martes, 5 de junio de 2018

Pensamiento


"Una cosa es tener doctrinas en la mente, y completamente otra es tener a Cristo en el corazón y a Cristo en la vida." C. H. Mackintosh en "Nuestro estándar y Nuestra Esperanza."

LA FE QUE HA SIDO UNA VEZ DADA A LOS SANTOS


JUDAS 3

Es muy importante, amados amigos, en toda nuestra senda, saber primero dónde estamos, y, luego, conocer el pensamiento de Dios para descubrir la senda que Dios ha trazado y que debemos seguir en medio de las circunstancias en que nos encontramos.
No sólo es cierto que Dios nos ha visitado en gracia, sino que también debemos tomar conciencia de los resultados presentes de esa gracia, a fin de guardar tenazmente los grandes principios bajo los cuales Dios nos ha colocado como cristianos; y, al mismo tiempo, debemos ser capaces de aplicar esos principios a las circunstancias en que nos hallamos. Esas circunstancias pueden variar dependiendo de nuestra situación, pero los principios nunca varían.
Su aplicación a la senda de fe puede variar, y, de hecho, lo hace. Voy a ilustrar lo que quiero decir. En el tiempo del rey Ezequías, se le dijo al pueblo: “En quietud y en confianza será vuestra fortaleza” (Isaías 30:15), y también se le dijo que el asirio no entraría en Jerusalén y ni siquiera levantaría contra ella baluarte. Debían permanecer perfectamente quietos y firmes; y el ejército de Asiria fue destruido. Pero cuando llegó cierto tiempo de juicio en los días de Jeremías, entonces aquel que saliese de la ciudad para ir a los caldeos —sus enemigos—, se salvaría.
Ellos eran todavía, al igual que antes, el pueblo de Dios, aunque, por el momento, en el tiempo de juicio, Él decía: “No sois pueblo mío” (Oseas 1:9-10), y eso marcó la diferencia. No se había alterado el pensamiento de Dios ni su relación con su pueblo: eso nunca sucederá. Sin embargo, la conducta del pueblo tenía que ser exactamente opuesta. Bajo el reinado de Ezequías, fueron protegidos; bajo Sedequías debían someterse al juicio.
Me refiero a estas circunstancias como testimonio, para demostrar que mientras la relación de Dios con Israel es inmutable en este mundo, sin embargo, la conducta del pueblo en un determinado tiempo tenía que ser la opuesta a la que venía presentando anteriormente.
Miremos el principio de los Hechos de los Apóstoles, y fijémonos en la Iglesia, la Asamblea de Dios en el mundo. Encontramos allí la plena manifestación de poder; todos eran de un corazón y un alma, y tenían todas las cosas en común; hasta el lugar donde estaban congregados tembló (Hechos 4:31-32). Pero si tomamos la iglesia ahora, incluyendo el sistema católico romano y todo lo que lleva el nombre de cristiano, si contemplamos todo eso y lo reconocemos, en seguida nos sometemos a todo lo malo.
Aun cuando los pensamientos de Dios no varíen, y él conozca a los suyos, no obstante, necesitamos discernimiento espiritual para ver dónde estamos y cuáles son los caminos de Dios en tales circunstancias, en tanto que nunca nos hemos de apartar de los grandes principios primordiales que él estableció en su Palabra para nosotros.
Hay otra cosa también que debemos tomar en cuenta como un hecho establecido en la Escritura, y es que dondequiera que Dios haya puesto al hombre, lo primero que el hombre ha hecho ha sido arruinar la posición original: siempre debemos tener en cuenta este hecho.
Miremos a Adán, a Noé, a Aarón, a Salomón y a Nabucodonosor. La paciente misericordia de Dios jamás sufre alteración, pero el camino uniforme del hombre, según leemos en las Escrituras, ha sido malograr y arruinar lo que Dios había establecido como bueno. Por consiguiente, no puede haber ninguna marcha con verdadero conocimiento de nuestra posición, si esto no se toma en cuenta. Pero Dios es fiel y continúa en su paciente amor. Por eso leemos en Isaías 6:10: “Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos…”, pero no se cumplió sino después de 800 años y, cuando Cristo vino, lo rechazaron.
Así seguía la paciencia de Dios; las almas individuales eran convertidas, había varios testimonios dados por los profetas, y un remanente todavía fue preservado. Pero si fuésemos a alegar por la fidelidad de Dios ―que es invariable― para justificar positivamente el mal que el hombre ha introducido, todo nuestro principio sería falso.
Eso es precisamente lo que hacían en los días de Jeremías cuando se acercaba el juicio, y lo que la cristiandad hace ahora. Decían: “Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es este”, y “la ley no faltará al sacerdote, ni el consejo al sabio, ni la palabra al profeta” (Jeremías 7:4; 18:18), cuando todos estaban por ser llevados cautivos a Babilonia. La fidelidad de Dios fue invariable, pero tan pronto como la aplicaron en apoyo de una mala posición, vino a ser la misma causa de su ruina. Los mismos principios que constituyen la base de nuestra seguridad, pueden significar nuestra ruina si no tomamos conciencia de la posición en que nos encontramos.
Tenemos la palabra: “Mirad a la piedra de donde fuisteis cortados, y al hueco de la cantera de donde fuisteis arrancados. Mirad a Abraham vuestro padre, y a Sara que os dio a luz; porque cuando no era más que uno solo lo llamé, y lo bendije y lo multipliqué” (Isaías 51:1-2), un pasaje a menudo mal aplicado. Dios dice allí que Abraham estaba solo, y que Él lo llamó. El pueblo de Israel, a quien se dirigió esta palabra, consistía entonces tan sólo en un pequeño remanente. Pero Dios les quiso decir: «No os preocupéis por eso, yo llamé a Abraham estando solo.» No tenía importancia el hecho de que fuesen pequeños: Dios podía bendecirlos igualmente solos, tal como lo hizo con Abraham.
Ahora bien, en Ezequiel el pueblo dijo algo similar en circunstancias diferentes, lo cual es denunciado como iniquidad. Dijeron: “Abraham era uno, y poseyó la tierra; pues nosotros somos muchos” (Ezequiel 33:24). Decían que Dios había bendecido a Abraham y que, como ellos eran muchos, Él los tendría que bendecir aún más a ellos. En realidad, no entendieron la condición en la que se hallaban, y con la cual Dios trataba, por su falta de conciencia. Y de la misma manera hoy día, si no tomamos conciencia de nuestra condición —quiero decir, de la condición de toda la iglesia profesante en medio de la cual estamos—, estaremos completamente faltos de inteligencia espiritual.
Estamos en los últimos días, pero a veces pienso que algunos no estiman debidamente el pleno significado de ello. Creo que puedo mostrarles por medio de las Escrituras que la iglesia, como sistema responsable sobre la tierra, era, desde el mismo principio, aquello que había entrado en la condición de juicio, y su estado era tal que requería fe individual para juzgarlo.

