"Una
cosa es tener doctrinas en la mente, y completamente otra es tener a
Cristo en el corazón y a Cristo en la vida." C. H. Mackintosh
en "Nuestro estándar y Nuestra Esperanza."
Blog correspondiente a la publicación mensual de la revista homónima. Aquí encontrará temas de edificación cristiana y de aprendizaje personal.
martes, 5 de junio de 2018
LA FE QUE HA SIDO UNA VEZ DADA A LOS SANTOS
JUDAS 3
Es muy importante, amados
amigos, en toda nuestra senda, saber primero dónde estamos, y, luego, conocer
el pensamiento de Dios para descubrir la senda que Dios ha trazado y que
debemos seguir en medio de las circunstancias en que nos encontramos.
No sólo es cierto que Dios nos
ha visitado en gracia, sino que también debemos tomar conciencia de los
resultados presentes de esa gracia, a fin de guardar tenazmente los grandes
principios bajo los cuales Dios nos ha colocado como cristianos; y, al mismo
tiempo, debemos ser capaces de aplicar esos principios a las circunstancias en
que nos hallamos. Esas circunstancias pueden variar dependiendo de nuestra
situación, pero los principios nunca varían.
Su aplicación a la senda de fe
puede variar, y, de hecho, lo hace. Voy a ilustrar lo que quiero decir. En el
tiempo del rey Ezequías, se le dijo al pueblo: “En quietud y en confianza será
vuestra fortaleza” (Isaías 30:15), y también se le dijo que el asirio no
entraría en Jerusalén y ni siquiera levantaría contra ella baluarte. Debían
permanecer perfectamente quietos y firmes; y el ejército de Asiria fue
destruido. Pero cuando llegó cierto tiempo de juicio en los días de Jeremías,
entonces aquel que saliese de la ciudad para ir a los caldeos —sus enemigos—,
se salvaría.
Ellos eran todavía, al igual
que antes, el pueblo de Dios, aunque, por el momento, en el tiempo de juicio,
Él decía: “No sois pueblo mío” (Oseas 1:9-10), y eso marcó la diferencia. No se
había alterado el pensamiento de Dios ni su relación con su pueblo: eso nunca
sucederá. Sin embargo, la conducta del pueblo tenía que ser exactamente
opuesta. Bajo el reinado de Ezequías, fueron protegidos; bajo Sedequías debían
someterse al juicio.
Me refiero a estas
circunstancias como testimonio, para demostrar que mientras la relación de Dios
con Israel es inmutable en este mundo, sin embargo, la conducta del pueblo en
un determinado tiempo tenía que ser la opuesta a la que venía presentando
anteriormente.
Miremos el principio de los
Hechos de los Apóstoles, y fijémonos en la Iglesia, la Asamblea de Dios en el
mundo. Encontramos allí la plena manifestación de poder; todos eran de un
corazón y un alma, y tenían todas las cosas en común; hasta el lugar donde
estaban congregados tembló (Hechos 4:31-32). Pero si tomamos la iglesia ahora,
incluyendo el sistema católico romano y todo lo que lleva el nombre de
cristiano, si contemplamos todo eso y lo reconocemos, en seguida nos
sometemos a todo lo malo.
Aun cuando los pensamientos de
Dios no varíen, y él conozca a los suyos, no obstante, necesitamos
discernimiento espiritual para ver dónde estamos y cuáles son los caminos de
Dios en tales circunstancias, en tanto que nunca nos hemos de apartar de los
grandes principios primordiales que él estableció en su Palabra para nosotros.
Hay otra cosa también que
debemos tomar en cuenta como un hecho establecido en la Escritura, y es que
dondequiera que Dios haya puesto al hombre, lo primero que el hombre ha hecho
ha sido arruinar la posición original: siempre debemos tener en cuenta este
hecho.
Miremos a Adán, a Noé, a
Aarón, a Salomón y a Nabucodonosor. La paciente misericordia de Dios jamás
sufre alteración, pero el camino uniforme del hombre, según leemos en las
Escrituras, ha sido malograr y arruinar lo que Dios había establecido como
bueno. Por consiguiente, no puede haber ninguna marcha con verdadero
conocimiento de nuestra posición, si esto no se toma en cuenta. Pero Dios es
fiel y continúa en su paciente amor. Por eso leemos en Isaías 6:10: “Engruesa el
corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos…”, pero no se
cumplió sino después de 800 años y, cuando Cristo vino, lo rechazaron.
Así seguía la paciencia de Dios; las almas
individuales eran convertidas, había varios testimonios dados por los profetas,
y un remanente todavía fue preservado. Pero si fuésemos a alegar por la
fidelidad de Dios ―que es invariable― para justificar positivamente el mal que
el hombre ha introducido, todo nuestro principio sería falso.
Eso es precisamente lo que hacían en los días de
Jeremías cuando se acercaba el juicio, y lo que la cristiandad hace ahora.
Decían: “Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es este”, y “la
ley no faltará al sacerdote, ni el consejo al sabio, ni la palabra al profeta”
(Jeremías 7:4; 18:18), cuando todos estaban por ser llevados cautivos a
Babilonia. La fidelidad de Dios fue invariable, pero tan pronto como la
aplicaron en apoyo de una mala posición, vino a ser la misma causa de su ruina.
Los mismos principios que constituyen la base de nuestra seguridad, pueden
significar nuestra ruina si no tomamos conciencia de la posición en que nos
encontramos.
Tenemos la palabra: “Mirad a
la piedra de donde fuisteis cortados, y al hueco de la cantera de donde
fuisteis arrancados. Mirad a Abraham vuestro padre, y a Sara que os dio a luz;
porque cuando no era más que uno solo lo llamé, y lo bendije y lo multipliqué”
(Isaías 51:1-2), un pasaje a menudo mal aplicado. Dios dice allí que Abraham
estaba solo, y que Él lo llamó. El pueblo de Israel, a quien se
dirigió esta palabra, consistía entonces tan sólo en un pequeño remanente. Pero
Dios les quiso decir: «No os preocupéis por eso, yo llamé a Abraham
estando solo.» No tenía importancia el hecho de que fuesen
pequeños: Dios podía bendecirlos igualmente solos, tal como lo hizo
con Abraham.
