martes, 1 de septiembre de 2015

La Palabra de Dios.

La Biblia es un libro maravilloso, único por su inspiración, su formación y su unidad. No es un libro cualquiera, sino EL LIBRO o, mejor dicho, un conjunto de 66 libros escritos por más de 40 autores diferentes. Es un libro muy antiguo, pues hay partes del mismo que tienen más de 3500 años. Se formó muy lentamente, ya que para ello se emplearon más de 1500 años, lo cual abarca unas 50 generaciones. Sus autores vivieron en épocas distintas y también proce­dían de diferentes lugares, tales como el desierto del Sinaí, Jerusalén, Roma, Babilonia, etc., los cuales están separados por cientos de kilómetros. Los hombres que Dios escogió para escribir las Sagradas Escrituras proce­dían de los medios sociales más diversos: líderes del pue­blo de Israel (Moisés, Josué), reyes (David, Salomón), un primer ministro (Daniel), un copero (Nehemías), un escriba (Esdras), un pastor de ovejas (Amos), un juez (Samuel), pescadores (Juan, Pedro), un publicano menospreciado (Mateo), un médico (Lucas), un sabio (Pablo), así como muchos otros.
Todos estos hombres, separados por el tiempo, la distan­cia y la posición social, no pudieron reunirse ni consultar­se. Cada uno de ellos, bajo la inspiración divina, compuso una parte de lo que iba a convertirse en un libro que lleva­ría el título único de «La Palabra de Dios». Supongamos por un momento que un libro humano hubiera sido escrito por 40 personas, las cuales trataran individualmente y por separado un mismo tema. Podemos asegurar que el resul­tado sería más bien confuso. Pero aquí nos encontramos ante un libro único, escrito por santos hombres de Dios, dirigidos por el Espíritu Santo, pero inspirados por un solo Autor: Dios. La Biblia es la realización de un plan determi­nado, bien definido, que ya estaba completo en la mente del que lo concibió, aun antes de que se empezara a escri­bir la primera palabra.
El objetivo de la Palabra de Dios es manifestar la gloria de una persona: el Señor Jesús. Observemos que cuando el Hijo de Dios estuvo en la tierra, no escribió ni una línea para que fuese añadida a la Palabra de Dios. Él enseñó, pero no escribió nada, ya que esto hubiese sido rebajarse, siendo él mismo la Palabra de Dios (Juan 1:1, 14). Veinte años después de su muerte, aún no existía nada del Nue­vo Testamento.
Pero pocos años más tarde, bajo la inspiración del Espíri­tu Santo, unos apóstoles escribieron los libros del Nuevo Testamento, en los cuales se manifiesta el mismo milagro de inspiración divina: los evangelios y las epístolas son dados por un mismo Pastor (Eclesiastés 12:11). Entre estos instrumentos humanos no hubo un acuerdo previo: los cuatro evangelistas no se pusieron de acuerdo sobre qué carácter de Cristo manifestaría cada uno de ellos. Pablo y Juan no dijeron a Pedro y a Santiago que se pusie­ran de acuerdo en cuanto a insistir en el lado práctico de la vida cristiana, en tanto que ellos hablarían de la doctrina. No, “los santos hombres de Dios hablaron siendo inspira­dos por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:21). Todo en este Libro único es de inspiración divina, se impone a nosotros con una autoridad absoluta, revelándonos las perfeccio­nes y las glorias infinitas del Señor Jesús. El apóstol Pablo dijo: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en jus­ticia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, entera­mente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16-17).
Después de haber considerado las maravillas de su for­mación y armonía, detengámonos un momento en las imá­genes y comparaciones que Dios mismo emplea al hablar de esta revelación que Él ha hecho a la humanidad. Por ejemplo, la compara con una simiente, una espada, una lámpara, un fuego, un martillo, etc. Examinemos con aten­ción algunas de estas figuras y preguntémonos si la Pala­bra de Dios corresponde realmente, en nuestra vida práctica, a lo que Dios declara.
    1.  La Palabra es comparada con una simiente incorrupti­ble “que vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1:23). Sólo ella puede producir la vida divina en seres corrompi­dos como nosotros, una vida divina, incorruptible, sobre la cual la muerte no tiene ningún poder. Esta vida divina es comunicada por la simiente de la Palabra de Dios a todos aquellos que ponen su confianza en Jesús. Pero Mateo 13 nos muestra que la semilla puede caer sobre cuatro terre­nos distintos, pero sólo uno produce fruto “cuál a ciento, cuál a sesenta y cuál a treinta por uno” (v. 8). Si la simien­te cae a lo largo del camino, sobre pedregales o entre espi­nos, no puede llevar fruto hasta la madurez, porque es ahogada por las preocupaciones, las riquezas y los afanes de la vida (Lucas 8:14). ¿A qué terreno se parece nuestro corazón? Después de un principio prometedor, ¡cuántos jóvenes, desgraciadamente, se han apartado del Señor!
2. La Palabra también es una espada: “La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos... y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12). También es la espada del Espíri­tu (Efesios 6:17); debemos emplearla como lo hizo el Señor, para luchar contra los artificios del diablo. Pero cuando manejemos esta espada, no olvidemos que tiene dos filos: uno que se aplica a aquel que la maneja y el otro a quien va dirigida. Utilicémosla no como jueces, sino como objetos de la misericordia divina, pidiendo a Dios que dirija nuestros pasos y guarde nuestro corazón. En los combates del creyente, ella es el arma por excelencia.
3. El salmista la compara con una lámpara: “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Salmo 119:105). ¡Qué lámpara tan maravillosa, alimentada por el aceite del Espíritu Santo, que nos permite tener una vista sana y clara en todas las cosas cuando nos dejamos alum­brar por ella! No hagamos nada que esté en contradicción con las declaraciones de la Biblia, y nos evitaremos expe­riencias dolorosas.
4. y 5. Jeremías compara la Palabra con un fuego y con un martillo (Jeremías 23:29). Es un fuego que puede ejercer su influencia purificadora sobre nuestras obras carnales, llevándonos a juzgarlas delante de Dios. Es un martillo que a menudo debe romper nuestros duros corazones. ¡Cuán­tas veces el Señor se ve obligado a usar la Palabra de esta manera con cada uno de nosotros!
6.  En su epístola, Santiago asimila la Palabra a un espejo donde consideramos nuestro rostro natural (cap. 1:23-24); pero nos exhorta a no olvidar la imagen que este espejo nos ha mostrado. “Sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (v. 22). Es una exhortación oportuna, si pensamos en todas las luces que el Señor nos ha dado.
7. No olvidemos el poder purificador del agua de la Pala­bra (Efesios 5:26). Cristo santifica a la asamblea purificán­dola “en el lavamiento del agua por la Palabra”. Cada vez que el pecado ha interrumpido nuestra comunión con Dios, recurramos a esta purificación por medio del juicio propio (Juan 13:3-14).
8., 9. y 10. Veamos finalmente tres imágenes que nos muestran qué aprecio deberíamos tener por la Palabra de Dios. Ella es llamada “leche espiritual no adulterada” (1 Pedro 2:2); tiene gusto a “miel” (Apocalipsis 10:10; Ezequiel 3:3). Es también el maná, el pan del cielo: “Este es el pan que desciende del cielo, para que el que de él come, no muera” (Juan 6:31-35, 50). Pero, ¿tiene para nosotros el sabor de “hojuelas con miel” (Éxodo 16:31) o simple­mente de “aceite nuevo”? (Números 11:8). Nuestro mayor deseo es que ninguno de nosotros llegue a decir un día, después de la lectura de este libro tan precioso: “Nuestra alma tiene fastidio de este pan tan liviano” (Números 21:5). Digamos, al contrario y con convicción:

