lunes, 7 de octubre de 2019

Sobre una cruz





Sobre una cruz, Señor, estás alzado.
Sujeto por los clavos al madero.
Tus manos traspasadas por el hierro
Con que el hombre cruel las ha horadado

Cuantas veces al verte agonizando
Me siento despreciable, pues no muero
Herido de dolor frente al madero
Do estás por mis pecados Tú penando.

¿Qué gracia extraña, pues mis culpas llevas?
¿Qué amor te mueve si soy un perdido?
¿Por qué agonizar por un caído?
¿Por qué en lugar de mí, tu vida entregas?

Tu cruz será Señor la gloria mía,
Mi vida hoy aborrezco por tu vida,
Mi senda he despreciado por tu senda,
Mi gloria personal doy por perdida.

Por socorrerme y asirme de tu mano
Por recorrer contigo mi camino,
Deseo al ser tan solo un peregrino
Sentirme cada día más cercano.

¡Oh, gracia soberana, sé mi astro!
¡Oh, piedad infinita, sé mi guía!
¡Que pueda dar mi vida cada día,
Con una entrega tal cual tú, Maestro!

EXTRACTOS


El mundo
Cuando digo que el mundo es una fuente de peligro para el cris­tiano, no me refiero al viento, la tormenta, los rayos, el mar y el desierto, cosas que son hermosas y maravillosas. Estos no son los peligros de los que debemos precavernos. Sé que los rayos suponen un peligro, pero no es el peligro real en el que pensaba David en el Salmo 18.
En el Salmo 18, a David no le preocupaban los peligros del mundo natural. Pensaba como un hombre espiritual, y es posible pensara en sus enemigos físicos; pero David siempre veía la pureza espiritual de las cosas. El Espíritu Santo no puso este salmo en su Palabra para recordarnos que en la naturaleza encontramos peligros. Puedes destruir un cuerpo humano, pero no perjudicar en absoluto su espíritu. Puedes derribar el templo, pero dejar intacto el espíritu que habita en él. Puedes dejar tirados los huesos de un hombre en el desierto, pero su espíritu no puede ser dañado en la presencia de su Padre y Dios. Los peligros reales son aquellos que llegan hasta el alma y el espíritu de un hombre.
Los soldados decapitaron a Juan el Bautista, pero no pudie­ron hacerle daño. Cuando nuestro Salvador murió en la cruz, su cuerpo fue maltratado, fue partido por nosotros; pero el hom­bre Cristo Jesús, fue protegido en el seno de Dios. Lo mismo pasó con Pablo cuando le cortaron la cabeza. El apóstol dijo: “Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino tam­bién a todos los que aman su venida” (2 Ti. 4:8). Cuando lo ejecu­taron, Pablo obtuvo esa corona, no una derrota. A un hombre no se lo puede herir de verdad en su cuerpo físico, solo en su alma.
Entonces, ¿qué queremos decir con “mundo” cuando afir­mamos que los verdaderos peligros asaltan al cristiano desde el? La amenaza procede de la sociedad humana que está fuera de la voluntad de Dios. Mientras permanezca el pecado, la sociedad humana será una amenaza para el alma del cristiano. El pecado la incredulidad, las distracciones, las ambiciones de la sociedad humana, por muy astutamente que se disfracen, son una ame­naza para el alma del cristiano.
Por eso la Biblia es tan severa e insistente cuando habla del mundo. Muchos líderes cristianos se excusarán, cederán terreno y querrán estar a bien con el mundo. Pero en la Biblia no encontramos otra cosa que una insistencia firme en que deberíamos renunciar al mundo y no vernos contaminados de ninguna manera por su pecado, su incredulidad, sus distracciones, sus ambiciones o su espíritu mundano. Los peligros que acechan al cristiano vienen de este mundo.
Muchos han estado viviendo a costa del mundo, monta­dos sobre el cadáver del mundo, y cuando este se va derecho a la cloaca, se alejan de él con elegancia justo a tiempo. “¿Hasta dónde puedo llegar sin deslizarme? ¿Qué puedo hacer sin acabar perdiéndome? ¿Hasta qué límites puedo llegar?”. Cualquier día la persona que hace esto se encontrará atrapada en el mundo y no tendrá ninguna estrategia viable para huir de él.
A.W.Tozer, Los peligros de la fe superficial, pág., 88-90.

EL HIJO DE DIOS

Cuando nació en este mundo "No había lugar para él en el mesón" (Lucas 2: 7). En Cambio, Él dijo: "Voy, pues, a preparar lugar para vosotros" (Juan 14: 2).

En este mundo el "El Hijo del Hombre no [tuvo] dónde recostar la cabeza" (Lucas 9: 58). Pero Él "En lugares de delicados pastos me hará descansar" (Salmo 23: 2).

"Jesús, cansado del camino" (Juan 4: 6). Más él nos dijo: "Yo os haré descansar" (Mateo 11: 28).

El "Tomando forma de siervo" (Filipenses 2: 7). Y a nosotros "Nos has hecho... reyes y sacerdotes" (Apocalipsis 5: 10).

"Los discípulos, dejándole, huyeron" (Mateo 26: 56).  Pero Él dice: "No te desampararé, ni te dejaré" (Hebreos 13:5).

"el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gálatas 2:20)
"El escarnio ha quebrantado mi corazón" (Salmo 69: 20). "Él sana a los quebrantados de corazón" (Salmo 147: 3).

"Sobre su cabeza una corona tejida de espinas" (Mateo 27: 29). Para los suyos: "La corona de la vida" (Apocalipsis 2: 10).

Él fue "Hecho por nosotros maldición" (Gálatas 3: 13). Y para nosotros "No habrá más maldición" (Apocalipsis 22: 3).