Ahora bien, en Ezequiel el
pueblo dijo algo similar en circunstancias diferentes, lo cual es denunciado
como iniquidad. Dijeron: “Abraham era uno, y poseyó la tierra; pues nosotros
somos muchos” (Ezequiel 33:24). Decían que Dios había bendecido a Abraham y
que, como ellos eran muchos, Él los tendría que bendecir aún más a ellos. En
realidad, no entendieron la condición en la que se hallaban, y con la cual Dios
trataba, por su falta de conciencia. Y de la misma manera hoy día, si no
tomamos conciencia de nuestra condición —quiero decir, de la condición de toda
la iglesia profesante en medio de la cual estamos—, estaremos completamente
faltos de inteligencia espiritual.
Estamos en los últimos días,
pero a veces pienso que algunos no estiman debidamente el pleno significado de
ello. Creo que puedo mostrarles por medio de las Escrituras que la iglesia,
como sistema responsable sobre la tierra, era, desde el mismo principio,
aquello que había entrado en la condición de juicio, y su estado era tal que
requería fe individual para juzgarlo.
¡UN PADRE QUE NUNCA MUERE!
Una pareja de edad
muy avanzada se encontraba en una pobreza extrema. Sin embargo, a estos
ancianos siempre se los veía felices. Nunca se les oía quejarse de su suerte.
Un día, un amigo mío encontró al marido y, en el transcurso de la conversación
que mantuvieron, le expresó:
— Ustedes deben de
sentirse muy incómodos. No entiendo cómo hacen para vivir... y, sin embargo,
siempre están contentos. La alegría que irradian es incluso contagiosa, porque
algunos momentos pasados en su compañía bastan para poner de buen humor al
hombre más triste.
— Está usted equivocado —contestó el anciano.
No nos sentimos tan incómodos como usted cree. Tenemos un Padre muy rico y Él
no permite que nos falte lo necesario.
— ¡Cómo! ¿Su padre vive todavía? ¡Yo lo creía
muerto desde hace mucho tiempo!
Entonces el anciano
replicó, con rostro resplandeciente:
— Mi Padre nunca muere. Vive eternamente. Provee
a las más variadas necesidades de sus hijos. Nuestras necesidades, por otra
parte, son muy limitadas. Sin embargo, no puedo anticipar de dónde o cuándo
llegará la provisión. No obstante, la respuesta siempre llega, porque mi Padre
nunca muere.
Amigo lector,
¿conoce usted a Dios como a su Padre celestial? ¿Está reconciliado con él por
la fe en Jesucristo? ¡Qué felicidad poder vivir con entera confianza en el
Dios vivo! Aquel que posee la paz con Dios lo conoce como Padre suyo. Sabe que
él ha prometido proveer a todas las necesidades de sus hijos. Y él es fiel a
sus promesas.
He aquí lo que dice
la Biblia, la Palabra de Dios, acerca de lo que acabamos de expresar:
"Vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le
pidáis... Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas
cosas os serán añadidas. Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el
día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal" (Mateo 6: 8,
33-34).
Creced,
1990
AUTORIDAD DE LA BIBLIA (Parte II)
(continuación)
¿Qué
decir, entonces, cuando la ciencia pretende decretar fuera de su competencia,
prejuzgar acerca de lo inmaterial, decidir respecto a si el universo es finito
o infinito, o en cuanto a la existencia o no existencia de Dios? El ser, la
eternidad, la vida, la muerte, el problema de los orígenes como la angustiosa
cuestión de los fines últimos, todos los grandes interrogantes subsisten. Esta
esfera de lo incognoscible aparece más cerrada que nunca a la inteligencia
humana.
Nuestro
propósito no es, sin embargo, replantear el perpetuo debate de la ciencia y de
la fe, por más necesario que sea recordar que es propio de la ciencia
cuestionarlo todo sin sacar conclusiones definitivas, mientras que es propio de
la fe concluir según las conclusiones de Dios, el único que lo conoce todo. El
punto sobre el cual insistimos, porque es capital, es éste: la fe viene de la
misma Palabra de Dios. Por ella, la fe comprende que la posición de la criatura
fallida es reconocer su caída, y que sólo la gracia de Dios la establece sin
pecado en una nueva creación. He ahí la parte y la posición del cristiano. Ella
está fundamentada en la obra de Cristo. Para él no se trata de hacer comprender
su fe —la que siempre será locura para la sabiduría humana— sino de vivir su
fe, como está escrito en Santiago 2:18: "Yo te mostraré mi fe por mis
obras". Y las explicaciones racionales pierden toda fuerza para el que
vive de la vida de Cristo. Decirse cristiano y negar a Cristo venido en carne,
muerto y resucitado, y luego glorificado, es un contrasentido, porque el
cristianismo está fundado sobre esos hechos, los más increíbles de todos: la
encarnación, la muerte expiatoria y la resurrección, hechos de los cuales sólo
la Biblia habla, y sólo ella puede hacerlo porque solo ella es la Palabra de
Dios. Pero está llena de tales hechos. Tengan cuidado con la voz mentirosa:
"¿Conque Dios os ha dicho?" (Génesis 3:1). Sepamos responder:
"Escrito está" (Mateo 4: 4, 6, 7 y 10; Lucas 4: 4, 8 y 10).
3)
Esto que acaba de ser recordado es suficiente para hacer considerar como una
empresa peligrosa y vana la de lanzarnos a polémicas científicas para dar razón
a la Biblia, y construir teorías para dar a los singulares hechos bíblicos una
explicación que Dios no ha estimado conveniente dárnosla. Así se trate de la
formación y de la historia de la tierra (geología), de los fenómenos propios
de los seres vivientes (biología), de la constitución íntima de la materia
(ciencias físicas y químicas), todos son temas perfectamente legítimos en sí
mismos, pero corrientemente utilizados contra Dios y la Palabra de su poder.
