lunes, 1 de junio de 2015

Pensamiento

Estamos viviendo en una época nueva,..., pero no necesitamos una Biblia nueva ni necesitamos un Evangelio nuevo. El Pecado es el mismo hoy, la necesidad es la misma, y no hay medio por el cual ese pecado pueda ser expiado, ni satisfecha esa necesidad, sino por la Cruz de nuestro Señor Jesucristo y el poder de Su resurrección. Jesucristo es el mismo de ayer y hoy y por los siglos y nosotros vivimos aguardando aquella Esperanza bienaventurada  de Su gloriosa manifestación.

A. M. HODGKIN, extracto del prólogo para la séptima Edición de  “Cristo en Todas las Escrituras”

Poema


Ven, Santo Espíritu, Paloma celestial,
con todo tu poder vivificador;
enciende una llama de amor sagrado
en nuestros fríos corazones.

Mira cómo nos arrastramos aquí abajo,
aficionados a estos juguetes insignificantes;
nuestras almas no pueden volar
ni tampoco alcanzar el gozo eterno.

En vano entonamos nuestros cantos formales,
en vano nos esforzamos por elevarnos,
los aleluyas decaen en nuestras lenguas,
y nuestras devociones mueren

Amado Señor, ¿tenemos que vivir siempre
de esta manera pobre y moribunda,
con nuestro amor por ti tan débil y frío
y el tuyo por nosotros tan grande?

Ven, Santo Espíritu, Paloma celestial,
con todo tu poder vivificador;
ven, extiende el amor del Salvador
y eso encenderá el nuestro.



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Isaac Watts (Southampton, 17 de julio 1674  Abney Park, Stoke Newington, 25 de noviembre 1748) fue un cristiano Inglés autor de himnos (por ejemplo, ¿Soy yo soldado de Jesús…?), teólogo y lógico. Un escritor prolífico de populares himnos, parte de su trabajo fue la evangelización. Fue reconocido como el "Padre de la Himnología inglesa", acreditado con unos 750 himnos. Muchos de sus himnos siguen en uso hoy en día y han sido traducidos a numerosos idiomas. (Fuente Wikipedia)

SERVICIO

UN PRINCIPIO GUIADOR PARA EL  SERVICIO
Una de las características de los escritos del apóstol Pablo que impre­siona al lector, es la manera en que pasa, de instancias particulares, a vastos principios. En el capítulo 7 de 1 Corintios, por ejemplo, donde, al referirse al matrimonio, replica a las preguntas concernientes a las hijas núbiles, interrumpe momentáneamente el tema especial para establecer un principio de aplicación general: "Mas esto digo, hermanos: El tiempo que nos queda está acortado; para que los que tienen mujeres, sean como si no las tuviesen; y los que lloran, como si no llorasen; y los que se regocijan, como si no se regocijasen; y los que compran, como si nada poseyesen; y los que usan del mundo, como no usán­dolo hasta lo sumo (o, abusando de él) porque la condición (o, moda, costumbres, etc.) de este mundo se va pasando" (1 Cor. 7:29-31, V.M..). Las dos correcciones que la tradu­cción revisada (Inglesa, y también la nuestra Moderna) hace en el versículo 29 son importantes. En primer lugar, el apóstol establece que el tiempo es acortado (no meramente que es corto). En segundo lugar, que ello encierra un propósito, esto es, que el tiempo es acortado a fin de que los cristianos puedan tener una noción sabia de sus circunstancias temporales.
Dios ofrece dos aspectos de la pre­sente dispensación: uno con respecto a los inconversos, el otro con relación a los santos. Para los no salvos, el período es alargado. Dios es longánimo "no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepen­timiento" (2 Ped. 3:9). Para los san­tos, el lapso es acortado, y este hecho debiera gobernar sus vidas. El após­tol ha sido acusado de tener una noción errónea tocante al regreso del Señor como "cercano, a las puertas", pues la presente era ha durado casi dos milenios y el segundo advenimiento del Señor, con el cual finaliza, aún no ha tenido lugar. Pero el error está en aquellos que hacen esos cargos. Bajo la inspiración de Dios, Pablo ha escrito no solo para los santos de sus días sino también para otros. Su men­saje iba dirigido a los de cada genera­ción a través de este "siglo" (era). El propósito de Dios era que la expec­tativa de la vuelta del Señor caracte­rizara a los cristianos de todos los tiempos. La actitud de la iglesia de Tesalónica debería haber sido la de los santos desde sus días hasta los nuestros. Ellos se convirtieron de sus ídolos a Dios para servirle y para "esperar a su Hijo de los cielos". Para ellos el tiempo era corto. Su servicio estaba caractizado por la expectación; su expectativa era compa­tible únicamente con un servicio rea­liza la de todo corazón. Expectación por el retorno del Señor era la cons­tante actitud del apóstol mismo, como se evidencia a través de sus Epístolas. En su carta a Tito, cronológicamente su última con excepción de una, todavía él enseña lo mismo. Debemos anhelar ardientemente "aquella esperanza bienaventurada, y la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nues­tro Jesucristo" (Tito 2:13).
         El mensaje a los santos en Corinto, entonces, es un mensaje para todos nosotros. La providencial extensión de la dispensación a su límite presente no debilita el argumento del apóstol, la Palabra de Dios no debe ser inter­pretada por hechos históricos. Por el contrario, los hechos de la historia deben ser observados a la luz de las Escrituras.
No debemos, pues, malentender el significado del pasaje suponiendo que cuando el apóstol dice que los que tienen esposas deben ser como los que no la tienen, sus palabras tienen como finalidad ofrecer una idea inferior de la relación marital que la enseñanza dada por él mismo en otras partes del Nuevo Testamento. Tampoco que, cuando dice: "Y los que lloran como... los que no lloran; y los que se huelgan (regocijan), como los que no se huelgan (regocijan), V. M.", trata de inculcar una noción estoica en cuanto a la tris­teza y el gozo. Sus referencias de sus propias lágrimas y alegrías son un repudio de idea tal. Lo que efectivamente enseña es que el cristiano jamás debe abandonarse a los intereses de esta vida. Nada que sea terrenal de­bería ser la aspiración do nuestras vidas. Tristeza y gozo no deben engrosar nuestras mentes en detrimento de nuestra devoción a Cristo y de nuestra expectativa de su regreso. Por profundos y reales que fuesen nuestros goces y pesares, éstos deben ser atemperados por el poder de esa esperanza. Muros intereses terrenales palidecen hasta la insignificancia a la luz de su venida y todo lo que ella significa. El creyente debe llevar a cabo cada cosa como si hubiese recibido aviso de partir. ¡Imaginémonos a un israelita que, pese al inminente éxodo de la nación, de Egipto, entrara en sociedad con un egipcio!
La perspectiva de nuestra rápida salida de esta escena debería mantener latente en nosotros el debido sentido de desembarazo con respecto a los asuntos de esta vida. Lo cual no sig­nifica carencia de diligencia en la con­ducción de nuestros negocios. Algunos de los santos de Tesalónica no tuvieron esto en cuenta; de aquí la exhortación del apóstol en el sentido de que ellos debían atender sus negocios y trabajar con sus manos para poder conducirse honestamente para con los de afuera. La esperanza del regreso del Señor no debería servir solamente como un ali­ciente para sus sufrimientos, sino también para contrarrestar la indolen­cia. Existe una usanza de este mundo que es totalmente consistente con nuestras relaciones para con el otro. El peligro reside en el abuso o, qui­zás, como reza el margen, en usar de él en su plenitud. Hay un abuso que consiste en un super-uso. El valor real de todas nuestras acciones se determina por nuestra actitud hacia Cristo. Si es que no llegamos a ser "perezosos en los negocios", es por­que deberemos estar "sirviendo al Señor". El apóstol recomienda a los santos en Corinto que, como con esen­cial propósito, puedan "asistir al ser­vicio del Señor sin distracciones" (7: 35, V.M.). Permitamos que nuestras ocupaciones se centralicen en Cristo y viviremos como si para nosotros el próximo suceso fuese su aparición. Sirviendo al Dios vivo esperaremos a su Hijo de los cielos. El que estima en su verdadero valor las cosas que no se ven, las cosas eternas, se guarda­rá a sí mismo de envolverse en las cosas que se ven, las cuales son tem­porales. El que realiza que, "el tiempo es acortado" y que "la apa­riencia de este mundo se pasa", usará de este mundo solo de manera que por ello sirva al Señor y espere su regre­so. Un desprendimiento de las cosas de esta vida nos capacitará para asir­nos firmemente de la vida eterna. Al mismo tiempo "echar mano de la vida eterna" nos hace "ricos en buenas obras, dadivosos; que con facilidad comuniquemos", "listos para toda buena obra" y para hacer bien "a to­dos los hombres". Al ligarnos a Cris­to, lo cual hace que nos desliguemos de este mundo, somos aptos para vivir en él como Él vivió, "el cual anduvo haciendo bienes".
La enseñanza inculcada por el após­tol se levanta en marcado contraste con las nociones generales de aquel tiempo. Para el hombre del mundo no había nada más allá de esta vida. Su gran recurso consistía en entre­garse a cuanto placer o negocio el mundo le ofreciese. Si era posible obtener goces terrenales, ellos serían ansiosamente perseguidos. Si viniesen penas, su dolor era inaguantable y conducía indefectiblemente a una de­sesperación irreparable. Tal era la meta hacia la cual el materialismo dirigía a la sociedad de entonces. ¿No persigue el mismo fin el materialismo con los hombres de hoy en día? El Nuevo Testamento fue escrito durante uno de los más oscuros períodos de la historia antigua. Tanto política como moralmente las cosas habían llegado al nivel más bajo. Desastre tras desas­tre, todo aparecía rodeado de tinieblas. Se creía que tanta miseria no tendría fin. Existía una aprensión general de que una crisis se aproximaba. Enton­ces, el mensaje que el pueblo del Se­ñor necesitaba, fue justamente el que dio el apóstol: "La apariencia (modas, costumbres, etc.) del mundo -dice él- se está pasando". La frase usada es la que indica un cambio de escena en un drama, en el cual, mientras una escena es representada, se prepara la siguiente. Era en vista de otra escena que la vida de los santos debía ser vivida. El regreso del Señor era tan importante, tan inminente, que les im­pediría estar absorbidos en los transi­torios eventos del tiempo.
Esa es justamente la situación en que estamos en el día de hoy. Existe en verdad un notable paralelo entre las circunstancias imperantes en aquellos tiempos, descriptos ya brevemente, y el estado de cosas que prevalece hoy en el mundo. Las naciones han pasado a través de terribles juicios última­mente, pero éstas aparentemente han dejado a las masas, comparativamente hablando, inconmovibles. Persiste, sin embargo, una expectación general de que algo amenaza degenerar en una crisis. ¡Cuán aplicables son, por lo tanto, a nosotros las palabras del apóstol! ¡Cuán necesario que preste­mos oído a sus exhortaciones y con­templemos las cosas de esta vida a la luz del pronto regreso del Señor! De­cir que, cual los santos del pasado estaban equivocados en cuanto a la cer­canía de su venida, nosotros debemos estar en el mismo error ahora, equi­vale a decir: "Mi Señor se tarda en venir". ¡Realicemos más bien que "el tiempo de nuestra redención está cerca" y levantemos nuestras cabezas en go­zosa anticipación de tal acontecimiento! Que la vuelta de nuestro Señor sea tan real que regule nuestras visiones, di­rija nuestras energías y amolde nues­tras vidas. Entonces, bajo la influen­cia de tanta brevedad de tiempo para nuestro servicio y del eterno galardón por la fidelidad, hagamos el mejor uso posible de nuestros talentos y oportu­nidades y "despendamos y seamos despendidos" (o, gastados) para la gloria de nuestro Redentor.
Traducido del inglés por F.A. Franco