¡UN PADRE QUE NUNCA MUERE!

Una pareja de edad muy avanzada se encontraba en una pobreza extrema. Sin embargo, a estos ancianos siempre se los veía felices. Nunca se les oía quejarse de su suerte. Un día, un amigo mío encontró al marido y, en el transcurso de la conversación que mantuvieron, le expresó:
— Ustedes deben de sentirse muy incómodos. No entiendo cómo hacen para vivir... y, sin embargo, siem­pre están contentos. La alegría que irradian es incluso contagiosa, porque algunos momentos pasados en su compañía bastan para poner de buen humor al hombre más triste.
—   Está usted equivocado —contestó el anciano. No nos sentimos tan incómodos como usted cree. Tene­mos un Padre muy rico y Él no permite que nos falte lo necesario.
—   ¡Cómo! ¿Su padre vive todavía? ¡Yo lo creía muerto desde hace mucho tiempo!
Entonces el anciano replicó, con rostro resplande­ciente:
—   Mi Padre nunca muere. Vive eternamente. Pro­vee a las más variadas necesidades de sus hijos. Nues­tras necesidades, por otra parte, son muy limitadas. Sin embargo, no puedo anticipar de dónde o cuándo llegará la provisión. No obstante, la respuesta siempre llega, porque mi Padre nunca muere.
Amigo lector, ¿conoce usted a Dios como a su Padre celestial? ¿Está reconciliado con él por la fe en Jesucristo? ¡Qué felicidad poder vivir con entera con­fianza en el Dios vivo! Aquel que posee la paz con Dios lo conoce como Padre suyo. Sabe que él ha prometido proveer a todas las necesidades de sus hijos. Y él es fiel a sus promesas.
He aquí lo que dice la Biblia, la Palabra de Dios, acerca de lo que acabamos de expresar: "Vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis... Buscad primeramente el reino de Dios y su jus­ticia, y todas estas cosas os serán añadidas. Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal" (Mateo 6: 8, 33-34).
Creced, 1990

AUTORIDAD DE LA BIBLIA (Parte II)

(continuación)



