que  la juventud va tras las relaciones sexuales sin estar casados. Es una actitud de desenfreno que en muchos casos, este pecado, tiene consecuencias desastrosas para la vida de quien han seguido esta práctica.
Un ejemplo a destacar y que quedó para toda la historia es el que nos cuenta Pablo en su primera carta a los Corintios: “De cierto se oye que hay entre vosotros fornicación, y tal fornicación cual ni aun se nombra entre los gentiles; tanto que alguno tiene la mujer de su padre” (1 Corintios 5:1).
Pablo aconseja a los cristianos de Corinto y, por ende, a nosotros: “Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera del cuerpo; más el que fornica, contra su propio cuerpo peca” (1 Corintios 6:18).
Una nota adicional, si bien se dice de  la fornicación como  contacto físico entre personas, la palabra usada en griego es “Porneia” y es donde proviene nuestro término pornografía. Al ser consumidores estamos practicando un tipo de  fornicación que afecta la vida cristiana.
          También se utiliza metafóricamente en relación a la asociación de la idolatría pagana con doctrinas de la fe cristiana, y con la profesada adhesión a ellas (Apocalipsis 14:8; 17:2; 17:4; 18:3; 19:2); algunos sugieren que este es el sentido en Apocalipsis 2:21[1].  En el antiguo Testamento encontramos la misma figura en relación con Israel y su deslealtad con su Señor.  Israel cometíaidolatría (siendo que al pueblo judío se le consideraba esposa de Jehová)”[2] (Jeremías 3:9; 13:27; Ezequiel 16:29; 23:5, 8,27; Oseas 1:2; 5:4).

Adulterar.
“No cometerás adulterio”  (Éxodo 20:14). Este mandamiento es expresamente dado por Jehová a Moisés. En el diccionario encontramos  dos significados  que aclaran el uso de esta palabra. (1) “Alterar o eliminar la calidad y pureza de una cosa añadiéndole algo que le es ajeno o impropio”. (2)  “Alterar o falsear el sentido auténtico de una cosa o la verdad de un asunto”.

En el Matrimonio
Cuando vemos deslealtad en los matrimonios y existe encuentros extramaritales, también es visto con buenos ojos por alguna parte de la sociedad. Entre los amigos (o amigas) se cuentan  como proezas estas acciones; y lo único que están haciendo es falsear el verdadero sentido de pureza  que Dios le dio al matrimonio (Génesis 2:24).
Tan importante es el tema del matrimonio, que debe ser tenido y visto con mucho respeto, que el compañero o compañera que se va a tener para compartir la vida en el Señor, debe ser escogido con mucha oración. Puede ser que si damos a nuestros gustos la capacidad de escoger, quizás sea una elección errada que amargará nuestra vida.
Las siguientes expresiones pueden ser aplicadas tanto a hombre como mujer y para que veamos lo complejo de escoger y de escoger mal (sin el auspicio de Dios): “La mujer virtuosa es corona de su marido; Mas la mala, como carcoma en sus huesos” (Proverbios  12:4). “Mujer virtuosa, ¿quién la hallará? Porque su estima sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas”  (Proverbios 31:10).
         El divorcio está expresamente derogado por el Señor, salvo que haya habido fornicación previa al matrimonio: “Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada, adultera” (Mateo 19:9).
         Es posible que la mujer samaritana estuviera viviendo con un hombre que no era su esposo, este  puede ser caso de adulterio, es decir, estaba divorciada de su anterior esposo. Tan importante fue el dialogo que tuvo con el Señor, ya que él descubrió de la forma más sutil  el pecado que ella estaba viviendo, y este hecho le permitió creer en Él como el Mesías.

En la Vida Cristiana
Pero esta palabra, adulterar, implica también alterar. Por lo cual cuando alteramos la calidad de un producto con respecto a lo prometido, estamos adulterado. Recordemos las palabras del Señor Jesucristo, de  demos siempre “medida buena, apretada, remecida y rebozando” (Lucas 6:38; también vea, Levítico 19:35; Deuteronomio 25:15 Proverbios 20:10).
Las falta de pureza en la vida del creyente en una forma de adulterar. Es decir, cualquier pecado nos lleva a perder la calidad de vida que debemos tener. No por nada  se menciona la pureza entre las cualidades que el creyente debe poseer y exponer en su vida (cf. 2 Corintios 6:6; 1 Timoteo 4:12).