Sendas de Luz, 1969

El amor para con todos los santos

“Por esta causa también yo, habiendo oído de vuestra fe en el Señor Jesús, y de vuestro amor para con todos los santos” (Efesios 1:15)

“Vuestra fe”
En esta epístola, pues, tenemos estas dos oraciones. Al introducir aquí la primera, el apóstol dice: “Por esta causa también yo, habiendo oído de vuestra fe en el Señor Jesús, y de vuestro amor para con todos los santos” (Efesios 1:15). Puesto que nuestro amor sugeriría el pensamiento de algo de parte del hombre que nos daría importancia a nosotros, el apóstol —aunque iba a hablar del amor hacia los santos— introduce su tema por la “fe”, por cuanto eso nos remite a Su amor por nosotros más bien que a nuestro amor por Él.
       
Un amor irrestricto
 “Por esta causa” —dice el apóstol—  “habiendo oído de vuestra fe en el Señor Jesús”, y luego da la consecuencia de esto: “y de vuestro amor para con todos los santos”. Ésta es una palabra muy importante para juzgar respecto de nuestro amor. Todos tenemos la tendencia a formar un círculo selecto aun entre los hijos de Dios; a tener nuestros hermanos preferidos, a aquellos que más nos agradan, cuyos pensamientos, sentimientos y costumbres son más o menos los mismos que los nuestros, o, al menos, que no representan una prueba demasiado grande para nosotros. Pero no es ése el amor hacia los santos. Hay en ello un amor más a nosotros mismos que a ellos. A la carne le gusta lo que nos resulta agradable, lo que no nos causa dolor, la gratificación, si cabe, de las amabilidades naturales. Todo eso se encuentra fácilmente allí donde no existe un auténtico ejercicio de la nueva naturaleza, ningún poder eficaz del Espíritu de Dios operando en nuestros corazones. Siempre debemos probar nuestras almas, y preguntarnos dónde estamos a este respecto. ¿Es el Señor Jesús el motivo predominante y el objeto principal de nuestros corazones? Nuestros pensamientos y sentimientos respecto de todos los santos, ¿los formamos con Cristo y por Cristo?