¿Qué decir, entonces, cuando la ciencia pretende decretar fuera de su competencia, prejuzgar acerca de lo inmaterial, decidir respecto a si el universo es finito o infinito, o en cuanto a la existencia o no existencia de Dios? El ser, la eternidad, la vida, la muerte, el pro­blema de los orígenes como la angustiosa cuestión de los fines últimos, todos los grandes interrogantes subsis­ten. Esta esfera de lo incognoscible aparece más ce­rrada que nunca a la inteligencia humana.
Nuestro propósito no es, sin embargo, replantear el perpetuo debate de la ciencia y de la fe, por más necesario que sea recordar que es propio de la ciencia cuestionarlo todo sin sacar conclusiones definitivas, mientras que es propio de la fe concluir según las conclusiones de Dios, el único que lo conoce todo. El punto sobre el cual insistimos, porque es capital, es éste: la fe viene de la misma Palabra de Dios. Por ella, la fe comprende que la posición de la criatura fallida es reconocer su caída, y que sólo la gracia de Dios la esta­blece sin pecado en una nueva creación. He ahí la parte y la posición del cristiano. Ella está fundamentada en la obra de Cristo. Para él no se trata de hacer compren­der su fe —la que siempre será locura para la sabiduría humana— sino de vivir su fe, como está escrito en San­tiago 2:18: "Yo te mostraré mi fe por mis obras". Y las explicaciones racionales pierden toda fuerza para el que vive de la vida de Cristo. Decirse cristiano y negar a Cristo venido en carne, muerto y resucitado, y luego glorificado, es un contrasentido, porque el cristianismo está fundado sobre esos hechos, los más increíbles de todos: la encarnación, la muerte expiatoria y la resu­rrección, hechos de los cuales sólo la Biblia habla, y sólo ella puede hacerlo porque solo ella es la Palabra de Dios. Pero está llena de tales hechos. Tengan cuidado con la voz mentirosa: "¿Conque Dios os ha dicho?" (Génesis 3:1). Sepamos responder: "Escrito está" (Mateo 4: 4, 6, 7 y 10; Lucas 4: 4, 8 y 10).
3) Esto que acaba de ser recordado es suficiente para hacer considerar como una empresa peligrosa y vana la de lanzarnos a polémicas científicas para dar razón a la Biblia, y construir teorías para dar a los sin­gulares hechos bíblicos una explicación que Dios no ha estimado conveniente dárnosla. Así se trate de la for­mación y de la historia de la tierra (geología), de los fenómenos propios de los seres vivientes (biología), de la constitución íntima de la materia (ciencias físicas y químicas), todos son temas perfectamente legítimos en sí mismos, pero corrientemente utilizados contra Dios y la Palabra de su poder. Nos exponemos, oponiendo hipótesis que nos parecen plausibles a las teorías forja­das por los incrédulos —de las cuales muchas son seductoras para el espíritu humano— a ponernos en mala postura y finalmente desacreditar a la Biblia que queremos defender. La Palabra de Dios misma es su propia arma. Y debe ser, ella sola, la nuestra. ¿Vamos a poner una espada de cartón en la mano de un Gedeón que tiene "la espada de Jehová"? (véase Jueces 7: 20). Jesús, tentado por Satanás, no discute con él para demoler su argumento, sino que le responde simple­mente: "Escrito está".
Quisiéramos suplicar a nuestros hermanos que sopesen estas cosas. Nuestra fe, repitámoslo, no se ali­menta de teorías ni tampoco obra mediante teorías. Las nuestras, incluso relacionadas por algún punto en común con la Biblia, son tan vacilantes y pasajeras como las otras, las que pretenden suplantar a los mitos paganos y son tan decepcionantes como ellos. Una rechaza a la otra, después de haber traído a la luz, es cierto, algunas nociones nuevas, descubrimientos per­mitidos por Dios en la esfera de las cosas creadas, pero que no cambian en nada el estado moral del hombre y le da la ilusión de progreso. Las ideas que él se hace del mundo material descansan sobre cierta hipótesis que tarde o temprano deja el lugar a otra.
Nuestro siglo ha visto, en el campo fisicoquímico, por no hablar más que de éste (aunque domina otros muchos) una acumulación de descubrimientos que han barrido doctrinas tenidas por inatacables en el siglo precedente. El descubrimiento de la radiactividad ha abierto el camino para penetrar la estructura íntima de la materia, el complejo sistema de los núcleos atómicos, su desintegración que libera una energía hasta entonces ignorada. Han sido formuladas teorías prestigiosas, de las cuales la de la relatividad y la de los «cuantas» res­paldan una nueva física. Pero ellas ya van vacilando. Éstas harán lugar a otras, y así será mientras dure este mundo. Ellas lo habrán marcado con su paso, conjunta­mente con todas las aplicaciones prácticas de la electró­nica y la utilización de esta energía atómica (o nuclear) que a la vez maravilla y aterra a los hombres, sin darles, desgraciadamente, ningún otro objetivo más que la sa­tisfacción de los deseos de un corazón cada vez más ale­jado de Dios. "Seréis como Dios", dice aún el Mentiroso.
Cristianos, profundicemos nuestra fe, no por medio de la sabiduría humana, sino alimentándonos de la Palabra de Dios, "permaneciendo en mi palabra" dice Jesús (Juan 8:31), teniéndola siempre presente con su autoridad y su poder. Que los jóvenes creyentes desconfíen de una búsqueda de la verdad que desvíe, por poco que sea, de esta Palabra. Y que el inconverso a quien Dios busca sepa que irá de decepción en decep­ción, de obscuridad en obscuridad, si piensa lograr la fe de otro modo que no sea escuchando la Palabra de Dios.
Ella siempre será locura para la locura de la sabi­duría humana. Ella no tiene nada que hacer con esta sabiduría. Se opone con frecuencia la razón a la fe, pero, la fe da a la razón su empleo más espléndido. Cuando el Espíritu de Dios ilumina la razón y ella se deja iluminar, es puesta en contacto con el Dios vivo y verdadero. Creyentes, dejad a la Palabra actuar en vosotros (1 Tesalonicenses 2: 13), para que seáis "reno­vados en el espíritu de vuestra mente" (Efesios 4:23). Creerla, implica reconocer humildemente que ignora­mos muchas cosas y que, sobre todo, reconocemos que el hombre natural es incapaz, a causa del pecado, de conocer lo que únicamente importa: Dios revelado a los niños como Padre por medio de Jesucristo. Encon­trar a Dios, a solas con él... "Mas ahora mis ojos te ven" dijo Job (Job 42: 5); al conocer a Dios, toma él por propia iniciativa el lugar que conviene, el arrepenti­miento en el polvo y la ceniza. ¡Y fue entonces que para él brotó el manantial de bendiciones, para gloria de Dios!
En resumen, la Biblia no tiene necesidad
— ni de la garantía de hombres de prestigio en este mundo;
— ni de ser confirmada por su acuerdo con la ciencia de los hombres;
— ni de ser demostrada como verdadera por teorías cimentadas o no sobre ella.
Ella es "la palabra de Dios, que vive y permanece para siempre" (1 Pedro 1: 23).

LA ORACIÓN DEL SEÑOR (Parte III)


¿DEBERÍA SER USADA POR LOS CRISTIANOS? (continuación)


