martes, 2 de diciembre de 2014

¿Holocaustos que no cuestan nada?

(2 Samuel 24:24)



El Antiguo Testamento habla ante todo de sacrificios materiales: animales ofrecidos sobre el altar, incienso y muchos otros, que a menudo son figuras del sacrificio de Cristo: “La ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10).
            Al cristiano se le proponen tres sacrificios:
1. La alabanza (Hebreos 13:15; 1 Pedro 2:5).
2. Hacer el bien a aquellos que tienen necesidad, y ayudar a los siervos del Señor (Gálatas 6:6; 1 Corintios 9:14) “porque de tales sacrificios se agrada Dios” (Hebreos 13:16).
3. Presentar nuestros “cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (Romanos 12:1).
Estos sacrificios ¿son para nosotros de aquellos “que no cuestan nada”?

1. La alabanza
Se puede alegar que cantar himnos no cuesta casi nada, a menudo sin detenerse demasiado a pensar en las palabras que se pronuncian o en Aquel a quien van dirigidas; o decir “amén” a una oración de alabanza, de la que apenas se ha seguido su contenido. Pero ésta no es la verdadera alabanza, los “sacrificios espirituales” de 1 Pedro 2.
Hebreos 13:15 nos habla de ofrecer, “por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre”. Los versículos anteriores nos indican en qué contexto tiene lugar: “Mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta. Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio”. Es en tal contexto, profundamente sentido, donde se debe ofrecer el sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que confiesan su Nombre. No se trata únicamente de cantar con los labios, o decir un “amén” —¡si es que se pronuncia!— a una oración, a la que no se ha prestado demasiada atención. Hace falta todo un trabajo interior para que el “fruto” que sube del corazón a los labios no sea un “sacrificio que no cueste nada”, sino uno que demande una meditación previa y profunda, acordándose de todo lo que estos versículos implican.
Nos dirigimos a Dios “por medio de él”. A veces cantamos himnos dirigidos a nosotros mismos, para incitarnos a la alabanza, recordando la obra de Cristo. Éstos no son destinados al Padre o al Hijo; son más bien estrofas que, expresando el tema de la alabanza, nos animan a ella. Pero qué diferentes son en su esencia los himnos dirigidos a Dios mismo. Tenemos necesidad de pensar, a medida que vamos cantando, tanto en el tema, como en el objeto de ellos. Así, todo está en su lugar. Filipenses 3:3, V.M., subraya: “adoramos a Dios en espíritu”.
2. Hacer el bien
Se dirá que éste es un sacrificio que cuesta. La Palabra se complace en presentarnos algunos ejemplos:
La viuda de Sarepta (1 Reyes 17:7-16) no tenía ni un trozo de pan, sólo un puñado de harina y un poco de aceite. Quería prepararlo para ella y su hijo y después dejarse morir (v. 12). ¿Qué le dice el siervo de Dios? “No tengas temor; ve, haz como has dicho; pero hazme a mí primero de ello una pequeña torta cocida… y tráemela; y después harás para ti y para tu hijo” (v. 13). Este “primero”, ¿no habla a nuestra conciencia? Sólo la fe en la promesa de Dios, por medio de Elías, podía conducir a la viuda a dar todo lo que le quedaba. Jesús mismo nos recuerda su ejemplo (Lucas 4:25-26).
En Lucas 21:1-4, sentado en el templo, Jesús mira a la gente que echa su ofrenda en el arca, entre ellos a una viuda muy pobre que echa dos monedas de poco valor. ¿Qué dice el Salvador?: “Esta viuda pobre echó más que todos. Porque todos aquéllos echaron… de lo que les sobra; mas ésta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía”. “Jesús mira”, no tanto lo que se da, sino lo que se guarda para sí. El apóstol precisa en 2 Corintios 8:12: “Si primero hay la voluntad dispuesta, será acepta según lo que uno tiene, no según lo que no tiene”. A veces es un sacrificio que cuesta (v. 1-5), pero es un “sacrificio acepto, agradable a Dios” (Filipenses 4:18).
3. Presentar nuestros cuerpos en sacrificio vivo
Los ocho primeros capítulos de Romanos desarrollan la justificación por la fe, el valor de la obra de Cristo que ha permitido, de alguna manera, que Dios manifestara, hacia todo aquel que cree en Jesús, su compasión, amor y justicia (Romanos 3:25-26). Ya que somos conscientes del inmenso precio pagado por nuestro rescate, este versículo nos exhorta a presentar nuestros cuerpos en sacrificio vivo, lo que es nuestro culto (o servicio) racional o inteligente.
Es verdad que esto cuesta. Es preciso que nuestro interior sea renovado (12:2) para discernir la voluntad de Dios y lo que Él espera de cada uno de nosotros. Es una gracia que nos ha sido dada (v. 6), la cual exige un ánimo de corazón y de espíritu para poder estar a su disposición durante todo el día, todo el año, toda nuestra vida.
En Lucas 9:57-62, vemos a varias personas dispuestas a seguir al Señor: el primero, adondequiera que fuera. Jesús le advierte que seguirle traerá dificultades, pues “el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza”. A otro le dice “Sígueme”; la respuesta: “Déjame que primero…” Y un tercero también se propone seguir al Señor, pero, como el anterior, tiene algo que hacer primeramente.

Tal sacrificio no es posible si no hay una comunión total con Cristo, el cual “se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efesios 5:2). En verdad, el suyo fue un caro sacrificio: “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres… se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:7-8).

