jueves, 3 de mayo de 2018

LA BIBLIA: CONOZCO AL AUTOR


“Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley... Me regocijaré en tus estatutos; no me olvidaré de tus palabras” (Salmo 119:18,16).

El libro que Denise había abierto para distraerse esa noche, la aburría profundamente. Varias veces lo había hojeado con el fin de descubrir una página intere­sante, y finalmente lo colocó decepcionada sobre el estante de donde lo había tomado.
Algún tiempo más tarde, durante un viaje, encon­tró a una señora con la cual trabó cierta amistad. Pronto y con gran sorpresa descubrió que era precisamente la autora del libro que ella había puesto de lado.
De regreso, Denise volvió a tomar el libro y, esta vez, encontró que al leerlo, valía la pena leer cada página. La autora vino a ser su amiga, y por consi­guiente, su mala impresión del principio dio lugar a un auténtico placer.
Si la lectura de la Biblia no despierta su interés, tal vez sea porque usted no tiene una relación personal con su Autor. Pero desde el momento que usted conoce al Señor Jesucristo como su Salvador y lo ama como su amigo, cada página de ese maravilloso libro tendrá algo para decirle. Su lectura será como una conversa­ción con aquel que usted ama. La Palabra de Dios le hablará de Él, y usted apreciará ese libro muchísimo más que cualquier libro escrito por los hombres.
“Escudriñad las Escrituras —dice Jesús—; por­que... ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39).
La Buena Semilla, Creced

AUTORIDAD DE LA BIBLIA



"La espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios" (Efesios 6: 17)