En segundo lugar, Dios ha hecho provisión de otra índole para nuestros pecados diarios. Hay que reconocer que ¡lamentablemente! nosotros pecamos diariamente; pero, tan cierto como eso es, si conocemos el valor pleno del sacrificio de Cristo, jamás padeceremos, ni por un momento, el pensamiento de la imputación de culpa. Por otra parte, no debemos aminorar jamás la gravedad de nuestros pecados diarios — pecados que son ahora contra la luz y el amor. Ningún lenguaje podría ser demasiado fuerte para expresar lo aborrecible que ellos son. Aún más que esto, jamás se debe olvidar que no hay necesidad de que el creyente peque diariamente. El apóstol Juan dice, "Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis." Una vez defendida la verdad acerca de este punto, él presenta después, la provisión de la gracia que ha sido hecha para los pecados en los cuales el creyente cae tan a menudo. "Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo." (1a. Juan 2: 1 y 2).
Es, entonces, la abogacía de Jesucristo el Justo con el Padre, la que atiende a nuestro caso con respecto a nuestros pecados diarios. Llevados a la comunión con el Padre y con Su Hijo Jesucristo (1a. Juan 1:3), nosotros perdemos el disfrute de esta comunión cuando pecamos; y el objetivo de la abogacía de nuestro bendito Señor es restaurarnos al lugar que hemos perdido, en cuanto a su disfrute. Y para este fin, Él ora por nosotros; Él no ora cuando nos arrepentimos, sino cuando pecamos. De hecho, nuestros pecados suscitan Su abogacía a nuestro favor; y es en respuesta a esto que, más temprano o más tarde, el Espíritu de Dios hace que recordemos, en nuestras conciencias, la Palabra de Dios, produciendo, de ese modo, el juicio propio, y nos conduce a la confesión en la presencia de Dios; y entonces encontramos la verdad de lo que el apóstol declara, "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad." (1a. Juan 1:9). Esto sucederá, más temprano o más tarde, pero se debe recordar — y esto prohíbe el pensamiento de 'tomar a la ligera' los pecados del creyente — que si se pospone el juicio propio y la confesión, Dios, como nuestro Padre, puede verse obligado, en Su amor por nosotros, a venir y tratar con nosotros en castigo y prueba, para prepararnos para la acción de Su Palabra sobre nuestras conciencias; porque Él no puede soportar que los que han sido redimidos, Sus propios hijos, continúen en una senda de pecado e iniquidad. El pecado no es nunca una cosa liviana a los ojos de Dios, y no debe ser jamás una cosa liviana a los ojos de Su pueblo. ¿Cómo podría serlo, cuando fue eso lo que llevó a nuestro bendito Señor a la terrible cruz?
Se verá, a partir de estas observaciones, que el Cristiano no debe orar nunca por el perdón de pecados. La culpa de todos sus pecados ha sido quitada; y la condición para el perdón de sus pecados diarios es la confesión. Ahora bien, la confesión, en vista de que ella sólo puede brotar del juicio propio, es una cosa mucho más profunda que orar por el perdón. Los padres pueden verificar esto muy pronto con sus hijos. Cuando estos han cometido faltas, si ven que sus padres se afligen, ellos pronto pedirán perdón; pero si se les demanda juicio propio, una verdadera estimación del carácter de sus acciones, y la confesión, ella no se obtendrá tan fácilmente. No; es una cosa mucho más seria ver nuestros pecados en la luz de la presencia d Dios, tener el pensamiento de Dios acerca de ellos, y decirle todo en humilde confesión; y esto es lo que Dios requiere, y no la oración por el perdón. La razón es simple. La propiciación ha sido ya hecha, y el perdón está listo para ser otorgado, y Él espera solamente hasta que nos hayamos juzgado a nosotros mismos, para asegurarnos Su amor perdonador, y para efectuar nuestra restauración a la comunión que habíamos perdido.
Se puede hacer otra observación acerca de esta petición — apenas necesaria, después de lo que se ha dicho, salvo para obviar objeciones. La medida del perdón por el que se va a orar es el de nuestro perdón a los demás — "como también nosotros perdonamos a nuestros deudores." Conociendo lo que nosotros somos, la sutileza de nuestros corazones, nuestras inconscientes reservas (recelos, desconfianzas, sospechas), y nuestra dificultad, en muchos casos, para otorgar un perdón libre, pleno, y absoluto a los que han pecado contra nosotros, jamás podríamos saber, a partir de esta petición, si acaso nos podríamos regocijar en el conocimiento del pleno perdón de nuestros pecados contra Dios; y esto sería enteramente inconsistente con la verdad que hemos estado considerando en Hebreos 9 y 10. Como habiendo sido presentada esta oración a los discípulos en la posición que ellos tenían en aquel entonces, y con respecto a sus relaciones mutuas, y a sus relaciones con todos los hijos del Reino, nosotros podemos percibir su sabiduría perfecta y divina, e incluso su aplicabilidad a los hijos de Dios, con respecto al gobierno del Padre, pero ella no estuvo destinada, en ninguna manera, a ser la expresión de nuestra necesidad, con relación a nuestros pecados, en la presencia de Dios.

SALVACIÓN Y RECOMPENSA (Parte III)


La Corona corruptible.


En 1 Tesalonicenses la segunda venida de nuestro Señor ocupa un lugar prominente. Podríamos decir que es el tema de la epístola. Cada capítulo contiene alguna referencia a ella, directa o indirec­tamente. En el capítulo 1 leemos acerca de los creyentes tesalonicenses que ellos se habían convertido:

”de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y es­perar de los cielos a su Hijo...”

Esperaban al Hijo, ¡y mientras es­peraban, le servían! Que ocupación santa y dichosa era la suya. Que sea la nuestra también.
En el capítulo 3 (dejando por el momento el capítulo 2), fueron exhortados a santidad de vida con la esperanza de “la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (3:13).
La “esperanza bienaventurada” es una esperanza purificadora, y un incentivo para vivir una vida de piedad. “Todo aquel”, se nos dice, “que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo” (1 Jn. 3:3).
El rapto —el orden de los eventos cuando el Señor descienda para llamar y llevar consigo a todos Sus santos— es desplegado preciosamente en el capítulo 4, y en el capítulo 5 vemos el alcance de la santificación perfecta en “la venida de nuestro Señor Jesucristo” (v. 23).
Pero ¿qué del capítulo 2? En esta sección en particular el apóstol escribe acerca de su propio servicio y el ministerio de sus colaboradores en vista de este evento glorioso. El piensa en el retorno del Señor como el tiempo de manifestación y recompensa, cuando las obras del siervo serán examinadas por el Señor mismo, quien también pronunciará sobre ellas. Será entonces que serán plenamente manifiestos los resultados de todos sus años de trabajo y esfuerzo. De esto él está seguro: que las almas que él ha guiado a Cristo serán entonces causa de acciones de gracias. Así escribe, y notamos lo que dice a sus propios hijos en la fe:

“Porque ¿cuál es nuestra esperanza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No lo sois vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo, en su venida? Vosotros sois nuestra gloria y gozo” (1 Ts. 2.19-20).

Habla de modo similar en Filipenses 4:1,

“Así que, hermanos míos amados y deseados, gozo y corona mía, estad así firmes en el Señor, amados”.