RESPONSABILIDAD Y ELECCIÓN

—Nuestra Responsabilidad ante Dios, y la Gracia Electiva de Dios en Salvación—


La responsabilidad y la elección son dos líneas de verdad que corren paralelas en la Palabra de Dios. Para nuestras mentes naturales puede parecer que no concuerdan entre sí, pero debemos recordar que nosotros somos finitos en nuestra comprensión, mientras que Dios es infinito. Nuestras mentes quedan en paz en estas cuestiones cuando nos inclinamos ante la revelación de Dios, y aceptamos la verdad de Su Palabra. En Isaías 55:8, 9 leemos: «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos». Que busquemos, con la ayuda del Señor, aprender los pensamientos y caminos de Dios conforme se revelan en Su Palabra, y veremos cuán acordes son, porque como se dice en Proverbios 8:9 acerca de las razones de Dios: «Todas ellas son rectas al que entiende, y razonables a los que han hallado sabiduría».
En la eternidad pasada Dios tenía Sus propósitos, como leemos en Ef 3:11: «Conforme al propósito eterno que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor». Aquí podemos ver que el propósito de Dios vino antes de la responsabilidad del hombre, porque Dios no sería Dios si no conociera el futuro (Hch 15:18). Él hizo este mundo como la plataforma donde cumplir y exhibir Sus propósitos (Pr 8:22-36), y puso aquí a un hombre y una mujer, situándolos en un puesto de responsabilidad. Conocemos la historia de Adán y Eva, y cómo ellos decidieron desobedecer a Dios, y así con respecto a la responsabilidad todo se perdió. ¿Iba a quedar Dios frustrado en Sus propósitos? ¡Jamás! Y así Él actúa en gracia, y viste a Adán y Eva con túnicas de pieles. Dios hizo las túnicas de pieles mediante la muerte de un sustituto, porque tuvo que morir un animal. Ésta fue la gracia soberana de Dios para con ellos, no porque ellos merecieran Su provisión en gracia, sino porque Él es amor además de luz. Él no puede pasar por alto el pecado, y así, aunque tuvieron que ser expulsados del huerto, salen vestidos por medio de la muerte de un sustituto que había muerto en lugar de ellos. «Sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (He 9:22).
Al seguir leyendo en la Palabra de Dios, hallamos esta gracia maravillosa de Dios actuando según Su propia elección soberana, dirigiéndose al hombre por medio de los sacrificios de Abel y de Noé. Abram es llamado fuera de la idolatría, y Jacob es escogido en lugar de Esaú. Judá fue escogido para venir a ser la tribu de la que nacería Cristo. Cada uno de estos hombres que hemos mencionado era responsable, y cada uno de ellos fracasó, pero fueron escogidos y bendecidos en conformidad al plan de Dios. No nos toca a nosotros cuestionar los caminos de Dios, porque «¿Quién eres tú, para que alterques con Dios?» (Ro 9:20). De nuevo en Job 33:12, 13: «He aquí, en esto no has hablado justamente; yo te responderé que mayor es Dios que el hombre. ¿Por qué contiendes contra él? Porque él no da cuenta de ninguna de sus razones». Nuestra paz y bendición residen en aceptar Su gracia y bondad que nos han sido provistas mediante la obra de la redención, consumada en la cruz del Calvario por Su amado Hijo, el Señor Jesucristo.
El carácter de Dios es inmutable. Él es luz, además de amor. Él tiene que castigar el pecado, pero se deleita en la misericordia. Él ofrece salvación a todos, pero cuando todos rehúsan (porque dejados a nosotros mismos todos rehusaríamos),  entonces Él actúa conforme a Su elección soberana. Nadie hay que sea elegido para perdición, porque la salvación de Dios es ofrecida a todos, a «todo el que quiera», pero si un pecador rehúsa la oferta del perdón de Dios, tendrá que encontrarse con Dios como Juez, y él, como persona responsable, será juzgado por sus pecados y por su propia decisión de rechazar a Cristo.
¿Pero podemos los salvos jactarnos de que somos mejores, o que somos más sabios que otros, o que de nuestra libre voluntad aceptamos a Cristo y la oferta de Dios de perdonarnos? ¡No! Aquí entran la soberanía y la elección. Dios «nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo» (Ef 1:4), y por ello no podemos gloriarnos en nosotros mismos ni en nuestra buena elección, sino que «el que se gloría, gloríese en el Señor» (1 Co 1:31). «Los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios» (Jn 1:13). Y otra vez leemos: «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere» (Jn 6:44). Tuvo que haber una obra de Dios en nosotros por parte del Espíritu Santo, así como una obra de Dios por nosotros por medio del sacrificio redentor del Señor Jesús en el Calvario, o jamás habríamos sido salvos. Esto no echa a un lado ni cambia la responsabilidad del hombre, sino que es cuando todo ha fracasado en lo que toca a nuestra responsabilidad que Dios interviene con Su elección soberana para bendición. Dios creó al hombre y a la mujer como seres responsables, y es triste cuando culpan a Dios por la elección que ellos hacen de continuar en sus pecados y de rechazar su bondad. Si tan sólo quisieran acudir, Él dice: «Al que a mí viene, de ningún modo le echaré fuera» (Jn 6:37, RVR77).
Algunos dicen que esperarán a ver si han sido elegidos para salvación, pero si acuden como pecadores recibirán la bienvenida y el perdón por medio de la preciosa sangre de Cristo. Entonces sabrán que fueron escogidos, elegidos y predestinados para bendición. Si rehúsan, ellos decidirán su propia suerte, porque, como personas responsables, han rechazado el perdón de Dios. Dios, que lo conoce todo de antemano, sabe dónde estarás mañana, pero tú, como persona responsable, debes usar los medios que Él ha provisto para tu vida de cada día; ¡cuanto más deberías aprovechar la maravillosa provisión que Él te ofrece para la salvación de tu alma! «No seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20:27).
Es digno de nota lo consistentes que son las Escrituras con respecto a la obra de Cristo en la cruz en esta cuestión. Hemos leído que Cristo murió por todos (2 Co 5:15), y que se entregó a sí mismo en rescate por todos (1 Ti 2:6). Él es la propiciación (el trono de misericordia) por todo el mundo (1 Jn 2:2), pero la Biblia nunca dice que llevó los pecados de todos. Dice que llevó los pecados de «muchos» (Is 53:12; He 9:28). Si Él hubiera llevado los pecados de todos, nadie iría al infierno, porque Dios es justo, y si la deuda de pecado del pecador hubiera sido pagada por el Señor Jesús, Dios no demandaría un segundo pago. Aquí se unen la verdad de la elección y de la responsabilidad. Dios no sería Dios si no conociera el futuro, ni nosotros podríamos apoyarnos en las Escrituras proféticas.
Pero la Escritura dice que Él murió por todos. Ningún pecador irá al infierno por haber nacido en pecado (Sal 51:5), porque la sangre de Cristo está sobre el «propiciatorio» y ha quedado abierto el camino a la presencia de Dios para cada hombre y mujer, porque Dios «no quiere que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento» (2 P 3:9). Si una persona rehúsa el camino que le ha sido abierto, entonces tiene que ser castigado por sus pecados, porque Cristo no los llevó. Si un bebé o un niño mueren antes de poder tomar su propia decisión, entonces él o ella entran en la bendición de la voluntad del Padre, porque «no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, que se pierda uno de estos pequeños» (Mt 18:14). La muerte de Cristo fue necesaria para salvar a aquel pequeño, porque él no vino sólo «a buscar y a salvar» (a los adultos, véase Lc 19:10), sino también a salvar a estos pequeños que no habían errado de su propia voluntad (Mt 18:11). Su muerte y el derramamiento de su sangre abrieron el camino a la bendición para todos los que no rehúsen Su perdón.
Ahora bien, es importante ver que el Señor debe tener TODA la gloria, y por ello no es sólo Su voluntad soberana la que nos atrae a Sí mismo, sino también la que nos mantiene en Sus manos: «Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10:28). Es cierto que nosotros, como creyentes, somos responsables de leer Su Palabra y de mantenernos cerca de Él, pero es Su poder lo que nos preserva y lo que nos llevará a salvo al hogar en la gloria. Así que leemos acerca de nuestra responsabilidad en Fil 2:12: «Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor», y luego, en el siguiente versículo, «Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (v. 13). ¿Querría algún cristiano atribuirse el mérito de que, una vez que Dios lo ha escogido y salvado por su gracia soberana, a partir de aquel punto depende de su propia fidelidad? Somos desde luego totalmente responsables de vivir para agradar al Señor Jesús, pero una vez más tenemos aquí la bondad soberana de Dios que obra en nosotros. Ambas cosas van juntas en la Palabra de Dios, y nunca la una está en discordancia con la otra. ¿Querría algún cristiano devoto tomar el crédito por su propia fidelidad, o no dirá más bien, aun sintiendo su propia responsabilidad, que sencillamente le da la gloria a Dios por poner deseos rectos en su corazón y por darle poder para agradarle? Incluso ante el tribunal de Cristo, donde el Señor recompensará cualquier fidelidad para con Él, echaremos las coronas a Sus pies, diciendo: «Señor, digno eres de recibir la gloria, la honra y el poder» (Ap 4:11).
Naturalmente, tenemos el gobierno de Dios en nuestras vidas como creyentes cuando aparece la voluntariedad, y Dios nuestro Padre puede tener que disciplinarnos en amor para nuestro provecho (He 12:10). Su amor soberano para con nosotros es inmutable, pero el privilegio introduce la responsabilidad, por lo que, aunque salvos por la gracia, cada acción en nuestras vidas tiene consecuencias presentes y eternas en pérdida o ganancia (1 Co 3:15, 15). En tanto que nuestros pecados fueron llevados por el Señor Jesús en la cruz, y nunca seremos acusados por ellos en juicio, serán desde luego contados como «pérdida» en el día de la manifestación si, como creyentes, hemos vivido para nosotros, y no para Él. Hemos sido escogidos para bendición, pero de nuevo entra aquí la responsabilidad, porque ambas cosas van paralelas en nuestras vidas incluso como creyentes.
En cuanto a la predicación del evangelio, por cuanto el mensaje de la salvación y del perdón es para todos, somos responsables de proclamarlo a todos. «Así que somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios» (2 Co 5:20). Sólo Dios conoce quiénes son los escogidos, pero Él quiere que todos sepan de Su amor y de Su buena disposición a perdonar. La dulzura del amor de Dios debe ser dada a conocer a todos, incluso si es rehusada por muchos; así Pablo podía decir: «Porque para Dios somos grato olor de Cristo en los que se salvan, y en los que se pierden; a éstos ciertamente olor de muerte para muerte, y a aquellos olor de vida para vida. Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?» (2 Co 2:15, 16). En Hechos 13 los siervos de Dios predicaron la Palabra, y de los que la rehusaron se dice que «No os juzgáis dignos de la vida eterna» (Hch 13:46). Ellos, como personas responsables, rechazaron la oferta de salvación que Dios les hacía, y luego Dios actuó de manera soberana, y «creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna» (Hch 13:48). Esto no detuvo a los apóstoles de seguir predicando (v. 49), y mientras ellos «hablaron de tal manera» el evangelio de amor, Dios dio Su bendición, y «creyó una gran multitud de judíos, y asimismo de griegos» (Hch 14:1).
Podemos ver que el conocimiento de estas cosas, tanto en cuanto a la salvación como a nuestro caminar como creyentes, es de gran importancia. La verdad de Dios siempre exalta y honra al Señor Jesucristo, como leemos en Jn 16:13, 14: «Cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad,... Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber». Los pensamientos del hombre siempre traen alguna gloria a él mismo, incluso en las cosas de Dios, pero al aprender la verdad de Dios vemos que, en tanto que deja al hombre plenamente responsable, le da la gloria a Dios y al Señor Jesucristo. «Para que, como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor» (1 Co 1:31). «A fin de que nadie se jacte en su presencia» (1 Co 1:29). «Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén» (Romanos 11:36).