Lascivia
Se define como la “propensión a los deleites carnales. Se trata del deseo sexual o la lujuria sin control”. Implica un descontrol  del lívido, lo que puede derivar en una obsesión. Estas personas miran al prójimo de manera morbosa o con intenciones sexuales
El término también se encuentra relacionado con la desvergüenza y la lujuria.      La palabra griega “asélgeia” es la que se traduce por “lascivia” y el diccionario Vine dice que “denota exceso, licencia, ausencia de freno, indecencia, disolución”.
          Este pecado es de un origen muy profundo, del corazón del hombre (Marcos 7:21-23), desde el cual salen también otros tipos de pecados.  Vemos que tempranamente afectó a los creyentes (2 Corintios 12:21); y es característico de las obras de la carne (Gálatas 5:19). El creyente no debe andar como lo hace el mundo que no le importa  entregarse a este tipo de placeres (Efesios 4:17-19).
          Como las Escrituras fueron dejadas para nuestro ejemplo, encontramos uno que nos llama la atención, porque afecta a un gran hombre de Dios: David.   En 2 Samuel 11 se cuenta que David  no había ido  a la guerra junto a sus guerreros y se quedó en el palacio. Un día ve a una mujer que se está bañando. La codició y tomó para sí, sabiendo que era la mujer de uno de sus mejores hombre (2 Samuel 23:39). Las consecuencias de su acto fueron la concepción de un hijo ilegítimo y la muerte del guerrero con principios (v. 11).  Y en nada agradó a Dios este pecado: “Mas esto que David había hecho, fue desagradable ante los ojos de Jehová” (v. 27).
          Por tanto, nuestra conducta incontrolada puede llevarnos a cometer pecados más atroces de lo que es en sí la lascivia. Pongámonos en las manos de Dios y en la obra que Él nos ha asignado y no nos quedemos en la “molicie” como David hizo al no ir a guerra con su “compañeros”. 
          Las palabras de Pablo a los Efesios resumen magistralmente este tema: "Esto, pues, digo y requiero en el Señor: Que no andéis como los otros gentiles, que andan en la vanidad de su mente, teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón; los cuales después que perdieron toda sensibilidad, se entregaron a la lascivia para cometer con avidez toda clase de impureza" (Efesios 4:17-19).




[1] Diccionario Vine
[2] Diccionario Strong

Meditación.

“Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan”
(Mateo 7:13-14).


Cuando miramos al mundo religioso actual, vemos numerosas religiones, denominaciones y sectas. Y sin embargo, hay sólo dos religiones, como nos sugiere el texto de hoy. Por una parte, hay una puerta ancha y un camino espacioso, muy transitado, que lleva a la perdición. Por otra parte está la puerta angosta y el camino estrecho, escasamente transitado, que lleva a la vida. Todas las religiones pueden clasificarse bajo una u otra. La característica que distingue a las dos es ésta: una religión dice lo que el hombre debe hacer para ganar o merecer la salvación; la otra muestra lo que Dios ha hecho para proveer salvación al hombre.
La fe cristiana auténtica, es única en el sentido que llama a los hombres a que reciban la vida eterna como un regalo por medio de la fe. Las otras religiones le dicen al hombre que debe ganar su salvación por las obras o el carácter. El evangelio nos muestra cómo Cristo llevó a cabo la obra necesaria para nuestra redención. Los demás sistemas le indican al hombre qué debe hacer para redimirse a sí mismo. La diferencia está entre HACER y HECHO.
La idea popular es que las personas buenas van al cielo y las malas al infierno. Pero la Biblia enseña que no hay personas buenas y que los únicos que van al cielo son los pecadores salvados por la gracia de Dios. El evangelio de Jesucristo elimina la jactancia; le dice al hombre que no hay obras meritorias que pueda hacer para ganar el favor de Dios, porque está muerto en delitos y pecados. Todas las demás religiones inflan el orgullo del hombre implicando que puede y debe hacer algo para salvarse a sí mismo o para ayudar en su salvación, que debe “aportar su granito de arena”.
Todas las falsas religiones son: “camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte” (Proverbios 14:12). A la mente no regenerada la salvación por la fe en el Señor Jesús le parece “demasiado fácil”, pero éste es el camino que lleva a la vida. En las falsas religiones Cristo es nada, o casi un mero accesorio entre otras muchas cosas, mientras que en la verdadera fe cristiana Cristo es todo.
En otras religiones no puede haber seguridad verdadera de salvación porque una persona nunca sabe si ha hecho suficientes buenas obras o las correctas. El creyente en Cristo puede saber que es salvo porque esto no depende de sus obras sino más bien de la obra de Cristo hecha a su favor.
Solamente hay dos religiones: una de la ley, la otra de la gracia. Una de las obras, la otra de la fe. Una de hacer, la otra de creer. Una de intentar, la otra de confiar. La primera lleva a la condenación y la muerte, la segunda a la justificación y la vida.