Ellos también eran fruto de su mi­nisterio, y como los corintios, eran también el sello de su apostolado en el Señor.
¡Cuán dulce y tierna es la relación entre el ministro de la Palabra y los que él ha guiado a Cristo! Y al escribo esta frase: “el ministro de la Palabra”, no me refiero al clero ni a ninguna posición oficial, sino a cualquier creyente que ministre la verdad del evangelio a otra persona y así la guíe a Cristo.
Los que así han sido salvados por nuestro testimonio, en aquel día nos serán una corona de gozo. ¡Qué laurel de gozo será el verles salvos y sanos en la gloria, cantando las alabanzas del Cordero que les redimió, y entonces reconocer que en un sentido están allí debido a nuestro débil testimonio dado en el mundo! ¡De veras que seremos coronados con gozo!
Samuel Rutherford sabía algo de esto cuando, desde su lecho de enfermedad, miraba atrás a sus labores anteriores y dio curso a las hermosas palabras representadas en la poesía de la señora Anne Ross Cousins:

“Oh, Anwoth del Solway,
A mí me eres querido,
En los portales celestiales,
Derramo lágrimas por ti.
Oh, si un alma de Anworth,
Encuentro a la diestra de Dios,
Mi cielo será dos cielos,
En tierra de Emanuel”.

Sí, un alma, salvada de descender al abismo, arrebatada del fuego, como Judas 23 dice, será doble porción de gozo para aquel que Dios empleó para salvarle. ¿Qué significará esto para Pablo, a quien el Señor usó para salvar a miles de personas? ¿Y qué significará para todo evangelista levantado por Dios y empleado por Él para salvar a vastos números de hombres y mujeres por medio de la predicación de la Palabra?
Pero, como hemos intimado, no sólo los que han sido divinamente llamados a predicar podrán ganar esta corona, todos hemos sido llamados a testificar de Cristo, a buscar y ganar a otros para que le conozcan, “a quien conocer es vida eterna Y está escrito en la Palabra: "el que gana almas es sabio” (Pr. 11:30). Seamos sabios para enseñar la justicia a la multitud (Dn. 12:3).
Ganar almas no es en sí un don arbitrario. Es algo que puede ser cultivado por ejercicio y comunión con Dios. Él nos hace aptos para este servicio bienaventu­rado y honorable.
El primer requisito es reconocer la necesidad de los hombres, su condición perdida. ¿Alguna vez le has pedido a Dios que te haga sentir la necesidad aterradora de los inconversos que están alrededor tuyo? ¿Y Él ha contestado haciéndote sentir carga por sus almas? Entonces, sigue mirándole atentamente, para que te dé el mensaje. Él te dará denuedo santo, compasión tierna, sabiduría en la presen­tación de la verdad, y gracia para persistir a pesar de los rechazos. El gozo de ver a un pobre pecador cambiado en un santo recompensará ampliamente el trabajo y esfuerzo gastado en este mundo, y en la venida de Señor, la corona de gozo será tu galardón eterno.

“Adelante, adelante, en la eter­nidad descansarás,
Y demasiado pocos están en la lista de servicio activo,
Ninguna labor para el Señor es inversión arriesgada,
Pero no hay recompensa si perdemos Su ‘está bien’”.

Y no se nos olvide el otro lado. Está escrito: “Al que acapara el grano, el pueblo le maldecirá” (Pr. 11:26). Aunque de momento a los inconversos no les gusta que les hablemos del evangelio, vendrá el día cuando nos echarán la culpa si en esta vida no les dimos una palabra de adver­tencia o el mensaje benigno de la gracia. Tenemos la comida para los que se están muriendo. Sabemos que sin el evangelio ellos están perdidos. Entonces, ¿cómo podemos con frialdad y egoísmo dejarles que mueran sin intentar despertar en ellos un sentido de necesidad, y sin hacerles saber del amor del salvador?
Cuando venga el Señor, ¿no nos dará vergüenza la memoria de tal infide­lidad?

“¿Iré con las manos vacías,
Así a encontrar a mi Redentor?
¿Sin gavilla con que saludarle.
Sin trofeo para echar a Sus pies?”

No tiene que ser así. Cada uno puede ser en cierta medida un ganador de almas, y así ganar una corona de gozo en aquel día sublime que pronto amanecerá. Lo que hace falta es una disposición a ser usado. Alguien ha dicho: “¡Dios tiene cosas maravillosas que mostrar, si sólo puede encontrar un buen mostrador!” Pablo era un “mostrador” así: “para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemen­cia” (I Ti. 1.16). ¡Oh, querido lector, que tú y yo también seamos empleados para mostrar la gracia de Dios a un mundo perdido, y para atraer otras personas a Él! Así tendremos este gozo y esta corona cuando Él venga para recompensar a Sus siervos.

lunes, 4 de junio de 2018

"AIRAOS, PERO NO PEQUÉIS"

"AIRAOS, PERO NO PEQUÉIS" (Efesios 4:26)

Pregunta: ¿Cómo explicar las palabras del Señor en Efesios 4:26: "Airaos, pero pequéis..."?