Insistir ante los creyentes sobre el lugar de exclu­siva autoridad que le pertenece a la Palabra de Dios es más que nunca una necesidad imperiosa. La vigilancia no será nunca demasiado grande contra el deseo insi­dioso del Enemigo de mezclar los pensamientos de los hombres a esta Palabra, a fin de debilitar su potestad bajo pretexto de fortalecerla.
Es primordial no apartarse de declaraciones fun­damentales tal como éstas:
"Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios" (Romanos 10: 17).
"...la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes" (1 Tesalonicenses 2: 13).
"...la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santifica­dos" (Hechos 20: 32).
"Las palabras de Jehová son palabras limpias, como plata refinada en horno de tierra, purificada siete veces" (Salmo 12:6).
Retengamos bien y pesemos las expresiones de Agur: "Toda palabra de Dios es limpia... No añadas a sus palabras, para que no te reprenda, y seas hallado mentiroso" (Proverbios 30: 5-6).
Al escribir estas líneas pensamos en algunos peli­gros precisos.
1) Uno de ellos es poner esta Palabra de Dios, en cualquier medida que sea, bajo la garantía de hombres eminentes, sabios, estadistas, filósofos, hombres ilus­tres, bienhechores de la humanidad. Con razón pode­mos estar agradecidos a Dios, porque conduce a estos hombres a dar testimonio a la acción de su Palabra, sobre todo si se trata de verdaderos creyentes. Pero la calidad de estos hombres no añade nada a la Palabra de Dios. La potestad de ésta es la misma que obra en el más humilde, el más ignorante y el más vil de sus seme­jantes. Para Dios todos están al mismo nivel, el estado natural como hijos de Adán es el mismo —enemistad contra Dios— y para ellos la necesidad de la gracia de Dios es la misma. El capítulo 2 de la primera epístola a los Corintios nos previene respecto de lo que se puede esperar de la sabiduría humana, aunque sea la más esti­mada. No nos gloriemos de estar enrolados bajo el mismo estandarte que un Faraday, un Cuvier, un Pas­cal, o tal «filósofo cristiano» moderno; pero gloriémo­nos en Aquel que nos ha enrolado a todos bajo su estandarte, y regocijémonos de que la gracia haya triun­fado sobre las barreras más fuertes que se oponen a la fe, es decir, todo lo que —como riqueza, notoriedad, autoridad, saber— tiene fama y pone a un hombre por encima de otros hombres. Le es más difícil a un hombre eminente pasar por la puerta estrecha, y la conversión de un rico siempre es el milagro más asombroso. "Mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es" (1 Corintios 1:26-28).
No apelemos a ninguna autoridad humana, por elevada que sea su moral o su intelecto, para fundamen­tar nuestra fe. Ella es un apoyo frágil que descansa sobre un suelo desmenuzable. Desconfiemos de la ten­dencia sutil, demasiado propagada, a acreditar al cris­tianismo por medio del hombre. ¡Qué miserable garantía de la verdad da el hombre, cualquiera que sea! La fe no es ni una adhesión a las convicciones de un director espiritual, ni un legado de las creencias de nuestros padres. Se nos invita a imitar la fe de los más grandes conductores del pasado (Hebreos 13: 7), y esa fe sólo tuvo efecto por y en la Palabra de Dios, "la Pala­bra de Cristo" (Colosenses 3: 16).
Hasta ahora no hemos hablado más que de los cris­tianos declarados, incluso más de uno en quienes la «creencia» apenas si excede de las aspiraciones deístas o de una simpatía más o menos viva por las enseñanzas de Jesús. Pero pronto seríamos llevados a apoyarnos en declaraciones de personajes relevantes en el mundo y pertenecientes totalmente a este mundo del cual los creyentes han sido retirados (Gálatas 1:4). Dios puede servirse de todo para instruirnos, incluso de escritos o de palabras de incrédulos, hasta de los «sabios» de otras civilizaciones distintas de la llamada cristiana; pero Dios no permitirá jamás que los suyos atribuyan a pensamientos humanos el valor de las revelaciones divi­nas. Ninguna amalgama es posible entre el pensa­miento de la "carne" y el pensamiento del "Espíritu" (Romanos 8: 5-7). Pidamos el discernimiento espiritual del cual tenemos necesidad constantemente. "Sata­nás se disfraza como ángel de luz" y "sus ministros... como ministros de justicia" (2 Corintios 11:14-15); pero Pablo descubre la acción de éstos en la publici­dad que le hacía la sirvienta de Filipos (Hechos 16: 16-18).
2) Las múltiples conquistas de la ciencia dan testi­monio de las altas facultades que Dios ha dado al hom­bre al que él hizo a su semejanza, y de una razón cuyo valor en la esfera de las cosas visibles no es cuestión de negar. Pero guardémonos con el mayor cuidado de soli­citar la revelación de Dios y deformarla para hacerla concordar a toda costa con las opiniones de esta cien­cia. Temamos transigir cada vez que los hombres ponen la Biblia en contradicción con tales opiniones. La Pala­bra de Dios es la verdad, ella es inmutable, no nos ha sido dada para satisfacer nuestra curiosidad en todas las esferas, sino para ponernos en relación con Dios. La ciencia humana, cualquiera sea el sentido en que se manifieste su esfuerzo, es eminentemente cambiante y limitada, como lo es el espíritu de la criatura humana.
Aun así, regocijémonos, por ejemplo, de que recientes descubrimientos arqueológicos y otros que están en curso, saquen a la luz hechos como la existen­cia de pueblos antiguos, ciudades y personajes que la Biblia menciona y de los que se dudaba a pesar de ésta.
Pero no es eso lo que hace creer, como tampoco los milagros realizados aquí abajo por el Señor hicieron creer en él con verdadera fe. La reconciliación de la Biblia y de la ciencia, de la cual se habla tanto, es un falso problema: no hay nada que reconciliar entre dos cosas fundamentalmente diferentes en sus respectivas acciones, objetivos y efectos, y cuyos niveles están tan alejados como los cielos lo están de la tierra. No hay conflicto; cada una tiene su esfera, pero en una Dios reina, en la otra deja al hombre a sus capacidades y res­ponsabilidades de criatura privilegiada pero caída. La ciencia debería ser lo bastante humilde como para reco­nocerlo. Pero el pecado fundamental del hombre es querer igualar a Dios. Satanás, el mentiroso desde el principio, le ha dicho y continúa diciéndole: "Seréis como Dios" (Génesis 3: 5). Él emplea, para hacer esto, los «progresos» de un conocimiento desligado de Dios. Y nosotros, los creyentes, nos deslizamos sin tener cuidado hacia un racionalismo disfrazado si no mantenemos la independencia de la esfera de la fe. Tanto mejor para la ciencia humana si se encuentra de acuerdo con la Palabra de Dios, pero no es este encuen­tro el que acredita a la Biblia. No invirtamos el orden de las cosas. Si la ciencia contradice a la Escritura, ello significa que, o bien ésta ha sido torcida —y es impor­tante asegurarse exactamente de lo que ella dice, sin añadir, según el sabio consejo de Agur (Proverbios 30:6), ni suprimir lo que sea— o bien la ciencia no tiene razón, y esto será manifestado un día u otro.
La Biblia, manantial y base constante de la fe, no procede por razonamientos; afirma hechos pasados, presentes o futuros; nosotros los creemos —incluso si no podemos explicárnoslos— por la autoridad de esta Palabra. Ella habla, no para detenernos sobre las cosas terrestres, sino para hacernos conocer a Dios y lo que somos delante de él. Utiliza las imágenes y los ejemplos del mundo visible para enseñarnos. La ciencia parte de hechos tenidos por indiscutibles porque observados por nuestros sentidos. Ella busca sus causas y deduce los efectos prácticos. No es cuestión de denigrarla. Su esfuerzo es válido en los límites de este mundo accesi­ble a nuestros sentidos; pero es incompetente desde que ella quiere remontarse a las causas primeras, pues entonces es detenida en el encadenamiento de sus razo­namientos, deductivos o inductivos, por la falta de esla­bones que supone son hechos inobservables y que ella no puede más que imaginar. ¡Así, pues, cuántas suposi­ciones e hipótesis son insensiblemente presentadas y recibidas como realidades! ¡La ciencia se hace cientifi­cismo, una verdadera religión!
Las obras de Dios en la creación dan buen testimo­nio, permanentemente, de "lo que de Dios se conoce" como "las cosas invisibles de él (que no pueden verse), su eterno poder y deidad (divinidad)" y que son "entendidas por medio de las cosas hechas" (Romanos 1:19-20).
Pero esta inteligencia ha sido viciada por el pecado. El hombre había sido creado como centro y jefe de una creación resplandeciente de belleza y armonía. Desde que cayó, lleva siempre el mundo en su corazón. Dios lo había puesto en el mundo, pero ahora es un mundo manchado y trastornado, y el hombre se obstina vanamente en comprender la obra de un Dios del que se ha desviado (Eclesiastés 3:9-11). Por apasio­nantes que le parezcan los resultados que obtiene, siem­pre erra: de la inmensidad poblada de astros, indefini­damente multiplicados a medida que sus instrumentos siempre más perfeccionados los descubren, a lo incon­cebiblemente pequeño todavía más asombroso. La obra que Dios ha hecho (la creación), y que es la esfera en la que se mueve el hombre, pone ante él enigmas cada vez más numerosos con respecto a la materia y a las rela­ciones de esta materia con las formas diversas de una energía que no sabe definir.