«¡Oh divina mente, necesario es Que de Dios sea la gloria entera!
¡Oh divino amor que así decretó Que en la sangre de Jesús parte tengamos!
¡Oh guárdanos cerca de ti, amor divino Y que nuestra insignificancia conozcamos,
Y que para tu gloria andemos En fe fiados en esta escena».
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Glosario:
Presciencia — Dios lo sabe todo de antemano
Elección — Dios escoge a quienes Él quiere para bendición.
Predestinación — Dios dispone el destino eterno de aquellos a los que escoge en gracia.
Responsabilidad — El hombre es responsable si rehúsa el ofrecimiento de Dios de perdonar a «todo el que quiera».
Con esto él decide su propio destino.
Traducción: Santiago Escuain

EL SIGNIFICADO DE UN CLERO

Vamos a ver ahora qué significa un clero. Es la palabra que señala a una clase especial de personas, distinguida de los «laicos» por haberse entregado a cosas espirituales y por tener un lugar de privilegio en relación con estas cosas sagradas que los laicos no tienen. Actualmente, esta clase especial está siendo atacada por dos razones, aunque está lejos de desaparecer. Primero, Dios está arrojando luz con respecto a este asunto. La segunda razón es puramente humana: la época es democrática, y los privilegios de clase están desapareciendo.
Pero, ¿qué significado tiene esta clase especial? Puesto que es distinta de los laicos, y goza de privilegios que éstos no tienen, significa un abierto y real nicolaitismo, a menos que la Escritura avale sus pretensiones, puesto que los laicos ¡han sido sometidos a ellos! Pero la Escritura no utiliza tales términos y distinciones de clase, ni los aplica a nuestros tiempos del Nuevo Testamento. Estos términos, «clérigo» y «laico», son pura invención humana, que han surgido después que el Nuevo Testamento fuera completado, aunque en realidad el concepto que está detrás de estos términos fue de hecho importado del judaísmo del Antiguo Testamento.
Debemos ver el importante principio que está en juego para entender por qué el Señor dice que aborrece las obras de los nicolaítas. Nosotros también, si estamos en comunión con nuestro Señor, debemos aborrecer lo que Él aborrece.
Yo no estoy hablando de personas (¡Dios no lo permita!), sino de una cosa. Hoy estamos al final de una larga serie de alejamientos de Dios. Como consecuencia, crecemos entre muchas cosas que han llegado hasta nosotros como “tradiciones de los ancianos”, vinculadas con hombres a quienes honramos y amamos, y, admitiendo su autoridad, hemos aceptado estas tradiciones sin siquiera jamás haber analizado la cuestión por nuestra propia cuenta a la luz de la Palabra de Dios.
Reconocemos sinceramente a muchos de estos hombres como verdaderos siervos de Dios, pero ocupando una posición errónea. Yo me refiero a la posición: a la cosa que el Señor aborrece. Dios no dice: «las personas que yo aborrezco». Aunque en aquellos días esta clase de mal no era hereditario como lo es ahora, y aquellos que esparcían el mal tenían su propia responsabilidad, nosotros, no obstante, no deberíamos avergonzarnos ni temer estar donde el Señor está. De hecho, no podemos estar con Él en este asunto, a menos que nosotros también aborrezcamos las obras de los nicolaítas.
Debemos aborrecer esta cosa porque significa una casta o clase espiritual —un grupo de personas que oficialmente tienen un derecho a la dirección en cosas espirituales, una cercanía a Dios derivada de una posición oficial, y no de poder espiritual—. Esto es realmente un resurgimiento, bajo otros nombres, y con modificaciones, del sacerdocio intermediario del judaísmo. Éste es el significado del clero. Por lo tanto, el resto de los cristianos son sólo los laicos, los seglares, relegados, en mayor o menor medida, a la antigua distancia de Dios, a la cual la cruz puso fin.