Nos exponemos, oponiendo hipótesis que nos parecen plausibles a las teorías
forjadas por los incrédulos —de las cuales muchas son seductoras para el
espíritu humano— a ponernos en mala postura y finalmente desacreditar a la
Biblia que queremos defender. La Palabra de Dios misma es su propia arma. Y
debe ser, ella sola, la nuestra. ¿Vamos a poner una espada de cartón en la mano
de un Gedeón que tiene "la espada de Jehová"? (véase Jueces 7: 20).
Jesús, tentado por Satanás, no discute con él para demoler su argumento, sino
que le responde simplemente: "Escrito está".
Quisiéramos
suplicar a nuestros hermanos que sopesen estas cosas. Nuestra fe, repitámoslo,
no se alimenta de teorías ni tampoco obra mediante teorías. Las nuestras,
incluso relacionadas por algún punto en común con la Biblia, son tan vacilantes
y pasajeras como las otras, las que pretenden suplantar a los mitos paganos y
son tan decepcionantes como ellos. Una rechaza a la otra, después de haber
traído a la luz, es cierto, algunas nociones nuevas, descubrimientos permitidos
por Dios en la esfera de las cosas creadas, pero que no cambian en nada el
estado moral del hombre y le da la ilusión de progreso. Las ideas que él se
hace del mundo material descansan sobre cierta hipótesis que tarde o temprano
deja el lugar a otra.
Nuestro
siglo ha visto, en el campo fisicoquímico, por no hablar más que de éste
(aunque domina otros muchos) una acumulación de descubrimientos que han barrido
doctrinas tenidas por inatacables en el siglo precedente. El descubrimiento de
la radiactividad ha abierto el camino para penetrar la estructura íntima de la
materia, el complejo sistema de los núcleos atómicos, su desintegración que libera
una energía hasta entonces ignorada. Han sido formuladas teorías prestigiosas,
de las cuales la de la relatividad y la de los «cuantas» respaldan una nueva
física. Pero ellas ya van vacilando. Éstas harán lugar a otras, y así será
mientras dure este mundo. Ellas lo habrán marcado con su paso, conjuntamente
con todas las aplicaciones prácticas de la electrónica y la utilización de
esta energía atómica (o nuclear) que a la vez maravilla y aterra a los hombres,
sin darles, desgraciadamente, ningún otro objetivo más que la satisfacción de
los deseos de un corazón cada vez más alejado de Dios. "Seréis como
Dios", dice aún el Mentiroso.
Cristianos,
profundicemos nuestra fe, no por medio de la sabiduría humana, sino
alimentándonos de la Palabra de Dios, "permaneciendo en mi palabra"
dice Jesús (Juan 8:31), teniéndola siempre presente con su autoridad y su
poder. Que los jóvenes creyentes desconfíen de una búsqueda de la verdad que
desvíe, por poco que sea, de esta Palabra. Y que el inconverso a quien Dios
busca sepa que irá de decepción en decepción, de obscuridad en obscuridad, si
piensa lograr la fe de otro modo que no sea escuchando la Palabra de Dios.
Ella
siempre será locura para la locura de la sabiduría humana. Ella no tiene nada
que hacer con esta sabiduría. Se opone con frecuencia la razón a la fe, pero,
la fe da a la razón su empleo más espléndido. Cuando el Espíritu de Dios
ilumina la razón y ella se deja iluminar, es puesta en contacto con el Dios
vivo y verdadero. Creyentes, dejad a la Palabra actuar en vosotros (1
Tesalonicenses 2: 13), para que seáis "renovados en el espíritu de
vuestra mente" (Efesios 4:23). Creerla, implica reconocer humildemente que
ignoramos muchas cosas y que, sobre todo, reconocemos que el hombre natural es
incapaz, a causa del pecado, de conocer lo que únicamente importa: Dios
revelado a los niños como Padre por medio de Jesucristo. Encontrar a Dios, a
solas con él... "Mas ahora mis ojos te ven" dijo Job (Job 42: 5); al
conocer a Dios, toma él por propia iniciativa el lugar que conviene, el
arrepentimiento en el polvo y la ceniza. ¡Y fue entonces que para él brotó el
manantial de bendiciones, para gloria de Dios!
En
resumen, la Biblia no tiene necesidad
— ni de la garantía de hombres de prestigio en
este mundo;
— ni de ser confirmada por su acuerdo con la
ciencia de los hombres;
— ni de ser demostrada como verdadera por teorías
cimentadas o no sobre ella.
Ella
es "la palabra de Dios, que vive y permanece para siempre" (1 Pedro
1: 23).
LA ORACIÓN DEL SEÑOR (Parte III)
¿DEBERÍA SER USADA
POR LOS CRISTIANOS?
(continuación)
En
segundo lugar, Dios ha hecho provisión de otra índole para nuestros pecados
diarios. Hay que reconocer que ¡lamentablemente! nosotros pecamos diariamente;
pero, tan cierto como eso es, si conocemos el valor pleno del sacrificio de
Cristo, jamás padeceremos, ni por un momento, el pensamiento de la imputación
de culpa. Por otra parte, no debemos aminorar jamás la gravedad de nuestros
pecados diarios — pecados que son ahora contra la luz y el amor. Ningún
lenguaje podría ser demasiado fuerte para expresar lo aborrecible que ellos
son. Aún más que esto, jamás se debe olvidar que no hay necesidad de que el creyente peque diariamente. El
apóstol Juan dice, "Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no
pequéis." Una vez defendida la verdad acerca de este punto, él presenta
después, la provisión de la gracia que ha sido hecha para los pecados en los
cuales el creyente cae tan a menudo. "Y si alguno hubiere pecado, abogado
tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por
nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo
el mundo." (1a. Juan 2: 1 y 2).
Es,
entonces, la abogacía de Jesucristo el Justo con el Padre, la que atiende a
nuestro caso con respecto a nuestros pecados diarios. Llevados a la comunión
con el Padre y con Su Hijo Jesucristo (1a. Juan 1:3), nosotros perdemos el
disfrute de esta comunión cuando pecamos; y el objetivo de la abogacía de
nuestro bendito Señor es restaurarnos al lugar que hemos perdido, en cuanto a
su disfrute. Y para este fin, Él ora por nosotros; Él no ora cuando nos
arrepentimos, sino cuando pecamos. De hecho, nuestros pecados suscitan Su
abogacía a nuestro favor; y es en respuesta a esto que, más temprano o más
tarde, el Espíritu de Dios hace que recordemos, en nuestras conciencias, la
Palabra de Dios, produciendo, de ese modo, el juicio propio, y nos conduce a la
confesión en la presencia de Dios; y entonces encontramos la verdad de lo que
el apóstol declara, "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo
para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad." (1a.