Diversidad del amor y juicio del mal
Admito plenamente que el amor hacia los santos no puede ni debe revestir la misma forma hacia todos. Es menester que se ejerza en la energía y la inteligencia del Espíritu, de manera variada según la naturaleza del llamado hecho al amor. Si, por una parte, uno debe amar incluso a una persona que está bajo disciplina, por otra parte sería un muy grave error suponer que nuestro amor debe manifestarse de la misma manera que si tal persona no estuviera bajo disciplina. Uno no deja de amarlo: en realidad, uno nunca está en la posición y el espíritu correctos para ejercer la disciplina con el Señor en ausencia de amor, sin que tenga lugar un justo aborrecimiento del pecado, y puede que indignación, pero con una verdadera caridad hacia la persona. Si no estamos en este estado de corazón, es mejor esperar, contando con Dios, hasta el momento en que podamos ocuparnos del caso en un espíritu de gracia divina. Es necesario, naturalmente, actuar con justicia, pero incluso cuando uno se ocupa de su propio hijo, no debería castigarlo bajo el efecto de la pasión. Todo lo que no es más que el resultado de un impulso súbito, no es un sentimiento que glorifica a Dios respecto del mal. Ésta es la razón por la que, en los casos de disciplina, debe haber juicio de sí mismo, y también una gran paciencia, a menos que el asunto fuese tan flagrante que cualquier vacilación al respecto sería una culpable debilidad, o una falta de decisión y de celo por Dios. Pues algunos pecados son, en efecto, tan ofensivos contra Dios y los hombres, que, si se tuviera profunda conciencia de Su santidad y de la obediencia que le es debida, se vería la necesidad imperiosa de actuar al respecto con una energía solemne, y, por decirlo así, inmediatamente. Dios quiere que el campo de actividad del pecado, sea el lugar del juicio de este pecado, según Su voluntad.
Supongamos que se haya hecho algo en la asamblea públicamente, se introduce una falsa doctrina en medio del pueblo de Dios; si hay poder de Dios, y si hay un corazón por Sus derechos, habrá de ser un deber respecto a Su Majestad tratar el caso sin demora. Esto queda bastante claro según la Palabra de Dios: en caso de hipocresía positiva y mentira contra Dios, hallamos la prontitud de acción del Espíritu Santo, por medio del apóstol, en la misma presencia de la Iglesia, para juzgar inmediatamente el fraude que se intentaba respecto a Aquel que tiene allí Su morada (Hechos 5). Niego que haya habido falta de amor en este asunto: era más bien lo que debía necesariamente acompañar la acción del amor divino, por el poder del Espíritu Santo, en la asamblea, o al menos por medio de Pedro, como instrumento especial de Su poder en medio ella. Era, sin duda, un juicio severo, pero era el fruto de un deseo profundo del bien de los santos de Dios, y de un sentimiento de horror ante el pensamiento de que tal pecado pudiera encontrar algún apoyo y refugio entre ellos, así como también de que el Espíritu Santo pudiera ser deshonorado de manera tan vil, y entristecido, junto con la Iglesia entera, si se toleraba este pecado.
Pero en los casos ordinarios, este mismo amor espera, y deja tiempo para reconocer la falta y arrepentirse. En nueve de cada diez casos, se cometen faltas cuando se actúa precipitadamente, porque somos propensos a ser celosos de nuestra propia reputación. ¡Oh, qué poco hacemos realidad el hecho de que hemos sido muertos y crucificados con Cristo! Experimentamos el escándalo, o lo que afecta los pensamientos del público: pero no está allí el poder del Espíritu Santo, sino sólo el egoísmo que opera en nuestros corazones. No nos gusta perder nuestra reputación, ni participar del dolor y la vergüenza de Cristo en aquellos que llevan Su nombre. Seguramente que no es cuestión de tratar ligeramente lo que está mal: esa actitud jamás es conveniente, tanto en lo que toca a asuntos graves como a asuntos menores. Nunca debiéramos justificar tan siquiera el menor de los males, ni en nosotros, ni en los demás, sino que debemos acostumbrar nuestras almas a tener el hábito de juzgar lo que deshonra el nombre del Señor, aun si se tratase tan sólo de una palabra dicha con precipitación. Si comenzamos a no tener cuidado con respecto a pequeñas faltas, nada nos preservará de graves pecados, excepto la pura misericordia de Dios. Si el amor hacia todos los santos obrase en nuestros corazones, habría menos precipitación.
A veces interpretamos erróneamente las cosas, e intentamos, en la medida de lo posible, presentar un cuadro muy oscuro, mientras que el mal es sólo aparente. Cuidémonos de juzgar según la primera impresión, cuando la realidad puede revelarse de una manera totalmente distinta: ello no es un juicio justo. Debemos procurar juzgar las cosas con una mejor medida, y a la luz de Dios. En estos asuntos serios, tenemos el deber de estar seguros de las cosas, y no actuar sobre la base de simples sospechas. Todo juicio, si es según Dios, debe resultar de lo que es conocido y cierto, no de conjeturas, las cuales son demasiado a menudo el efecto de una infundada pretensión de tener una espiritualidad superior. La importancia de eso la vemos constantemente; si nuestras almas fuesen más simples a este respecto, se cometerían menos faltas.
Cuando el corazón es sincero, Cristo tiene el primer lugar; y luego, “todos los santos” vienen a ser el objeto de nuestro amor. Si dos personas están en falta, siendo una de ellas un favorito de primer orden, mientras que con la otra no simpatizamos sino poco, huelga decir que esta última está en gran peligro de ser eliminada. El objeto de mi aversión se verá envuelto de una nube que oscurecerá la verdad, sin importar cuán evidente sea ésta para el más desapasionado. Al contrario, el favorito encontrará de quien contrapesar las pruebas de su culpabilidad en la reticencia de sus amigos a decir cualquier cosa desfavorable a su respecto. En tales circunstancias, estos sentimientos, por una y otra parte, están en completo desacuerdo con el pensamiento de Dios. Tanto el favoritismo como los prejuicios son condenados claramente por la preciosa Palabra de Dios. “La sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía” (Santiago 3:17).

Detalles sobre la manifestación del amor hacia todos los santos
Hay un deber de amor “para con todos los santos” porque son santos. Se manda a amarlos, porque Dios los ha separado y los ha introducido en una relación eterna con él, y tal es el único verdadero amor cristiano hacia los santos. La gran dificultad que siempre enfrentamos consiste en hacer que todos nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestros actos dimanen de esa base. Que no se me vaya a mal interpretar. No quiero decir que esté mal tener amigos. Nuestro Señor los tenía. Amaba a Juan como no amaba a los demás; pero bajo otro aspecto, amaba a todos por igual; eran Sus santos y, por eso, eran incomparablemente preciosos a Sus ojos. Podía apreciar la fidelidad de algunos de Sus siervos; podía tener que animar, reprobar o corregir a todos los que le rodeaban. Es necesario dejar lugar para todas estas cosas. La gran base del amor para con todos los santos permanece en pie. Pero está claro que no estamos obligados a revelar nuestros asuntos de carácter personal a todos los santos únicamente por el hecho de ser santos. Los santos, por ejemplo, no son siempre los hombres más sabios. Y si bien no debemos dejar de reconocer su posición de santos, no estamos obligados a exponer nuestras dificultades a todos, ni tampoco a ir a buscar consejo en lo que puede requerir de madurez de juicio espiritual, ante aquellos que pueden no ser de ninguna ayuda en el asunto. El amor debe estar siempre presente.