Ahora podemos ver la razón de por qué la Iglesia tenía que ser judaizada antes que las obras de los nicolaítas pudieran madurar en una doctrina. Bajo el judaísmo, el Señor hasta había autorizado la obediencia a escribas y fariseos que se sentaban en la cátedra de Moisés (Mateo 23:2-3); y para que este texto se aplique ahora, la cátedra de Moisés tenía que ser establecida en la Iglesia cristiana. Una vez que esto tuvo lugar, y que la masa de cristianos fuera degradada del sacerdocio del cual habló Pedro a meros «miembros laicos», la doctrina de los nicolaítas fue establecida.

David en la cueva de Adulam

David, figura de Cristo rechazado, viene a ser un centro de atracción para sus hermanos en la cueva de Adulam (1 Sam. 22). Su familia, todos los que eran de su raza, se agruparon en torno suyo. Eran para David, como para Cristo, los 'excelentes de la tierra'. Ellos reconocían en él al ungido de Jehová, aquel por quien el Señor quería salvar a su pueblo, el instrumento de la gracia de Israel. Ellos sabían que no podían esperar nada del mundo sino desprecio y persecución, tal como su jefe de familia; por tanto, su único recurso era refugiarse junto a aquel que, en los ojos de los hombres, no tenía recurso alguno.
Pero hay otra clase de personas que se refugia junto a David en la cueva de Adulam: “Y se juntaron con él todos los afligidos, y todo el que estaba endeudado, y todos los que se hallaban en amargura de espíritu, y fue hecho jefe de ellos”. No eran solamente los que tenían un mismo origen, sino los que no estaban unidos a David por ningún lazo. Su característica común era que lo habían perdido todo. Los unos “estaban afligidos”, no sabiendo hacia qué lado volverse; otros “estaban endeudados”, sin poder pagar sus deudas; otros, en fin, “se hallaban en amargura de espíritu”, amargura que no tenía remedio, por el estado de cosas de Israel.
Ellos encuentran junto a David un refugio seguro, tal como lo encuentran hoy día junto a un Cristo rechazado. Pero encuentran mucho más todavía. David tiene la capacidad de formar a su imagen a los más miserables. El reflejo de su belleza moral cae sobre los que no tienen nada que traerle aparte de su miseria. En la sombría cueva de Adulam, la luz que irradia David resplandece sobre estos cuatrocientos hombres que le rodean, y lo que la gracia ha hecho de ellos en el día de las tribulaciones será reconocido por todos los ojos, aclamado por todas las bocas, en el día ya próximo de la gloria. Toda esa gente fuera de la ley rodeará el trono del rey y será llamada “los valientes que tuvo David” (2 Sam. 23:8).

Querido lector, ¿se ha refugiado usted junto a un Cristo rechazado? Uno no lo hace sino cuando está al borde de la desesperación y cuando ha perdido toda esperanza. El mundo, en este caso, le despreciará, pero no tanto como usted mismo se desprecia. Y sin embargo, nada le faltará. Se siente la presencia del Señor Jesús, y el alma la experimenta; los tesoros de su Palabra son puestos a disposición suya; en fin, el medio de acercarse a Dios es provisto por el sacerdocio de Cristo que nos pone en comunión con Él. Tales son los beneficios que dispensa nuestro David en el tiempo cuando es rechazado.

LA PROMESA DEL RETORNO DE JESUCRISTO

Tiempo hubo en que la venida del Mesías como «Varón de dolores» era todavía una profecía sin cumplir. Tras este vaticinio se fueron sucediendo las generaciones; surgían y desaparecían; el reino de Israel (las diez tribus) y más tarde el de Judá fueron destruidos, y sus habitantes diseminados o llevados en cautiverio. Sólo un residuo, unos pocos miembros de la tribu de Judá, volvieron de Babilonia; pero el Mesías prometido no había aparecido aún.
Vemos, cuatro siglos después, que la gran mayoría de los que regresaron de Babilonia se habían asentado confortablemente en Jerusalén, olvidándose casi por completo de Aquel que había de venir. De repente hubo una creciente agitación en la ciudad: unos extranjeros, recién llegados, divulgaban la asombrosa noticia de que el Rey de los judíos —prometido hace mucho tiempo— había finalmente nacido. Del palacio de Herodes, pasando por los sacerdotes del Templo, la noticia se propagó con rapidez entre el pueblo. 
Pero, ¿cuál fue el resultado producido por semejante revelación? ¿un cántico, o clamor unánime de alabanzas a Dios por haber por fin cumplido Su palabra, enviando al Mesías tanto tiempo esperado? ¿Irradiaba de gozo cada rostro? ¿Se estremecía de alegría cada corazón? ¡Al contrario! El cuadro que se nos presenta es muy distinto: «El rey Herodes se turbó, y toda Jerusalén con él» (Mateo 2:3). ¿Por qué? Si hubiesen conocido algo de las Escrituras tocante a la venida del Mesías, hubieran entendido el vaticinio del profeta Isaías: «He aquí que para justicia reinará un rey, y príncipes presidirán en juicio. Y será aquel varón como escondedero contra el viento, y como refugio contra el turbión; como arroyos de aguas en tierra de sequedad, como sombra de gran peñasco en tierra calurosa» (cap. 32:1-2).
Ahora bien, aunque había en la ciudad una ingente multitud de personas que se consideraban como «justas» ante Dios, muchos otros estaban convencidos de no estar listos para presentarse delante del Mesías, el Justo por excelencia; por consiguiente, lo que hubiera tenido que llenar el corazón de agradecimiento y de gozo resultaba ser motivo de espanto y de turbación. Sin embargo, preparados o no, Cristo había venido; había aparecido, no sólo como el Mesías de Israel, sino como el «Salvador del mundo», para revelar al Padre. Lo que aconteció después de este episodio es de sobra conocido: odiado y despreciado por los mismos que venía a salvar, el Hijo de Dios se encaminó al Calvario donde, clavado en el vil madero, murió por manos inicuas. Pero al tercer día resucitó.
Cuando Dios envió a su Hijo unigénito a este mundo, cumplió las promesas hechas a Abraham, Isaac y Jacob. Por su parte, al condenar a Jesús, los judíos cumplieron las palabras de los profetas acerca de los sufrimientos del Salvador: «Porque los habitantes de Jerusalén y sus gobernantes, no conociendo a Jesús, ni las palabras de los profetas que se leen todos los días de reposo, las cumplieron al condenarle … Y nosotros —prosigue el apóstol— también os anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros padres, la cual Dios ha cumplido a los hijos de ellos, a nosotros, resucitando a Jesús …» (Hechos 13:27, 32-34).
Poco antes de Su muerte, el Señor —Objeto de las promesas— dejó también una promesa. Tras haber salido el traidor del aposento alto, y rodeado de Sus discípulos, Cristo les muestra la terrible sombra de la cruz que iba alargándose sobre ellos. ¡Qué momento más solemne! Imaginemos el dolor reflejado en el rostro de los discípulos al inclinarse hacia el Maestro amado para escuchar Sus palabras de despedida: «No se turbe vuestro corazón, creéis en Dios, creed también en Mí». Es como si hubiera dicho: «Habéis creído en Dios sin haberle visto; ahora, cuando ya no me veréis, seguid teniendo igual confianza en Mí. Dios os hizo una promesa, anunciándola por boca de los profetas, y la cumplió fielmente al enviarme. Yo asimismo os hago una promesa, y tened confianza en que también la cumpliré.»
¿Cuál es, entonces, esta nueva promesa? Leyendo atentamente el Evangelio según Juan, cap. 14, la hallaremos entre los primeros versículos: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (vv. 2-3). No hay el menor motivo para suponer que la «venida» mencionada por el Señor en estos versículos aluda a la «muerte»; creerlo sería cometer la peor de las equivocaciones.
Tomemos un ejemplo para ilustrar la diferencia entre ambas cosas. Un padre amante y cariñoso lleva a su hijo a una ciudad lejana donde, por mucho tiempo, el joven tendrá que vivir solo. Al separarse, el padre comprende la lucha interna de su hijo para reprimir sus lágrimas, y le consuela diciendo: «Ten confianza, hijo mío, ahora tengo que dejarte, pero vendré el primer día de vacaciones y nos iremos juntos a casa.» ¿Cabe suponer que el joven haya tenido la menor duda acerca de la promesa hecha por su padre? Pues bien, del mismo modo, las palabras que el Señor dirigió a sus discípulos desconsolados no pueden prestarse a equivocación alguna. No dijo: «ahora voy al cielo, vosotros moriréis, y después de esto os reuniréis conmigo», sino: «vendré otra vez, y os tomaré a Mí mismo».