¡Cuán sublime oh Dios, cuán perfecta y gloriosa
Es tu Palabra fiel, descubierta a la fe!
Justicia, paz, verdad, divino amor rebosa,
Revelándote a Ti; gloria que siempre fue.
Himnos y Cánticos N° 140

Una pequeña torta

“Hazme a mí primero... una pequeña torta”. 1 Reyes 17:13
La época era sombría. A causa de los pecados de Acab, rey de Israel, el hambre asolaba el país. El profeta de Dios permanecía escondido, así como otros cien profetas; ade­más, había entre el pueblo siete mil hombres conocidos sólo por Dios que no habían doblado las rodillas ante Baal, el falso dios (1 Reyes 19:18).
Los recursos faltaban por doquier; sin embargo, en una familia fuera de los límites del país, no faltaba el alimento diario para toda la casa. Durante todo un año, “la harina de la tinaja no escaseó, ni el aceite de la vasija menguó, con­forme a la palabra que Jehová había dicho por Elías”. ¿De dónde provenía esta abundancia? Claramente era una bendición material, sin embargo, según las enseñanzas de la Palabra de Dios, podemos tomarla en su aspecto espiri­tual: la harina nos recuerda las perfecciones del Señor Jesús mismo; el aceite es figura del Espíritu Santo.
¿Por qué justamente en esa casa, lo contrario de tantas otras, había alimento y sostén? Un día el varón de Dios había encontrado a esta viuda y le había pedido un poco de agua y un trozo de pan. El agua escaseaba, pero ella estuvo dispuesta a dársela; sin embargo, el pan faltaba totalmente; ella no tenía más que un puñado de harina y un poco de aceite. Luego, la muerte les esperaba, a ella y a su hijo. El profeta le dijo: “Hazme a mí primero de ello una pequeña torta... y tráemela”. ¿Cómo? ¿De ese poco que le quedaba, de sus últimos recursos, debía preparar algo para el profeta, sin dejar nada para ella y su hijo? Sí, y era necesaria la fe, la fe en la palabra de Dios pronun­ciada por su siervo. “Entonces ella fue e hizo como le dijo Elías”. Este fue el secreto de la bendición.
“Hazme a mí primero... una pequeña torta”. ¿No nos ha dirigido a menudo el Señor este pedido? «Al comenzar el día, reserva primeramente un momento para venir a mis pies y escuchar mi voz; para hacer silencio y decir como otrora el joven Samuel: “Habla, porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:10). Y en el curso de nuestras ocupaciones ordi­narias, probablemente hemos oído a menudo una voz decirnos: ¿Piensas primeramente en el Señor? Puede tratarse de un asunto de rectitud, de realizar un trabajo con esmero, de prestar un servicio a favor de alguien, de pro­nunciar una palabra, o más bien de callar. Busquemos pri­meramente la voluntad del Señor cuando estamos ante una elección, sea para el trabajo profesional o en cuanto a reunirse alrededor del Señor; hacer un gasto superfluo o dedicar ese dinero para el Señor y su obra o a favor de algún necesitado...
“Hazme a mí primero... una pequeña torta”. Parece poca cosa, sin embargo, un puñado de harina y un poco de acei­te era mucho para la viuda, pues era todo el sustento que tenía (comparar con Lucas 21:4). ¡Cuánto lo apreció el profeta y sobre todo Dios mismo! “El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto” (Lucas 16:10). Puede ser un tratado, una palabra, una oración que prime­ramente tuvimos el deseo de presentar para Él. Y si hemos descuidado hacerlo, ¡qué pérdida!
“Hazme a mí primero... una pequeña torta”. “Yo te mos­traré mi fe por mis obras” (Santiago 2:18). Es bueno, sin duda, expresar su confianza a Dios, cantar himnos que celebran su bondad y su fidelidad; pero la fe no consiste solamente en palabras, ella se traduce en hechos. He aquí por ejemplo un joven en pleno estudio, los exámenes se acercan, ¿consagrará el domingo, día del Señor, al Señor o a sus estudios? Si da pruebas de su fe dando primera­mente a Dios su lugar y dejando su trabajo para los días de la semana, ciertamente será recompensado. A primera vista es una pérdida, como parecía ser con la harina y el aceite de la viuda; pero Dios puede resolver un examen o un trabajo igual o mejor si, por amor a Él, se le ha reserva­do el tiempo que Él pide, aun si estas horas han sido «per­didas» en cuanto al estudio se refiere.

“Hazme a mí primero... una pequeña torta”. A través de la voz del profeta oímos la voz del Señor y su deseo de que hagamos primeramente algo para Él. Las Escrituras rela­tan que los macedonios “se dieron primeramente al Señor” (2 Corintios 8:5). Este es el fondo de la cuestión: “Dame, hijo mío, tu corazón” (Proverbios 23:26). El puña­do de harina y el aceite en el fondo de una vasija repre­sentaban todos los recursos de la viuda. Dándolos primeramente al profeta, la viuda no tenía más que la muerte delante de ella... o la salvación de Dios. En efecto, colocándonos verdadera y enteramente a disposición del Señor Jesús, conscientes de que hemos sido “comprados por precio” (1 Corintios 6:20), parece que perdemos nues­tra vida al entregársela al Señor, pero “todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará” (Mar­cos 8:35). Y ese don de sí mismo (que no es sino el simple hecho de poner a disposición constante de Dios lo que le pertenece) se traducirá, no por arranques entusiastas o sueños de misiones lejanas, sino por ese primer lugar que tendremos a pecho darle en los detalles de nuestros días. Quizá sea una “pequeña torta”, pero es el secreto de la bendición que nos acompañará día tras día hasta que, habiendo terminado el “hambre”, entremos en la casa del Padre.