LA ORACIÓN DEL SEÑOR (Parte II)



Las palabras iniciales apuntarían, de hecho, a la misma conclusión: "Padre nuestro que estás en los cielos." (Mateo 6:9). Esto requerirá una o dos palabras de sencilla explicación. Los creyentes bajo la antigua dispensación nacían de nuevo de la misma manera que los creyentes desde Pentecostés. Por tanto, ambos son, por igual, hijos de Dios. Pero hay dos diferencias que deben ser especificadas. El creyente judío jamás recibía, no podía recibir, el Espíritu de adopción, debido a que el Espíritu no había venido en aquel entonces, "porque Jesús no había sido aún glorificado." (Juan 7:39). El apóstol Pablo explica esto cuando dice, "Entre tanto que el heredero es niño, en nada difiere del esclavo, aunque es señor de todo; sino que está bajo tutores y curadores hasta el tiempo señalado por el padre. Así también nosotros, cuando éramos niños, estábamos en esclavitud bajo los rudimentos del mundo. Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo." (Gálatas 4: 1 al 7; ver asimismo Romanos 8: 14 al 17). La segunda diferencia radica en el carácter del llamamiento. El santo judío tenía un llamamiento terrenal; es decir, su llamamiento de parte de Dios era para la tierra, y para bendiciones terrenales. Aun el futuro de ellos se caracterizaba por un Mesías en la tierra, reinando en la tierra en Su reino glorioso, asegurando perfecta bendición terrenal. Se puede leer el Salmo 72 como una ilustración de esto, así como también Isaías 60, Jeremías 33, etc. Pero con el cristiano todo cambia. Su llamamiento es un llamamiento celestial (véase Hebreos 3:1; Filipenses 3:14, donde debería decir, "llamamiento de Dios en lo alto”, y el versículo 20, "nuestra ciudadanía está en el cielo."). Conforme a esto, Dios no promete ahora bendiciones terrenales a los creyentes. Teniendo sustento y abrigo, nosotros somos exhortados a estar contentos. (1a. Timoteo 6:8). "Partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor." (Filipenses 1:23). Toda nuestra esperanza ha de estar puesta sobre el regreso de nuestro bendito Señor a tomarnos a Él mismo, para que donde Él está nosotros también estemos (Juan 14: 1 al 3; Filipenses 3: 20 y 21; Apocalipsis 22: 7, 12, 20). Por lo tanto, nosotros debemos vivir en la expectativa diaria de la consumación de esta esperanza nuestra y, en el entretanto, vivir bajo su influencia y poder, purificarnos, así como Él es puro. (1a. Juan 3: 2 y 3). Nosotros somos así, un pueblo celestial, con esperanzas celestiales, en lugar de ser, como eran los judíos, un pueblo terrenal, con esperanzas terrenales — cuyas esperanzas terrenales se cumplirán aún en la restauración y bendición de ellos en su tierra cuando el Señor aparezca con Sus santos para establecer Su reino.
La aplicación de estas distinciones será evidente. El Señor enseñó a Sus discípulos a decir "Padre nuestro"; los creyentes de la presente época de la gracia — es decir, del período de tiempo que comenzó con el descenso del Espíritu Santo en el día de Pentecostés — claman "¡Abba, Padre!"; es decir, conocen a Dios como su Padre por medio del Espíritu Santo que mora en ellos. Nuevamente, era perfectamente apropiado para el santo Judío decir ""Padre nuestro que estás en los cielos", porque él era uno de los que componían el pueblo terrenal; pero el Cristiano, siendo él mismo, celestial, perteneciendo al cielo, con el privilegio de morar aun ahora en espíritu en la casa del Padre, no dice, cuando se le enseña, ""Padre nuestro que estás en los cielos", ni siquiera, nuestro "Padre Celestial", sino que dice, 'nuestro Dios y nuestro Padre', tal como encontramos en todas partes en las epístolas, y tal como el propio Señor enseñó a los Suyos, por medio de María, después de Su resurrección; porque añadir al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo las palabras "en el cielo", sería olvidar lo que Dios, en Su gracia maravillosa, nos ha hecho, y olvidar también el lugar pleno de bendición al cual hemos sido llevados mediante la muerte y resurrección de nuestro bendito Señor y Salvador. (compárese Juan 20:17 con Efesios 1:3, etc.).
Si nos volvemos nuevamente a la petición aludida, "perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores", esta conclusión se verá fortalecida. Como hemos mostrado, el perdón de pecados es la porción de todos los creyentes, y este perdón es eternal en su carácter. La eficacia de la sangre preciosa de Cristo, tal como es presentada en Hebreos 9 y 10, descarta la posibilidad de la imputación de culpa al creyente. El sacrificio único de Cristo es puesto, una y otra vez, en contraste con los recurrentes sacrificios anuales de la economía judía. "Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios; y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado." (Hebreos 9: 24 al 26). Una vez más, "Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados." (Hebreos 10: 11 al 14). Estos pasajes enseñan, más allá de la posibilidad de duda o pregunta, dos cosas inequívocas: en primer lugar, que el sacrificio único de Cristo tiene vigencia para siempre; y, en segundo lugar, que en el momento que nos situamos bajo su eficacia y sus beneficios (y todo creyente está en este lugar bienaventurado), nuestra culpa es quitada para siempre de la vista de Dios. Nosotros hemos 'sido hechos perfectos'. No hay "ya más conciencia de pecado", si comprendemos el valor de la sangre preciosa de Cristo. Somos absolutamente perdonados una vez y para siempre. Negar esto sería negar la eficacia del sacrificio único de Cristo.
Se puede replicar, «Sí, nosotros entendemos esto plenamente, como aplicado a nuestros pecados pasados; pero ¿qué sucede con los pecados que cometemos día a día después de la conversión?»
Hay dos respuestas a esta pregunta. Primero, la culpa de todos nuestros pecados — pasados, presentes, o futuros — es quitada por la sangre de Cristo. Cuando el Señor Jesús "llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (lenguaje que sólo los creyentes pueden adoptar) (1a. Pedro 2:24), nosotros no habíamos cometido pecados, en absoluto (puesto que no habíamos nacido aún). Por consiguiente, no pudo ser que Él llevase solamente una parte, o algunos, de nuestros pecados, o de lo contrario — y lejos esté este pensamiento — Él debe morir una segunda vez. No; todos nuestros pecados fueron puestos sobre Él en Su muerte en la cruz, y Él expió la culpa de todos; así que podemos regocijarnos delante de Dios, en el conocimiento de que "la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado" (1a. Juan 1:7), de que somos libertados, una vez y para siempre, de toda nuestra culpa y, por consiguiente, de que una vez limpios y hechos más blancos que la nieve, ni una sola mancha, o lunar, puede jamás profanar nuestra pureza perfecta a los ojos de Dios.

