martes, 5 de junio de 2018

AUTORIDAD DE LA BIBLIA (Parte II)

(continuación)



¿Qué decir, entonces, cuando la ciencia pretende decretar fuera de su competencia, prejuzgar acerca de lo inmaterial, decidir respecto a si el universo es finito o infinito, o en cuanto a la existencia o no existencia de Dios? El ser, la eternidad, la vida, la muerte, el pro­blema de los orígenes como la angustiosa cuestión de los fines últimos, todos los grandes interrogantes subsis­ten. Esta esfera de lo incognoscible aparece más ce­rrada que nunca a la inteligencia humana.
Nuestro propósito no es, sin embargo, replantear el perpetuo debate de la ciencia y de la fe, por más necesario que sea recordar que es propio de la ciencia cuestionarlo todo sin sacar conclusiones definitivas, mientras que es propio de la fe concluir según las conclusiones de Dios, el único que lo conoce todo. El punto sobre el cual insistimos, porque es capital, es éste: la fe viene de la misma Palabra de Dios. Por ella, la fe comprende que la posición de la criatura fallida es reconocer su caída, y que sólo la gracia de Dios la esta­blece sin pecado en una nueva creación. He ahí la parte y la posición del cristiano. Ella está fundamentada en la obra de Cristo. Para él no se trata de hacer compren­der su fe —la que siempre será locura para la sabiduría humana— sino de vivir su fe, como está escrito en San­tiago 2:18: "Yo te mostraré mi fe por mis obras". Y las explicaciones racionales pierden toda fuerza para el que vive de la vida de Cristo. Decirse cristiano y negar a Cristo venido en carne, muerto y resucitado, y luego glorificado, es un contrasentido, porque el cristianismo está fundado sobre esos hechos, los más increíbles de todos: la encarnación, la muerte expiatoria y la resu­rrección, hechos de los cuales sólo la Biblia habla, y sólo ella puede hacerlo porque solo ella es la Palabra de Dios. Pero está llena de tales hechos. Tengan cuidado con la voz mentirosa: "¿Conque Dios os ha dicho?" (Génesis 3:1). Sepamos responder: "Escrito está" (Mateo 4: 4, 6, 7 y 10; Lucas 4: 4, 8 y 10).
3) Esto que acaba de ser recordado es suficiente para hacer considerar como una empresa peligrosa y vana la de lanzarnos a polémicas científicas para dar razón a la Biblia, y construir teorías para dar a los sin­gulares hechos bíblicos una explicación que Dios no ha estimado conveniente dárnosla. Así se trate de la for­mación y de la historia de la tierra (geología), de los fenómenos propios de los seres vivientes (biología), de la constitución íntima de la materia (ciencias físicas y químicas), todos son temas perfectamente legítimos en sí mismos, pero corrientemente utilizados contra Dios y la Palabra de su poder. Nos exponemos, oponiendo hipótesis que nos parecen plausibles a las teorías forja­das por los incrédulos —de las cuales muchas son seductoras para el espíritu humano— a ponernos en mala postura y finalmente desacreditar a la Biblia que queremos defender. La Palabra de Dios misma es su propia arma. Y debe ser, ella sola, la nuestra. ¿Vamos a poner una espada de cartón en la mano de un Gedeón que tiene "la espada de Jehová"? (véase Jueces 7: 20). Jesús, tentado por Satanás, no discute con él para demoler su argumento, sino que le responde simple­mente: "Escrito está".
Quisiéramos suplicar a nuestros hermanos que sopesen estas cosas. Nuestra fe, repitámoslo, no se ali­menta de teorías ni tampoco obra mediante teorías. Las nuestras, incluso relacionadas por algún punto en común con la Biblia, son tan vacilantes y pasajeras como las otras, las que pretenden suplantar a los mitos paganos y son tan decepcionantes como ellos. Una rechaza a la otra, después de haber traído a la luz, es cierto, algunas nociones nuevas, descubrimientos per­mitidos por Dios en la esfera de las cosas creadas, pero que no cambian en nada el estado moral del hombre y le da la ilusión de progreso. Las ideas que él se hace del mundo material descansan sobre cierta hipótesis que tarde o temprano deja el lugar a otra.
Nuestro siglo ha visto, en el campo fisicoquímico, por no hablar más que de éste (aunque domina otros muchos) una acumulación de descubrimientos que han barrido doctrinas tenidas por inatacables en el siglo precedente. El descubrimiento de la radiactividad ha abierto el camino para penetrar la estructura íntima de la materia, el complejo sistema de los núcleos atómicos, su desintegración que libera una energía hasta entonces ignorada. Han sido formuladas teorías prestigiosas, de las cuales la de la relatividad y la de los «cuantas» res­paldan una nueva física. Pero ellas ya van vacilando. Éstas harán lugar a otras, y así será mientras dure este mundo. Ellas lo habrán marcado con su paso, conjunta­mente con todas las aplicaciones prácticas de la electró­nica y la utilización de esta energía atómica (o nuclear) que a la vez maravilla y aterra a los hombres, sin darles, desgraciadamente, ningún otro objetivo más que la sa­tisfacción de los deseos de un corazón cada vez más ale­jado de Dios. "Seréis como Dios", dice aún el Mentiroso.
Cristianos, profundicemos nuestra fe, no por medio de la sabiduría humana, sino alimentándonos de la Palabra de Dios, "permaneciendo en mi palabra" dice Jesús (Juan 8:31), teniéndola siempre presente con su autoridad y su poder. Que los jóvenes creyentes desconfíen de una búsqueda de la verdad que desvíe, por poco que sea, de esta Palabra. Y que el inconverso a quien Dios busca sepa que irá de decepción en decep­ción, de obscuridad en obscuridad, si piensa lograr la fe de otro modo que no sea escuchando la Palabra de Dios.
Ella siempre será locura para la locura de la sabi­duría humana. Ella no tiene nada que hacer con esta sabiduría. Se opone con frecuencia la razón a la fe, pero, la fe da a la razón su empleo más espléndido. Cuando el Espíritu de Dios ilumina la razón y ella se deja iluminar, es puesta en contacto con el Dios vivo y verdadero. Creyentes, dejad a la Palabra actuar en vosotros (1 Tesalonicenses 2: 13), para que seáis "reno­vados en el espíritu de vuestra mente" (Efesios 4:23). Creerla, implica reconocer humildemente que ignora­mos muchas cosas y que, sobre todo, reconocemos que el hombre natural es incapaz, a causa del pecado, de conocer lo que únicamente importa: Dios revelado a los niños como Padre por medio de Jesucristo. Encon­trar a Dios, a solas con él... "Mas ahora mis ojos te ven" dijo Job (Job 42: 5); al conocer a Dios, toma él por propia iniciativa el lugar que conviene, el arrepenti­miento en el polvo y la ceniza. ¡Y fue entonces que para él brotó el manantial de bendiciones, para gloria de Dios!
En resumen, la Biblia no tiene necesidad
— ni de la garantía de hombres de prestigio en este mundo;
— ni de ser confirmada por su acuerdo con la ciencia de los hombres;
— ni de ser demostrada como verdadera por teorías cimentadas o no sobre ella.
Ella es "la palabra de Dios, que vive y permanece para siempre" (1 Pedro 1: 23).

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