Doctrina: El pecado. (Parte X)

x.   El pecado entre creyentes.
Las consecuencias del pecado se manifiestan en  muchas maneras entre los propios hermanos cristianos. Si Consideramos lo que pasa en una familia cualquiera del mundo, si uno de sus miembros peca contra el otro, se considera como algo muy grave e impensable. Nos llenamos de horror cuando nos enteramos que un hermano hirió o mató a otro. Pensamos que habrá sucedido entre ellos para que existiese tal acción, que para muchos de nosotros, repetimos, es impensable. Esto nos lleva a recordar la situación de Caín y Abel, no sólo de ser los primeros descendientes de Adán y Eva, sino como los primeros hermanos que tuvieron un problema, y Caín lo resolvió mal; y como el primero  le quita la vida al segundo, producto de un profundo rencor que se había anidado en él, pues había dado paso al pecado en su ser (cf. Génesis 4:6,7). Lo mismo encontramos en  Esaú y Jacob, si bien en este caso no hubo muerte (aunque sí deseos de venganza),  el segundo engañó al mayor para arrebatar la primogenitura a su hermano, pues eso le confería estatus. Tal vez ellos (madre e hijo) pensaban que hacían bien en arrebatar lo que no les pertenecía, pero con ello estaban dando lugar a que el pecado entrar y causara una profunda división entre ellos: padre, madre y hermanos. Como consecuencia Jacob tuvo que huir para no ver el rostro lleno de ira de su hermano y así, también, salvar su vida.
El hecho de anidar pecado en nuestros corazones, siempre tiene consecuencias para la iglesia local, ya que los hermanos se ven comprometidos, muchas veces sin quererlo, en uno u otro bando.  
Las raíces de amargura que brotan en los corazones de los creyentes que no han sabido perdonar provocan fuerte impacto en la iglesia local. La carta a los filipenses nos muestra a dos mujeres que en un comienzo de su vida cristiana fueron muy productivas, pero algo sucedió entre ellas, que provocó un distanciamiento que llevó a Pablo a escribir, entre otras cosas, esa hermosa carta acerca de la unidad que debe existir entre los creyentes. En ella Pablo mostró un  distanciamiento del caso, no en el sentido de despreocuparse, sino para no darle el favor a ninguna de las dos, a cada una la trata por igual (Filipenses 4:2, versión Bover-Canteras), y esta es la posición que debe adoptar todo cristiano maduro, de no hacer distinción o menospreciar a una y realzar a otra, sino tratarla como son: hermanas(os). En la carta, Pablo, ruega a cada una de ellas que vuelva a existir ese amor fraternal que debe existir entre hermanos, y que el mismo Señor indicó que sería característico en los cristianos.  Ellas habían perdido el horizonte y habían dado paso al pecado, de modo que la raíz de amargura se había apoderado de ellas.
Si las raíces de amargura no son arrancadas, contamina a los hermanos: “Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados…” (Hebreos 12:15).
El dar rienda suelta a la ira producto de la conducta mala de un hermano y esta no es perdonada a la brevedad conduce a pecado. Se nos aconseja que nos enojemos, pero que este enojo no sea duradero. De seguro, podemos suponer que Evodia y Sintique no pusieron un plazo breve a su enojo y se convirtió en algo incontrolable para ellas, dando así lugar al diablo (Efesios 4:26-27), como Caín permitió que entrara en él y así matar a su hermano (cf. 1 Juan 3:12).
El mismo Señor Jesucristo enseñó cómo debemos comportarnos en cuanto  al pecado de otros hermanos hacia mí:
“Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Más si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano” (Mateo 18:15-17).
Los pasos son precisos: Tener un encuentro privado en primer lugar; luego, de no existir arreglo, tener un encuentro con testigos de la conversación; y por último, como medida extrema, el caso se lleva a la congregación completa. Si ni aún en esta última instancia no se llega a una reconciliación, la persona causante será sacada de la comunión de la congregación considerándolo como uno más del mundo (ver 1 Corintios 5:1-13, aunque el caso era de uno que estaba viviendo de manera que, con su pecado, afectaba a la congregación).
El punto principal es siempre que sin importar la cantidad de veces que suceda, yo debo perdonar. “Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete” (Mat 18:21-22). Y este perdón no está limitado a la cantidad de veces.  Y este perdón debe ser dado aunque el receptor no lo merezca.  El mismo Señor nos dio ejemplo a perdonar a aquellos que estaban causando tal sufrimientos (Lucas 23:34). Y Pablo no enseña que amemos, y demostremos ese amor, a quien no nos quiere bien (Romanos 12:17-21, aunque el texto se refiere  a personas que son del mundo, lo mismo  lo podemos aplicar hacia quienes son nuestros hermanos).
Tengamos claro que ES nuestro deber perdonar siempre porque Dios mismo nos perdonó a través de la obra del Señor Jesucristo. La enseñanza de la parábola de “los dos deudores” de Mateo  (18:23-35) es muy clara y no deja dudas al respecto.  “Yo” que he sido perdonado de una deuda “impagable”, ¡cómo  no he de perdonar y olvidar lo que el otro me adeuda, que son unas pocas “monedas”! La verdad es que si no perdonamos, estamos abiertamente en rebeldía contra nuestro Padre celestial y es bastante seguro que recibiremos su juicio por nuestra mala conducta.  
         El Señor también les habla a aquellos creyentes que pecan contra otros hermanos “maltratándolos” (cf. Mateo 24:48-51) en forma deliberada, comportándose como si fueran del mundo y no como un siervo del Señor Jesucristo. Estos tendrán el justo castigo por tal falta de amor hacia sus consiervos.  Sigamos el consejo que Pablo le da a los hermanos de Roma: “La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz. Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne” (Romanos 13:12-14). Dejemos de mirar y desear lo que mundo provee para satisfacer la carne, mejor miremos a nuestro Señor y prosigamos la carrera (cf. Hebreos 12:1,2; Filipenses 3:13-14; 1 Corintios 9:24-27).
         El mismo Señor  Jesucristo en la noche que fue entregado les dijo a los suyos: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35). Y previamente les había dicho: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Juan 13:34). El amor no es solo un distintivo que caracteriza a los creyentes y que “debería” surgir en forma espontánea en cada uno de nosotros, sino un mandamiento, una ordenanza, algo que debemos procurar seguir, porque tuvimos el ejemplo del mismo Señor Jesucristo. Por tanto, no tenemos excusa para no hacerlo.
         El creyente que dice amar al Señor Jesucristo, NO PUEDE PECAR CONTRA SU HERMANO POR NINGÚN MOTIVO. Siempre debemos tenerlos en mayor consideración que a nosotros mismos. Y si criticamos a nuestro hermano por alguna situación particular piensen en las palabras de Pablo a los creyentes que están en Roma y que de alguna manera criticaban a otros hermanos: “¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme…  Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo… Porque escrito está: Vivo yo, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla, Y toda lengua confesará a Dios. De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí. Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano” (Romanos 14: 4, 10,11-13).  Tengamos en cuenta que el hecho de pecar contra hermanos es claro incumplimiento a los mandatos de Dios y del Señor Jesucristo, y por el contrario quien ama “ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Romanos 13:8).
         El amor es el catalizador por antonomasia y es rasgo claro y distintivo que debe existir entre los hermanos, y  este fue plenamente mostrado por los hermanos del comienzo de la era cristiana, que fueron capaces de vender sus propiedades para darlas a los hermanos más necesitados: ellos se destacaban por esto y eran reconocidos por quienes se oponían al evangelio.  Por lo mismo, Pablo insta a Evodia y Sintique a que vuelva a existir ese amor y unión que en un momento hubo y que luego se fracturó.
         Con esto concluimos, quien ama, no peca contra su hermano o hermana y si lo hace debe ser capaz de poder acercarse y reconocer su falta y de esta forma restablecer la comunión entre ambos.

Meditación.

“Ciertamente vengo en breve” (Apocalipsis 22:20).