Filipenses 2:3
Esto introduce el valor del principio divino: “estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (Filipenses 2:3). Sostengo que esto es cierto de todos los santos. Puede tratarse de uno que tenga poca idea de las cosas, pero que, sin embargo, tiene a Cristo ante su alma. Quizá sea muy ignorante y muy tonto; quizá demasiado precipitado en su espíritu, caracterizado por fuertes prejuicios, pobre en simpatía, sin valor como consejero; pero si es, de manera evidente, un alma que se aferra a Cristo, y que lo valora por sobre todas las cosas, ¿no debo acaso considerarlo superior a mí mismo? ¿Es que no veo en él aquello que reprende mi alma, aquello que me renueva y me edifica, mucho más que si fuese simplemente el amigo más fiel y el consejero más sabio? En el menor de los santos de Dios, está a la vez lo que alegra y lo que humilla nuestro corazón. No debo estimar a una persona por las cualidades que no posee: Dios no nos hace ver, ni puede hacernos ver, lo imaginario. Al contrario, qué bueno es acordarse cuán preciosos son todos los santos como tales. Mostradme los más débiles y los más difíciles de soportar de todos ellos; a pesar de ello, se puede y se debe cultivar un respeto real y verdadero hacia ellos, como hijos de Dios. Lo importante no es sólo que Dios es por ellos, sino lo que es de Cristo en ellos; esto basta para recomendarlos, por encima de cualquier otra consideración, a aquel que valora la comunión con el Padre y con el Hijo.
Cuando pensamos en nosotros mismos, ¿no debiéramos, al contrario, examinar cuántas cosas hay en nosotros que no son según Cristo? ¡Que podamos experimentar siempre aquello en que faltamos y entristecemos al Espíritu de Dios! Eso tendría por efecto rebajar, e incluso echar por tierra, la propia estima que tenemos de nosotros mismos. ¿Podríamos tener un concepto tan elevado de nosotros mismos si percibiésemos, como debiéramos, nuestros excesivos y, desgraciadamente, tan frecuentes fracasos, en presencia de la rica y perfecta gracia de Dios para con nuestras almas? En cuanto a los demás, si tuviéramos ante nosotros, no sus defectos, sino el amor de Cristo por ellos, Su vida en ellos, y la gloria que les está reservada, ¿cuál sería el efecto? “El amor para con todos los santos”. Cristo discernido en los santos, he aquí el poder del amor que Él querría ver expandirse hacia ellos. Puede haber ciertas circunstancias en las cuales tuvimos confianza que Dios manifestaría a determinada persona como uno de Sus santos, persona por la cual hemos orado y cuyo bien procuramos de todas las formas posibles, y, sin embargo, he aquí que llega un momento y circunstancias en las que sería un pecado asociarse a ella como cristiano. Hablo de un caso en el cual la persona, por alguna mancha de carne o de espíritu, trajo deshonra sobre el nombre del Señor. Pero aunque debamos, por algún tiempo, abstenernos de toda expresión de relaciones de amor, sin embargo, el amor encuentra siempre algún medio de mostrarse, aunque a veces sólo pueda hacerlo en la presencia de Dios, fuera de los ojos de los hombres. Entonces, en cuanto a la manera de mostrar el amor, debemos buscar en la Palabra de Dios. Pero el principio general no puede ponerse en duda, a saber: que Dios quiere poner a todos los santos en nuestro corazón. Él los lleva a todos en Su propio corazón, y quiere que nosotros cultivemos esta anchura de afecto por la familia.

EL REINO DE MIL AÑOS (Parte I)


         La esperanza cristiana, está en la venida del Señor para operar la primera resurrección - la resurrección de entre los muertos - y la transformación de los creyentes aun en vida sobre la tierra en aquel momento. Nosotros tenemos la tendencia a retener este primer acto de su venida, porque ello nos concierne directamente y constituye para nosotros el fin de los sufrimientos, ¿conocemos, al menos en parte el segundo acto, la aparición del Señor en gloria para el ejercicio de los juicios - guerrero y juez (Apocalipsis 19:11-21; 2 Tesalonicense 1:6-10; Mt 25:31-46) - juicios que deben preceder y conducir al establecimiento del reino milenial? ¿En este dominio, como en bien de otros, no nos lleva a pensar que debemos abordarlo con mayor interés, y meditar en lo que es el Señor y su gloria? Sin duda, cuando sea inaugurado el reino milenial nosotros ya habremos sido arrebatados - "...Para encontrar al Señor en el aire" "Cambiados”, "Transformados", llegados a ser "Semejantes a Cristo" (1ª Tesalonicenses 4:17; 1ª Corintios 15:51; Filipenses 3:21; 1ª Juan 3:2). ¿Más podemos nosotros ser indiferentes al acontecimiento en donde el Señor será un día exaltado sobre la tierra, donde Él ha sido menospreciado, rechazado y crucificado? ¿No debemos nosotros regocijarnos en el pensamiento de esto, que aquello que Cristo ha dicho por la palabra profética será entonces cumplido: *Seré exaltado entre las naciones; enaltecido seré en la tierra" (Sal 46:10)? De tal modo que la consideración de los diferentes pasajes de la Escritura que nos pueden hablar del reino de mil años debe ser para nosotros de un profundo interés, evocando en nuestras almas las glorias de Cristo y la bendición que el traerá a la tierra que un día fue "Sujeta a vanidad”, en la "esclavitud de la corrupción", más gozará entonces "A la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Romanos 8:10-21). La meditación de este tema es de natural regocijo para nuestros corazones cuando nos ocupamos de lo que Él ha ganado, por su muerte en la cruz, el derecho a la dominación universal que será suya y del cual nos habla el Salmo 8.
         Nosotros no deseamos en las páginas siguientes y en la posibilidad que nos es dada, tomar todos los pasajes de la Escritura que nos hablan del reino y de las bendiciones de las cuales gozaran entonces Israel, y las Naciones. Nosotros nos proponemos considerar solamente algunos que parecen suficientes para dar un simple resumen del tema, sin entrar en muchos detalles.
         Cuando "Vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera* (Génesis 1:31). Más el pecado ha entrado en el mundo por la desobediencia del primer hombre (Romanos 5:12). "Porque la creación fue sujetada a vanidad, no por su propia voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza”, (es decir Adán, el hombre pecador) por lo cual, "Toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora" (Romanos 8:20,22). Los esfuerzos del hombre en el pasado, los que él despliega aun hoy día y lo que él se ha propuesto hacer en el porvenir, todo ello no puede sino manifestar su total imposibilidad de restablecer esto que él ha arruinado, para sacar la creación del estado en el cual ella se encuentra, en la liberación de "La esclavitud de corrupción". Solo, la venida de Cristo en su reino traerá la "Libertad gloriosa de los hijos de Dios". Esto es el establecimiento del reino de mil años que traerá a la creación la liberación, al Israel de Dios la sanación y la prosperidad (Malaquías 4:2), a Cristo la gloria terrenal que Él merece: "Será engrandecido y exaltado} y será puesto muy en alto", "Así asombrará él a muchas naciones; los reyes cerrarán ante él la boca...” (Isaías 52:13,15).

Eventos que seguirán al arrebatamiento de la Iglesia.
 Apostasía y anarquía
         De los eventos, anunciados en los libros de los profetas, seguirán el arrebatamiento de la Iglesia y precederán la inauguración del reino. El Santo Espíritu será quitado de este mundo al mismo tiempo que la Iglesia, ya no estará más aquí abajo ni "Lo que lo detiene", “Ni quien al presente lo detiene" (2ª Tesalonicenses 2:6-7). En consecuencia, del punto de vista religioso esto será el pleno desarrollo de la apostasía, con la revelación del "hombre de pecado" (2ª Tesalonicenses 2:3).
         La segunda bestia de Apocalipsis 13, en otros términos aun: El anticristo; Tanto que aun desde el punto de vista político, él trastornará el orden establecido, terminando rápidamente en un estado de anarquía tal, que cuando aparezca la primera bestia de Apocalipsis 13, el jefe del Imperio romano, será reconstituida en una confederación de diez reinos (Daniel 7:7-8 y 23-25; Apocalipsis 13:1 y 17, 3, 12-14) los hombres le rendirán adoración "diciendo: ¿Quién como la bestia, y quien podrá luchar contra ella?" (Apocalipsis 13: 4).