Edward Dennett

SALVACIÓN Y RECOMPENSA (Parte II)


La otra palabra, “stefanos”, de la cual viene el nombre “Esteban”, es lite­ralmente la corona o laurel del victorioso. Se refiere a la guirnalda hecha de laurel u otras hojas y colocada sobre la cabeza del atleta triunfante en los viejos juegos olím­picos, o la corona de oro que llevaba un general victorioso al entrar en triunfo en la ciudad para ser aplaudido por el pueblo. Los reyes súbditos de otros reyes llevaron esta clase de corona en lugar de una dia­dema imperial. Cuando los soldados se burlaban del Señor Jesús, le pusieron una corona, esto es, “stefanos”, de espinos, los cuales son fruto de la maldición (Gn. 3:18). Sin embargo, Él era el Victorioso, aun en la hora de Su aparente derrota, y ahora Él ha sido “coronado de gloria y de honra” (He. 2:9), y está sentado a la diestra de la majestad en las alturas.

“Suyo el nombre del Victorioso,
Quien solo peleo la batalla.
Santos triunfantes ninguna honra reclaman,
Pues su conquista es la de Él.

En debilidad y derrota
Él la victoria y corona ha ganado,
Todos nuestros enemigos pisoteó,
Siendo Él pisoteado”.

Y Él, el Vencedor, coronado por el Padre mismo, es el Juez de toda lucha en la cual Sus santos están involucrados. Cuando venga el momento, se sentará sobre el Berna, el sillón del tribunal, y dará a los vencedores la corona que han ganado en el conflicto con el pecado. En Hebreos 11 tenemos una lista de los héroes de la fe que han luchado y vencido, y en el capítulo 12 leemos:

“Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestra tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por de­lante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual, por el gozo puesto delante de él, sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios”.

“Bendito, bendito,
El Conquistador inmolado;
Muerto en Su victoria;
Vivió, murió y vive de nuevo,
Por ti, Su Iglesia, por ti”.

Nosotros también estamos corrien­do una carrera, y para nosotros también hay una coronan al final. Es esto lo que tiene en mente el apóstol Pablo cuando dice “una corona incorruptible”, en 1 Corintios 9:24. Ha estado hablando del servicio, de su propio llamado a predicar el evangelio, de la importancia de descar­gar fielmente su ministerio, y entonces usa esta ilustración llamativa en los versículos finales:

“¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis”.

No está hablando de la salvación. No obtenemos el don de Dios, vida eterna, por medio de la diligencia ni por correr.

“Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Ro. 9:16).

Pero nosotros, como cristianos, estamos corriendo una carrera, estamos luchando en una arena, y para los vence­dores hay coronas más hermosas que jamás fueron dadas a los vencedores en los juegos olímpicos o en los campos de batalla de este mundo. Asegurémonos, pues, de que corramos para que obtengamos el galardón.
En el siguiente versículo les recuer­da de que “todo aquel que lucha, de todo se abstiene...” (1 Co. 9:25). El joven que quiere ganar la carrera tiene cuidado de suprimir sus apetitos naturales, de “per­der peso” y de mantener dominio propio en todo para que no se haga no apto para competir.

...ellos, a la verdad, para reci­bir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible”.