A medida que nos acercamos al fin de esta era, es predecible que muchos abandonarán la esperanza del regreso inesperado de Cristo. Pero la verdad sigue en pie, aunque los hombres no la crean.
El hecho es que el Señor Jesús puede venir en cualquier momento. No sabemos el día o la hora del regreso del Novio a por Su novia; esto significa que podría venir hoy. No hay profecía que tenga que cumplirse antes de escuchar la voz de mando del Señor, la voz del arcángel y la trompeta de Dios. Cierto, la iglesia espera experimentar tribulación en toda su duración sobre la tierra, pero los horrores del periodo de la Tribulación no son parte de su destino. Si la iglesia debiera pasar por la Tribulación, eso significaría que el Señor no podría venir por lo menos en siete años, porque ciertamente ahora no estamos en la Tribulación y cuando ésta venga, durará siete años.
Hay un gran número de textos en la Escritura que nos enseñan que debemos estar listos en todo tiempo para la aparición del Salvador. Consideremos los siguientes:
“...está más cerca que cuando creímos” (Romanos 13:11).
“La noche está avanzada, y se acerca el día” (Romanos 13:12).
“El Señor está cerca” (Filipenses 4:5).
“Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:37).
“...la venida del Señor se acerca” (Santiago 5:8).
“...el juez está delante de la puerta” (Santiago 5:9).
“Más el fin de todas las cosas se acerca” (1 Pedro 4:7).
Parece que estos versículos fueron escritos para que cale en la mente que la venida del Señor es inminente y que se trata de un evento por el que debemos  estar velando y esperando. Debemos estar ocupados sirviéndole fielmente como buenos administradores.
R. A. Torrey dijo una vez: “El inminente retorno de nuestro Señor es el gran argumento bíblico para llevar una vida activa de servicio, pura, desinteresada, consagrada y no mundana. Con mucha frecuencia en nuestra predicación apremiamos a la gente a vivir santamente y a trabajar con diligencia porque la muerte llega de improviso, pero éste no es el argumento de la Biblia. El argumento bíblico es siempre: “Cristo viene; estad preparados para cuando él venga”.
Nuestra responsabilidad es clara. Nuestros lomos deben estar ceñidos, nuestras lámparas encendidas y debemos ser semejantes a hombres que aguardan a su Señor cuando regrese (ver Lucas 12:35-36). No sucumbamos ante aquellos que enseñan que no tenemos derecho a esperar que regrese en cualquier momento. Por el contrario, creamos en Su retorno inminente, enseñémoslo entusiastamente y dejemos que esta verdad brille en nuestras vidas.