Retorno de los Judíos a Palestina
         Por otra parte, el retorno de los judíos a Palestina, ya ha comenzado en el presente, y prosigue rápidamente (ver Isaías 18:1,2,7); la mayoría del pueblo quedará en la incredulidad y la apostasía - estas son las "dos partes" de Zacarías 13:8 - mientras que será formado en medio de ellos un remanente piadoso - la "tercera" la cual es el asunto en el mismo versículo - llamados a atravesar la "gran tribulación" (Zacarías 13:9) y reconocidos como el pueblo de Dios. Los judíos reconstruirán el templo en Jerusalén y recibirán al Anticristo, así como el Señor lo declaró cuando estaba en medio de este pueblo: "Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere en su propio nombre, a ese recibiréis" (Juan. 5:43). El anticristo es la segunda bestia de Apocalipsis 13, es también "el rey" de Daniel 11:36; este "rey", que será un judío, "Del Dios de sus padres no hará caso", él "se engrandecerá sobre todo dios; y contra el Dios de los dioses hablará maravillas”. Todo este pasaje del libro de Daniel (11:36-39) nos dice algunas cosas de la actividad del Anticristo en esos días. En medio de la última semana profética (Daniel 9:27) él se sentará en el templo, "Se sienta en el templo de Dios como Dios" y se hará adorar como tal” (2ª Tesalonicenses 2:3-4).

         En el centro de tal estado de cosas y siendo que no ha comenzado la última semana profética, Dios manifestará un hecho de su gracia al hacer predicar el evangelio del reino. Durante este periodo, dos clases de personas serán salvas: Los ciento cuarenta y cuatro mil sellados de Apocalipsis 7:1-8, y por otra parte los gentiles (9-17); más para los que en el día actual han rehusado aceptar el evangelio de la gracia, estas personas no podrán ser salvas: "Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad!, sino que se complacieron en la injusticia" (2ª Tesalonicenses 2:11-12). Ellos no han querido creer a la verdad en el día de la gracia, ellos creerán entonces a la mentira. Terrible suerte de todos los que han de estar sobre la tierra en la venida del Señor, ¡Los qué no han recibido a Jesús como Salvador!

La gran tribulación
         Entonces, en medio de la última semana profética, el anticristo "tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios", los judíos piadosos huirán de Jerusalén, según las directrices dadas por el Señor mismo (Mt 24:15 en adelante); Él no se dejará en la ciudad este pequeño remanente, "un pueblo humilde y pobre" del cual habla el profeta Sofonías (3:12). Esto será entonces "la gran tribulación"; ella traerá a los fieles de Israel a confesar el pecado de la nación, culpable de haber violado la ley de Dios, de haber rechazado y crucificado a su Mesías y enseguida, menospreciando el testimonio del Espíritu Santo. Jeremías 30:7 y Daniel 12:1, entre otros pasajes, que anuncian esta "gran tribulación", llamado "el tiempo de angustia para Jacob" en el primero de los dos pasajes, y "Será tiempo de angustia, cual nunca fue desde que hubo gente hasta entonces" en el segundo. Es de ella igualmente que habla el Señor en los versos de Mateo 24 ya citados y en Marcos 13:14, y siguiente. Todos estos pasajes dicen lo que será esta tribulación, "Cual nunca ha habido desde el principio de la creación que Dios creó, hasta este tiempo, ni la habrá" (Mr. 13:19). Ella atañe más particularmente a los judíos, mas también a los otros pueblos, puesto que dice que la "Gran multitud, la cual nadie podía contar de todas las naciones y tribus y pueblos y lenguas", multitud que ve Juan en la escena que relata en el capítulo 7 de Apocalipsis, que está constituida por los que *vienen de la gran tribulación” (v.9 y 13 al 17).



Acción de Satanás por medio de las dos bestias de Apocalipsis 13

         La actividad del anticristo se ejercerá, al menos mientras por un período, en acuerdo con el jefe del Imperio Romano y constantemente bajo la instigación de Satanás, el *dragón" de Apocalipsis 13:4. Satanás es el "dios de este siglo" (2ª Corintios 4:4), el príncipe o jefe de este mundo (Juan 12:31; 14:30; 16:11); bajo su primer carácter, él se manifiesta por medio del Anticristo, bajo el segundo por medio de la cabeza de los diez reyes - esto es decir por medio de las dos "bestias" que ejercerán, la una el poder religioso (el Anticristo), y la otra el poder político. Es así que él responderá a las dos grandes aspiraciones del corazón del hombre.

Doctrina. El Pecado (Parte VIII, continuación)

VIII.      PECADOS. (continuación)


Matar
         Este pecado está expresamente prohibido en Éxodo 20:13. Y no solo ahí quedó prohíbo quitar la vida a otras personas, sino que desde tiempos  posteriores al diluvio, Dios lo había prohibido (Génesis 9:5). Y este mandamiento quedó reafirmado por el mismo Señor Jesucristo, expresando que no solo podemos matar físicamente a nuestro prójimo, sino también con nuestras palabras ofensivas.  Escuchemos al Señor: “Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego”  (Mateo 5:22).