EL LIBRO DE ESTER (Parte V)

Venganza de los judíos
Así, en efecto, fue hecho (cap. 9). Los judíos se reunieron y pusieron la mano sobre todos los que buscaban sus vidas. Nadie les pudo resistir. Es el tipo evidente del día en que el judío será nuevamente restablecido a su debido y propio lugar en toda la tierra. Y "Mardoqueo era grande en la casa del rey, y su fama iba por todas las provincias; Mardoqueo iba engrandeciéndose más y más. Y asolaron los judíos a todos sus enemigos a filo de espada, y con mortandad y destrucción, e hicieron con sus enemigos como quisieron" (cap. 9:4, 5). Y así tenemos el relato. Pero hay más: "Y dijo el rey a la reina Ester: En Susa capital del reino los judíos han matado a quinientos hombres y a diez hijos de Amán. ¿Qué habrán hecho en las otras provincias del rey? ¿Cuál, pues, es tu petición? y te será concedida; ¿o qué más es tu demanda? y será hecha. Y respondió Ester: Si place al rey, concédase también mañana a los judíos en Susa, que hagan conforme a la ley de hoy; y que cuelguen en la horca a los diez hijos de Amán" (cap. 9:12, 13). Muchos son los que no pueden entender esto. ¡Y no es de extrañar! Pues los tales toman a Ester como tipo de las relaciones de Dios con la Iglesia. De inmediato uno ve cuán tremenda confusión sobreviene por ello. No es así. El gentil es depuesto y el judío llamado; pero la  justicia  constituirá el carácter del reino venidero. La gracia es lo que conviene a la Iglesia ahora. Sería, pues, del todo ininteligible hacer que Ester represente a la Iglesia ahora. La ejecución de la justa venganza sería del todo incompatible con el llamamiento del cristiano, con la posición de la Iglesia. Pero con el judío llamado a participar del reino venidero —de los honores del reino— es exactamente lo que ocurrirá a su tiempo. Entonces —cuando el Mesías reine, y Jerusalén sea su reina— se cumplirá la palabra: "La nación o el reino que no te sirviere perecerá" (Isaías 60:12).
Así fue en ese día. Vemos, pues, que siempre que nos apropiamos de la verdad, la Palabra de Dios se acomoda en su debido lugar. Nosotros lo entendemos y distinguimos entre cosas que difieren; dividimos rectamente la palabra de verdad. Cuando, por el contrario, en nuestra ansiedad aplicamos a nosotros cosas que no condicen con nuestra posición, caemos en un grave error y destruimos el propio lugar de la Iglesia de Dios y nuestra participación de los afectos celestiales de Dios. Nuestro propio lugar, ahora, es actuar de conformidad con Aquel que está a la diestra de Dios. Pero, cuando el Señor Jesús deje el cielo para venir a la tierra, cuando venga a reinar, entonces el carácter de su reino será la justicia, de acuerdo con el Salmo 45. Por eso, la ejecución de los diez hijos de Amán no da lugar a la más mínima dificultad cuando esto se comprende, porque el Señor no sólo herirá al principio, sino que habrá una repetición del golpe: habrá una cabal aniquilación del adversario y de todos los que rindan obediencia fingida. El Señor se encargará de ellos en ese día que habrá de venir.