SIMBOLOS de AUTORIDAD y de GLORIA

En 1 Corintios 11:2-15 el Espíritu Santo, cuya misión es glorificar al Señor Jesús, nos habla a través del Apóstol Pablo acerca de dos de los símbolos cristianos por los cuales expresamos nuestra obediencia a Dios, nuestra lealtad a Cristo y nuestro respeto unos por otros. Es éste un tema glorioso. Tres veces en este corto párrafo el Espíritu Santo enardece nuestros corazones con una visión de gloria: en el v. 7 habla de la gloria de Dios, otra vez en el v. 7 de la gloria del varón, y en el v. 15 de la gloria de la mujer. No hay otros símbolos que tengan mayor dignidad y alcance. Las realidades gloriosas de que dan testimonio pertenecen a la esfera de la Redención (11:3 -6), a la esfera de la Creación (11:7-12) y a la esfera de la Naturaleza (11:13-15).
Que los versículos 3 a 6 tratan de la esfera de la Redención se ve por los términos usados al describir la relación existente entre nuestro Señor Jesús y Dios. No hablan de su subordinación como Elijo al Padre en el seno de la Deidad, ni de la relación entre el Verbo pre- encarnado y Dios antes y en el momento de la Creación. Lo que dicen es que “Dios es la cabeza de Cristo, el Mesías" (11:3). Se refieren a Jesucristo como el Ungido del Señor, el Salvador del mundo, la Cabeza de la Iglesia y el Soberano de los reyes de la tierra (Ap. 1:5).
No es difícil entender por qué el Espíritu Santo da un lugar de honor a la esfera de la Redención en este protocolo de gloria. Basta recordar lo que costó a nuestro Señor Jesucristo someterse a la autoridad de Dios para llevar a cabo la obra de la Redención. Por toda la eternidad Él había existido en la misma forma de Dios (y, por supuesto, nunca dejó de serlo), pero cuando se comprometió a ser el Mesías y hacer que hombres y mujeres rebeldes como nosotros volviéramos de nuevo a una sumisión leal y amante a Dios, Él tomó forma de siervo y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Este es el precio que tuvo que pagar por su voluntaria sumisión a Dios, su Cabeza.
Y no debemos olvidamos de la gloria a que Dios le ha exaltado en respuesta gozosa a su obediencia. Por el contrario, de buena gana deberíamos emplear cualquier medio a nuestro alcance para realzar tanto la obediencia como la gloria de Aquel a quien debemos nuestra Salvación.
Todo esto nos introduce al primero de nuestros dos símbolos. Siempre que los cristianos nos reunimos para ejercer nuestros dones espirituales, y aún más al reunirnos oficial y públicamente como iglesia, ha sido nuestra práctica (v. 2 literalmente contiene la idea de una costumbre basada en la enseñanza transmitida por los Apóstoles desde el principio), que los varones no se cubran la cabeza. Esta es la forma instituida por Dios para que los varones honren su Cabeza, el Señor Jesucristo (v. 3) y para que proclamen su fe en que Dios le ha levantado de entre los muertos y le ha hecho Señor y Cristo (Hch. 2:36).
Es evidente que esto nada tiene que ver con las antiguas costumbres locales. Antiguamente los varones griegos también solían orar con la cabeza descubierta, pero es obvio que no por la misma razón que la de los varones cristianos. De hecho, un griego inconverso jamás habría entendido el significado de la práctica cristiana de no habérselo explicado los cristianos. El significado del símbolo tal y como lo usaron los cristianos, era total y exclusivamente cristiano.
Y desde luego nada tiene que ver con la moderna costumbre que tienen los caballeros de quitarse el sombrero en presencia de las damas. Si entrásemos en una sinagoga judía veríamos a todos los hombres con las cabezas cubiertas. Y esto no porque no sean caballerosos. Los varones judíos se cubren la cabeza al orar para mostrar su reverencia a Dios. Los varones cristianos no son menos reverentes, pero Dios les llama a declarar, con la cabeza descubierta, que Jesús es el Mesías, el Cristo. También que, en ausencia de su Cabeza, ellos, como varones cristianos, son sus representantes oficiales en la tierra.
Este asunto no carece de importancia. Los judíos consideran una blasfemia lo que los cristianos proclaman por medio de este símbolo. Ellos no aceptan, como tampoco los gentiles inconversos, que Jesús es el Cristo. Los cristianos sí que lo aceptamos. Es un hecho esencial y céntrico de nuestra fe. Si es importante que simbolicemos la muerte del Señor Jesús a nuestro favor por medio del pan y el vino en la Cena del Señor, es igualmente importante que los varones creyentes testifiquemos por medio de este otro símbolo que Él es el Cristo y la Cabeza. Si un varón cristiano rechaza este símbolo, e intencionadamente cubre su cabeza al orar, está afrentando a su Cabeza, según indica el Espíritu Santo (11:4). No su propia cabeza física - pues esto no importaría demasiado - sino a su Cabeza espiritual, el Señor Jesús. Esto sí que tiene una enorme importancia.
Por lo tanto, una vez que el significado de este símbolo ha sido entendido, ningún cristiano verdadero necesitará que nadie le exhorte a no descuidarlo. Nada importa que el mundo moderno ya no entienda el significado de este simbolismo. Los griegos inconversos de la Antigüedad tampoco lo entendían. Tuvieron que ser enseñados.
El segundo símbolo que nos ha sido dado por el Redentor es el reverso del primero. Mientras que el varón cristiano debe dejarse la cabeza descubierta, la mujer debe cubrírsela. Y esto lo hace en reconocimiento de que el varón es su cabeza.
Para captar el verdadero significado de este símbolo debemos considerarlo dentro del Contexto completo en que lo coloca el Espíritu Santo (v. 3): “quiero que sepáis que Cristo es la Cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la Cabeza de Cristo
De aquí deducimos en seguida cuán importante es el concepto de “cabeza” en la esfera de la Redención. Bajo Dios, todos, tanto hombres como mujeres, y aun Cristo mismo, tenemos una cabeza. Pero nótese el orden: antes de decirle a la mujer que el varón es su cabeza, al varón se le recuerda que él también está sujeto a la autoridad de una Cabeza, la cual es Cristo. Por lo tanto, el varón no es un autócrata, responsable sólo ante sí mismo y con libertad de enseñorearse caprichosamente sobre la mujer. Su propia Cabeza, el Señor Jesús ha establecido el modelo y el espíritu con que todo liderazgo ha de ser ejercido (Le. 22:24-27). Cuanto más grande es la responsabilidad encomendada a un hombre, tanto más ha de servir a aquellos a quienes dirige. Y Cristo llamará al hombre a rendir cuentas de cómo desempeñó su liderazgo.
Nótese también que cuando a la mujer se le dice que el varón es su cabeza, el Espíritu Santo inmediatamente añade que Cristo también tiene una Cabeza. Si no fuera por esto, la mujer podría pensar que es injusto tener que aceptar al varón como su cabeza. Después de todo, en su naturaleza esencial, ella es igual al hombre habiendo ambos sido hechos a la imagen de Dios. ¿Por qué, pues, ha de aceptar al varón como su cabeza? ¿Por qué no puede tener igualdad con el varón?
Es aquí donde el Espíritu Santo remarca, con inmensa gracia y discreción, que Cristo mismo se ha sometido a tener una Cabeza. En cuanto a su naturaleza esencial, Cristo siempre fue - y jamás ha dejado de ser - igual a Dios. Pero ¿dónde estaríamos nosotros ahora si Él hubiera exigido permanecer igual a Dios, en cuanto a posición y funciones, en vez de humillarse tomando forma de siervo y sometiéndose a sí mismo en obediencia a Dios como su Cabeza?
Ahora bien, algunos eruditos han sugerido que la palabra “cabeza”, en este contexto, no debe entenderse como si implicase la idea de liderazgo o autoridad. Argumentan que cuando el v. 3 dice que el varón es la cabeza de la mujer, está refiriéndose al hecho que menciona el v. 8 que en la creación, la mujer fue sacada del hombre, lo cual quiere decir que el hombre es el “origen” de la mujer. Sin embargo, es improbable que el v. 3 se refiera a la Creación. Su contexto, como hemos visto, es el de la Redención. Además, si en el v. 3 “cabeza" significa “origen”, tendríamos que entender la última frase del versículo como si dijese “el origen de Cristo es Dios”. Ciertamente esto nos daría a entender un concepto muy extraño y anormal. Y tampoco es necesario. Es mucho más lógico aceptar que la palabra “cabeza" en el v. 3 lleva consigo el significado de “autoridad” como ocurre en Efesios 1:22: “...y sometió (Dios) todas las cosas bajo sus pies (los de Cristo) y lo dio por Cabeza sobre todas las cosas a la iglesia".
Es aquí, de hecho, donde vemos el más amplio contexto de todo este énfasis sobre el asunto de la cabeza (autoridad) en 1 Corintios 11:2-5. Cristo, como Cabeza sobre todas las cosas tiene el cometido de recobrar aquel dominio universal sobre toda la Creación que Dios destinó para el hombre, pero que Adán y Eva perdieron por su desobediencia. Cristo lo está recuperando para que cuando por fin todas las cosas estén bajo su control, Él pueda entregar el reino en completa obediencia a Dios, según nos dice 1 Corintios 15:28.
En un sentido, Cristo ya ha ganado más que lo que Adán perdió. El hombre en Adán fue hecho un poco menor que los ángeles, pero Cristo está ahora mismo exaltado sobre todos los ángeles, principados y potestades (Ef. 1:20-22). En otro sentido, por supuesto, todavía no vemos que todas las cosas le hayan sido sujetas (He. 2:8). La desobediencia, el egoísmo y el desorden que el diablo introdujo en nuestro mundo cuando tentó a la mujer por medio de la serpiente, y al hombre por medio de la mujer, todavía mantienen a toda la raza humana en una abierta rebelión contra Dios, y llena nuestro mundo de discordias y nefandas contiendas. Pero si esto es así en el mundo, la situación en la iglesia es diferente ¿no es cierto? ¿No nos ha llevado el Señor a sometemos voluntaria y gozosamente a su gobierno de gracia y a aceptar el liderazgo y la autoridad que Él nos designa? Incluso en el mundo del deporte, los jugadores de un equipo reconocen la necesidad de tener un capitán y aceptan el liderazgo ordenado por los seleccionadores, sin sentirse ofendidos o creerse inferiores. ¿Lo haremos peor en la iglesia?
Seguro que no: porque rechazar el símbolo de autoridad que el Señor nos ha ordenado sería, en realidad, rechazar la misma autoridad del Señor en este asunto. Será como profesar que aceptamos el Señorío de Cristo, pero cuando nos manda ser bautizados, negamos a ello.
Ya hemos visto lo serio que sería que un hombre cristiano rechazara el simbolismo que a él corresponde (el descubrir su cabeza). Ahora, que sea el Espíritu Santo mismo quien nos diga lo afrentoso que sería que una mujer cristiana, consciente de lo que hace, rechazara el simbolismo que a ella corresponde (11:6). Traería sobre su cabeza (es decir, sobre el varón cristiano, no sobre su cabeza física) la misma clase de vergüenza que una mujer adúltera traería sobre su esposo.
En el mundo antiguo tal infidelidad se mostraba públicamente rapando el cabello a la mujer. La mujer que rehúsa cubrirse la cabeza, dice el Espíritu Santo, es como si estuviese rapada. Es algo verdaderamente horrible.
Seguidamente el Espíritu Santo nos muestra que los dos símbolos que venimos considerando apuntan a realidades en la esfera de la Creación (11:7-12). Para esto Él nos lleva, no a las costumbres locales del antiguo Corinto o a cualquier otro sitio, sino al relato divinamente inspirado de la Creación en el libro de Génesis. El capítulo uno de este libro nos aclara (1:27-28) que, en cuanto a su naturaleza esencial y su categoría, tanto el hombre como la mujer fueron hechos a imagen de Dios. Era el propósito de Dios que ambos compartieran el dominio sobre la Creación. Sin embargo, el capítulo dos de Génesis (w. 18-25) explica que en cuanto a las funciones que iban a desempeñar, había diferencias significativas entre los sexos, por designio de Dios. El hombre fue creado primero y ya había comenzado a cumplir las tareas que Dios le había encomendado antes de que la mujer fuera creada. Además, fue hecho directamente y no sacado de la mujer. Allí estaba él solo, recién salido de la mano de Dios. Y era - nos dice el Espíritu Santo (1 Co. 11:7) - la imagen y la gloria de Dios, el virrey de Dios en la Creación, investido con la misma gloria de Dios como Su representante oficial. En cambio la mujer, según dice el Espíritu Santo (11:7-9), es la gloria del varón. Se refiere al hecho de que Dios hizo a la mujer a partir del varón y le asignó el papel de pareja, ayuda y compañera del hombre, para complementarle en las tareas que Dios le había encomendado La mujer, pues, era la gloria del varón del mismo modo que el varón era la gloria de Dios. Y el varón experimentó en la mujer y su función todo el gozo y el placer que Dios experimentó en el varón y su función.
Sabemos muy bien cómo Satanás lo estropeó todo y disminuyó la gloria de las funciones de ambos. Pero Cristo, la Simiente de la Mujer, ha venido para deshacer las obras del diablo (1 Jn. 3:8). Se nos dice en Efesios 3:10 y 1 Corintios 11:10 que, en la iglesia, se les está mostrando a los ángeles la multiforme sabiduría de Dios al ver cómo el hombre y la mujer son restaurados para Dios y para sus respectivas funciones, según la intención original de Dios. Los ángeles observan cómo hombres y mujeres, por amor a Cristo, hacen uso de los símbolos que indican su reconocimiento del orden que el Redentor ha establecido para ellos.
No cabe duda de que, en lo que se refiere a las condiciones por las que recibimos la salvación y nuestra gran herencia, no hay diferencia alguna entre varón o mujer, judío o griego, esclavo o libre (Gá. 3:28). Un niño se salva bajo las mismísimas condiciones que sus padres. Pero en cuanto a las funciones, bien sea la familia, bien en la iglesia, el señorío de Cristo no elimina la distinción entre varón y mujer, o entre padre e hijo. “En el Señor”, el niño cristiano debe obedecer a sus padres (Ef. 6:1) y más aun siendo creyente que antes de serlo. “En el Señor”, como apunta 1 Corintios 11:11-12, las distinciones entre los papeles respectivos del hombre y de la mujer, así como su complementariedad, no son eliminadas, sino restauradas de acuerdo con los propósitos originales del Dios creador. La idea del “uni-sexo” no surge de la Redención, como tampoco, por supuesto, surgió de la Creación.
Finalmente, el Espíritu Santo nos muestra cómo estos dos símbolos concuerdan con los instintos de la Naturaleza (11:13-15). Él dice que la Naturaleza nos enseña que a un hombre le es deshonroso dejarse crecer el cabello; sin embargo, si una mujer tiene el pelo largo, esto es gloria para ella. Nótese que dice “si...”. La Naturaleza no dota a todas las mujeres por igual de largo y hermoso. Le ha sido dado como una estola o manto (la palabra griega aquí no es la que se traduce por “velo" en los versículos anteriores, sino la que se traduce por “vestido" en Hebreos 1:12). Dios pensaba que concedía a las mujeres un don bello y glorioso al darles un cabello largo y hermoso. Es gloria para ellas. Con razón llama la atención y suscita admiración, pero no debe ser así en la Presencia de Dios. En Su presencia, la sensibilidad de la mujer, y mucho más su espiritualidad y amor por el Salvador, la llevará a velar su propia gloria, para no distraer la atención de los demás hacia Dios mismo. Por demás está decir que la cubierta más conveniente para este fin sería un velo y no un sombrero de última moda.
¿Cómo responderemos, entonces, a la enseñanza del Espíritu Santo sobre estos dos símbolos? No podemos argumentar que mientras Dios vea autenticidad en nuestros corazones no necesitamos usar símbolos externos. El mismo argumento daría al suelo con el uso de los símbolos de la Cena del Señor y del Bautismo. Hoy en día es, evidentemente, más fácil para los varones cristianos practicar el simbolismo que les corresponde; pero las modas y las corrientes de opinión modernas hacen difícil para las mujeres cristianas practicar el suyo. El hacerlo exige de ellas enorme gracia, espiritualidad y valor.