Juan 1:9). Esto sucederá, más temprano o más tarde, pero se debe recordar — y
esto prohíbe el pensamiento de 'tomar a la ligera' los pecados del creyente —
que si se pospone el juicio propio y la confesión, Dios, como nuestro Padre,
puede verse obligado, en Su amor por nosotros, a venir y tratar con nosotros en
castigo y prueba, para prepararnos para la acción de Su Palabra sobre nuestras
conciencias; porque Él no puede soportar que los que han sido redimidos, Sus
propios hijos, continúen en una senda de pecado e iniquidad. El pecado no es
nunca una cosa liviana a los ojos de Dios, y no debe ser jamás una cosa liviana
a los ojos de Su pueblo. ¿Cómo podría serlo, cuando fue eso lo que llevó a
nuestro bendito Señor a la terrible cruz?
Se
verá, a partir de estas observaciones, que el Cristiano no debe orar nunca por
el perdón de pecados. La culpa de todos sus pecados ha sido quitada; y la
condición para el perdón de sus pecados diarios es la confesión. Ahora bien, la
confesión, en vista de que ella sólo puede brotar del juicio propio, es una
cosa mucho más profunda que orar por el perdón. Los padres pueden verificar
esto muy pronto con sus hijos. Cuando estos han cometido faltas, si ven que sus
padres se afligen, ellos pronto pedirán perdón; pero si se les demanda juicio
propio, una verdadera estimación del carácter de sus acciones, y la confesión,
ella no se obtendrá tan fácilmente. No; es una cosa mucho más seria ver
nuestros pecados en la luz de la presencia d Dios, tener el pensamiento de Dios
acerca de ellos, y decirle todo en humilde confesión; y esto es lo que Dios
requiere, y no la oración por el perdón. La razón es simple. La propiciación ha
sido ya hecha, y el perdón está listo para ser otorgado, y Él espera solamente
hasta que nos hayamos juzgado a nosotros mismos, para asegurarnos Su amor
perdonador, y para efectuar nuestra restauración a la comunión que habíamos
perdido.
Se
puede hacer otra observación acerca de esta petición — apenas necesaria,
después de lo que se ha dicho, salvo para obviar objeciones. La medida del
perdón por el que se va a orar es el de nuestro perdón a los demás — "como
también nosotros perdonamos a nuestros deudores." Conociendo lo que
nosotros somos, la sutileza de nuestros corazones, nuestras inconscientes
reservas (recelos, desconfianzas, sospechas), y nuestra dificultad, en muchos
casos, para otorgar un perdón libre, pleno, y absoluto a los que han pecado
contra nosotros, jamás podríamos saber, a partir de esta petición, si acaso nos
podríamos regocijar en el conocimiento del pleno perdón de nuestros pecados
contra Dios; y esto sería enteramente inconsistente con la verdad que hemos
estado considerando en Hebreos 9 y 10. Como habiendo sido presentada esta oración
a los discípulos en la posición que ellos tenían en aquel entonces, y con
respecto a sus relaciones mutuas, y a sus relaciones con todos los hijos del Reino, nosotros podemos percibir su sabiduría
perfecta y divina, e incluso su aplicabilidad a los hijos de Dios, con respecto
al gobierno del Padre, pero ella no estuvo destinada, en ninguna manera, a ser
la expresión de nuestra necesidad, con relación a nuestros pecados, en la
presencia de Dios.
SALVACIÓN Y RECOMPENSA (Parte III)
La
Corona corruptible.
En 1 Tesalonicenses
la segunda venida de nuestro Señor ocupa un lugar prominente. Podríamos decir
que es el tema de la epístola. Cada capítulo contiene alguna referencia a ella,
directa o indirectamente. En el capítulo 1 leemos acerca de los creyentes
tesalonicenses que ellos se habían convertido:
”de
los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los
cielos a su Hijo...”
Esperaban al Hijo,
¡y mientras esperaban, le servían! Que ocupación santa y dichosa era la suya.
Que sea la nuestra también.
En el capítulo 3
(dejando por el momento el capítulo 2), fueron exhortados a santidad de vida
con la esperanza de “la venida de nuestro
Señor Jesucristo con todos sus santos” (3:13).
La “esperanza bienaventurada” es una
esperanza purificadora, y un incentivo para vivir una vida de piedad. “Todo aquel”, se nos dice, “que tiene esta esperanza en él, se purifica
a sí mismo” (1 Jn. 3:3).
El rapto —el orden
de los eventos cuando el Señor descienda para llamar y llevar consigo a todos
Sus santos— es desplegado preciosamente en el capítulo 4, y en el capítulo 5
vemos el alcance de la santificación perfecta en “la venida de nuestro Señor Jesucristo” (v. 23).
Pero ¿qué del
capítulo 2? En esta sección en particular el apóstol escribe acerca de su
propio servicio y el ministerio de sus colaboradores en vista de este evento
glorioso. El piensa en el retorno del Señor como el tiempo de manifestación y
recompensa, cuando las obras del siervo serán examinadas por el Señor mismo,
quien también pronunciará sobre ellas. Será entonces que serán plenamente
manifiestos los resultados de todos sus años de trabajo y esfuerzo. De esto él
está seguro: que las almas que él ha guiado a Cristo serán entonces causa de
acciones de gracias. Así escribe, y notamos lo que dice a sus propios hijos en
la fe:
“Porque ¿cuál es
nuestra esperanza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No lo sois vosotros,
delante de nuestro Señor Jesucristo, en su venida? Vosotros sois nuestra gloria
y gozo”
(1 Ts. 2.19-20).
Habla de modo
similar en Filipenses 4:1,
“Así
que, hermanos míos amados y deseados, gozo y corona mía, estad así firmes en el
Señor, amados”.
Ellos también eran
fruto de su ministerio, y como los corintios, eran también el sello de su
apostolado en el Señor.