En pocas horas la corona de laurel perderá su color, o la de metal perderá su brillo y comenzará a oxidarse. Nosotros luchamos para recibir un galardón que no puede perecer, una corona incorruptible.
Todos los creyentes que mueran serán levantados en la primera resurrec­ción, la de incorruptibilidad (1 Co. 15), pero la corona incorruptible es el premio por correr fielmente la carrera cristiana. Es el “bien hecho” del Maestro, al final del curso.
Con semejante recompensa en vis­ta, ¡qué incentivo tengo para vivir en san­tidad y auto negación nacida de devoción a Cristo. Pablo había entrado plenamente en esto. Dice:

“Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que, habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (1 Co. 9:26-27).

Esta última palabra: “eliminado”, es la forma negativa de la palabra que significa “aprobado”. Por lo tanto, su significado es “desaprobado”, o “rechazado”.
El apóstol codicia sobre todo la aprobación del Señor. Desea recibir la corona incorruptible del vencedor de las manos de Aquel que una vez llevó una corona de espinos. Teniendo esto en cuenta, no permitirá que su cuerpo sea su maestro. Controlará sus tendencias para que de ninguna manera traiga deshonra sobre el nombre del Señor por cualquier indulgencia camal, y para que al final no pierda Su aprobación.
¡Cuántos han predicado a los de­más y luego han sido puestos a un lado, descalificados, y en algunos casos han llegado a mostrarse indignos del nombre “cristiano” porque no ha puesto su cuerpo en servidumbre, sino que ha cedido a sus pasiones y deseos camales que guerrean contra el alma!
Si predica bien, esto sólo aumenta la condena si no vive bien. Como con los animales limpios en el Antiguo Testamen­to, la boca y el pie debe estar de acuerdo, el hablar y el andar deben ser según piedad si uno desea ganar la corona.
Aunque la carrera sea larga y el camino duro y difícil, la recompensa es segura para aquellos que mantienen sus ojos puestos en Cristo y siguen Sus pisadas en el camino por este desierto. Ganar la vida es perderla. Perderla ahora por causa de Cristo es guardarla para vida eterna y ganar así la corona incorruptible.

LA DOCTRINA Y LA PIEDAD

"la doctrina que es conforme a la piedad (1ª Timoteo 6:3).



El énfasis del mensaje contenido en las epístolas pastorales recae sobre la necesidad de mantener en su esencial pureza e integridad las verdades divinas desplegadas en todas las Escrituras. Un mínimo desvío de la "sana doctrina" puede resultar fatal para la salud y la seguridad espiritual de los oyentes y de los mismos enseñadores (1ª Timoteo 1:19). La doctrina que es con­forme a la piedad es esencial para producir un estado espiritual sano en ambos: la piedad.
Las exhortaciones y advertencias hechas con este fin abundan en las epístolas aludidas, revelándonos cuán profunda era la convicción del apóstol en cuanto a la necesidad urgente de mantener en un perfecto acuerdo la doctrina y la piedad. Escribiendo a Tito dice: "en doctrina haciendo ver in­tegridad, gravedad" (2:7). La palabra integridad en el N. T., significa li­teralmente "incorrupción" o pureza integral de la doctrina, tal cual procede de Dios y es la trazada perfectamente en Su Palabra; debe ser transmitida por medio de una enseñanza dada con "gravedad", es decir: "honestidad", como se ve en 1ª Timoteo 2:2; 3:4.
La "sana doctrina" (1ª Timoteo 1:10) no implica simplemente una doctrina correcta. Alguien ha dicho que "se puede profesar una doctrina correcta y, sin embargo, estar en un estado de alma insano e incorrecto", mal que es de ser lamentado en cualquier época. El sentido apostólico de la frase "sana doctrina" es: enseñanza que imparte salud y produce creyentes sanos en la fe y espiritualidad. Tal es la "doctrina conforme a la piedad". El estado es­piritual del enseñador es pues, de tremenda importancia. Se dice que algu­nos antiguos predicadores solían orar a Dios a fin de ser librados de "tra­ficar con verdades no sentidas", y los que ministramos La Palabra de Dios hoy daríamos bien en hacer nuestra esta oración.
La expresión "sana doctrina" ocurre cuatro, veces en las epístolas a Ti­moteo y Tito. En 1ª Timoteo 1:10,11, la misma está vinculada con "el Evange­lio de la gloria del Dios bendito". Una acertada y correcta presentación del Evangelio con el poder del Espíritu Santo, no sólo consigue exponer con fi­delidad el camino de la salvación a los inconversos, sino, como muchas veces se ha probado, resulta en la bendición y edificación de los salvados. En Tito 1:9, se aconseja que el anciano sea "retenedor de la fiel palabra, que es conforme a la doctrina; para que también pueda exhortar con sana doc­trina, y convencer a los que contradijeren". Donde existe un ministerio fiel y espiritual de La Palabra, cosa que debe caracterizar a los sobreveedores de las asambleas, allí las malas yerbas de doctrinas dañosas no pueden pros­perar y prestamente sucumben bajo el continuo azote de la sana doctrina. En Tito 2:1 el siervo del Señor es exhortado a hablar "lo que conviene a la sana doctrina", pues sólo así se obtendrá una buena salud espiritual que ha de manifestarse en viejos y jóvenes (v. 2-10), que haga que el adversario se avergüence, no teniendo mal ninguno que decir de vosotros" (v. 8). La últi­ma de estas expresiones se encuentra en 2ª Timoteo 4:3: allí la "sana doctrina" es el remedio indicado para atacar el estado enfermizo denominado "come­zón de oír", porque redarguye, reprende, exhorta. Esto no es siempre bien recibido y a menudo provoca reacción contraria en los oyentes; pero es su­mamente necesario y útil para la salud espiritual de los fieles (Hebreos 12:11).
Jorge Mereshian, Sana doctrina

¿PUEDE UN VERDADERO CREYENTE CAER DE LA GRACIA?