"Él mismo tomó nuestras enfermedades" (Mateo 8: 17). "La gloria que me diste, yo les he dado" (Juan 17: 22).

DESAPARECEN MILLONES

La Biblia describe la desaparición masiva e ins­tantánea de millones de seres que ahora están en la tierra. Narra esta desaparición de la manera siguiente:

 “Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1Ts 4:15-17)

El Señor Jesús ha de dejar su posición a la diestra del Padre para descender a un lugar no determinado en el espacio donde llamará a los suyos con su poderoso grito de aclamación. Todos los que hemos creído en Él para la salvación seremos arrebatados al encuentro con Él. Primero los muertos en Cristo. Muchos de ellos con las marcas en sus cuerpos del martirio con que dejaron esta vida por causa de la Palabra de Dios y del testi­monio de Jesús. Otros, aunque no tan violentamente, pero que también cruzaron el "valle de sombra de muer­te". Todos resucitarán en un abrir y cerrar de ojos.
La Biblia enseña que el alma, o parte no material del individuo creyente, parte en el momento de la muer­te para estar con Cristo. La muerte física es la sepa­ración del cuerpo y del alma. El cuerpo duerme en la tumba y como dice el pasaje arriba aludido, volverá el alma traída por Jesús para reunirse con el cuerpo re­sucitado. Nótese que se refiere únicamente a "los muertos EN CRISTO". No se trata de una resurrección general, sino parcial. Bienaventurado y santo el que tiene parte en esta primera resurrección, porque habrá otra. La segunda resurrección es para juicio y conde­nación. De esta segunda resurrección no se ocupa el pasaje a que hemos hecho referencia.
Luego nosotros, los que vivimos, los que habremos quedado viviendo hasta el regreso de Jesucristo, sin adelantarnos a los muertos en Cristo, seremos trans­formados — ¡qué glorioso! Este cuerpo corrupto será vestido de inmortalidad. Pasaremos de la mortalidad a la inmortalidad sin experimentar el rigor de la muerte física. En ese cuerpo, "recauchado" al estilo inmor­tal, viajaremos por el espacio a encontrarnos con Jesús. Nótelo bien, amigo mío, ¡con nuevo cuerpo! ¡Especialmente adaptado para el viaje espacial!
Pero qué triste... no se enfoca en esta descrip­ción, ni por un segundo, a aquellos que no han recibi­do a Cristo como Rey y Salvador. El destino de éstos no será ni luminoso ni jubiloso. Por el contrario, será un destino sombrío, grimoso y triste. La Biblia afirma que estos beligerantes serán separados de la presencia del Señor por eterna perdición. Serán pri­vados del goce de Cristo y del disfrute de las biena­venturanzas del cristiano por toda la eternidad.
Amigo mío, ¿es Ud. cristiano? ¿Genuinamente cris­tiano? ¿Cristiano nacido de nuevo por el poder del ESPIRITU SANTO DE DIOS?
Mi pregunta no es si fue bautizado cuando era infante, ni si es miembro de esta o aquella iglesia. No le pregunto si profesa esta o aquella religión, ni si es bueno, si da limosnas o trata de portarse lo mejor que pueda. Mi pregunta es: ¿ES UD. CRISTIANO? ¿Se ha arrepentido honradamente de sus pecados en la presencia de Dios? ¿Ha invitado a JESUCRISTO a entrar en su corazón? ¿Ha sido Ud. lavado por la sangre pre­ciosísima que El derramó en la cruz del Calvario?
Si su honesta contestación a mi pregunta es NO, quisiera con todo gusto indicarle que bien puede Ud. llegar a ser cristiano en este mismo momento. Ponga a un lado esta revista, incline su cabeza y cierre sus ojos en señal de reverencia ante Dios. Confiésele a Él sus pecados, sí, sus muchos pecados; dígale de corazón que siente mucho, que le pesa, haberle ofendido tanto. Pida a Cristo Jesús que entre en su corazón limpián­dolo con su preciosa sangre. Exprésele en sus palabras que Ud. acepta su sacrificio sobre la cruz como la única cosa que le vale para la eternidad. Balbucee arrepentido en la presencia de Dios, con sus propias palabras lo que siente en su corazón. Hágalo ahora mismo. Obtendrá el perdón de sus pecados y la seguri­dad de que Ud. también será alzado, recogido a las nubes, en el momento cuando ocurra la desaparición de los redimidos. Amén.

LA PRIMERA EPÍSTOLA A TIMOTEO (10)


4. Advertencias contra la Carne Religiosa y Enseñanza en la Piedad (1 Timoteo 4)


 (c) Preceptos (mandamientos) personales para el siervo del Señor (versículos 11-16)