¡Cuán dulce y tierna
es la relación entre el ministro de la Palabra y los que él ha guiado a Cristo!
Y al escribo esta frase: “el ministro de la Palabra”, no me refiero al clero ni
a ninguna posición oficial, sino a cualquier creyente que ministre la verdad
del evangelio a otra persona y así la guíe a Cristo.
Los que así han sido
salvados por nuestro testimonio, en aquel día nos serán una corona de gozo.
¡Qué laurel de gozo será el verles salvos y sanos en la gloria, cantando las
alabanzas del Cordero que les redimió, y entonces reconocer que en un sentido
están allí debido a nuestro débil testimonio dado en el mundo! ¡De veras que
seremos coronados con gozo!
Samuel Rutherford
sabía algo de esto cuando, desde su lecho de enfermedad, miraba atrás a sus
labores anteriores y dio curso a las hermosas palabras representadas en la
poesía de la señora Anne Ross Cousins:
“Oh, Anwoth del Solway,
A mí me eres querido,
En los portales celestiales,
Derramo lágrimas por ti.
Oh, si un alma de Anworth,
Encuentro a la diestra de Dios,
Mi cielo será dos cielos,
En tierra de Emanuel”.
Sí, un alma, salvada
de descender al abismo, arrebatada del fuego, como Judas 23 dice, será doble porción
de gozo para aquel que Dios empleó para salvarle. ¿Qué significará esto para
Pablo, a quien el Señor usó para salvar a miles de personas? ¿Y qué significará
para todo evangelista levantado por Dios y empleado por Él para salvar a vastos
números de hombres y mujeres por medio de la predicación de la Palabra?
Pero, como hemos
intimado, no sólo los que han sido divinamente llamados a predicar podrán ganar
esta corona, todos hemos sido llamados a testificar de Cristo, a buscar y ganar
a otros para que le conozcan, “a quien conocer es vida eterna Y está escrito en
la Palabra: "el que gana almas es sabio” (Pr. 11:30). Seamos sabios para
enseñar la justicia a la multitud (Dn. 12:3).
Ganar
almas no es en sí un don arbitrario. Es algo que puede ser cultivado por
ejercicio y comunión con Dios. Él nos hace aptos para este servicio bienaventurado
y honorable.
El
primer requisito es reconocer la necesidad de los hombres, su condición
perdida. ¿Alguna vez le has pedido a Dios que te haga sentir la necesidad
aterradora de los inconversos que están alrededor tuyo? ¿Y Él ha contestado
haciéndote sentir carga por sus almas? Entonces, sigue mirándole atentamente,
para que te dé el mensaje. Él te dará denuedo santo, compasión tierna,
sabiduría en la presentación de la verdad, y gracia para persistir a pesar de
los rechazos. El gozo de ver a un pobre pecador cambiado en un santo
recompensará ampliamente el trabajo y esfuerzo gastado en este mundo, y en la
venida de Señor, la corona de gozo será tu galardón eterno.
“Adelante, adelante, en la eternidad descansarás,
Y demasiado pocos están en la lista de servicio activo,
Ninguna labor para el Señor es inversión arriesgada,
Pero no hay recompensa si perdemos Su ‘está bien’”.
Y no se nos olvide
el otro lado. Está escrito: “Al que
acapara el grano, el pueblo le maldecirá” (Pr. 11:26). Aunque de momento a
los inconversos no les gusta que les hablemos del evangelio, vendrá el día
cuando nos echarán la culpa si en esta vida no les dimos una palabra de advertencia
o el mensaje benigno de la gracia. Tenemos la comida para los que se están
muriendo. Sabemos que sin el evangelio ellos están perdidos. Entonces, ¿cómo
podemos con frialdad y egoísmo dejarles que mueran sin intentar despertar en
ellos un sentido de necesidad, y sin hacerles saber del amor del salvador?
Cuando venga el
Señor, ¿no nos dará vergüenza la memoria de tal infidelidad?
“¿Iré con las manos vacías,
Así a encontrar a mi Redentor?
¿Sin gavilla con que saludarle.
Sin trofeo para echar a Sus pies?”
No tiene que ser
así. Cada uno puede ser en cierta medida un ganador de almas, y así ganar una
corona de gozo en aquel día sublime que pronto amanecerá. Lo que hace falta es
una disposición a ser usado. Alguien ha dicho: “¡Dios tiene cosas maravillosas
que mostrar, si sólo puede encontrar un buen mostrador!” Pablo era un
“mostrador” así: “para que Jesucristo
mostrase en mí el primero toda su clemencia” (I Ti. 1.16). ¡Oh, querido
lector, que tú y yo también seamos empleados para mostrar la gracia de Dios a
un mundo perdido, y para atraer otras personas a Él! Así tendremos este gozo y
esta corona cuando Él venga para recompensar a Sus siervos.
lunes, 4 de junio de 2018
"AIRAOS, PERO NO PEQUÉIS"
"AIRAOS, PERO NO PEQUÉIS" (Efesios
4:26)
Pregunta: ¿Cómo explicar las palabras del Señor en
Efesios 4:26: "Airaos,
pero pequéis..."?
Respuesta: Notemos primero que
encontramos una enseñanza idéntica en Santiago 1: 19-20. La Palabra de Dios
distingue entre la ira según Dios, y "la ira del hombre [que] no obra la
justicia de Dios". La ira según Dios es la indignación
que siente la naturaleza divina en presencia del pecado. La ira del
hombre es también la indignación que provoca en él una falta cometida,
sobre todo cuando él se halla perjudicado o molestado por ella. La presencia
del pecado no siempre es suficiente para que el hombre se indigne. El
diccionario de la Real Academia Española define la ira como una "pasión
del alma, que causa indignación y enojo", y el diccionario Larousse dice
"pasión del alma, que se indigna contra lo que le disgusta". Bien
sabemos que no hay nada que nos disguste tanto como el ser tocados, heridos en
nuestro amor propio. Por lo tanto, nuestra indignación contra el mal no puede
servirnos como justa medida para apreciar lo que debe ser la ira, porque la
gravedad o culpabilidad del pecado viene, ante todo, del hecho que todo pecado
es cometido contra Dios, es decir que debe considerarse en relación con Dios y
no con nosotros mismos. Si no estamos en comunión con Dios, corremos el riesgo
de juzgar el mal según 'nuestra' pobre medida, sea indignándonos con exceso,
sea obrando con demasiada tolerancia.