RespuestaNotemos primero que encontramos una enseñanza idéntica en Santia­go 1: 19-20. La Palabra de Dios distingue entre la ira según Dios, y "la ira del hombre [que] no obra la justicia de Dios". La ira según Dios es la indignación que siente la naturaleza divina en presencia del pecado. La ira del hombre es también la indignación que provoca en él una falta cometida, sobre todo cuando él se halla perjudicado o molestado por ella. La presencia del pecado no siempre es suficiente para que el hombre se indigne. El diccionario de la Real Academia Española define la ira como una "pasión del alma, que causa indignación y enojo", y el diccionario Larousse dice "pasión del alma, que se indigna contra lo que le disgusta". Bien sabemos que no hay nada que nos disguste tanto como el ser tocados, heridos en nuestro amor propio. Por lo tanto, nuestra indignación contra el mal no puede servirnos como jus­ta medida para apreciar lo que debe ser la ira, porque la gravedad o culpabilidad del pecado viene, ante todo, del hecho que todo pecado es cometido contra Dios, es decir que debe considerarse en relación con Dios y no con nosotros mismos. Si no estamos en comunión con Dios, corremos el riesgo de juzgar el mal según 'nuestra' pobre me­dida, sea indignándonos con exceso, sea obrando con demasiada tole­rancia.
La santidad absoluta de Dios no puede tolerar el pecado. Todo pecado provoca Su ira, pues es cometido primero contra Él, y des­honra Su dignidad, y la majestad de Su Ser supremo. José le dijo a la mujer de Potifar: "¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y peca­ría contra Dios?" (Génesis 39:9). La medida de la ira divina fue mos­trada en la cruz, cuando el Hijo amado de Dios, que habíamos ofen­dido, tomó sobre Sí mismo nuestros pecados y llevó el castigo merecido. Entonces fue cuando se realizó sublime y plenamente que "la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres." (Romanos 1:18).
El creyente participa de la naturaleza divina, es "creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad" (Efesios 4:24), por lo cual, en la medida en que permanece en comunión con Dios, tiene horror al pecado, y manifiesta una santa indignación en su presencia. El siente, juzga lo que es el pecado en sí mismo para Dios, y, por consiguiente, para la nueva naturaleza. No hay necesidad que se halle perjudicado para que se indigne.
Pero puede ocurrir también que el creyente mundanice, se familia­rice con el mal, y entonces necesita la exhortación del Señor: "Airaos, pero no pequéis". El cristiano que no se indigna demuestra su indife­rencia ante el mal; impasible en presencia del pecado, es propenso a mucha indulgencia para consigo mismo, y a indignarse contra el mal solamente cuando se halla perjudicado. En este caso, se revelará muy susceptible, reprenderá con energía a los que le hayan dañado, pero será indiferente en cuanto a los derechos de Dios. Su ira o indigna­ción ya no será según Dios, será "la ira del hombre [que] no obra la justicia de Dios", es decir, del hombre que no cumple con la jus­ticia de Dios. Semejante indignación es un pecado, y debemos evi­tarla.
Consideremos ahora la enseñanza del apóstol Santiago. Después de haber declarado que Dios "nos engendró con la palabra de verdad" (Santiago 1:18 - BTX), exhorta a cada hombre a que sea "pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse, porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios" (Santiago 1: 19, 20). Pronto para oír, para que sus pensamientos y sus acciones estén formadas por la Palabra de Dios. Tardo para hablar, es decir, procurando que su lengua sirva para expresar sola­mente lo que proviene de la nueva naturaleza enseñada por Dios, evitando ser como una fuente que echa a la vez "agua dulce y amar­ga" (Santiago 3:11). Tardo en airarse, es decir, tomando tiempo para poder juzgar primero si su ira es según Dios, o es la "ira del hombre".
La carne en nosotros se encuentra siempre dispuesta a entrometerse con lo que proviene de la nueva naturaleza. Por eso, al declarar "airaos", el Espíritu de Dios añade, como exhortación correctiva: "pero no pequéis", para que evitemos esta mezcla o asociación de 'la ira según Dios' con los sentimientos carnales. "Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo; ni deis lugar al diablo." (Efesios 4: 26, 27). De modo que nuestra indignación contra el pecado debe provenir única­mente del hecho que Dios ha sido ofendido, deshonrado por un acto contrario a Su naturaleza. Si los motivos son diferentes, nuestra in­dignación o ira no es según Dios, y pecamos.
De igual modo, la santidad es la separación del mal, por Dios, y Dios solo es su medida. Si rebajamos esta medida a nuestra propia estimación de las cosas, o a la de otros, perdemos la verdadera me­dida de la santidad.
Una verdadera indignación contra el mal tiene pues como causa y medida: Dios, su gloria y sus intereses, y nuestros sentimientos na­turales no deben intervenir o influir en modo alguno. Además, la Pa­labra añade: "no se ponga el sol sobre vuestro enojo": Dios sabe con qué facilidad dejamos introducirse nuestros sentimientos en lo que concierne a Su gloria, por lo cual nos muestra que nuestra ira, nuestro enojo, no debe prolongarse más allá de una justa medida., Para ello, es preciso que nos juzguemos o examinemos a nosotros mismos; de no hacerlo, 'damos lugar al diablo', dándole rienda suelta a la carne. La carne es un enemigo vencido para el nuevo hom­bre, pero si nos colocamos en su propio terreno, si la dejamos obrar, ella se apodera de nosotros y nos vence.
         La confusión entre la ira del hombre y la ira o indignación según Dios ha producido siempre lamentables resultados entre los santos. En presencia del mal, del pecado en la asamblea, el primer movi­miento del alma es una indignación según Dios, producida por la nueva naturaleza. Pero luego, la carne quiere intervenir; por eso, nuestra indignación no debe prolongarse, salir de los límites que con­vienen, sino careceremos de discernimiento, y nuestro juicio será fal­seado por la introducción de motivos carnales.
Existen casos en los cuales el culpable no ha ofendido a nadie individualmente. Pero algún hermano habrá tenido dificultades con él anteriormente, guardándole resentimiento o rencor, o teniéndole solamente antipatía. Estos sentimientos renacen en él, y su indigna­ción va más allá de la medida de los sentimientos del nuevo hombre, deja que 'el sol se ponga sobre su enojo', la carne obra, so pretexto de defender los intereses del Señor, y Satanás halla una ocasión favo­rable para turbar y alterar el ejercicio de la disciplina según Dios, produciendo turbación en la asamblea. ¡Hermanos!, es de toda im­portancia que no guardemos rencor o resentimientos para con los hermanos con quienes hemos tenido dificultades. Juzguemos estas co­sas, juzguemos y abandonemos las antipatías naturales: es una leva­dura que - tarde o temprano - produce lamentables y funestos resultados.
Si un hermano se estima perjudicado por el pecado de otro, debe obrar con mucha reserva y, en su juicio, no añadir la 'ira que viene del hombre' a la indignación según Dios. Es conveniente entonces que deje intervenir a aquellos cuyos intereses personales no son toca­dos, y quienes cuidarán de hacerlo sin espíritu de partido, con el temor de Dios.
         Amados hermanos, seremos guardados en el pensamiento de Dios si pensamos ante todo en Su gloria, en lo que es el pecado para Su naturaleza Santa, y si no olvidamos que la santidad de Dios debe ser la santidad de la asamblea.
Ello nos preservará de introducir la carne, los motivos personales, el espíritu de partido o de familia, las simpatías y antipatías natu­rales. Cultivemos la comunión con Dios, examinémonos a nosotros mismos, para tener en todo el pensamiento de Dios, la estimación del santuario. Así será como evitaremos las intervenciones de la carne en las cosas santas.
 S. P.
Revista "VIDA CRISTIANA", año 1961, No. 49.-