En cuanto a los creyentes que duermen en Cristo, la Escritura dice que se han ausentado del cuerpo para estar «presentes al Señor» (2 Corintios 5:8). Mientras que cuando se trata de la vuelta del Señor, en vez de «estar ausentes del cuerpo», o de «ser desnudados» de nuestra casa terrestre, leemos que seremos «transformados»; y en Filipenses 3:21, que el Señor «transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya». En un momento, en un abrir y cerrar de ojos, al sonar la última trompeta, los muertos en Cristo resucitarán primero, y los que vivimos seremos transformados. Vemos por lo tanto que la venida o regreso del Señor no debe confundirse con la muerte: es exactamente lo contrario de ella; es la aniquilación o abolición de todo cuanto ha hecho la muerte —desde que entró en este mundo— en los cuerpos de los que son hijos de Dios; será el triunfo definitivo de Cristo sobre la muerte, victoria que compartiremos todos los que somos suyos.

Enamorado de la segunda venida de Jesús

Pablo estaba enamorado de la segunda venida del Señor Jesús. Esto lo vemos en 2 Ti­moteo 4:6-8. He aquí una explicación al respecto.


El apóstol Pablo, escribe: "Por­que yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cer­cano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guarda­da la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida" (2 Ti. 4:6-8). Vale la pena citar las últimas palabras de este versículo, en di­versas traducciones:
·        “Que han amado su apari­ción (= lo han esperado con amor)” (Menge).
·        “Que esperan Su venida con añoranza"  (EU)
·        “Que ansiosamente han espe­rado que él venga” (GNB).
·        “Que añoran su regreso” (NLB).
·        "Que llenos de amor esperan su venida” (Roland Wemer).
·        “Que han dirigido todo su amor a su venida” (Moule).
Si Pablo conecta su declara­ción - “He peleado la buena bata­lla, he acabado la carrera, he guar­dado la fe” - con: “a todos los que aman su venida”, ¿por qué él no llama la atención a su exitosa lu­cha por la fe, y con respecto al ga­lardón señala esa lucha y escribe: “Todo aquel que lucha como yo, recibe la corona de justicia”? Ve­mos que, en vez de eso, señala el amor por la venida de Jesús. ¿Por qué? Porque esas dos cosas no pueden ser separadas. La vida en­tera de Pablo, su trabajo, su entre­ga, su lucha, su misión y su fe, del principio hasta el fin, estaban diri­gidos y motivados por la segunda venida de Jesucristo. La espera in­minente caracterizaba su vida en­tera y todo su trabajo. Lo mismo debería suceder en nuestro caso. Eso es lo que el texto señala. Pablo estaba enamorado de la segunda venida de Jesús.
Si alguien está enamorado de algo, eso lo dominará, ya sea el amor a una cosa (un hobby, piezas de colección, objetos, ideas) o el amor a una persona (novia, novio, cónyuge). Él o ella pensarán mu­cho en eso, día y noche se acorda­rán y se esforzarán. - También po­demos estar enamorados en la se­gunda venida de Jesucristo.
Muchos cristianos tratan este tema con mucha cautela, advier­ten acerca de la exageración, ex­hortan a ser cautelosos y previe­nen de aquellos que, en su opi­nión, se ocupan “demasiado” del tema de la segunda venida de Je­sús. La Biblia, no obstante, en va­rios pasajes aclara que sólo es po­sible tratar muy poco dicho tema. Nunca se nos advierte de un “de­masiado mucho”, pero sí de un “demasiado menos”, de cuidarnos de la actitud: “Mi señor tarda en venir” (Mateo 24.48).
William Kaal escribe en Firme y Fiel: “Tres impresionantes pará­bolas en el discurso sobre los pos­treros tiempos del Señor, ilustran las reacciones equivocadas que pueden existir con respecto al aparente retraso de Su venida. En dichas parábolas habla de un sier­vo malvado que hace grandes fies­tas e, incluso, maltrata a sus con­siervos, y de un siervo perezoso que se niega a trabajar. Y la pará­bola de las diez vírgenes muestra, en las que se durmieron, que el dormirse quizás sea el mayor peli­gro cuando esperamos a nuestro Señor. Pero, ¿no será frío y ofensi­vo olvidar la llegada prometida del amado? El drama de posguerra de Wolfgang Borchert “Fuera de la puerta”, da una idea trágica de los sentimientos de aquél que regre­só, pero que ya no era esperado. Nada puede ser peor que haber muerto en el corazón de aquellos a quienes uno ama. ¡Cuán impor­tante es, entonces, para Jesús, que   lo esperemos con añoranza!”
La segunda carta de Ti­moteo es el testamento de Pablo, escrito poco antes de su muerte (2 Ti. 4:6). Mayormente, al final de su vida, uno reconoce, en re­trospectiva, lo que sería mejor no haber hecho y lo que habría sido mejor ha­cer más. Pablo, al final de su vida, reconoce como un triunfo su trabajo con res­pecto a la segunda venida de Jesucristo, y el hecho de que, por eso, ahora le espe­re un galardón. Pero, a su vez, ve este galardón como algo que le espera a todos los que tengan la misma actitud que él, porque dice: “y no sólo a mí, sino tam­bién a todos los que aman su venida” (2Tí 4:8).
Por lo demás, Pedro ha­ce lo mismo. La segunda carta, es el testamento de Pedro, escrito poco antes de su muerte, pues él dice: "sabiendo que en breve de­bo abandonar el cuerpo, como nuestro Señor Jesucristo me ha de­clarado" (2 Pedro 1:14). Y en este con­texto, también Pedro exhorta a pensar insistentemente en la se­gunda venida de Jesucristo: “Por­que no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artifi­ciosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majes­tad (...) Tenemos también la pala­bra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lu­gar oscuro, hasta que el día escla­rezca y el lucero de la mañana sal­ga en vuestros corazones” (2 Pedro 1:16,19).
Dios el Espíritu Santo, en Su Palabra, en cierto sentido, enfatiza doblemente lo que es esencial en nuestra vida, y lo que debe ser el centro de nuestra vida.
Llamada de Medianoche,  Agosto 2014