La santidad absoluta de
Dios no puede tolerar el pecado. Todo pecado provoca Su ira, pues es cometido
primero contra Él, y deshonra Su dignidad, y la majestad de Su Ser supremo.
José le dijo a la mujer de Potifar: "¿Cómo, pues, haría yo este grande
mal, y pecaría contra Dios?" (Génesis 39:9). La medida
de la ira divina fue mostrada en la cruz, cuando el Hijo
amado de Dios, que habíamos ofendido, tomó sobre Sí mismo nuestros pecados y
llevó el castigo merecido. Entonces fue cuando se realizó sublime y plenamente
que "la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e
injusticia de los hombres." (Romanos 1:18).
El creyente participa de
la naturaleza divina, es "creado según Dios, en la justicia y santidad de
la verdad" (Efesios 4:24), por lo cual, en la medida en que permanece en
comunión con Dios, tiene horror al pecado, y manifiesta una santa indignación
en su presencia. El siente, juzga lo que es el pecado en sí mismo para Dios, y,
por consiguiente, para la nueva naturaleza. No hay necesidad que se halle
perjudicado para que se indigne.
Pero
puede ocurrir también que el creyente mundanice, se familiarice con el mal, y
entonces necesita la exhortación del Señor: "Airaos, pero no
pequéis". El cristiano que no se indigna demuestra su indiferencia ante
el mal; impasible en presencia del pecado, es propenso a mucha indulgencia para
consigo mismo, y a indignarse contra el mal solamente cuando se halla
perjudicado. En este caso, se revelará muy susceptible, reprenderá con energía
a los que le hayan dañado, pero será indiferente en cuanto a los derechos de
Dios. Su ira o indignación ya no será según Dios, será "la ira del hombre
[que] no obra la justicia de Dios", es decir, del hombre que no cumple con
la justicia de Dios. Semejante indignación es un pecado, y debemos evitarla.
Consideremos
ahora la enseñanza del apóstol Santiago. Después de haber declarado que Dios
"nos engendró con la palabra de verdad" (Santiago 1:18 - BTX),
exhorta a cada hombre a que sea "pronto para oír, tardo para hablar, tardo
para airarse, porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios"
(Santiago 1: 19, 20). Pronto para oír, para que sus pensamientos
y sus acciones estén formadas por la Palabra de Dios. Tardo para
hablar, es decir, procurando que su lengua sirva para expresar solamente
lo que proviene de la nueva naturaleza enseñada por Dios, evitando ser como una
fuente que echa a la vez "agua dulce y amarga" (Santiago
3:11). Tardo en airarse, es decir, tomando tiempo para poder
juzgar primero si su ira es según Dios, o es la "ira del hombre".
La carne en nosotros se
encuentra siempre dispuesta a entrometerse con lo que proviene de la nueva
naturaleza. Por eso, al declarar "airaos", el Espíritu de Dios añade,
como exhortación correctiva: "pero no pequéis", para que evitemos
esta mezcla o asociación de 'la ira según Dios' con los sentimientos carnales.
"Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo; ni deis
lugar al diablo." (Efesios 4: 26, 27). De modo que nuestra indignación
contra el pecado debe provenir únicamente del hecho que Dios ha sido ofendido,
deshonrado por un acto contrario a Su naturaleza. Si los motivos son
diferentes, nuestra indignación o ira no es según Dios, y pecamos.
De igual modo, la
santidad es la separación del mal, por Dios, y Dios solo es su
medida. Si rebajamos esta medida a nuestra propia estimación de las cosas, o a
la de otros, perdemos la verdadera medida de la santidad.
Una verdadera indignación
contra el mal tiene pues como causa y medida: Dios, su gloria y sus
intereses, y nuestros sentimientos naturales no deben intervenir o
influir en modo alguno. Además, la Palabra añade: "no se ponga el sol
sobre vuestro enojo": Dios sabe con qué facilidad dejamos introducirse
nuestros sentimientos en lo que concierne a Su gloria, por lo cual nos muestra
que nuestra ira, nuestro enojo, no debe prolongarse más allá de una justa
medida., Para ello, es preciso que nos juzguemos o examinemos a nosotros
mismos; de no hacerlo, 'damos lugar al diablo', dándole rienda suelta a la
carne. La carne es un enemigo vencido para el nuevo hombre, pero si nos
colocamos en su propio terreno, si la dejamos obrar, ella se apodera de
nosotros y nos vence.
La
confusión entre la ira del hombre y la ira o indignación según Dios ha
producido siempre lamentables resultados entre los santos. En presencia del
mal, del pecado en la asamblea, el primer movimiento del alma es una
indignación según Dios, producida por la nueva naturaleza. Pero luego, la carne
quiere intervenir; por eso, nuestra indignación no debe prolongarse, salir de
los límites que convienen, sino careceremos de discernimiento, y nuestro
juicio será falseado por la introducción de motivos carnales.
Existen
casos en los cuales el culpable no ha ofendido a nadie individualmente. Pero
algún hermano habrá tenido dificultades con él anteriormente,
guardándole resentimiento o rencor, o teniéndole solamente antipatía. Estos
sentimientos renacen en él, y su indignación va más allá de la medida de los
sentimientos del nuevo hombre, deja que 'el sol se ponga sobre su enojo', la
carne obra, so pretexto de defender los intereses del Señor, y Satanás halla
una ocasión favorable para turbar y alterar el ejercicio de la disciplina
según Dios, produciendo turbación en la asamblea. ¡Hermanos!, es de toda
importancia que no guardemos rencor o resentimientos para con los
hermanos con quienes hemos tenido dificultades. Juzguemos estas cosas,
juzguemos y abandonemos las antipatías naturales: es una levadura que
- tarde o temprano - produce lamentables y funestos resultados.