"De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído." (Gálatas 5:4).


Pregunta: Si un verdadero creyente no puede perder jamás su gloriosa con­dición de hijo de Dios, ¿cómo puede «caer de la gracia», como parece indicarlo Gálatas 5:4?

Respuesta: Parece que, en la mente de nuestro amado lector, la expresión «caer de la gracia» es igual a «perder la salvación». La cuestión está mal planteada, y recibe, además, diferente respuesta según se trate de un creyente ya salvo por gracia, o de un inconverso que deliberada­mente rechaza la gracia de Dios. Sería bueno que examinemos juntos detenidamente este asunto.
         Hemos visto que la palabra "gracia", cuando se refiere a Dios, significa «favor inmerecido» y viene a ser uno de los atributos divinos que hace que el Señor siempre proporcione sus beneficios gratuita­mente al que no merece ninguno. Ahora somos salvos, no por obras "para que nadie se gloríe", sino por gracia (Efesios 2: 5, 8, 9); y todo cuanto recibimos es de pura gracia; porque no merecemos nada. Pero aquel que rechaza la gracia de Dios, éste recibirá lo que merecen sus obras: el castigo eterno.
          Para entender mejor este pasaje, es menester tener en cuenta su contexto. En el capítulo 3 de Gálatas el Apóstol dice: "¿Tan simples sois? ¿habiendo comenzado en el Espíritu, ahora os perfeccionáis en la carne? ¿Habéis padecido tantas cosas en vano? si en verdad ha de ser en vano." (Gálatas 3: 3, 4 - VM). El Espíritu Santo les fue dado por el oír con fe, es decir, que el día que creyeron en el Señor Jesu­cristo, tomó entonces el Espíritu posesión de ellos; fueron sellados por el Espíritu Santo. Fue, por lo tanto, una necedad suponer que, por las obras de la ley, u otra observancia carnal, les fuera posible ase­gurar su estado en Cristo.
          En el capítulo 4 de Gálatas el Apóstol pregunta: "Mas ahora, ya que habéis conocido a Dios, o más bien habéis sido conocidos por Dios, ¿cómo tornáis atrás a aquellos débiles y desvirtuados rudimentos, a que deseáis estar otra vez en servidumbre?" (Gálatas 4:9 - VM). Después que uno ha sido hecho hijo y heredero de Dios por Cristo, el volver a servir en aquello que había dejado demuestra una de dos cosas: un olvido la­mentable del valor de la obra de Cristo y del poder del Espíritu Santo, o que el individuo que retrocede así jamás fue convertido. No es de extrañar que el Apóstol diga en Gálatas 4:11: "Me temo de vosotros, que haya trabajado en vano con vosotros."
          Pasemos ahora al capítulo 5 de Gálatas, donde se encuentra el versículo que nos ocupa. Leemos allí la siguiente amonestación a modo- de conclu­sión: "Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres." (Gálatas 5:1). No se trata de una libertad que nos permite hacer lo que que­ramos; "¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? En ninguna manera." (Romanos 6:15). Cristo nos ha librado de toda ley que nos imponía un yugo de servidumbre, como, por ejemplo, la que querían imponer a los creyentes de entre los gentiles, aquellos judaizantes procedentes de Jerusalén (Hechos 15: 1, 5).
          Para quien entienda que la salvación es el don de Dios - por gra­cia, no por obras -, los reglamentos antiguos, la observancia de cier­tos días, etc., son "débiles y desvirtuados rudimentos" (Gálatas 4:9 - VM) que carecen absolutamente de valor para la justificación. El que recibe el don de Dios es elevado, por encima de todas estas cosas, al terreno de la gra­cia, y se goza en la libertad de Cristo.
          Por desgracia, nuestros sentimientos carnales nos inclinan siem­pre hacia lo antiguo y estamos propensos a volver atrás en vez de te­ner los ojos siempre puestos en Jesús; entonces el enemigo sugiere la necesidad, o conveniencia, de hacer algo para nuestra justificación. Es lo que hacían algunos de los gálatas; por la circuncisión, se apartaban del beneficio de Cristo crucificado. Para ellos, ya no había liber­tad, sino la obligación, bajo pena de muerte, de cumplir toda la ley: se justificaban, pues, por la ley, y abandonaban la gracia, caían de la graciaya que ambas cosas no pueden permanecer juntas.
         Lo que un creyente, «nacido de nuevo», pudiera, pues, perder, al «caer de la gracia» no es su salvación, sino la seguridad de la misma, su libertad en Cristo, y todos los demás privilegios que se derivan de su posición cristiana.
          El Señor nos guarde de ello, haciéndonos meditar más y más en Sus sufrimientos y en Su gracia inefable.
 S. P.
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1955, No. 14.-


MEDITACIÓN


“Mi cuerpo que por vosotros es partido” (1 Corintios 11:24).