Nuestra posición en el mundo, y nuestra actitud hacia él

Juan 17


¿Cuál es la posición del creyente en el mundo actual? ¿Cuál debería ser su actitud hacia él? La respuesta a la segunda pregunta depende de la respuesta a la primera. Nuestra conducta ante las circunstancias que nos tocan vivir en el mundo debería reflejar claramente cuál es nuestra posición en él. Es inútil que intentemos vivir de cierta forma cuando no estamos en una posición adecuada para hacerlo. Por eso, para saber cuál tendría que ser nuestra actitud frente a las distintas circunstancias que nos tocan vivir en el mundo, deberíamos preguntarnos: ¿Cuál es mi posición con respecto a él?
Es necesario señalar que este grupo de capítulos del evangelio de Juan (14 a 17) contiene un importante pensamiento subyacente: los creyentes estamos absolutamente identificados con Cristo ante Dios nuestro Padre en una nueva relación, un nuevo gozo, y  una nueva posición que Él adquirió al haber sido levantado de la muerte. Paralelamente a esto, el capítulo 16 de Juan presenta otro aspecto importante del tema que estamos tratando. El Señor les enseña a sus discípulos qué clase de trato recibirían de parte del mundo. Como si Él les dijera: «Ustedes no sólo están identificados conmigo en mi posición ante el Padre en lo que se refiere a todos los privilegios y bendiciones que atañen a dicha posición, sino también en mi posición de rechazo y desprecio de parte del mundo. Ustedes gozan de todas las bendiciones que surgen de mi posición ante el Padre, pero también deben aceptar todos los inconvenientes que implica mi posición ante el mundo». El Señor les estaba enseñando que debían prepararse para compartir con Él un camino de rechazo que hasta podía llevarlos a la muerte.
¿Esto es muy fuerte para nuestros oídos? Los cristianos hemos modificado y adaptado nuestro comportamiento para vivir una vida más fácil aquí abajo, en el mundo,  y nos hemos acostumbrado a ello. La vida de la mayoría de los cristianos en el mundo ha sido durante generaciones tan placenteras que han olvidado la verdad en cuanto a su posición. Una posición ante Dios que es la bendición más grande que pueda existir; pero que al mismo tiempo es una posición de persecución y rechazo de parte del mundo  por pertenecer al Maestro.
El evangelio de Juan capítulo 17 presenta todo el tema con perfección. El Señor mismo explica con claridad absoluta cuál es nuestra posición. Leamos en primer lugar el versículo 6. Nos recuerda que Dios nuestro Padre nos sacó del mundo para que seamos de Cristo. Y aunque las palabras de este versículo se refieren especialmente a los apóstoles, el versículo 20 nos indica que el Señor tiene en vista a todos los creyentes. El Señor ora por todos los que le pertenecen, lo cual nos incluye a nosotros hoy en día. Es muy conmovedor pensar que fuera de los muros de Jerusalén, a punto de cruzar el arroyo que conducía al jardín, acompañado en la quietud de la noche por sus atemorizados discípulos en estas circunstancias tan particulares, el Señor Jesús elevaba su oración. En estos momentos tan emotivos, el Señor proyectaba su mirada hacia el futuro y pensaba en nosotros, y oraba por nosotros. Dios, el Padre, nos sacó del mundo para que seamos exclusivamente de Cristo. El Señor nos conocía desde la eternidad, como leemos en las Escrituras: “Nos escogió en él (en Cristo) desde antes de la fundación del mundo” (Efesios 1:4). Sus pensamientos hacia nosotros preceden a la creación de esta tierra donde peregrinamos. No debería sorprendernos entonces que nuestro destino final se encuentre fuera de este mundo.
El Señor cuidaba y guiaba a los suyos mientras estaba en el mundo, pero había llegado el momento de dejarlos. Espiritualmente, el Señor se situaba más allá del hecho de la cruz. Él le decía al Padre: “Y ya no estoy en el mundo; mas éstos están en el mundo, y yo voy a ti” (v. 11). El Señor dejó el mundo —ya lo sabemos—, por medio de la muerte, la resurrección y la ascensión. No obstante, lo más importante que no debemos olvidar, es que Él dejó el mundo porque fue rechazado.
Hay mucha gente que se pregunta: «Si hay un Dios en el cielo, ¿por qué no interviene en todo lo que pasa aquí en el mundo? ¿Por qué mira pasivamente todas las atrocidades que se llevan a cabo?». Hay muchas respuestas para estas preguntas, pero hay una que es totalmente suficiente: Cristo fue rechazado. El único que podía poner todas las cosas en orden estuvo aquí en el mundo, pero fue rechazado; y hasta su retorno no dejaremos de sorprendernos con las cosas que ocurrirán. No puede haber un orden aquí abajo hasta que Aquel que puede ordenar todas las cosas tenga el control en sus manos. Pero, para ordenar todas las cosas el Señor ejecutará sus juicios, y por este motivo es que Dios aún tiene paciencia y espera. Dios no actúa con parcialidad.  A muchas personas les gustaría que Dios interviniera a su favor de una forma especial para impedir sus errores y fracasos, pero ¿por qué Dios haría esto? Dios intervendrá  para ordenar todo lo que está mal en el Día del Juicio y lo hará con un alcance total. Cuando llegue el tiempo de corregir lo que está mal, será corregido todo lo que está mal. Ante la expectativa del justo juicio de Dios sus criaturas sólo pueden decir: “Y no entres en juicio con tu siervo; porque no se justificará delante de ti ningún ser humano” (Salmo 143:2). Si Dios hubiera ejecutado sus juicios antes de la obra de Cristo en la cruz, esto hubiera sido el fin inmediato de todos los hombres, pero como Dios ha provisto los recursos de su gracia, Él todavía espera en silencio. No obstante, la hora de Su gracia está pasando muy rápido y cuando  termine habrá llegado el momento de que Él intervenga para ordenarlo todo.
Volvemos al capítulo 17 y vemos a un humilde rebaño que ama al Señor, y que es amado por Él. Ellos deberán seguir su peregrinaje en el mundo sin el Señor, por lo cual son muy importantes las palabras del versículo 14: “Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo”. Estamos en el mundo, pero sabemos que no pertenecemos a él. No formamos parte del sistema mundano que nos rodea, y por este motivo el mundo nos odia. En este capítulo el Señor se presenta a sí mismo como un claro ejemplo de haber sufrido esto último, y nosotros nos identificamos con Él en ello.