Si un
hermano se estima perjudicado por el pecado de otro, debe obrar con mucha
reserva y, en su juicio, no añadir la 'ira que viene del hombre' a la
indignación según Dios. Es conveniente entonces que deje intervenir a aquellos
cuyos intereses personales no son tocados, y quienes cuidarán de hacerlo sin
espíritu de partido, con el temor de Dios.
Amados hermanos, seremos guardados en el
pensamiento de Dios si pensamos ante todo en Su gloria, en lo
que es el pecado para Su naturaleza Santa, y si no olvidamos que la
santidad de Dios debe ser la santidad de la asamblea.
Ello nos
preservará de introducir la carne, los motivos personales, el espíritu de
partido o de familia, las simpatías y antipatías naturales. Cultivemos la
comunión con Dios, examinémonos a nosotros mismos, para tener en todo el
pensamiento de Dios, la estimación del santuario. Así será como evitaremos las
intervenciones de la carne en las cosas santas.
S. P.
Revista "VIDA
CRISTIANA", año 1961, No. 49.-
MEDITACIÓN
“E indiscutiblemente, grande es
el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne” (1Timoteo
3:16).
El misterio es
grande, no porque sea enigmático sino porque es asombroso. El misterio es la
verdad extraordinaria que Dios fue manifestado en carne.
Significa, por
ejemplo, que el Eterno nació en un mundo donde hay tiempo, y vivió en una
esfera de calendarios y relojes.
Aquel que es
Omnipresente y capaz de estar en todos los lugares al mismo tiempo, se confinó
a Sí mismo a un sólo lugar: Belén, Nazaret, Capernaum o Jerusalén.
Es maravilloso pensar
que el Dios Grande, que llena el cielo y la tierra se comprimiera en un cuerpo
humano. Cuando los hombres lo miraban podían decir con precisión: “En él habita
corporalmente toda la plenitud de la deidad”.
El misterio nos
recuerda que el Creador visitó este insignificante planeta llamado Tierra.
Siendo tan sólo una partícula de polvo cósmico, en comparación con el resto del
universo, no obstante, pasó por alto el resto para llegar aquí. ¡Del palacio
del cielo a un establo, a un pesebre!
El Omnipotente se
convirtió en un indefenso Bebé. No es exagerado decir que Aquel a quién María
sostenía en sus brazos también sostenía a María, porque él es el Sustentador
así como el Hacedor.
El Omnisciente es la fuente de toda sabiduría y conocimiento y a pesar de esto, leemos acerca de él que, siendo Niño, crecía en sabiduría y conocimiento. Es casi increíble pensar que el Dueño de todo llegaba como alguien inoportuno a sus propias posesiones. No hubo lugar para él en el mesón. El mundo no le conoció, los Suyos no le recibieron.
El Omnisciente es la fuente de toda sabiduría y conocimiento y a pesar de esto, leemos acerca de él que, siendo Niño, crecía en sabiduría y conocimiento. Es casi increíble pensar que el Dueño de todo llegaba como alguien inoportuno a sus propias posesiones. No hubo lugar para él en el mesón. El mundo no le conoció, los Suyos no le recibieron.
El Amo llegó al mundo
como un Siervo. El Señor de la gloria veló Su gloria en un cuerpo de carne. El
Señor de la vida vino al mundo a morir. El Santo se internó en una jungla de
pecado. Aquel que es infinitamente alto llegó a ser íntimamente cercano. El
Objeto de la delicia del Padre y de la adoración angélica se encontró
hambriento, sediento y cansado, junto al pozo de Jacob, durmió en una barca en
Galilea y vagó “como un extranjero sin hogar en el mundo que Sus manos habían
hecho”. Vino del lujo a la pobreza, sin tener siquiera un lugar donde reclinar
Su cabeza. Trabajó como carpintero. Jamás durmió en un colchón. Nunca tuvo agua
corriente caliente y fría u otras comodidades que nosotros damos por sentado.
VIDA DE AMOR (Parte VI)
PERMANENCIA
DEL AMOR
1 CORINTIOS XIII
8-12
En
los cuatro versículos siguientes (9-12) el apóstol deja el tema del amor para
demostrar por qué los dones han de ser reemplazados. De manera que tenemos en
estos versículos una explicación, empezando con la palabra “porqué”: “Porque en
parte conocemos, y en parte profetizamos; más cuando haya venido lo perfecto,
entonces lo que es parte acabará”.
Lo
que hemos previsto, ahora se manifiesta claramente, a saber, la razón porque
los dones han de pasar. ¿Por qué? Es porque lo parcial y lo imperfecto no pueden
ser permanentes. El entendimiento y el conocimiento son progresivos. Esto es
cierto de los conocimientos en general. No hay tal cosa como una provisión de
conocimientos, fija, definida y completa. Los conocimientos se están siempre
aumentando, extendiendo y desarrollando. Lo que una generación llama
conocimiento, la siguiente llama ignorancia.
Lo
que es cierto de los conocimientos en general, lo es también del conocimiento
espiritual. Conocemos tan sólo en parte y profetizamos tan sólo en parte. Esto
era cierto de los santos en tiempos pre-cristianos: Dios les habló “muchas
veces y en muchas maneras” y poco a poco aprendieron de su propósito redentor,
y aunque ahora en Cristo un raudal de luz ha sido derramado, sin embargo, todo
alrededor hay confines de tinieblas, así que conocemos tan sólo en parte.
Aun
los conocimientos revelados adolecen de imperfecciones, que, por lo tanto, no
están en las cosas reveladas, pero en la extensión y manera de la revelación.
“En parte conocemos” forzosamente. El conocimiento es como la forma y
substancia del cuerpo que cambia desde la infancia hasta la edad viril; pero el
amor es como el principio de vida que persiste siempre.
Ahora
se llama la atención al tiempo cuando los dones pasarán: “Cuando haya venido
lo perfecto”. Es completamente obvio que lo perfecto nunca llega en este mundo
y, por lo tanto, la referencia debe ser al estado celestial, de manera que la
profecía y el conocimiento parciales e imperfectos son coexistentes con el
régimen cristiano. No será hasta la venida de Cristo que vendrá lo perfecto.
Entonces las cosas parciales de tiempo serán substituidas por las cosas
perfectas de la eternidad.