         (Vv. 11, 12). Estas cosas Timoteo tenía que mandar y enseñar. Siendo un hombre joven él tenía que estar especialmente en guardia contra cualquier presunción o soberbia juvenil que estropearía su testimonio conduciéndole a ser menospreciado a causa de su juventud. Si sus exhortaciones y enseñanzas a los demás iban a ser eficaces, él tendría que ser, en su vida, un "ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza". ¡Es lamentable! cuán a menudo nosotros estropeamos nuestro testimonio por no lograr exhibir estas hermosas cualidades de Cristo. Si las verdades que enseñamos no afectan nuestras propias vidas, ¿podemos esperar que nuestra enseñanza afecte a los demás?
 (V. 13). Al ser su vida pura, el siervo tendría libertad para procurar ayudar a otros mediante la lectura, la exhortación y la enseñanza. La conexión de la lectura con la exhortación parecería demostrar que la "lectura" no se refiere a su estudio personal, sino más bien a la lectura pública de las Escrituras, que en esos días tenía un lugar de especial importancia.
 (V. 14). Además, en el caso de Timoteo, un don para el ministerio se le había impartido, y para el cual se le había señalado especialmente por una palabra profética de Dios, y con quien el presbiterio[1] había expresado su comunión mediante la imposición de manos. Semejante profecía e imposición de manos habían sido plenamente presentadas en el caso de Bernabé y Saulo (Hechos 13: 2, 3). No obstante, lo correcto y hermoso de la vida cristiana, ello no habilitaría al siervo a tomar el lugar determinado de un maestro. Para esto era necesario un don dado por el Señor. En el caso de Timoteo él pudo seguir adelante en la confianza de que este don había sido impartido por una palabra directa de Dios, y pudo ser ejercitado en la conciencia de que él tenía la plena comunión de los ancianos del pueblo de Dios. El don había sido dado mediante profecía, y por la imposición de las manos de Pablo (2 Timoteo 1:6). No había sido dado por la imposición de manos de los ancianos: ellos impusieron sus manos sobre Timoteo como una expresión de su comunión con él. Animado de este modo, él debía guardarse de descuidar el don por medio de cualquier timidez natural. 
 (V. 15). Fortalecido y animado de esta forma, Timoteo debía consagrarse a las cosas del Señor, como el apóstol dice, "Ocúpate en estas cosas" (1 Timoteo 4:15 - RVR1977). Demasiado a menudo permitimos ser distraídos por otros objetos aparte del Señor y Sus intereses. Es bueno que nosotros abracemos de corazón el cristianismo y hagamos de las cosas del Señor nuestros intereses - para ocuparnos "enteramente de ellas" (VM). Entonces, en efecto, nuestro progreso espiritual sería manifiesto a todos.
 (V. 16). El apóstol resume su exhortación a Timoteo diciendo, "Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina". Insistir en la doctrina mientras descuidamos nuestro propio andar, o dar mucha importancia a la piedad personal mientras afirmamos que es de poca importancia lo que sostenemos, son dos trampas en las cuales muchos han caído. Ambas son fatales por igual para todo testimonio verdadero. Es sólo cuando cuidamos de nosotros mismos y de la doctrina que nos salvaremos nosotros y los que nos oyen de los males de los últimos tiempos.



[1] [* N. del T.: gr. presbuterion, (πρεσβυτέριον, Strong 4244), un conjunto de hombres entrados en años, ancianos. En 1 Timoteo 4:14 = los ancianos o supervisores (obispos) en una iglesia local].


LA OBRA DE CRISTO (8)


EN EL PASADO, EN EL PRESENTE Y EN EL PORVENIR




Cristo, como hombre en la gloria, coronado de gloria y honor, cuida de su obra del presente.

Está en la presencia de Dios como heredero de todas las cosas; esquíen lo mantiene todo, y todas las cosas consisten en El. Este universo grandioso, con sus innumerables estrellas y soles, está bajo su dominio: le pertenece. ¡Cómo, después de su caída, puede el hombre intentar penetrarlos inescrutables misterios del universo! Los científicos con sus teles­copios exploran los cielos en su ansia de recobrar el conocimiento perdido de la creación, perdido por la caída del hombre, y los descubrimientos que hacen nos llenan de admiración. ¡Cuán maravillosos son los cielos! ¡Qué magnífica se demuestra la gloria de Dios y cuán grande su obra mecánica en el firmamento! También las exploraciones que el hombre caído hace de las profundidades del universo demuestran asi­mismo la verdad de Dios declarada por la revelación de su Verbo. Los astrónomos contestan a las pregun­tas respecto a este grandioso universo, diciendo: “No sabemos.” Algún día sabremos más del univer­so, en un abrir y cerrar de ojos, que todo lo que el hombre caído haya podido descubrir en sus rebuscas y exploraciones. El universo descansa en las manos del Hombre en la gloria, que es el Sol céntrico, al de­rredor del cual todo gira. No sabemos si todavía falta algo por hacer en relación con estos grandes cuerpos que vemos en el espacio que se extiende sobre noso­tros, ni qué mutaciones podrán efectuarse en ellos, mas, sí, sabemos que todo está en sus manos, todo bajo su dominio absoluto.
Debemos también pensar en los ángeles que forman los ejércitos celestiales. Después de la pasión, Cristo quedó más excelente que los ángeles, y, por derecho hereditario, recibió un título más exce­lente que el de ellos, He. 1.4. ¡Quién puede decir lo que pasa en ese gran mundo que está sobre nosotros, el mundo de ios espíritus invisibles! Y todos los ángeles están bajo sus órdenes; la manera en que los envía, y qué cometido les asigna en sus negociacio­nes providenciales con su pueblo en la tierra; y de qué se vale para detener por medio de estos agentes invisibles la ira del enemigo y la nefasta obra del diablo, es cosa que no conocemos del todo. “¿No son todos espíritus administradores, enviados para ser­vicio a favor de los que serán herederos de salud?” He. 1.14. Esto, y mucho más de esto, (aunque no ha sido revelado del todo y está oculto a nuestra vista), pertenece asimismo a su obra del presente. Y si mencionamos estas cosas es para que tengamos una más alta estima de nuestro Señor y para que com­prendamos una vez más cuán maravilloso y poderoso es ese Dios nuestro.
Pero hay algo de la obra presente de nuestro Señor en gloria que se revela patente en su Verbo.
En primer lugar, Cristo es el Mediador entre Dios y los hombres y nuestra doctrina así lo enseña; ejerce sus funciones de Mediador durante toda la era presente, 1 Ti. 2.5,6. Además de sus oficios de Mediador desempeña otros que conciernen a aquellos por quienes murió, aquellos que por la fe personal lo han aceptado por su Salvador.