Artes oscuras.
         Con esta expresión queremos abarcar todas las expresiones esotéricas y espiritistas que existan, ya que claramente utilizan,  para responder a sus consultas, a espíritus malignos. A Israel se le mandó no hacerlo, como cristianos debemos tener el mismo pensamiento, sabiendo que Dios no cambia de parecer, porque Él es inmutable. Se le dijo a Israel: “No sea hallado en ti quien haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, ni quien practique adivinación, ni agorero, ni sortílego, ni hechicero, ni encantador, ni adivino, ni mago, ni quien consulte a los muertos. Porque es abominación para con Jehová cualquiera que hace estas cosas, y por estas abominaciones Jehová tu Dios echa estas naciones de delante de ti” (Deuteronomio 18:10-12).
         Resaltemos la expresión “Porque es abominación para con Jehová cualquiera que hace estas cosas”, muestra lo repulsivo, asqueroso que era para Dios que seres humanos practicaran estas cosas. Israel[1] debía mantenerse aparte de estas actividades.
         En 1 Samuel 28:5-25 se nos relata sobre como Saúl recurrió a una adivina de Endor para hablar con Samuel transgrediendo la ley de Dios. Y en 1 Crónicas 10:13 menciona que Saúl tuvo que pagar las consecuencias de sus actos.  Hay otro rey que recurre a estas abominaciones, nos referimos a Manasés (2 Reyes 21:1-6; 2 Crónicas 33:1-9). Este rey  “hizo lo malo ante los ojos de Jehová, según las abominaciones de las naciones que Jehová había echado de delante de los hijos de Israel”. Edificó altares de los dioses que su padre había destruido; adoró a todo el ejército de los cielos; profanó la casa de Jehová; sacrificó a su hijo, etc.; “multiplicando así el hacer lo malo ante los ojos de Jehová, para provocarlo a ira”.  Por  toda la maldad que este rey cometió y que el pueblo siguió, el juicio de Dios fue decretado (2 Reyes 21:11-15).
         Dios manifestó explícitamente su desaprobación acerca de estos temas. Veamos que dice:
·        “No seréis agoreros, ni adivinos” (Lev 19:26).
·        “No os volváis a los encantadores ni a los adivinos; no los consultéis, contaminándoos con ellos. Yo Jehová vuestro Dios”  (Lev 19:31).
·        Habéis, pues, de serme santos, porque yo Jehová soy santo, y os he apartado de los pueblos para que seáis míos. Y el hombre o la mujer que evocare espíritus de muertos o se entregare a la adivinación, ha de morir; serán apedreados; su sangre será sobre ellos (Lev 20:26-27).
Es posible que el espiritismo y otras artes oscuras (cartomancia entre otras),  sean socialmente aceptados en nuestro medio y que forme parte de tu vida. Cada día vemos en los periódicos que personas de ambos sexos y de distinta condición social y aun de distintos colores de piel buscan el horóscopo para ver como se le anticipa el día, el mes y el año (Manasés recurría a estos elementos). Sea cual sea la fuente, el origen de esos designios son producto del estudio de una actividad que por Dios está prohibido, y porque el futuro le pertenece a Él[2]. Es posible que otros vayan a consultar a un médium (como lo hizo Saúl) para saber de algún pariente; y otros buscan hacer a alguien algún mal.
Sea la forma que tome estas “artes oscuras” es abominación para Dios y causa de juicio Divino para quienes lo practican. Quienes están detrás de estas actividades NO SON espíritus benéficos sino demonios.  Pablo expulsó uno que provocaba que una joven fuese una pitonisa, que adivinaba (Hechos 16:16) y daba ganancias a sus dueños.
Con lo que ya hemos dicho, queda claro que quienes toman contacto con éstas entidades están fuera de la voluntad del Creador y de no cambiar su actitud deberán sufrir las consecuencias de sus actos, como lo padeció Saúl y Manasés.
No sólo en el antiguo testamento se condena las prácticas ocultas,  en Gálatas 5:10  se cita expresamente a la hechicería entre las obras de la carne, y encontramos el testimonio de creyentes "...que habían practicado la magia trajeron sus libros y los quemaron delante de todos..." (Hechos 19:19).
Satanás está en posición de falsificar las señales y prodigios al punto de aparecer como ángel de luz (2 Corintios 11:14), de modo que engaña a quienes consultas a estas personas; creando doctrinas engañadoras (1 Timoteo 4:1). Por lo cual, quien quiera que sea el creyente y se sienta tentando a hacer una prueba  consultando alguna de estas artes oscuras,  recuerde lo que dice Dios en su Palabra: “Y si os dijeren: Preguntad a los encantadores y a los adivinos, que susurran hablando, responded: ¿No consultará el pueblo a su Dios? ¿Consultará a los muertos por los vivos? ¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido” (Isaías 8:19-20).
“¡A la ley y al testimonio!”
Efectivamente ahí deberíamos consultar, en palabra de Dios y oración debería ser nuestro medio para poner a los pies del Creador nuestras peticiones (Filipenses 4:6).
Y por último, ninguna de estas personas estará inscrito en el Libro de la vida, por ende, no será parte de la Iglesia gloriosa y santa (Apocalipsis 22:15).

Ira.
La ira se define como un enojo muy fuerte, profundo y violento, que es parte del ser humano, y es producto de sus emociones ante situaciones específicas, simplemente es la reacción ante determinada persona.
Cuando la ira se apodera del hombre, es generalmente una manifestación de la naturaleza pecaminosa del ser humano. La ira es un pecado porque siempre conlleva agresión contra alguien. Si bien es cierto que hay situaciones legítimas, la ira debe ir acompañada de un control racional. Podemos mencionar que cuando este control o dominio propio no está presente, puede provocar mucho dolor en las otras personas. Caín no controló su ira, se dejó cegar por ella, y mató a su hermano.
La ira “justa” es aquella que está dirigida contra la impiedad. El Señor Jesucristo cuando volcó las mesas de los cambistas y sacó los animales de templo de Dios lo hizo sabiendo que ellos recogerían las monedas y recuperarían los animales, pero no soltó las palomas porque no las podrían recuperar. Él estaba consciente de ello y simplemente les pidió que las sacaran (Juan 2:13-16). También vemos que en distintos pasajes vemos la ira divina sobre el hombre. La vemos en diluvio, lo vemos en juicio a Israel, la veremos cuando se juzgue a los pecadores en el futuro (Mateo 3:7; Juan 3:36; Efesios 5:6).
A los creyentes se nos aconseja apartarnos de ella (Efesios 4:31; Colosenses 3:8), y si nos enojamos debe ser sin pecado y no por mucho tiempo para no darle lugar al enemigo (Efesios 4:26-27). Sin embargo, el consejo primario es no tener ira aunque sea justa, puesto que si no tenemos dominio propio, esta puede ser usada por Satanás contra nosotros mismo. Podemos ser perseguidos, pero no por ello podemos airarnos contra nuestro prójimo, sino apoyarlo cuando la necesidad caiga sobre él, porque así amontonamos ascuas sobre él (Romanos 12:20).
Los hombres de la Biblia son tan humanos, que muchos de ellos han caído en pecados. La Escritura dice de él: “Y aquel varón Moisés era muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Números 12:3). Pero en determinada ocasión (Números 20:1-13), el pueblo le había agotado la paciencia, pues estos reclamaban por falta de agua y de alimentos en el medio del desierto. Consultado a Dios, Él iba a manifestar su poder para que no quedase duda que Él los cuidaba. Moisés se descontroló y dijo: “¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña?“. Dios le había pedido que le hablase a la roca y de esta brotaría agua.  “Entonces alzó Moisés su mano y golpeó la peña con su vara dos veces; y salieron muchas aguas, y bebió la congregación, y sus bestias”. La consecuencia de este acto irreflexivo producto de la ira fue contundentes, no sólo para Moisés, sino también para Aarón: “Y Jehová dijo a Moisés y a Aarón: Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme delante de los hijos de Israel, por tanto, no meteréis esta congregación en la tierra que les he dado”.  Moisés perdió la bendición de llevar al pueblo hasta la tierra que por cuarenta años habían “visto de lejos”. Un acto llevado por la ira sin pensar no solo afecta a uno mismo, sino que terceras personas se ven involucradas, y la gloria que Dios debió haber recibido, le fue negada.
Tengamos en cuenta lo que Santiago nos dice que «La ira del hombre no obra la justicia de Dios» (Santiago 1:20), por lo cual la insistencia es apartarnos de ella. Encontramos además otras Escrituras  que insisten una y otra vez en contra de este estado de ánimo (Salmo 37:8; Proverbios 12:16; 15:1; 19:19; 26:17; 27:4; 29:11; 2 Corintios 12:20; Gálatas 5:20; 1 Timoteo 2:8). Además somos  exhortados a ser sobrios (1Tesalonicenses 5:6; Tito 1:8; 2:2, 2:12; 1 Pedro 1:13; 4:7; 5:8), lo cual implica evidentemente sobriedad en su manera de actuar, el dominio de sus emociones, para gloria de Dios.
Por último, debemos tener cuidado que los “amigos” que no llevan a hasta la ira que son las enemistades entre hermanos, pleitos y celos.  Por eso se nos manda a no tener estas emociones en nosotros y si las tenemos en forma justa, desecharlas lo más pronto posible, porque de lo contrario podemos abrir la puerta al pecado, pasar a niveles superiores en desunión, como son las contiendas y disensiones. Tenemos en Filipenses a Evodia y Sintique, mujeres trabajadoras por la causa de evangelio, que no desecharon la ira, se provocó una desunión en ellas tan  profunda que  el mismo apóstol tuvo que intervenir (Filipenses 4:2-3).