Observemos ahora lo que dice el versículo 18: “Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo”. Nosotros hemos sido arrancados del mundo y de su inmenso sistema. Cuando decimos que un hombre es del «mundo», no es nuestra intención aclarar que él vive en este planeta y que no es un habitante de la Luna o de Marte. Lo que queremos decir es que él pertenece totalmente al sistema mundano que nos rodea, y que exhibe en su vida el sello de esta pertenencia. Dios quitó del mundo al cristiano en este sentido. Notemos que en este pasaje Cristo se coloca nuevamente como el ejemplo perfecto.  Debemos estar separados del mundo porque Cristo mismo está separado de él. Y cuando somos enviados al mundo, como en el versículo 18, la conducta a imitar debe ser la de Cristo. El Señor nos quita del mundo, rompe todos nuestros vínculos con él, y recién entonces nos envía de regreso  allí para que podamos servirle.
El Señor Jesús vino al mundo con un propósito grandioso. La vida de nuestro Señor se caracterizó por tener el objetivo supremo de glorificar a Dios. Todos nuestros beneficios, por grandes que sean, no eran el objetivo principal de Cristo. Él vino al mundo y tuvo que soportar la instigación de Satanás, pero pudo vencerlo porque era leal a Dios. El Señor representó a Dios siempre con rectitud, fue la perfecta revelación de Él y, además, obró la redención a favor de los pecadores. Al leer los evangelios, vemos que el Señor Jesús fue tentado una y otra vez para que se apartara de su principal objetivo, que era satisfacer a Dios, pero Él nunca declinó su propósito. Algunas circunstancias de la vida del Señor confirman esto plenamente;  por ejemplo, cuando vino a Él un hombre con ciertas exigencias: “Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia”, a quien el Señor respondía lo siguiente: “Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?”. Su tarea no era arreglar problemas sociales ni compensar desigualdades entre personas. Algunos socialistas desearían reclamar a Jesús como uno de ellos, pero un pasaje como este derriba todas sus pretensiones. Este hombre le presentaba al Señor un grave problema social, sin embargo Él no quiso intervenir. Esto hubiera sido dejar de lado el principal objetivo por el cual Él estaba en el mundo. Los fariseos también le presentaron al Señor una cuestión política y nacional cuando le preguntaron si había que pagar tributo al César;  pero éstos no recibieron la respuesta que esperaban, porque el Señor utilizó esta oportunidad para resaltar la cuestión más importante: los derechos de Dios.
Los cristianos estamos aquí, en el mundo, para seguir con esta misma línea de conducta. El Señor nos ha enviado al mundo para que le representemos y promovamos sus intereses. Recordemos lo que el apóstol dice en 2ª Corintios 5: 20: “Somos embajadores en nombre de Cristo”. Un embajador es una persona de considerables conocimientos y habilidades, a quien se le confía la tarea de representar a su país y a su gobierno en una nación extranjera. Él no pertenece a la nación en la que deberá trabajar. El embajador británico en París no es un francés. Su trabajo no consiste en supervisar todo lo que sucede en las calles de París. Tampoco es el indicado para intentar mejorar la situación social de los franceses. Seguramente tendrá actividades, pero las efectuará siempre como un extranjero. Él está allí, en París, simplemente para representar a su gobierno y a su país.
Los apóstoles, de una forma muy particular, eran embajadores para Cristo. Seguramente nosotros no lo somos en el mismo sentido, pero estamos comprometidos con el trabajo diplomático. En París hay un embajador que necesita colaboradores. Él tiene una considerable cantidad de empleados y sirvientes. El honor del país al cual representan depende del comportamiento de todos, incluso de los más humildes. Todos en la embajada deben conducirse rectamente para dar crédito a su tarea de representar los intereses de su país.
No debemos olvidar nunca que nuestro lugar en este mundo se encuentra en la embajada de nuestro Rey ausente. Pertenecemos a Su país. Tenemos Su paz, Su Espíritu, Su gozo. Estamos aquí para representarlo. Si guardamos bien esto en nuestro corazón, hallaremos la respuesta para cientos de preguntas en lo que respecta a cuál debería ser nuestra actitud como cristianos en diferentes circunstancias. Supongamos que soy un ciudadano británico que está trabajando en la embajada en París; me sentiría feliz si tuviera la oportunidad de ayudar a algún francés (utilizo esto sólo como una ilustración). Estaría gozoso de ayudar a todas las personas que estuvieran en el área de mi influencia. Trataría a todos con cariño y respeto; pero siempre tendría en cuenta que todo esto no es el objetivo principal por el cual yo me encuentro en ese país lejano. Todo esto es incidental. Yo me encuentro allí para representar a mi Rey, y todo lo que se deriva de esta responsabilidad.
Quizá yo me pregunte: ¿acaso no dice la Escritura que “según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe”? Sí, efectivamente, es lo que debería hacer si encontrara a un hombre herido en las calles de París. Pero no tendría que emplear todo mi tiempo recorriendo las calles de la ciudad para tener la oportunidad de hacer esto. Además, el versículo aclara: “especialmente a los de la familia de la fe”. Por supuesto que esto no significa que el embajador en París deba parecer ausente, porque sería un mal testimonio. Debemos considerar siempre que estamos aquí para representar a nuestro Rey de manera correcta.
¿Será mi pequeña parábola suficientemente clara? Nuestra primordial ocupación aquí abajo es servir y representar a nuestro Señor. Descansemos en la gracia para realizar esto. No formamos parte del sistema mundano; en consecuencia, nuestros intereses están fuera de él. Como cristianos tenemos grandes y maravillosos intereses en Cristo, aun cuando estos no puedan verse con los ojos carnales. Con estos intereses estamos plenamente identificados.
Debemos tener presente en todo momento que nuestra ciudadanía —nuestra vida, nuestras asociaciones— está en los cielos de donde esperamos a nuestro Salvador, para comprender cada vez más nuestra necesaria separación del mundo, y servir con gozo a nuestro ausente Señor. 