“Conoce el Señor a los que son suyos” 2 Ti. 2.19. ¡Cuánto consuelo y alegría encierra este pen­samiento, que debía desvanecer para siempre el te­mor y la duda! El Señor, el que se sienta allá en el altísimo, nos conoce a todos personalmente. Nos co­noce desde mucho antes que naciéramos; nos conoce desde antes de la creación del mundo; conoce todas nuestras vilezas y conoce la extensión de nuestra degradación. Nos conocía desde que vagábamos en nuestros pecados; su mirada amorosa nos siguió; nos buscó en su amor y nos atrajo a sí; nos dio su vida y vive en nosotros. Todo pecador creyente, salvado por la gracia, es un espíritu allegado al Señor. “Mis ovejas, ...yo las conozco” Jn. 10.27. Nos llama a todos por nuestros nombres, como un pastor a cada una de sus ovejas. Y repitió: “Las conozco”. ¡Qué inefable consuelo debería ser para nuestros corazones saber que nos conoce y que sabe nuestros nombres! El co­noce nuestras circunstancias, trances y dificultades, así como también nuestras tentaciones, “El conoció mi camino” Job 23.10.
¡Cuán inefable certidumbre! En el Salmo 32 hallamos las consoladoras» palabras dirigidas a uno que halló el perdón de sus transgresiones, cuyo pe­cado se satisfizo. “Sobre ti fijaré mis ojos” (ver.8), o, como debiera leerse, “Te guiaré con mis ojos sobre ti”. El ojo allá en la remota altura, el ojo que mide las profundidades del universo, que sigue a los planetas en su curso, el ojo que no duerme ni dor­mita, aquel ojo observador, cuya vista alcanza a todas partes, está atento en cada uno de nosotros. Los millones de su pueblo que vivieron y han muerto, que pasaron de esta vida y moran con El en la man­sión gloriosa, fueron individualmente objeto de su
atención y cuidado. Su ojo amoroso está fijo en multitudes de mártires. Conoció y veló sobre aquel po­bre santo torturado que encerraron en un calabozo con los huesos quebrantados, condenado a morir de inanición. Su poder y su amor estaban con aquellos que fueron sacrificados en las piras o lanzados a las fieras. Por todos y por cada uno ofició y laboró. Y lo que hacía antes, ha seguido haciéndolo después.  ¡Oh, el valor incomparable de estar cada uno de los creyentes bajo la mirada solícita del Hombre en glo­ria, y ser el objeto de su amor! Hagamos ahora men­ción de algunos pasajes escritúrales que revelan su amor por nosotros.