Cuando
se llega al grado superior de la escuela, los textos de los grados inferiores
se dejan a un lado. Las antorchas usadas de noche, de nada sirven cuando llega
el día. Algunas flores están envueltas en un capullo durante el primer período
de su crecimiento, pero cuando la flor llega a la perfección el capullo cae.
Cuando las cosas han servido su propósito, desaparecen. Pero el propósito del
amor es eterno, nunca desaparece.
Pero
no olvidemos que lo parcial es una preparación para conducir hacia lo
perfecto; que sirve a un propósito real, indispensable. El crepúsculo de la
mañana prepara para el mediodía; el invierno es precursor de la primavera; y la
primavera es precursora del verano. Lo perfecto no podría venir sin lo parcial.
Tras la edad viril está la juventud, tras la juventud la niñez, tras la niñez
la infancia. No despreciemos las etapas que conducen a la meta. El bien
parcial e imperfecto no desaparecerá por extinción, sino que será absorbido
por algo más elevado, como los charcos de agua dejados en la playa por la
bajamar, son absorbidos en la plenitud del océano cuando la marea vuelve.
Mientras
tanto, podemos amar con un amor que es puro y elevado, paciente, generoso, no
desalentadle, e imperecedero. Sobre todo, lo demás están las señales de lo
imperfecto y transitorio, pero sobre el amor está el sello de la eternidad. El
amor nunca fenece. Es lo más grande de todo lo grande. Por lo tanto, amar es
vivir.
Ahora
sigue una ilustración (v. 11). “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba
como niño, razonaba como niño; ahora que soy hombre, he acabado con lo que era
de niño”. El apóstol se vale de una ilustración natural y personal, para
demostrar que la ley del crecimiento espiritual es la misma que la ley del
crecimiento natural, eso es, por desarrollo y transformación.
Mirad
primero a la ilustración del punto de vista que ilustra. Cuán grande es la
diferencia entre la niñez y la edad viril en cuanto a lenguaje, sentimiento y
pensamiento. Comparad la impresión hecha en la mente de un niño y de un
astrónomo, respectivamente, por la contemplación del cielo estrellado. La
impresión hecha en la mente del niño no es científica, no obstante, para un
niño, es una impresión justa y verdadera. El punto de vista del niño no es ni
irracional ni falso; es sencillamente inadecuado. Todo niño es una Alicia en
el País de las Maravillas y vive en un mundo de fantasía e imaginación, ¡y qué
mundo triste sería si fuese de otra manera! La tragedia de la vida de Coleridge[1]
era que nunca fue niño.
Pero
la niñez es tan sólo una etapa de la vida y no su meta. Una persona que es un
hombre en cuanto a edad y todavía un niño en mente y hábitos, es sencillamente
una monstruosidad. ¡Cuán dulce es oír la charla de un niño! ¡Cuán triste oír a
un adulto charlando como un niño! La ley de crecimiento es la transformación
por el desarrollo. Las facultades del niño adquieren una manera más elevada de
actividad, de modo que la manera anterior se vuelve inútil. El hombre ha llevado
a su mayor edad todos los elementos esenciales de su niñez. Sin embargo, ha
dejado su anterior mañera pueril de hablar y sentir y pensar. He allí la ilustración.
Ahora
consideremos la cosa ilustrada. Como en la natural, así es también en la niñez
y madura edad espiritual; es muy importante ver el punto preciso de comparación.
La madurez espiritual no es como la natural, considerada dentro de los límites
del tiempo. Es un concepto completamente erróneo de la idea pensar que la
niñez aquí significa los primeros años de nuestra vida cristiana, y la madurez
los años posteriores. O que la niñez indique los primeros siglos de la Iglesia
Cristiana y la madurez los siglos posteriores. Si hemos alcanzado la madurez
ahora ¡Dios tenga misericordia de nosotros! En salvaguardia de la comparación
tenemos las palabras en el versículo 10, “lo que es en parte” — eso es la niñez
— y “lo perfecto” — eso es la madurez. Y en el versículo 12, las palabras
“ahora” — eso es el tiempo de la niñez sobre la tierra; “pero entonces” — eso
es el tiempo de madurez en el cielo.
Por
esto vemos que la niñez espiritual es coextensiva con esta vida, y que la
madurez se alcanza tan sólo en la vida futura. Todos los dones espirituales
pertenecen al estado de niñez espiritual. Pero cuando Cristo venga y se llegue
a la madurez, no se necesitarán más, y serán dejados. La verdad enseñada ahora,
pues, es triple: primeramente, como la niñez es base de la edad viril, así
también la vida espiritual aquí es el fundamento de la vida espiritual en el
más allá; en segundo lugar, como la niñez es el medio de llegar a la edad
viril, así también lo que alcanzamos parcialmente aquí es con miras de una
perfección en el más allá; tercero, como la niñez es absorbida por la
virilidad, así también la comprensión incompleta aquí cederá a la plena
comprensión del más allá.
Justamente
como las cosas de la virilidad son tan superiores a las de la niñez como para
reemplazarlas del todo, así también la madurez del cristiano en el cielo
substituirá y sobrepasará su niñez en la tierra. El futuro será un desarrollo y
expansión del presente. Como el roble es el producto de la bellota y como el
río es la plenitud de la fuente, así también el hombre es el producto y la
plenitud del niño. El futuro sobrepasará tan inmensamente al presente como el
mediodía sobrepasa al alba y como el fin de la revelación sobrepasa su
principio.
Lo
que el apóstol afirma e ilustra es lo siguiente: que mientras que la profecía y
el conocimiento deben necesariamente ser reemplazados el amor permanece
siempre lo mismo. Nunca cambia y nunca falla. Solamente el amor puede llevarnos
a la verdadera medida de la vida y a la plenitud de su propósito. Por la gracia
del amor debemos dejar atrás las puerilidades y las insensateces de la
naturaleza humana; debemos entrar en contacto vital con todas las corrientes
que fluyen de la vida divina. Debemos alcanzar, no aquí, sino en el más allá,
la resistencia vigorosa de la madurez espiritual, y el gozo y conocimiento y
simpatía universales de la vida que lo es de veras.
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