MEDITACIÓN

“E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne” (1Timoteo 3:16).

El misterio es grande, no porque sea enigmático sino porque es asombroso. El misterio es la verdad extraordinaria que Dios fue manifestado en carne.
Significa, por ejemplo, que el Eterno nació en un mundo donde hay tiempo, y vivió en una esfera de calendarios y relojes.
Aquel que es Omnipresente y capaz de estar en todos los lugares al mismo tiempo, se confinó a Sí mismo a un sólo lugar: Belén, Nazaret, Capernaum o Jerusalén.
Es maravilloso pensar que el Dios Grande, que llena el cielo y la tierra se comprimiera en un cuerpo humano. Cuando los hombres lo miraban podían decir con precisión: “En él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad”.
El misterio nos recuerda que el Creador visitó este insignificante planeta llamado Tierra. Siendo tan sólo una partícula de polvo cósmico, en comparación con el resto del universo, no obstante, pasó por alto el resto para llegar aquí. ¡Del palacio del cielo a un establo, a un pesebre!
El Omnipotente se convirtió en un indefenso Bebé. No es exagerado decir que Aquel a quién María sostenía en sus brazos también sostenía a María, porque él es el Sustentador así como el Hacedor.
El Omnisciente es la fuente de toda sabiduría y conocimiento y a pesar de esto, leemos acerca de él que, siendo Niño, crecía en sabiduría y conocimiento. Es casi increíble pensar que el Dueño de todo llegaba como alguien inoportuno a sus propias posesiones. No hubo lugar para él en el mesón. El mundo no le conoció, los Suyos no le recibieron.
El Amo llegó al mundo como un Siervo. El Señor de la gloria veló Su gloria en un cuerpo de carne. El Señor de la vida vino al mundo a morir. El Santo se internó en una jungla de pecado. Aquel que es infinitamente alto llegó a ser íntimamente cercano. El Objeto de la delicia del Padre y de la adoración angélica se encontró hambriento, sediento y cansado, junto al pozo de Jacob, durmió en una barca en Galilea y vagó “como un extranjero sin hogar en el mundo que Sus manos habían hecho”. Vino del lujo a la pobreza, sin tener siquiera un lugar donde reclinar Su cabeza. Trabajó como carpintero. Jamás durmió en un colchón. Nunca tuvo agua corriente caliente y fría u otras comodidades que nosotros damos por sentado.

VIDA DE AMOR (Parte VI)