En Romanos 5.10 leemos: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muer­te de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida.”
¿Por cuál vida se significaba que seríamos salvos? Algunos lo aplican a la vida de nuestro Señor Jesucristo antes de su muerte en la cruz, como si aquella vida justa, aquella vida perfecta, hubiese contenido alguna virtud para salvarnos a nosotros. De ahí nace la doctrina que nos atribuye la justicia de su vida, lo cual es un error. Porque la vida a que se refiere el versículo, es la que Él está viviendo aho­ra en la presencia de Dios. Cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo; ahora, ya reconciliados, con mucho mejor mo­tivo estamos salvos por su vida: por su vida allá en el cielo. Por razón de estar allí, es que estamos sal­vos y que permanecemos aquí en la tierra.
Otro pasaje en Romanos puede enlazarse con el anterior.
“¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien ade­más está a la diestra de Dios, el que también inter­cede por nosotros” Ro. 8.34.
Cristo resucitado está a la diestra de Dios e intercede por nosotros; a pesar de esto, no es en la epístola a los Romanos donde se revela esta obra pre­sente de Cristo como Intercesor de su pueblo redimi­do, sino en la epístola a los Hebreos, y en ella lee­mos: “Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el mismo cielo para presentarse AHORA POR NOSOTROS EN LA PRESENCIA DE DIOS” He. 9.24.
Y antes, en el capítulo 7.24,25 dice: “Mas éste, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacer­docio inmutable: por lo cual puede también salvar eternamente a los que por él se allegan a Dios, vivien­do siempre para interceder por ellos.”
Pero reparemos que todo esto no se refiere a aquellos que no son salvados, y viven aún en el pe­cado. Los que no se han salvado, y no pertenecen aún a Cristo, no participan de nada de esto. El Señor no es el Intercesor del mundo que no se ha salvado.
El declaró esta verdad antes que nada en su sacerdotísima oración, cuando dijo: “Yo ruego por ellos: no ruego por el mundo” Jn. 17.9.
Ya esto también estaba presagiado en el Anti­guo Testamento. El sumo pontífice en sus vestimen­tas de beldad y gloria llevaba en sus hombros dos ónices, y en el pecho un peto engastado con doce piedras preciosas. Cada uno de los ónices y cada una de las piedras preciosas del peto estaba grabada con inscripciones onomásticas, no nombres egipcios, jebuseos, amorreos, o heteos, sino de las doce tribus de Israel. Nuestro Sumo Pontífice en el cielo altísimo lleva en sus hombros a los suyos, simbolizando su potestad, y los lleva en el pecho, simbolizando su amor. Nosotros somos el objeto de la virtud y del amor de nuestro Intercesor con Dios. Él que los nom­bres de las piedras preciosas estuvieran grabados en vez de escritos, es significativo, porque de no ha­berlo estado, la acción del tiempo los hubiera borrado; mas no podían borrarse, estaban grabados; circuns­tancia que pregona la bendita verdad de nuestra salvación.
En los Hebreos hallamos dos pasajes más que revelan algunos de los detalles de la bendita obra sacerdotal presente que nuestro Señor está ejecutan­do por nosotros. ‘‘Por lo cual, debía ser en todo se­mejante a los hermanos, para venir a ser misericor­dioso y fiel Pontífice en lo que es para con Dios, para expiar los pecados del pueblo. Porque en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para so­correr a los que son tentados” He.2.17,18. ‘‘Tenien­do un gran Pontífice, que penetró los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un Pontífice que no se pueda compadecer de nuestras flaquezas; más tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Lleguémonos pues confiadamente al trono de la gracia, para alcan­zar misericordia, y hallan gracia para el oportuno socorro” He. 4.14-16.
El primero de estos pasajes nos dice de la propiciación de Cristo por los pecadores. Jesús sufrió la tentación, y ese sufrimiento es la base de su mi­nisterio intercesor. El pasaje del capítulo cuatro nos dice la experiencia que adquirió en la tierra para esta gran obra sacerdotal. Durante su permanencia terrenal sufrió cuantas tentaciones acosan al hom­bre, todas, excepto la del pecado, que no podía su­frirla por ser El en sí ajeno al pecado. Experimentó cuantas aflicciones, calamidades y sufrimiento» aquejan en este mundo a los que dependen de Dios; por todo pasó, menos por el pecado. Durante su es­tancia en la tierra adquirió el conocimiento de todas las calamidades posibles, lo que lo habilita para fun­cionar como el Sumo Sacerdote de misericordia y fe, y participar de nuestras tristezas y desgracias. Él se conduele de nuestros conflictos y aflicciones en la tierra, mas no intercede por la carne. No tiene con­dolencia para el pecado. Por su generosa y asidua intercesión en el santuario nos lleva a cada uno de la mano por la senda del bien y nos da su fortaleza para que podamos resistir las tentaciones del mal, y si no fuera por su intercesión todos caeríamos en el camino. ¡Cuán a menudo el pueblo de Dios siente el temor de los conflictos, las desgracias, las pérdidas y aflicciones que pudieran acaecerle! Si perdiera a este hijo que amo tanto ¿cómo podría yo soportar tal des­gracia? ¿Qué sería de mí si perdiera a mi buena esposa? ¿Qué sería de mí si perdiera la salud? Tal vez pierda mis negocios y mi hacienda… ¿Qué me haría yo entonces? Los temores suelen realizarse: el ser querido desaparece en la tumba: la salud decae; la hacienda se pierde y la miseria reemplaza a la opulencia. Pero simultáneamente con la aflicción o con la ruina recibimos la fortaleza para sobrellevar nuestras desgracias, y en ella percibimos el goce y enviamos cánticos de alabanza. Es que el Sumo Sa­cerdote vive e intercede por nosotros. Él tiene co­nocimiento de todo y con afectuoso amor y poderosa fuerza nos toma en sus brazos amorosos para forta­lecernos en nuestros conflictos y vicisitudes. Él es en todo tiempo y bajo todas circunstancias nuestro representante ante Dios, y está atento a nuestras necesidades. 
Y lo mismo pasa con nuestras tentaciones y nuestras contiendas con los espíritus rebeldes. El enemigo que tenemos que combatir es poderosísimo e inteligente: sabe dónde tirar la red; su astucia es muy sutil. Satanás, si pudiera, derrotaría y aniqui­laría del todo al pueblo de Dios en la tierra, y si ese pueblo no dependiera sino de sus propias fuerzas, pronto capitularía. Mas Cristo lo sabe y observa al enemigo tanto como el enemigo a nosotros. El caso de Pedro nos presenta un ejemplo gráfico. Cristo vio que la serpiente se acercaba a Pedro, y ya El conocía el plan astuto que Satanás había concebido para atra­par a Pedro. Satanás había antes seducido a Judas y lo había sometido a su dominio, del que jamás pudo Judas librarse. El plan de Satanás era derrotar completamente a Pedro y hacerle perder la esperan­za en Dios; pero Satanás no había contado con el Señor de Pedro, y antes que Satanás hubiera tenido tiempo de realizar su plan, el Señor había orado por Pedro para que no le abandonara la fe. Y aunque Pedro negó al Señor y cayó, la intercesión benévola del Señor mantuvo la esperanza en El. Y lo mismo que veló sobre Pedro, vela sobre nosotros; ora por nosotros antes que el enemigo llegue a tocarnos, y de ese modo podemos salir victoriosos en el conflicto; y si, como sucede a menudo, tropezamos y caemos, ahí está El, el gran Pastor ‘‘que restaura nuestras almas.” El entendimiento humano no puede com­prender cuánto debemos a esta bendita y preciosa obra de nuestro Señor. ¡Qué sublime revelación cuando sepamos como éramos conocidos; cuando com­prendamos, al echar una mirada retrospectiva sobre nuestra vida, lo que la intercesión del Señor ha hecho por nosotros y por todos los santos de Dios! Tenemos un Sumo Sacerdote supremo que ha penetrado los cielos, JESUS, EL HIJO DE DIOS.
Otra fase de su presente obra sacerdotal se halla en Hebreos 13.15. ‘‘Así que, ofrezcamos por medio de él a Dios siempre sacrificio de alabanza, es a saber, fruto de labios que confiesan a su nombre.” Cristo es quien le presenta a Dios nuestros sacrifi­cios. Todo nuestro culto es imperfecto y asimismo todas las alabanzas y oraciones que le dirigimos a Dios, al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo; pero como es El quien se las presenta a Dios, son recibidas por Dios con regocijo y alegría.