Amy Carmichael apunta en su lista cuatro cosas quebradas que figuran en la Biblia y los resultados conseguidos por ellas.
Cántaros quebrados (Jueces 7:18-19), y la luz brilló. Un vaso de alabastro quebrado (Marcos 14:3), y el perfume se esparció. Pan partido (Mateo 14:19), y la multitud fue alimentada. Un Cuerpo partido (1Corintios 11:24), y el mundo fue redimido.
Es nuestro privilegio añadir un quinto a la lista: una voluntad quebrantada, y el resultado es una vida inundada de paz y realización.
Muchos que han acudido a la Cruz para salvación nunca han ido allí buscando el quebrantamiento de su voluntad. Pueden tener una disposición gentil y apacible, nunca haber hablado más alto que un susurro, tener una apariencia externa de espiritualidad y sin embargo, tener una voluntad de acero que les impide alcanzar en la vida lo mejor de Dios.
Algunas veces sucede con jóvenes que están enamorados y consideran la posibilidad del matrimonio. Los padres y amigos con juicio sabio y maduro que les conocen, pueden ver que nunca funcionará. Pero, la pareja testaruda rechaza cualquier consejo que no quiere oír. Las mismas voluntades intratables que les guían al altar matrimonial, les llevan poco más tarde ante el tribunal del divorcio.
Lo hemos visto con cristianos que están determinados a entrar en cierto negocio cuando claramente no tienen la experiencia ni el conocimiento necesario para conducirlo. Contra el consejo de asociados conocedores, malgastan su propio dinero y a menudo el dinero prestado de amorosos amigos. Sucede lo inevitable. El negocio fracasa y entran los acreedores para llevárselo todo.
No es extraño ver los efectos dañinos de una voluntad no quebrantada en el servicio cristiano. Lleva a un hombre y su familia al campo de misión sólo para repatriarlo en un año con gran coste para la iglesia que lo envió. Agota los fondos de los cristianos crédulos que financian un proyecto que fue idea del hombre, no de Dios, un proyecto que resulta ser contraproducente. Es una persona que se niega a trabajar cooperativamente con los demás generando contienda e infelicidad. Va a su aire.
Todos necesitamos ser quebrantados, tomar toda nuestra obstinación, toda nuestra terquedad y llevarlas al pie de la Cruz. Esa voluntad de acero debe ser puesta sobre el altar del sacrificio. Todos hemos de decir con Amy Carmichael:

Tú fuiste quebrantado,
Señor, por mí,
Sea yo quebrantado,
Señor, por amor a ti.

VIDA DE AMOR (Parte V)