Traducido por Ezequiel Marangone

Doctrina. El Pecado (Parte III)

III.             REALIDAD DEL PECADO
La acción de Adán de Justificarse adjudicando la culpa a los demás (Génesis 3:12,13) está presente en la realidad humana. No nos gusta reconocer que somos pecadores y menos aún oír que estamos condenados al castigo eterno. Queremos luz, pero cuando la luz nos llega, la rechazamos porque muestra la cruda realidad de nuestro ser. Entonces, lo más simple es no reconocer que estamos en esta condición. Como el avestruz, escondemos la cabeza a espera que pase el peligro.  Ni hablar; no queremos oír que estamos perdidos en delitos y pecados. Decir  “el pecado no existe y Dios no existe”, es la justificación del hombre para no querer aceptar esta doctrina que están real como Dios lo es.
Desde un punto de vista mundano o “moderno” de ver el pecado, el hombree no le da el mismo carácter que Dios ve en él,  lo relativizan a conceptos que no hacen más  ocultar el verdadero sentido del pecado.  Que el hombre no le da  importancia alguna, lo podemos ver  en que[1]:

1.      La sociedad lo llama indiscreción, o “metida de pata” como se le conoce eufemísticamente.
2.      Los pensadores, profesores y líderes del conocimiento lo llaman ignorancia.
3.      Los evolucionistas lo llaman trato de bestias.
4.      Los científicos “cristianos” enseñan  que el pecado es la “ausencia de lo bueno”. 
5.      El hombre carnal lo excusa como “debilidad”, como un impulso.
6.      La juventud lo llama proeza.
7.      El transgresor lo llama audacia, cuando hace  lo que está contra la ley
8.      Los nuevos teólogos lo declaran como mero egoísmo.
Se podrían agregar más elementos a esta lista, pero con esos son suficientes para mostrar que el hombre siempre busca disfrazar aquello que está malo. Podemos observar que cada nueva generación llama bueno aquello que generaciones anteriores encontraban malo. Solo basta oír las noticias y ver con que desenfrenos realizan celebraciones, llegando a actitudes que riñen con la “moral y buenas costumbres”, entonces, con razón, los que somos viejos, decimos  que en nuestro tiempo todo era más sano, sin tener en cuenta que también transgredimos reglas que para nuestros padres era pecado.
El hombre ve así el pecado, porque siempre busca enmascararlo, suavizarlo, para no reconocer que está haciendo mal. Podemos tomar como ejemplo un accidente de tránsito simple. Siempre el infractor echa la culpa del accidente a la otra parte involucrada y no reconoce que por no haberse detenido ante la luz roja (o signo de detención) choca al otro vehículo que iba pasando en forma correcta. O cuando las personas quedan tiradas o arrumbadas en la acera por haber celebrado con alcohol la victoria de un equipo de futbol;  justifican la borrachera con la alegría de victoria, justifican los excesos (libertinaje) con celebración. Podemos preguntarle después que pase la borrachera porque lo hizo, porque bebió en exceso y tal vez les dirá que lo hizo porque mengano y zutano lo invitaron  o porque la celebración lo merecía, jamás reconocerán que es producto de su propia concupiscencia. Un enfermo no empieza a sanarse sino reconoce que está enfermo. De la misma manera es el hombre pecador, no reconoce que esta entero podrido y necesita ser curado (vea Isaías 1:6).
Esto en sí no es novedad. Se sabe por las Escritura que el hombre va en un camino descendente a la perdición y cuya culminación  será en tiempos del anti Cristo.
Ahora bien, no importa como la sociedad y el hombre quieran ver el pecado, lo importante es saber cómo ve Dios el pecado y que piensa de él. Si recurrimos a las Escrituras reveladas por Él mismo, podremos visualizar lo que  nos quiso transmitir acerca de este tema.
Dios nos muestra en ella lo que quiere decirnos del pecado:

1.      Cómo no lograr el nivel requerido por Dios.  
“Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios,” (Romanos 3:23).  
2.     Cómo Trasgresión a la ley de Dios.  
“Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el pecado es infracción de la ley.” (I Juan 3:4).  
La trasgresión de la Ley puede ser casual o intencional (cf. Romanos 2:23; 5:14; Gálatas 3:19). En ambos casos es pecado.  
Había pecado antes de la Ley, pero no era trasgresión (Romanos 4:15b.  Vea también en  Números 4:15; Josué 7:11, 15; Isaías 24:5; Daniel 9:11; Oseas 6:7; 8:1).
3.      Cómo la distorsión de lo que es recto.  
“Y David dijo a Jehová, cuando vio al ángel que destruía al pueblo: Yo pequé, yo hice la maldad; ¿qué hicieron estas ovejas? Te ruego que tu mano se vuelva contra mí, y contra la casa de mi padre.” (2 Samuel 24:17.  Ver también Romanos 1:18; 6:13; II Tesalonicenses 2:12; II Pedro 2:15; I Juan 5:17).
4.      Cómo rebelión contra Dios.  
Es pecado a Dios es ausencia de la ley (anomia) en el hombre (1 Juan 3:4); denota  sus obras caóticas  (Tito 2:14); que está sin ley y restricción (Mateo 24:12). “Oíd, cielos, y escucha tú, tierra; porque habla Jehová: Crie hijos, y los engrandecí, y ellos se rebelaron contra mí.” (Isaías. 1:2; además vea  2 Tesalonicenses 2:4, 8).
5.      Cómo iniquidad.  
Esto significa un proceder equivocado ante el orden moral del universo.  “Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios.” (Gal. 5:19-21.  Ver también Colosenses 3:5-9; Marcos 7:19, 20).
6.      Cómo una deuda. 
“Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.” (Mat. 6:12).  Ver también Lucas 11:4.  Las palabras “ordenado” (Lucas 17:10), “debéis” (Juan 13:14) y “debemos” (2 Tesalonicenses 2:13) provienen todas de una misma raíz en el griego que denota deuda.
7.      Cómo desobediencia.  
Pecado es una falta en responder a Dios. “en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia,” (Ef. 2:2. Ver también Efesios 5:6; Juan 3:36).
8.      Cómo una desviación ante los requerimientos de Dios.  
Esto significa una caída; cada ofensa contra Dios es una caída.  Pecado es siempre una caída que hiere.  “Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial;” (Mat. 6:14.  Ver también Gálatas 6:1; Romanos 5:15-20)
9.      Cómo incredulidad.  
“El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo.” (I Juan 5:10).
10. Cómo impiedad.  
“más al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia.” (Romanos 4:5).  “Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos.” (Romanos 5:6. Ver también 1 Timoteo 1:9; I Pedro 4:18; 2 Pedro 2:5, 7; Judas 4, 15).

11. Cómo principio dentro del hombre.
Entendamos  esta expresión no solo como hechos, sino como fuente interna al hombre.  Pablo hace una descripción de la lucha que hay en el hombre por causa del pecado (Romanos 7:14,17-25). Esta lucha a la que se enfrenta el hombre es por la naturaleza pecaminosa, la que la “Escritura encerró bajo pecado” (Gálatas 3:22). Y el mismo Señor Jesucristo  se refirió al pecado como una condición o cualidad característica del ser humano (cf. Juan 9:41; 15:24; 19:11).
12.Cómo actos violentos  contra Dios y el hombre.
“Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad” (Romanos 1:18). Esta declaración de Pablo a los creyentes de Roma nos indica que el hombre no cumple los mandamientos de Dios dados a Moisés (Éxodo 20:1-11) por causa del pecado. Además manifiesta el fracaso del hombre para vivir juntamente con sus congéneres (Éxodo 20:12-17).



[1] Adaptado del estudio de harmatología de BBN.