Avaricia[3].
La avaricia es el deseo excesivo por la riqueza o las posesiones. Es una manía que atenaza a la gente, causándoles desear más y más. Es una fiebre que les lleva a anhelar cosas que en realidad no necesitan.
Vemos la avaricia en el hombre de negocios que nunca está satisfecho, que dice que se detendrá cuando haya acumulado una cierta cantidad, pero cuando ese tiempo llega, está ávido de más. También la vemos en el ama de casa cuya vida es una interminable parranda de compras. Amontona toneladas de cosas diversas hasta que su desván, garaje y despensa se hinchan con el botín. La notamos en la tradición de los regalos de navidad y cumpleaños. Jóvenes y viejos igualmente juzgan el éxito de la ocasión por la cantidad de artículos que son capaces de acumular. La palpamos en la disposición de una herencia. Cuando alguien muere, sus parientes y amigos derraman unas lágrimas fingidas, para luego descender como lobos a dividir la presa, a menudo comenzando una guerra civil en el proceso.
La avaricia es idolatría (Efesios 5:5; Colosenses 3:5). La avaricia coloca la propia voluntad en el lugar de la voluntad de Dios. Expresa insatisfacción con lo que Dios ha dado y está determinada a conseguir más, sin importar cuál pueda ser el coste.
La avaricia es una mentira que crea la impresión de que la felicidad se encuentra en la posesión de cosas materiales; tienta a la gente al riesgo, a la estafa y a pecar para conseguir lo que se desea; hace incompetente a un hombre para el liderazgo en la iglesia (1 Timoteo 3:3). Cuando la codicia lleva a los desfalcos, la extorsión u otros escándalos públicos, exige la excomunión del supuesto creyente (1 Corintios 5:11). Y si la avaricia no es confesada y abandonada, lleva a la exclusión del Reino de Dios (1 Corintios 6:10).

En la Escritura encontramos otros pecados, de los cuales bien nos haría estar alerta y desecharlos. A continuación listamos algunos de ellos.  La lista es la siguiente:
Malos pensamientos, hurto, maldades, engaño, envidia, maledicencia, soberbia, la insensatez, inmundicia, concupiscencias, embriagueces, orgías, disipación, idolatrías, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, contiendas, disensiones, herejías,  injusticia, perversidad, engaños, malignidades, maldad, murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia; glotonería (Marcos 7:21-23; 2 Corintios 12:21, Gálatas 5:19-21; 29; 1 Pedro 4:3; Apocalipsis 9:21; Efesios 5:5; 1 Corintios 5:11; Romanos 1:29-31; Lucas 23:4).
Además de  Ingratos, egocéntricos (amadores de sí mismo), impiedad, transgresión e iniquidad.
Estos quedan para que cada uno pueda realizar su propio estudio.



[1] Por ende, también el cristiano
[2] En Deuteronomio 29:20  dice “Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios”. Si bien el texto habla en relación con la Palabra revelada para nosotros de parte de Dios,  sin embargo queremos dar a entender que nada del futuro que nos toca vivir a nosotros debemos saberlo anticipadamente, porque el futuro “no nos ha sido revelado” y solo debemos vivir el presente.
Y en Hechos 1:7 el Señor dice “No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad”. Siguiendo el mismo razonamiento anterior, entendemos que lo futuro de nuestra vida está bajo el control de Dios mismo.
[3] Adaptado del libro “día en día” de William McDonald.

Meditación

“¿De qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle?” (Santiago 2:14).


Santiago no dice que el hombre del versículo de hoy tenga fe. El hombre mismo dice que la tiene, pero si realmente tuviera la fe que salva, tendría obras también. Su fe es un asunto de palabras nada más y esa clase de fe no puede salvar a nadie. Las palabras sin obras están muertas.
La salvación no se obtiene por las obras. Tampoco se consigue por la fe más obras. Más bien, es por la clase de fe que resulta en buenas obras.
¿Por qué, entonces, Santiago dice en el versículo 24 que un hombre es justificado por las obras? ¿No hay una clara contradicción con la enseñanza de Pablo, de que somos justificados por la fe? En realidad no hay contradicción. Ambas posiciones son ciertas. El hecho es que hay seis aspectos diferentes de la justificación en el Nuevo Testamento:
·        Somos justificados por Dios (Romanos 8:33), es él quien nos considera como justos.
·        Somos justificados por gracia (Romanos 3:24), Dios nos da la justificación como un don gratuito e inmerecido.
·        Somos justificados por la fe (Romanos 5:1), recibimos este don por creer en el Señor Jesucristo.
·        Somos justificados por la sangre (Romanos 5:9), la sangre preciosa de Cristo es el precio que se pagó por nuestra justificación.
·        Somos justificados por poder (Romanos 4:25), el poder que resucitó a nuestro Señor Jesucristo de los muertos es el que hace posible nuestra justificación.
·        Somos justificados por las obras Santiago  2:24), las buenas obras son la evidencia externa para todos de que hemos sido verdaderamente justificados.

No es suficiente testificar que tuvimos una vez una experiencia de conversión. Debemos demostrarla por las buenas obras que inevitablemente siguen al nuevo nacimiento.
La fe es invisible. Es una transacción invisible que ocurre entre el alma y Dios. La gente no puede ver nuestra fe, pero pueden ver las buenas obras que son el fruto de la fe salvadora. Mientras no vean las buenas obras tienen razón en dudar de nuestra fe.
La buena obra de Abraham fue su disposición a matar a su hijo como una ofrenda a Dios (Santiago 2:21). La buena obra de Rahab fue traicionar a su país (Santiago 2:25). La razón por la que fueron “buenas” obras es porque demostraron fe en Jehová. De otro modo habrían sido malas obras, es decir, asesinato y traición.
El cuerpo separado del espíritu está muerto. En esto consiste la muerte, la separación del espíritu del cuerpo. Asimismo la fe sin obras está muerta. No tiene vida, es impotente e inoperante.
Un cuerpo vivo demuestra que un espíritu invisible mora dentro de él. Así las buenas obras son la señal segura de que hay fe salvadora, invisible como es, habitando dentro de la persona.