PERMANENCIA DEL AMOR

 1 CORINTIOS XIII 8-12

La tercera parte de nuestro sublime tema trata de la Permanencia del Amor demostrando Victoria.
El corazón de este sublime cántico se halla en el versículo 8, la primera frase: “El amor nunca fenece”. Eso podría imprimirse en letras mayúsculas o subrayado, o ambos. El contexto anterior conduce a esto y el contex­to posterior fluye de ello. El clímax que se alcanza en esta declaración y la norma prescrita en el capítulo xiv, versículo 1, la primera frase, está expuesta en siete pa­labras — el número de la perfección. Y estas siete em­piezan y terminan con las palabras “el amor”. “El amor nunca fenece; seguid el amor”.
Entre el clímax alcanzado en el versículo 8a, y la norma prescrita en el capítulo 14:1 observa­réis que un contraste es presentado en los versículos 8b a 12, y una comparación hecha en el versículo 13. Ahora consideraremos el clímax y el contraste. Después consideraremos la comparación junto con la norma prescrita.
Primeramente, se ha alcanzado un clímax. El amor nunca fenece. Lo más grande que se puede decir del amor es que perdura. “Nunca” es una palabra larga, pero el amor responde a todo lo que exige. Representa y reúne en su corazón todo el tesoro y el significado eterno de la vida. El amor nunca fenece. Eso es un énfasis. Otro es, el amor nunca fenece, y esta palabra tiene varios matices de significado, todos iluminantes a este respecto. Significa que el amor nunca cae en tierra, como los pétalos de una flor que se deshoja, porque no hay en el amor elementos de descomposición. Significa que el amor nunca pierde su fuerza, como un viajero fati­gado que abandona su viaje. Significa que el amor nun­ca deja su lugar, como las estrellas fugaces. Significa que el amor nunca sale de la fila, como soldados en marchas forzadas, rendidos, caen por el camino. Todos sus ca­maradas podrán fallar y caer, pero el amor sigue pa­ciente y tenazmente su camino. De modo que el amor tiene su origen en el cielo y su perfecta encarnación en Cristo — “Como había amado a los suyos que estaban en el mundo, amólos hasta el fin” — un fin sin fin.
El amor de Cristo es tal que nada puede separar a su pueblo de El: "Ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por­venir, ni lo alto, ni lo bajo, ni ninguna criatura nos po­drá apartar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”. Durante todo el tiempo y la eternidad estaremos comprendiendo cada vez mejor lo que es la anchura, y longitud, y altura, y profundidad del amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento.
El amor pasional pronto fenece; es como la llama de la paja que arde, una llamarada voraz y todo ha ter­minado. Pero el amor verdadero perdura. Es como el resplandor constante del sol eterno. El amor de Dios que El derrama en nuestros corazones no sufre mengua ni decaimiento. Nunca llega a ser tan sólo un grato re­cuerdo.
La señora Browning en su poesía titulada “Una vez amé”, pregunta cuál de todos los sonidos de la tie­rra es el más lamentable, el suspiro de la desgracia, o las notas estridentes de la contienda, o el sollozo del doliente, o los besos sobre un cadáver; y llega a la con­clusión que más lamentable que ninguno de éstos es el clamor patético, “Una vez amé”.
El amor es inmortal; desengaños, desilusiones, de­rrotas, no pueden quitarle su fuerza; frente a todos éstos continúa soportando, y creyendo y esperando y sufrien­do. El amor nunca fenece.
Luego, un contraste es presentado en los versícu­los 8b a 12, en el cual se halla una afirmación que pro­fecías, lenguas y ciencia cesarán o se acabarán, pero el amor perdurará (8b). Esto es seguido por una explica­ción (en vs. 9, 10) que lo parcial debe dar lugar a lo perfecto y lo transitorio a lo eterno. Luego sigue una ilustración (en v. 11) que la vida de ahora y la vida del más allá están en la misma relación que la niñez y la edad viril.
Sigue una confirmación (en v. 12) que forzosa­mente todas las cosas aquí y ahora son imperfectas pero allá y entonces, en la presencia inmediata de Dios, esta­rán absorbidas en eterna plenitud — a la verdad, un pasaje de profundo significado.
Ahora bien, estos cuatro puntos exigen nuestra atención. Examinemos primero la afirmación — el he­cho afirmado y las limitaciones del hecho. El hecha afirmado: “Si hay profecías acabarán; si lenguas, cesa­rán; si ciencia, acabará”.
Se hace referencia a tres de los dones nombrados en los versículos 1-3; profecía, lenguas y ciencia. Inter­pretados, resultan comprendidos entre los dones espe­ciales conferidos por el Señor Resucitado a su Iglesia en la edad apostólica. “Lenguas” es el lenguaje de éxtasis; “profecía” es la facultad de interpretar y comunicar verdades espirituales; y “ciencia” es el conocimiento es­pecial de los misterios divinos. Eso en cuanto a interpretación, pero en la aplicación se puede decir que "len­guas” representa todos los idiomas, “profecía” habla de iluminación e inspiración para la predicación y “ciencia” habla de todo progreso del pensamiento.
Ahora bien, notad lo que se afirma de éstos. La profecía y ciencia, dice, acabarán ([1]), y las lenguas ce­sarán. Es importante notar el cambio de palabra, por­que demuestra que “acabará” (o “ha de ser quitada”) dicho de la profecía y de la ciencia, no quiere decir “cesar”. Las lenguas, aquel don milagroso, ha de des­aparecer del todo, y no se vuelve a hacer referencia a ello en lo que sigue, como a la profecía y ciencia. La razón porque cesarán las lenguas se halla en su carácter extático. La única razón para los arrebatos de éxtasis es que no estamos viviendo aun plenamente en la rea­lidad de lo divino.
Cuando vivimos plenamente en Dios, estamos en El, sin estar fuera de nosotros mismos. Es por eso que no hay éxtasis en la vida de nuestro Señor, porque vi­vió plenamente en Dios. El don de lenguas debe cesar para siempre y por el contexto se ve claramente que el tiempo a que se refiere es la vida futura. Es aventurado decir que el don de lenguas cesó al terminar la edad apostólica. Pero la profecía y la ciencia no cesarán, sino que han de ser quitados.
Pero observemos cuidadosamente las limitaciones de este hecho. ¿Qué — preguntaráse — hemos de en­tender por la palabra traducida “acabará” (o “ha de ser quitada”)? Quiere decir que estos dones han de ser reemplazados, han de dar lugar a algo más elevado y más grande. La profecía, […],  ahora poseído por unos pocos, entonces será poseída por todos y en perfección, y por la razón que la profecía, como predicación ya no se necesitará, porque todos morarán en la presencia no velada de Dios.
De la misma manera el don de ciencia o conoci­miento será reemplazado, es decir, dará lugar a un co­nocimiento que será general y comprensivo, y yo diría que se nos enseña más del cielo y su estado y patrimo­nio en este pasaje, que en ningún otro pasaje del Nuevo Testamento. La diferencia entre el conocimiento aquí y en el más allá, será como la diferencia entre oír de una cosa y verla. Lo imperfecto será absorbido por lo per­fecto. Que esto es lo que se quiere decir se aclara por el empleo de la palabra en el versículo 11: “Ahora que soy hombre he acabado con lo que era de niño” (o “dejé lo que era de niño”).
Con respecto, pues, al tema que nos ocupa, las len­guas cesarán para siempre; la profecía y ciencia, o cono­cimiento, serán perfeccionados; pero el amor permanece­rá inmutable para siempre. La profecía y la ciencia están cambiando siempre en medida y en forma, y todas estas medidas y formas por último cederán a algo que será final. Pero el amor desde el principio y eternamente es inmutable y finalmente absorberá todos los dones en una vida más fuerte y más unida.
El amor es más grande que todos los dones, no porque los eclipsa, sino porque los incluye. Estos dones no son despreciados, son buenos en sí pero en su forma actual no pueden durar. Pero el amor es imperecedero. Nunca se vuelve anticuado o fuera de uso, es el único caudal permanente de la vida. Todas las demás cosas se deslizarán de nuestras manos, pero el amor que practi­camos y apreciamos, lo conservaremos eternamente.


[1]  El traductor ha seguido la versión Hispano Americana, pe­ro en la corriente de Cipriano de Valera dice, en el segundo caso, “ha de ser quitada”, que en este caso concuerda mejor con la revisada inglesa que sigue el autor.