Es interesante notar que, en Inglaterra, si una mujer es invitada al palacio para ser recibida por la Reina, normalmente se exige que lleve sombrero. Pocas mujeres se niegan a la demanda de la Reina o se avergüenzan de ser vistas llevando un sombrero en tales ocasiones. ¿Mostraremos nosotros menos respeto por los deseos expresos del Rey de reyes?

Estudios sobre el libro del profeta MALAQUIAS (Parte III)

CAPÍTULOS 1 y 2:1-9 EL AMOR DE DIOS HACIA SU PUEBLO (continuación)
El sacerdocio adulterado
Si ahora, en este primer capítulo, recapitulamos los caracteres del sacerdocio adulterado, encontraremos la total ignorancia acerca del amor de Dios, la ignorancia respecto de su santidad y la ausencia de todo temor de Dios. La impureza es llevada a su Mesa; dones sin valor son presentados para guardar las apariencias; el interés regula todos los actos en el servicio para Jehová. Esta carencia de realidad en la vida religiosa produce fastidio y hastío por las cosas divinas.
¡Quiera Dios guardarnos de este espíritu y de estas tendencias hacia los cuales nuestros corazones naturales tienen ya demasiada predisposición a dejarse arrastrar! Dios no nos pide vanas apariencias, sino la verdad en el corazón, actos que correspondan a nuestras palabras, palabras que correspondan al estado de nuestras almas. ¡Feliz aquel de quien Jesús pueda decir: «He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño»! (Juan 1:47).
El capítulo 2:1-9 pertenece propiamente al que precede. No hace, como tampoco el capítulo 1, una completa descripción de la apostasía final, sino que describe el carácter moral del sacerdocio, librado a su propia responsabilidad. De modo que podemos echar una mirada al corazón del hombre religioso, a fin de saber evitar, para nosotros mismos, los rasgos que le caracterizan. Con este propósito, el creyente debe retener las primeras palabras del profeta: «Yo os he amado». Nuestra salvaguardia es el conocimiento del amor de Cristo. Volvamos siempre a beber de esta fuente, pues no tenemos otro medio para rendir un testimonio fiel. El Señor no le dice a Filadelfia: Reconoce que tú me has amado. Antes bien le dice: Reconoce que yo te he amado (Apocalipsis 3:9). Si nos recostamos sobre el pecho de Jesús, sólo sentiremos latir el amor. Allí aprenderemos a conocerle, y no buscándole a través de la manera —siempre imperfecta— en que cumplimos nuestro servicio.
«Ahora, pues, oh sacerdotes, para vosotros es este mandamiento. Si no oyereis, y si no decidís de corazón dar gloria a mi nombre, ha dicho Jehová de los ejércitos, enviaré maldición sobre vosotros, y maldeciré vuestras bendiciones; y aun las he maldecido, porque no os habéis decidido de corazón. He aquí, yo os dañaré la sementera, y os echaré al rostro el estiércol, el estiércol de vuestros animales sacrificados, y seréis arrojados juntamente con él» (v. 1-3). Los hombres que merced a sus privilegios están más cerca de Dios, son los juzgados con mayor severidad. Estos sacerdotes se jactaban de sus prerrogativas, pero habían olvidado a Dios, quien había venido a ser para ellos lo que se llama una cantidad desdeñable. ¿Para qué existían, sino para «glorificar Su nombre»? De otro modo, Dios maldeciría sus bendiciones y sus privilegios se convertirían en maldición para ellos. Esta amenaza era ya una cosa actual en tiempos del profeta Malaquías.