Razones para Reunirnos

Al escudriñar las páginas del Nuevo Testamento, no se descubren mu­chas porciones que enseñen categórica­mente cómo y con qué fines debieran reunirse los creyentes, ni tampoco cuál debiera ser el orden a seguir en las distintas reuniones. Pero es muy no­table ver que están registradas las oportunidades en que, en los días apos­tólicos, solían reunirse los salvos para determinados propósitos. Esas narra­ciones son la guía que enseña a los creyentes de sucesivas generaciones sobre la forma en que debieran reunir­se, y cuáles debieran ser las finalida­des de sus reuniones. En los párra­fos que siguen se llama la atención a varios géneros de reuniones indicados en las Santas Escrituras.
Después de resucitado el Señor, instruía a sus discípulos a que se que­dasen en Jerusalén hasta que fuesen investidos de potencia de lo alto (Lucas 24:49). Obedientes, ellos permane­cieron en la ciudad, y "perseveraban unánimes en oración y ruego" (Hechos 1:14). Aumentaba su número hasta que se formó una compañía como de ciento veinte (Hechos 1:15). Reunidos ellos el día de Pentecostés, y es de suponer que "todos permanecieron unánimes en oración y ruego", "de repente... fue­ron todos llenos del Espíritu Santo" (Hechos 2:1-4). Así nació la iglesia mientras "estaban todos unánimes jun­tos". Estas reuniones son las prime­ras anotadas en el libro de Los Hechos, y subrayan la gran importancia de reu­niones de oración. Luego, se debe re­cordar que, tiempo más adelante: "la iglesia hacia sin cesar oración a Dios" por Pedro, y, después de ser liberado por el ángel, "llegó a casa de María la madre de Juan... Marcos, donde mu­chos estaban juntos orando" (Hechos 12:5-12). A pesar de que el asombro de los reunidos evidenciara la falta de una viva expectativa hacia una inmediata contestación a sus oraciones, se ma­nifiesta que Dios oye en los cielos los ruegos de los suyos.
Otra ilustración de reunión de ora­ción se halla en Hechos 13:1-3. Mien­tras los reunidos ministraban al Señor, "dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra para la cual los he llamado. Entonces, habien­do ayunado y orado, y puesto las manos encima de ellos, los despidieron" (o, mejor: "les dejaron ir"). Al comienzo de una gran obra misionera, los reuni­dos encomendaron por oración a Dios a los siervos que él mismo había llamado, dejando así un gran dechado para los creyentes de los siglos que habían devenir con respecto a los sier­vos a quienes Dios eligiera para llevar el evangelio a los de afuera, en cuanto a su responsabilidad de apoyarles me­diante la oración. Además, les pusie­ron las manos encima, indicando así su identidad con los enviados, como tam­bién su comunión con ellos en la obra.
Terminada la gira de evangelización, se volvieron a Antioquia los dos siervos, y "reunida la iglesia, relataron cuán grandes cosas había Dios hecho con ellos, y cómo había abierto a los Gen­tiles la puerta de la fe" (Hechos 14:27). ¡Qué reunión misionera! Otro dechado para el día de hoy.
Volviendo atrás, al capítulo 2 de Los Hechos, allí se lee de una gran reunión al aire libre. A lo menos, tomando en cuenta el detalle anotado en el capítulo, es de suponer que una tan grande can­tidad de personas no pudiera reunirse sino al aire libre. Fue una reunión de predicación del evangelio, con resulta­dos asombrosos. Durante siglos los creyentes han seguido el ejemplo, y, con grandes compañías, o con poca gente, han anunciado en el aire libre las noticias gratas de salvación, y mu­chas son las almas que han sido guia-1- das por el Señor en semejantes reunio­nes. Que sigan animándose los cre­yentes en la obra al aire libre, ya que el Señor ha puesto a ese trabajo su sello de aprobación, salvando a almas preciosas.
En varias partes de las Escrituras se mencionan reuniones de ministerio de la Palabra y de enseñanza, no sólo en el Nuevo Testamento, sino también en el Antiguo. El antiguo recuenta cómo convocaba Moisés a los Israelitas en el desierto, y les enseñaba lo que Dios había revelado. Pasando por en­cima muchas convocaciones para la enseñanza de la Palabra, apuntadas en los libros históricos del Antiguo Tes­tamento, se lee en Nehemías capítulo 8 como "se juntó todo el pueblo como un solo hombre" (v. 1), y todos oían la lectura de la ley de Dios, como asi­mismo su exposición. Ciertos siervos nombrados de entre los Levitas: "ha­cían entender al pueblo la ley" (v. 7). Grande es el privilegio espiritual que se deriva en reuniones en las cuales se enseña la Palabra de Dios, haciendo entender a los concurrentes el signifi­cado de las Santas Escrituras.
En el Nuevo Testamento se lee cómo, en Antioquía, Bernabé y Saulo "por el espacio de un año entero se reunieron con la iglesia, y enseñaron a mucha gente" (Hechos 11:25-26 - Versión mo­derna de Pratt). La "Versión Revisada de 1960" reza: "se congregaron allí todo un año con la iglesia, y enseñaron a mucha gente". Muy favorecida fue la iglesia en Antioquía por tener como enseñadores suyos estos escogidos y doctos siervos del Señor. Y hoy en día es el privilegio de las asambleas tener en el Nuevo Testamento los escritos del apóstol Pablo y otros inspirados siervos de Dios, y es menester que se reúnan los creyentes para escuchar la lectura de esos escritas y la exposición de ellos. Es imprescindible que los creyentes presten la debida atención a estas enseñanzas de las Escrituras pa­ra sujetarse a ellas y para ponerlas en práctica en su vida diaria.
Hay un corto versículo que impone a Timoteo (y a sucesivos enseñadores durante los siglos) grandes responsa­bilidades. Reza así: "entre tanto que voy, ocúpate en leer, en exhortar, en enseñar" (1 Timoteo 4:13). Esta instru­cción tiene que ver con la obra en pú­blico. El enseñador tiene que leer en público tiene que enseñar, por supues­to, basándose en lo que ha leído. Para este ministerio tiene que haber reunión de creyentes.
Hay otro género de reunión, que es la de mayor importancia. Es la reunión del partimiento del pan, establecida por el mismo Señor aquella noche que fue entregado. El Espíritu Santo, por el apóstol Pablo, la confirmó para los creyentes gentiles, confesando que lo que les había enseñado a los Corintios, lo recibió del Señor mismo. Luego, recapitula las enseñanzas tocantes a la Cena del Señor, aconsejando a sus lec­tores que, probándose o examinándose a sí mismos, cada uno coma de aquel pan, y beba de aquella copa (Léase 1 Corintios 11:23-32).
No se fija en las Escrituras, por orden precisa o mandato cierto, cuándo debieran reunirse los creyentes para el partimiento del pan. Ni tampoco se establece liturgia alguna para semejan­tes reuniones. Pero hay indicios de que el primer día de la semana solían reunirse los creyentes con el fin de partir el pan. Lo esencial es que los participantes hagan memoria del Se­ñor Jesús; declara el apóstol Pablo: "Así,  pues,  todas las veces que comiereis este pan,  y bebiereis esta copa,  la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga" (1 Cor. 11:26).
En el libro de Los Hechos se lee de una reunión de partimiento del pan el primer día de la semana, y en esa reunión el apóstol Pablo enseñaba a los presentes, alargando su discurso hasta la media noche, siguiendo luego hasta el alba (Hechos 20:6-11). Aprovecho la oportunidad, teniendo reunidos los creyentes, para ministrarles la Pala­bra.
Se Podría seguir citando otros casos apuntados de reuniones en días apostó­licos, pero bastan ya los referidos para indicar a los creyentes del siglo XX al­gunas de las razones porque ellos se debieran reunir: a) para su propio pro­vecho espiritual; b) para el anuncio del evangelio a los inconversos; c) para oración y enseñanza de la Palabra de Dios; d) para hacer memoria del Se­ñor Jesucristo, y para "anunciar de su muerte", teniendo delante la bendita esperanza de que él viene otra vez.
Sendas de Luz, 1968