Su Abogacía
Pero la obra que Jesús realiza en la gloria, intercediendo con Dios por su pueblo, presenta un segundo aspecto. Él es nuestro Abogado ante el Padre. Algunos cristianos imaginan que el sacerdocio de Jesús y su abogacía no son sino una sola cosa sin distinta significación, lo cual no es exacto. Su abo­gacía es la restitución. En la primera epístola de San Juan encontramos esta frase respecto a su obra presente: “Hijitos míos, estas cosas os escribo, para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” 1 Jn. 2.1.
En el capítulo precedente se ve el maravilloso privilegio de que gozamos como hijos de Dios. Hemos de estar en comunión con el Padre y con su Hijo Jesús. ¿Qué quiere decir esto? Estamos en comunión con el Padre cuando nos deleitamos en la contem­plación de su Hijo bendito, que es el deleite del Padre; cuando participamos de los pensamientos del Padre respecto a su santísimo Hijo. El Hijo conoce al Padre y ha hecho su revelación y nos ha puesto en comunicación con El. La condición impuesta para gozar de este privilegio, de la comunión con el Padre y con el Hijo, es que vivamos en la luz, así como Él está e la luz. Estas benditas cosas fueron escritas a fin de que no pecásemos. El pecado no puede pri­varnos de nuestra salvación, pero daña el goce de nuestra comunión. El propósito es que no pequemos, y si vivimos en perpetuo goce de esa bendita comu­nión, en cuya gracia hemos entrado, nos alejaremos del pecado. Pero ¡cuán a menudo pasa lo contrario! Caemos en el pecado. He aquí la bendita revelación: y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.” ¡Cuánto debe­mos alegrarnos de que no diga: ‘‘Si alguno se arre­piente”’! La intercesión de nuestro Señor como abo­gado es independiente de nuestro arrepentimiento o de nuestras súplicas a ese objeto. Es el ejercicio de su gracia en la ternura de su alma hacia noso­tros para restituir las nuestras, para restablecernos en el_ puesto desde donde podamos gozar de su co­munión. En el mismo momento que el creyente peca tierra, El funciona como abogado en el cielo. El Espíritu Santo obra, asimismo, en cuanto que apli­ca el Verbo para la convicción y purificación del pecado. La purificación es por el agua, el Verbo, mas ya no por la sangre. Después sigue nuestra confe­sión y con eso queda efectuada la restitución. Repa­remos también que no dice: ‘‘Tenemos un abogado con Dios,” sino ‘‘con el Padre.” Se trata de un asunto de familia, y el Padre es un Padre que no puede sino amar a los que ha traído a sí por medio del Hijo. La concepción de que el Padre está enoja­do con el hijo pecador en la tierra, y que el Hijo de Dios con sus súplicas inclina el corazón de Dios a la merced, no se ajusta a los principios bíblicos. Sata­nás, el acusador de los hermanos, es otra de las causas que le impelen a funcionar como abogado. Satanás todavía tiene acceso a la presencia de Dios; pero ya llegará el día en que se le arroje de los cie­los, aunque tal día no vendrá hasta que la Iglesia haya logrado encontrarse con Dios en los aires.
‘‘Y fue lanzado fuera aquel gran dragón, la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás, el cual engaña a todo el mundo; fue arrojado en tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él. Y oí una grande voz en el cielo que decía: Ahora ha venido la salvación, y la virtud, y el reino de nuestro Dios, y el poder de su Cristo; porque el acusador de nues­tros hermanos ha sido arrojado, el cual los acusaba delante de nuestro Dios día y noche” Ap. 12.9.10.
El Abogado está allí para refutar a Satanás, porque Satanás acusa al pueblo de Dios día y noche. Todas las acusaciones que se le hagan a los hijos de Dios en pecado, las impugna El, argumentando que El hizo la proposición, y que El murió por el pecado.

Y esta obra de Cristo como Sacerdote nuestro, como el Sumo Pontífice de misericordia y fe, y como Abogado nuestro, continúa allá en las alturas sin interrupción. En Isaías se hace referencia a Él. ‘‘Siempre te ayudaré, siempre te sustentaré’Ts.11.10, ‘‘Note desampararé, ni te dejaré” He. 13.5. Bien puede esto aplicarse a la obra presente de Cristo como Abogado de los suyos. Como Sacerdote jamás los abandonará, nunca dejará de estar cerca de los suyos, de guardarlos, sostenerlos, y de enviarles el necesario auxilio desde el santuario. Las mismas in­veteradas faltas en nuestras vidas nos humillan y nos abaten; empero El continúa sirviendo a su pobre pueblo pecador. Algunos cristianos no creen en la doctrina fundamental del evangelio, es decir que el hijo de Dios que esté en posesión de la vida eterna no podrá jamás perderse. Creen que la salvación de­pende de su vocación y culto. Si uno de los del pue­blo de Cristo pudiera jamás perderse, si siquiera el más abyecto, el más imperfecto de ellos pudiera arre­batársele de las manos a Cristo, su obra presente se­ría un fracaso y también lo sería su obra consumada en la cruz. Leed la gran oración sacerdotal que nos dejó en Juan 17, En ella ora al Padre, que siempre le escucha, para que guarde a los suyos.