«Y sabréis que yo os envié este mandamiento, para que fuese mi pacto con Leví, ha dicho Jehová de los ejércitos» (v. 4). Encontramos aquí una confusión intencional —muy frecuente en el Antiguo Testamento— entre sacerdotes y levitas. El sacerdocio propiamente dicho ya había fracasado, al pie del Sinaí, cuando Aarón, sumo sacerdote, les había desenfrenado al hacerles un becerro de oro (Éxodo 32:25). Había vuelto a fallar cuando Nadab y Abiú, hijos de Aarón, ofrecieron fuego extraño a Jehová (Levítico 10:1) y fueron consumidos. También había fracasado cuando Elí, descendiente de Itamar, honró a sus hijos más que a Jehová, por lo cual Dios le anunció que suscitaría en su lugar un sacerdote fiel que andaría delante de su Ungido todos los días (1 Samuel 2:29, 35). Entonces fue suscitado Sadoc, de la familia de Eleazar, y esta familia ocupó, desde entonces, el primer puesto en el sacerdocio (1 Crónicas 6:50-53; 24:1-6); pero vemos, al final de Nehemías, lo que fue de esta familia: «contaminan el sacerdocio, y el pacto del sacerdocio y de los levitas» (Nehemías 13:29). Del mismo modo, en Malaquías habían «corrompido el pacto de Leví» (2:8). Eso no anulaba, sin duda alguna, el determinado propósito de Jehová de conservar en esa familia, para el porvenir, un sacerdocio fiel que, mejor aún que el de Sadoc bajo la realeza de David, «andará delante de mi Ungido» (1 Samuel 2:35). Pero, a causa de la infidelidad del sacerdocio en ese momento de Malaquías, Jehová insiste en su alianza con Leví.
Esta maldición, pronunciada aquí sobre el sacerdocio judío, alcanzará igualmente a la profesión cristiana. Al aludir al capítulo 19:6 del Éxodo, el apóstol Pedro dice a los cristianos: «Sed un sacerdocio santo» y «sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa» (1 Pedro 2:5, 9). Como profesión, ese sacerdocio se ha hecho infiel y no podrá subsistir; pero los consejos de Dios son irrevocables y permanecerán a pesar de todo. Si bien es cierto que el conjunto cae bajo el juicio y, al castigar a los malos siervos, Dios tiene que decir: «Vendrá el señor de aquel siervo en día que éste no espera, y a la hora que no sabe, y lo castigará duramente, y pondrá su parte con los hipócritas; allí será el lloro y el crujir de dientes» (Mateo 24:50, 51), no es menos cierto que su pacto permanece con Leví.
Los hijos de Leví habían demostrado celo por Jehová en dos ocasiones memorables. Después de la erección del becerro de oro y el pecado de Aarón, Moisés se puso a la puerta del campamento y dijo: «¿Quién está por Jehová? Júntese conmigo. Y se juntaron con él todos los hijos de Leví. Y él les dijo: Así ha dicho Jehová, el Dios de Israel: Poned cada uno su espada sobre su muslo; pasad y volved de puerta a puerta por el campamento, y matad cada uno a su hermano, y a su amigo, y a su pariente. Y los hijos de Leví lo hicieron conforme al dicho de Moisés; y cayeron del pueblo en aquel día como tres mil hombres. Entonces Moisés dijo: Hoy os habéis consagrado a Jehová, pues cada uno se ha consagrado en su hijo y en su hermano, para que él dé bendición hoy sobre vosotros» (Éxodo 32:26-29). El celo de los levitas por Jehová era su consagración, en contraste con la consagración oficial de los sacerdotes (Éxodo 29).
Este celo se había mostrado por segunda vez durante la alianza de Israel con las hijas de Moab, para adorar a Baal-peor. Finees, hijo de Eleazar, en su celo por Jehová había traspasado a los culpables. Este acontecimiento constituye el tema de nuestro pasaje: «Mi pacto con él fue de vida y de paz» (v. 5); es, en efecto, lo que Jehová había dicho a Moisés: «Finees hijo de Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, ha hecho apartar mi furor de los hijos de Israel, llevado de celo entre ellos; por lo cual yo no he consumido en mi celo a los hijos de Israel. Por tanto diles: he aquí yo establezco mi pacto de paz con él; y tendrá él, y su descendencia después de él, el pacto del sacerdocio perpetuo, por cuanto tuvo celo por su Dios e hizo expiación por los hijos de Israel» (Números 25:10-13). En virtud de la fidelidad de Finees, el sacerdocio perpetuo debía quedar en la familia de Eleazar, de quien este levita era hijo.
Es, en efecto, lo que tendrá lugar en los últimos tiempos. Se ve en Ezequiel 48:11 que la familia de sacerdotes, de la cual los hijos de Sadoc fueron titulares bajo el reinado de David, subsistirá durante el reinado milenario de Cristo: «La porción santa» —leemos— será para «los sacerdotes santificados de los hijos de Sadoc que me guardaron fidelidad, que no erraron cuando erraron los hijos de Israel, como erraron los levitas». Tenemos aquí uno de los ejemplos de la confusión intencional, mencionada anteriormente, entre los sacerdotes y los levitas, pues eran los sacerdotes quienes habían «corrompido el pacto de Leví» (v. 8). «Mi pacto con él fue de vida y de paz, las cuales cosas yo le di para que me temiera; y tuvo temor de mí, y delante de mi nombre estuvo humillado. La ley de verdad estuvo en su boca, e iniquidad no fue hallada en sus labios; en paz y en justicia anduvo conmigo, y a muchos hizo apartar de la iniquidad. Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley; porque mensajero es de Jehová de los ejércitos» (v. 5-7). Leví tenía cinco caracteres:
1. En cuanto a su corazón: temía a Jehová; se diferenciaba de esos sacerdotes profanos de los cuales Dios decía: «¿Dónde está mi temor?» (1:6).
2. En cuanto a sus palabras: la ley de verdad estaba en su boca y la iniquidad no fue hallada en sus labios.
3. En cuanto a su andar: se realizaba con Jehová en paz y rectitud.
4. En cuanto a su ministerio: había apartado de la iniquidad a muchos.
5. En cuanto a su mensaje: era el enviado de Dios.