Regocijo del pueblo judío

Y así mandó el rey que se hiciera, y los judíos se congregaron para otro día. No sólo los que estaban en Susa: "En cuanto a los otros judíos que estaban en las provincias del rey, también se juntaron y se pusieron en defensa de su vida, y descansaron de sus enemigos, y mataron de sus contrarios a setenta y cinco mil; pero no tocaron sus bienes" (cap. 9:16). Así, pues, la alegría y el gozo llenan el corazón de los judíos. Y Mardoqueo escribe y envía cartas a todas las provincias y, de este modo, la alegría se esparce por sobre toda la tierra. Y no sólo eso, sino que los judíos, como se nos dice, establecieron una fiesta con motivo de esta notable intervención de la providencia de Dios.

Mardoqueo enaltecido
El libro termina, en el capítulo 10, con un relato de la grandeza del reinado del rey, y también de la de Mardoqueo, su ministro. "Porque Mardoqueo el judío fue el segundo después del rey Asuero, y grande entre los judíos, y estimado por la multitud de sus hermanos, porque procuró el bienestar de su pueblo y habló paz para todo su linaje" (v. 3). Así, dignamente, se cierra este muy notable libro. El judío, librado de todas sus angustias, es conducido al lugar más cercano al gran rey y, en lugar de ser víctima del odio del gentil, tiene autoridad plena para ejecutar venganza sobre todos los que quisieron aniquilar la simiente de Abraham.

Conclusión
¡Quiera el Señor concedernos el deleite que se halla en los caminos de Dios! ¡Que podamos leer su Palabra y sacar provecho de ella en toda sabiduría e inteligencia espiritual! Aplicar este libro a nosotros sería engañarnos, pues nosotros lo entendemos y sabemos que no hallaremos ningún provecho de esta forma. Vemos el lugar que habrá de ocupar el antiguo pueblo de Dios cuando el orgulloso gentil sea destituido a causa de su desobediencia, y el judío restituido, con toda la hermosura que Dios puede poner sobre él, dentro de su debido lugar ante el mundo.
Éstas son las perspectivas que nos ofrece este libro. Se notará además que su hermoso carácter se halla completamente preservado desde el principio hasta el final; todo esto fue dado durante el día nublado (el día de la oscuridad, de la dispersión, del no reconocimiento del judío). El nombre de Dios está absolutamente ausente de él. Se trata del poder secreto de Dios que obra a través de circunstancias que podrían parecer desesperantes o fatales. Pero ¡qué consuelo para nosotros!: Nosotros también tenemos que ver con la misma providencia de Dios, aunque no por cierto obrando para el mismo fin; porque el propósito de Dios no es darnos ocasión de venganza sobre el enemigo, ni exaltarnos con la grandeza terrenal, pero tenemos que ver con el mismo Dios; sólo que — ¡a Dios gracias!— Él no nos desconoce, como lo hace con Israel. Nos ha traído a una relación que no se puede perder jamás, relación que depende de Cristo y que ha sido sellada por el Espíritu Santo. Consecuentemente, Él nunca se rehúsa a que le invoquemos como "nuestro Dios y Padre", ni jamás deja de reconocernos como los hijos de su amor.
Como se ve, el libro no se aplica de ningún modo a nosotros en lo que toca a Ester y al fin que persigue; pero, seguramente, estamos justificados al tomar todo el consuelo de la poderosa mano de Dios. Cuando los hombres no ven más que las circunstancias que pasan a nuestro alrededor, sabemos que "a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados" (Romanos 8:28). Quizá podemos no ver el camino, pero conocemos, vemos y podemos acercarnos al Dios que controla todas las cosas a nuestro favor.
En resumidas cuentas, la providencia de Dios es una verdad universal, hasta que el día venga cuando los designios de Dios sean hechos públicos y manifiestos, y su nombre sea invocado por su pueblo. Será la parte de Israel. Sabemos que ahora ellos están dispersos, que ahora se hallan en una situación totalmente anómala, pero que el día vendrá cuando Dios pondrá a un lado al gentil y, una vez más, introducirá a Israel; y nuestros corazones pueden regocijarse; pues ello no significará ninguna pérdida para nosotros, aun si ése fuera el motivo. Pero, de hecho, no será ninguna pérdida para nosotros, pues estaremos con el Señor Jesús en lo alto, y sólo después de esto —sólo después que el Señor nos haya llevado consigo al cielo— Dios juzgará al gentil y volverá a llamar al judío.