Su Obra por la Iglesia
Otro aspecto de la obra presente de Cristo es lo que hace por su Iglesia. Indicaremos a grandes rasgos lo que esto significa.
Jesús en la gloria es la cabeza de la Iglesia, y la Iglesia es su cuerpo, la plenitud de Cristo que lo llena todo en todas partes.
Todo pecador creyente es miembro de ese cuer­po, al que el Señor agrega nuevos miembros, dándole los atributos que le plazca y los guía y los dirige, y a este cuerpo le hace la merced de sus dádivas.
‘‘Y él mismo dio unos, ciertamente apóstoles; y otros, profetas; y otros, evangelistas; y otros, pastores y doctores; para perfección de los santos, para la obra del ministerio, para edificación del cuerpo de Cristo; hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo” Ef. 4.11-13.
De esta suerte edifica Jesús la gloria de su propio cuerpo. Algún día ese cuerpo estará completo y entonces todos llegaremos a la medida de la esta­tura de la plenitud de Cristo. Entonces será cuando veamos a Cristo tal cual es. Entonces su obra pre­sente en favor de los suyos, sus adeptos, estará ter­minada. Y traídos de las selvas a la casa paterna, hogar exento de todo peligro, no necesitaremos ya que su amor y su poder nos guarde; ya no derra­marán más lágrimas ni habrá heridas dolorosas que curar, ni tristezas que consolar; ya no será necesario el auxilio para la desgracia, todo será cosa del pa­sado. Ni tampoco' tendrá Cristo que abogar por no­sotros, puesto que estaremos libres del pecado y santificados en cuerpo, alma y espíritu. El pecar será entonces cosa imposible. ¡Oh, qué día tan feliz va a ser ese!

LA MORADA DEL ESPÍRITU SANTO: ¿EN LA CRISTIANDAD O EN LA IGLESIA?


Pregunta: «Me parece que algunos cristianos sostienen que el Espíritu Santo mora en la Cristiandad. Ahora bien, yo siempre pensé... que el Espíritu Santo mora exclusivamente en la Iglesia. Me alegraría tanto si usted me presentara sus pensamientos acerca de esto, etc.»

Respuesta: Yo pienso que una correcta comprensión de la diferencia entre la Iglesia como el "Cuerpo de Cristo" (Efesios 1: 22, 23), en la cual los creyentes son bautizados por el Espíritu Santo (1ª. Corintios 12:13), y son unidos así a Cristo, exaltado y glorificado en el cielo (1ª. Corintios 6:17), y la Casa de Dios, "morada de Dios en el Espíritu (Efesios 2: 21, 22), en el mundo, hará que el asunto en su pregunta sea sencillo y claro.
Cuando Cristo fue glorificado como Hombre al cielo, el Espíritu Santo (no dado previamente, "Esto empero lo dijo respecto del Espíritu, que los que creían en él habían de recibir; pues el Espíritu Santo no había sido dado todavía, por cuanto Jesús no había sido aún glorificado." Juan 7:39 - VM), descendió del cielo y asumió Su morada en y con los santos, en el día de Pentecostés, como casa De Dios. (Hechos 2). La Iglesia así comenzada, y establecida como testigo de Dios y habitada por Su Espíritu, es llamada "la casa de Dios (la cual es la iglesia del Dios vivo) columna y apoyo de la verdad." (1ª. Timoteo 3:15 – VM). Esta "casa" fue una cosa coexistente, al descender el Espíritu Santo, con el "Cuerpo", su otro aspecto, y fue la cosa verdadera que Dios mismo formó conjuntamente de manera adecuada.; en la que un miembro era un miembro vivo, y en unión con Cristo la Cabeza, por el Espíritu Santo. Pero encontramos que después de ser establecida, los hombres comenzaron a edificar sobre el fundamento, madera, heno, hojarasca; así como también oro, plata, piedras preciosas, etc. (1ª. Corintios 3), y como una consecuencia, la Casa, tal como el hombre la edificó, comenzó a asumir grandes proporciones, y se volvió enteramente desproporcionada al Cuerpo, la cosa verdadera. Pero, aun así, el Espíritu Santo no salió de la Casa, y esta Casa todavía fue, en la medida que fue la responsabilidad del hombre, "edificio de Dios." "¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?" (1ª. Corintios 3: 9, 17); es decir,  los edificados juntos eran, colectivamente, un templo; un pensamiento bastante diferente del cuerpo del creyente siendo el templo del Espíritu Santo, como en 1ª. Corintios 6:19. La Casa de Dios pronto se convirtió en aquello de lo que el apóstol habla en 2ª. Timoteo 2: 19-21, y que él compara con una "casa grande" conteniendo vasos (personas) para honra, y otros para deshonra (VM); un estado de cosas bastante diferente de su estado primitivo, y que caracterizó a la Cristiandad desde entonces; y en el cual comenzó ya el juicio. (1ª. Pedro 4:17).
Por una parte, El Espíritu Santo en primera instancia, bautiza a todos los creyentes en un Cuerpo ("Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu", Efesios 4:4 – LBLA), uniéndolos a Cristo como la Cabeza, por una parte; y, por la otra, Dios habita entre ellos como una morada en el Espíritu. Él mora en una Casa" o 'habitación' aquí en la tierra, y todos los que profesan el nombre De Cristo son responsables por la presencia del Espíritu Santo; aunque, obviamente, no estén "sellados" como el creyente verdadero, y 'habitados' por Él. De este modo, encontramos a menudo, como el otro día en Italia, una obra notable del Espíritu Santo, allí donde puede no haber habido previamente un solo miembro del "Cuerpo de Cristo."
Una comprensión correcta de la Iglesia como el "Cuerpo de Cristo", compuesto de miembros vivos, y la "Casa", o Iglesia profesante, es la llave a muchas de las enseñanzas de las Epístolas. La palabra «Asamblea» (que es la palabra verdadera dondequiera que encuentre usted la palabra "Iglesia" en la Biblia Inglesa), tiene una doble aplicación. Si miramos a lo alto es el Cuerpo de Cristo — " la iglesia [La Asamblea], la cual es su cuerpo" (Efesios 1: 21-23); si miramos abajo La Asamblea es la Casa (1ª. Timoteo 3:15). La diferencia estriba entre la unión de miembros vivos por el Espíritu Santo a Cristo en el cielo, y Dios habiendo descendido a morar en una habitación en la tierra.
F. G. Patterson