Cristo, el Levita fiel
La Palabra considera aquí el débil servicio de los levitas en comparación con el del hijo de Eleazar. Aprecia ese servicio según su origen, así como también considera el nuestro en comparación con el de Cristo. Todo este pasaje, en efecto, nos habla de él y nos ofrece una imagen admirable de su actividad como hombre. En la tierra, Jesús no era sacerdote; sólo llegó a serlo en virtud de su resurrección de entre los muertos (Salmo 110). Pero toda su carrera en esta tierra correspondía a la del levita fiel. Era el perfecto servidor, tanto de Jehová como del hombre caído; por eso Dios le ha confiado un sacerdocio que no se transmitirá jamás. Desde entonces podía estar en el cielo, ante Dios, para servir a los hombres, porque había estado en el mundo para servir a Dios delante de los hombres. Un pasaje del Deuteronomio nos presenta de nuevo a Leví bajo el carácter figurativo de Cristo: «A Leví dijo: Tú Tumim y tú Urim sean para tu varón piadoso... Bendice, oh Jehová, lo que hicieren, y recibe con agrado la obra de sus manos» (cap. 33:8-11).
En este magnífico capítulo, dos personajes tienen preeminencia sobre todos los demás: José y Leví. Ambos se caracterizan por la separación para Dios. Por una parte, las bendiciones están sobre José porque había estado separado de sus hermanos. Su carácter era el del nazareo, cuya separación era ordenada por Dios. En esta posición había sido fiel; por eso el favor de Dios viene «sobre la cabeza de José, y sobre la coronilla del nazareo, el separado de entre sus hermanos» (Deuteronomio 33:16 - V. M.). En cuanto a Leví, su separación había sido voluntaria, fruto de su fidelidad; por lo que Jehová «bendice lo que hicieron, y recibe con agrado la obra de sus manos». Por eso, según la petición de Moisés, le es asignado a él el sacerdocio perpetuo: los Urim y Tumim, atributos del sacerdocio, por medio de los cuales se consultaba a Jehová (1 Samuel 28:6; 23:9; ver Números 27:21; Esdras 2:63; Nehemías 7:65), son para Su «varón piadoso» (o Su «siervo favorecido» - V. M.). Históricamente, esta promesa se cumplió en la familia de Elea-zar, padre de Finees; pero aquí, Leví es un personaje, un solo hombre. La conducta de Leví (Finees), como la de Cristo, de quien es figura, es la base de todo sacerdocio.
«Más vosotros os habéis apartado del camino; habéis hecho tropezar a muchos en la ley; habéis corrompido el pacto de Leví, dice Jehová de los ejércitos. Por tanto, yo también os he hecho viles y bajos ante todo el pueblo, así como vosotros no habéis guardado mis caminos, y en la ley hacéis acepción de personas» (v. 8-9). El profeta vuelve aquí a los sacerdotes que de esto sólo tienen la apariencia y la profesión. En vez de andar en los caminos del verdadero servidor, quien tendría que haber sido su modelo desde el principio, ellos habían seguido pese a llevar Su nombre— caminos de corrupción, dando así ejemplo a mucha gente para que abandonase la ley, o bien la habían aplica-do de manera diferente, según se tratara de pobres o de gente de buena posición. Por eso Dios iba a cubrirlos de desprecio a la vista de todos.

EL REINO DE MIL AÑOS (Parte IV)

Después del Reino Milenial: Juicio definitivo de Satanás
         Decimos algunas palabras, al término, de esto que tendrá lugar cuando el Reino milenial tenga fin. "Satanás será suelto de su prisión" (Apocalipsis 20:7). Los hombres, que habrán sido abundantemente buenos durante el Reino, se dejarán sin embargo arrastrar por el Adversario, demostrando así que el corazón humano es irremediablemente malo: ¡la bondad, la prosperidad, la justicia, la paz no lo pueden cambiar! El Diablo es entonces definitivamente juzgado: "Y de Dios descendió fuego del cielo, y los consumió" - Las naciones engañadas por Satanás - "Y el Diablo que los engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaba la bestia y el falso profeta. Esto es después de mil años, y este hecho es suficiente para demostrar que la doctrina de la no-existencia del castigo eterno es una falsa doctrina, tanto más que es añadido: "Y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 20:8-10).

Juicio de los muertos ante el gran trono blanco
         El juicio de los que han muerto sin Cristo tendrá lugar enseguida en "El gran trono blanco" (Apocalipsis 20:11). Esta es la segunda resurrección, la resurrección de los muertos. Entonces toda boca será callada y todo hombre será culpable ante Dios, ¡sin que este tenga la menor excusa para hacer valer! Los que comparecerán ante este trono - Donde el Señor ocupará su lugar como Juez - son los que no han "Creído el nombre del unigénito Hijo de Dios": El juicio que fue pronunciado sobre ellos (Juan 3:18) será entonces ejecutado. ¿Han cumplido ellos las obras que habían creído como buenas? Ellos mismos "serán juzgados según sus obras". Pues no han querido aceptar el beneficio de la obra de Cristo, por lo cual sus nombres no estarán escritos en libro de la vida, que será abierto para atestiguar que tal nombre no se halla. "Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego". Ellos estarán y por la eternidad, "En el fuego eterno que es preparado para el Diablo y sus ángeles" (Mateo 25:41). Esto no es solo para ellos que el fuego eterno a sido preparado, aquellos que en vez de escuchar la voz de Dios, han preferido escuchar al Diablo y sus ángeles, los cuales ¡junto con ellos por las eternidades también sufrirán en indecible desgracia!

Establecimiento del estado eterno
El juicio de los muertos tendrá lugar ante el gran Trono Blanco, el estado eterno será entonces establecido; el cual es descrito en algunas palabras en el comienzo del capítulo 21 de Apocalipsis. Cuanta paz repleta nuestros corazones cuando nosotros leemos: "Enjugará Dios toda lagrima de los ojos de ellos; y ya no habrá mas muerte, ni habrá mas llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron" (v.4) ¡Tal será nuestra parte eterna, la de todos los que han tenido confianza en Jesús, en su obra para salvación del alma! Mientras en la espera de este "Día de eternidad”, nuestros corazones ¿no se estremecen al pensar que en este mundo donde vemos tantos      sufrimientos, todas las manifestaciones de violencia y de corrupción, consecuencias del pecado - en el mundo donde Él fue despreciado, rechazado y crucificado, Cristo será exaltado y glorificado? "¡Oh Jehová, Señor nuestro, Cuan glorioso es tu nombre en toda la tierra! Has puesto tu gloria sobre los cielos; Digo: ¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que le visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; Todo lo pusiste debajo de sus pies, Ovejas y bueyes, todo ello, y así mismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar; Todo cuanto pasa por los senderos del mar. ¡Oh Jehová, Señor nuestro, cuán grande es tu nombre en toda la tierra!" (Salmo 8:1, 4-9).
         Dichosos somos nosotros, que nos regocijamos en esperar la venida del Señor para llevarnos a su encuentro en el aire, y cantar así con alegría:
         Todo mi corazón se inflama
                Cuando yo te veo,
                De los ojos de mi alma,
                Oh gran Rey de reyes,

                Reinarás con poder
                Sobre todo el universo,
                ¡Y, por tu presencia,
                Romperás todos los hierros!

                ¡Señor! ¿Cuándo será esto
                de esos tiempos dichosos,
                donde resplandecerá tu faz,
                colmando nuestros deseos?

                Tu esposa cree:
                "Vendrás, príncipe de paz,
                Vendrás, príncipe de vida,
                Reinarás por siempre"