PERMANENCIA DEL AMOR

 1 CORINTIOS XIII 8-12

En los cuatro versículos siguientes (9-12) el após­tol deja el tema del amor para demostrar por qué los do­nes han de ser reemplazados. De manera que tenemos en estos versículos una explicación, empezando con la palabra “porqué”: “Porque en parte conocemos, y en par­te profetizamos; más cuando haya venido lo perfecto, entonces lo que es parte acabará”.
Lo que hemos previsto, ahora se manifiesta clara­mente, a saber, la razón porque los dones han de pasar. ¿Por qué? Es porque lo parcial y lo imperfecto no pue­den ser permanentes. El entendimiento y el conocimien­to son progresivos. Esto es cierto de los conocimientos en general. No hay tal cosa como una provisión de co­nocimientos, fija, definida y completa. Los conocimien­tos se están siempre aumentando, extendiendo y desa­rrollando. Lo que una generación llama conocimiento, la siguiente llama ignorancia.
Lo que es cierto de los conocimientos en general, lo es también del conocimiento espiritual. Conocemos tan sólo en parte y profetizamos tan sólo en parte. Esto era cierto de los santos en tiempos pre-cristianos: Dios les habló “muchas veces y en muchas maneras” y poco a poco aprendieron de su propósito redentor, y aunque ahora en Cristo un raudal de luz ha sido derramado, sin embargo, todo alrededor hay confines de tinieblas, así que conocemos tan sólo en parte.
Aun los conocimientos revelados adolecen de imper­fecciones, que, por lo tanto, no están en las cosas reve­ladas, pero en la extensión y manera de la revelación. “En parte conocemos” forzosamente. El conocimiento es como la forma y substancia del cuerpo que cambia desde la infancia hasta la edad viril; pero el amor es como el principio de vida que persiste siempre.
Ahora se llama la atención al tiempo cuando los do­nes pasarán: “Cuando haya venido lo perfecto”. Es completamente obvio que lo perfecto nunca llega en es­te mundo y, por lo tanto, la referencia debe ser al es­tado celestial, de manera que la profecía y el conoci­miento parciales e imperfectos son coexistentes con el régimen cristiano. No será hasta la venida de Cristo que vendrá lo perfecto. Entonces las cosas parciales de tiem­po serán substituidas por las cosas perfectas de la eter­nidad.
Cuando se llega al grado superior de la escuela, los textos de los grados inferiores se dejan a un lado. Las antorchas usadas de noche, de nada sirven cuando llega el día. Algunas flores están envueltas en un capullo du­rante el primer período de su crecimiento, pero cuando la flor llega a la perfección el capullo cae. Cuando las cosas han servido su propósito, desaparecen. Pero el pro­pósito del amor es eterno, nunca desaparece.
Pero no olvidemos que lo parcial es una prepara­ción para conducir hacia lo perfecto; que sirve a un pro­pósito real, indispensable. El crepúsculo de la mañana prepara para el mediodía; el invierno es precursor de la primavera; y la primavera es precursora del verano. Lo perfecto no podría venir sin lo parcial. Tras la edad viril está la juventud, tras la juventud la niñez, tras la niñez la infancia. No despreciemos las etapas que con­ducen a la meta. El bien parcial e imperfecto no desa­parecerá por extinción, sino que será absorbido por algo más elevado, como los charcos de agua dejados en la playa por la bajamar, son absorbidos en la plenitud del océano cuando la marea vuelve.
Mientras tanto, podemos amar con un amor que es puro y elevado, paciente, generoso, no desalentadle, e imperecedero. Sobre todo, lo demás están las señales de lo imperfecto y transitorio, pero sobre el amor está el sello de la eternidad. El amor nunca fenece. Es lo más grande de todo lo grande. Por lo tanto, amar es vivir.
Ahora sigue una ilustración (v. 11). “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, ra­zonaba como niño; ahora que soy hombre, he acabado con lo que era de niño”. El apóstol se vale de una ilus­tración natural y personal, para demostrar que la ley del crecimiento espiritual es la misma que la ley del creci­miento natural, eso es, por desarrollo y transformación.
Mirad primero a la ilustración del punto de vista que ilustra. Cuán grande es la diferencia entre la niñez y la edad viril en cuanto a lenguaje, sentimiento y pen­samiento. Comparad la impresión hecha en la mente de un niño y de un astrónomo, respectivamente, por la con­templación del cielo estrellado. La impresión hecha en la mente del niño no es científica, no obstante, para un niño, es una impresión justa y verdadera. El punto de vista del niño no es ni irracional ni falso; es sencilla­mente inadecuado. Todo niño es una Alicia en el País de las Maravillas y vive en un mundo de fantasía e ima­ginación, ¡y qué mundo triste sería si fuese de otra ma­nera! La tragedia de la vida de Coleridge[1] era que nunca fue niño.
Pero la niñez es tan sólo una etapa de la vida y no su meta. Una persona que es un hombre en cuanto a edad y todavía un niño en mente y hábitos, es sen­cillamente una monstruosidad. ¡Cuán dulce es oír la charla de un niño! ¡Cuán triste oír a un adulto char­lando como un niño! La ley de crecimiento es la trans­formación por el desarrollo. Las facultades del niño ad­quieren una manera más elevada de actividad, de modo que la manera anterior se vuelve inútil. El hombre ha llevado a su mayor edad todos los elementos esenciales de su niñez. Sin embargo, ha dejado su anterior ma­ñera pueril de hablar y sentir y pensar. He allí la ilus­tración.
Ahora consideremos la cosa ilustrada. Como en la natural, así es también en la niñez y madura edad es­piritual; es muy importante ver el punto preciso de com­paración. La madurez espiritual no es como la natural, considerada dentro de los límites del tiempo. Es un con­cepto completamente erróneo de la idea pensar que la niñez aquí significa los primeros años de nuestra vida cristiana, y la madurez los años posteriores. O que la niñez indique los primeros siglos de la Iglesia Cristiana y la madurez los siglos posteriores. Si hemos alcanzado la madurez ahora ¡Dios tenga misericordia de nosotros! En salvaguardia de la comparación tenemos las palabras en el versículo 10, “lo que es en parte” — eso es la ni­ñez — y “lo perfecto” — eso es la madurez. Y en el versículo 12, las palabras “ahora” — eso es el tiempo de la niñez sobre la tierra; “pero entonces” — eso es el tiempo de madurez en el cielo.
Por esto vemos que la niñez espiritual es coextensiva con esta vida, y que la madurez se alcanza tan sólo en la vida futura. Todos los dones espirituales pertenecen al estado de niñez espiritual. Pero cuando Cristo venga y se llegue a la madurez, no se necesitarán más, y serán dejados. La verdad enseñada ahora, pues, es triple: pri­meramente, como la niñez es base de la edad viril, así también la vida espiritual aquí es el fundamento de la vida espiritual en el más allá; en segundo lugar, como la niñez es el medio de llegar a la edad viril, así también lo que alcanzamos parcialmente aquí es con miras de una perfección en el más allá; tercero, como la niñez es absorbida por la virilidad, así también la comprensión incompleta aquí cederá a la plena comprensión del más allá.
Justamente como las cosas de la virilidad son tan superiores a las de la niñez como para reemplazarlas del todo, así también la madurez del cristiano en el cielo substituirá y sobrepasará su niñez en la tierra. El futuro será un desarrollo y expansión del presente. Como el ro­ble es el producto de la bellota y como el río es la ple­nitud de la fuente, así también el hombre es el producto y la plenitud del niño. El futuro sobrepasará tan inmen­samente al presente como el mediodía sobrepasa al alba y como el fin de la revelación sobrepasa su principio.
Lo que el apóstol afirma e ilustra es lo siguiente: que mientras que la profecía y el conocimiento deben nece­sariamente ser reemplazados el amor permanece siempre lo mismo. Nunca cambia y nunca falla. Solamente el amor puede llevarnos a la verdadera medida de la vida y a la plenitud de su propósito. Por la gracia del amor debemos dejar atrás las puerilidades y las insensateces de la naturaleza humana; debemos entrar en contacto vital con todas las corrientes que fluyen de la vida divina. Debemos alcanzar, no aquí, sino en el más allá, la re­sistencia vigorosa de la madurez espiritual, y el gozo y conocimiento y simpatía universales de la vida que lo es de veras.



[1] 1 Poeta inglés (1772-1834).