MEDITACIÓN

"Más cuando el sacerdote comprare algún esclavo por dinero, éste podrá comer de ella, así como también el nacido en su casa podrá comer de su alimento." 
Levítico 22: 11.
   Los extranjeros, los huéspedes y los jornaleros no debían comer de las cosas santas. Lo mismo sucede todavía en cuanto a los asuntos espirituales. Pero dos clases de personas eran libres de acercarse a la mesa sagrada: aquellos que eran comprados con el dinero del sacerdote, y aquellos que eran nacidos en la casa del sacerdote. Comprados y nacidos; estas eran las dos pruebas indisputables de un derecho a las cosas sagradas. 
Comprados. Nuestro grandioso Sumo Sacerdote ha comprado por un precio a todos aquellos que ponen su confianza en Él. Son Su propiedad absoluta; pertenecen por completo al Señor. No por lo que son en sí mismos, sino estrictamente por causa del dueño, son admitidos a los mismos privilegios que él mismo goza, y "podrán comer de su alimento". Tienen alimentos para comer que los mundanos desconocen. "Porque sois de Cristo", por tanto, compartirán con su Señor. 
Nacidos. Esta es una vía igualmente segura para alcanzar el privilegio; si somos nacidos en la casa del sacerdote, tomamos nuestro lugar con el resto de la familia. La regeneración nos hace coherederos, y partes del mismo cuerpo; y, por tanto, la paz, el gozo y la gloria que el Padre ha dado a Cristo, Cristo nos ha dado a nosotros. La redención y la regeneración nos han dado un doble derecho al permiso divino para esta promesa.
C.H. Spurgeon, La Chequera del Banco de la Fe.

ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (37)

Acán, el impenitente

Este individuo tan notorio se presenta en las Santas Escrituras como para escarmiento de los que, cual él, fuesen contumaces e impenitentes.
Antes de ir los israelitas al sitio de Jericó: fueron todos conjurados a no apropiarse nada de los despojos que habría después de la batalla. Estos debían ser consagrados al Señor para el uso de su santo servicio. Los despojos de muchas otras ciudades quedaban para ellos, y pronto gozarían de aquella riqueza, pero los de la primera debían ser para Dios. En esto aprendamos una regla divina: Dios primero.

A pesar de esta conjura, al ver Acán cierta cantidad de oro y plata y un vestido muy fino, al estilo babilónico, los acaparó y los llevó secretamente a su tienda, donde los pudo esconder bajo tierra.
No hay duda de que él comprendiese de que hacía mal. A cada momento le lastimaba la conciencia: “Acán, has pecado; Acán, has pecado. Confiésalo, y busca la misericordia de Dios”. Pero endureciéndose, no hizo caso.
Salió de nuevo ejército de Israel; no todo, sino una parte. Algunos habían dado consejo hacer así, porque la ciudad de Ai era pequeña. Cuál fue la sorpresa cuando los guerreros de Ai salieron tan feroces que los invasores no pudieron darles batalla, y en la fuga cayeron muertos algunos israelitas. El desánimo fue general, y Josué el capitán se postró delante de Dios afligido en espíritu y lleno de lamentos. Estando así, le habló el Señor, diciendo: “Israel ha pecado”.
Sin juzgar ellos el pecado que se había presentado entre ellos, el Señor no iba a darles apoyo. Josué, por lo tanto, emprendió enseguida la triste tarea de hacer frente a la condición de su pueblo.
Acán, que era testigo de la derrota de Ai, debía haber sentido los aguijones de la conciencia acusándole de nuevo, y diciéndole: “Acán, tú has pecado; tú eres la causa del mal. Confiésalo, y busca la misericordia de Dios. Él es grande en misericordia”. Pero no quiso. Ahora oye la trompeta para reunir los millares del pueblo en sus tribus y familias, y le llamaría de nuevo la conciencia: “Acán, vas a ser descubierto. Dios hará salir la verdad. Confiésale tu pecado y serás perdonado”.
Dieron principio a la pesquisa y la suerte cayó en la tribu de Judá. Acán debía haber temblado, porque era de aquella tribu. De nuevo la voz diría: “No hay tiempo de perder; haz confesión”. No lo hizo. Ahora cayó la suerte señalando la familia de Zera, de la cual formaba parte Acán. De nuevo se le presenta la oportunidad de arrepentirse y confesar su pecado, pero la perdió. No le restaba otra. Al poco los ancianos hicieron escoger de nuevo, y salió señalado el mismo Acán.
“Declárame ahora lo que has hecho, no me lo encubras”, le dijo Josué, y Acán respondió: “Verdaderamente yo he pecado”. Pero el día de la gracia se había pasado para Acán; la confesión fue hecha demasiado tarde. En vez de hallar misericordia, fue arrastrado con los suyos al valle de Acor, y fueron todos apedreados y quemados con fuego.
Aprendamos una lección solemne. Dios en su grande paciencia le da a cada hombre y mujer su tiempo para arrepentirse, confesando sus pecados a él, y creyendo en Cristo. Dios nos da el corto espacio de esta vida para esto mismo. ¡Ay del hombre que llega a morir sin ser perdonado, porque después de la muerte viene el juicio!
      Pero dirás que hay tiempo de sobra, que no vas a morir todavía. ¿Cómo sabes el día en que va a terminar la paciencia de Dios para contigo? Por amor de tu alma vino Jesús el Hijo de Dios al mundo, y sufrió la ira divina por salvarte. No te resta nada que hacer, sino reconocer tu pecado.