lunes, 4 de junio de 2018

"AIRAOS, PERO NO PEQUÉIS"

"AIRAOS, PERO NO PEQUÉIS" (Efesios 4:26)

Pregunta: ¿Cómo explicar las palabras del Señor en Efesios 4:26: "Airaos, pero pequéis..."?



RespuestaNotemos primero que encontramos una enseñanza idéntica en Santia­go 1: 19-20. La Palabra de Dios distingue entre la ira según Dios, y "la ira del hombre [que] no obra la justicia de Dios". La ira según Dios es la indignación que siente la naturaleza divina en presencia del pecado. La ira del hombre es también la indignación que provoca en él una falta cometida, sobre todo cuando él se halla perjudicado o molestado por ella. La presencia del pecado no siempre es suficiente para que el hombre se indigne. El diccionario de la Real Academia Española define la ira como una "pasión del alma, que causa indignación y enojo", y el diccionario Larousse dice "pasión del alma, que se indigna contra lo que le disgusta". Bien sabemos que no hay nada que nos disguste tanto como el ser tocados, heridos en nuestro amor propio. Por lo tanto, nuestra indignación contra el mal no puede servirnos como jus­ta medida para apreciar lo que debe ser la ira, porque la gravedad o culpabilidad del pecado viene, ante todo, del hecho que todo pecado es cometido contra Dios, es decir que debe considerarse en relación con Dios y no con nosotros mismos. Si no estamos en comunión con Dios, corremos el riesgo de juzgar el mal según 'nuestra' pobre me­dida, sea indignándonos con exceso, sea obrando con demasiada tole­rancia.
La santidad absoluta de Dios no puede tolerar el pecado. Todo pecado provoca Su ira, pues es cometido primero contra Él, y des­honra Su dignidad, y la majestad de Su Ser supremo. José le dijo a la mujer de Potifar: "¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y peca­ría contra Dios?" (Génesis 39:9). La medida de la ira divina fue mos­trada en la cruz, cuando el Hijo amado de Dios, que habíamos ofen­dido, tomó sobre Sí mismo nuestros pecados y llevó el castigo merecido. Entonces fue cuando se realizó sublime y plenamente que "la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres." (Romanos 1:18).
El creyente participa de la naturaleza divina, es "creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad" (Efesios 4:24), por lo cual, en la medida en que permanece en comunión con Dios, tiene horror al pecado, y manifiesta una santa indignación en su presencia. El siente, juzga lo que es el pecado en sí mismo para Dios, y, por consiguiente, para la nueva naturaleza. No hay necesidad que se halle perjudicado para que se indigne.
Pero puede ocurrir también que el creyente mundanice, se familia­rice con el mal, y entonces necesita la exhortación del Señor: "Airaos, pero no pequéis". El cristiano que no se indigna demuestra su indife­rencia ante el mal; impasible en presencia del pecado, es propenso a mucha indulgencia para consigo mismo, y a indignarse contra el mal solamente cuando se halla perjudicado. En este caso, se revelará muy susceptible, reprenderá con energía a los que le hayan dañado, pero será indiferente en cuanto a los derechos de Dios. Su ira o indigna­ción ya no será según Dios, será "la ira del hombre [que] no obra la justicia de Dios", es decir, del hombre que no cumple con la jus­ticia de Dios. Semejante indignación es un pecado, y debemos evi­tarla.
Consideremos ahora la enseñanza del apóstol Santiago. Después de haber declarado que Dios "nos engendró con la palabra de verdad" (Santiago 1:18 - BTX), exhorta a cada hombre a que sea "pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse, porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios" (Santiago 1: 19, 20). Pronto para oír, para que sus pensamientos y sus acciones estén formadas por la Palabra de Dios. Tardo para hablar, es decir, procurando que su lengua sirva para expresar sola­mente lo que proviene de la nueva naturaleza enseñada por Dios, evitando ser como una fuente que echa a la vez "agua dulce y amar­ga" (Santiago 3:11). Tardo en airarse, es decir, tomando tiempo para poder juzgar primero si su ira es según Dios, o es la "ira del hombre".
La carne en nosotros se encuentra siempre dispuesta a entrometerse con lo que proviene de la nueva naturaleza. Por eso, al declarar "airaos", el Espíritu de Dios añade, como exhortación correctiva: "pero no pequéis", para que evitemos esta mezcla o asociación de 'la ira según Dios' con los sentimientos carnales. "Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo; ni deis lugar al diablo." (Efesios 4: 26, 27). De modo que nuestra indignación contra el pecado debe provenir única­mente del hecho que Dios ha sido ofendido, deshonrado por un acto contrario a Su naturaleza. Si los motivos son diferentes, nuestra in­dignación o ira no es según Dios, y pecamos.
De igual modo, la santidad es la separación del mal, por Dios, y Dios solo es su medida. Si rebajamos esta medida a nuestra propia estimación de las cosas, o a la de otros, perdemos la verdadera me­dida de la santidad.
Una verdadera indignación contra el mal tiene pues como causa y medida: Dios, su gloria y sus intereses, y nuestros sentimientos na­turales no deben intervenir o influir en modo alguno. Además, la Pa­labra añade: "no se ponga el sol sobre vuestro enojo": Dios sabe con qué facilidad dejamos introducirse nuestros sentimientos en lo que concierne a Su gloria, por lo cual nos muestra que nuestra ira, nuestro enojo, no debe prolongarse más allá de una justa medida., Para ello, es preciso que nos juzguemos o examinemos a nosotros mismos; de no hacerlo, 'damos lugar al diablo', dándole rienda suelta a la carne. La carne es un enemigo vencido para el nuevo hom­bre, pero si nos colocamos en su propio terreno, si la dejamos obrar, ella se apodera de nosotros y nos vence.
         La confusión entre la ira del hombre y la ira o indignación según Dios ha producido siempre lamentables resultados entre los santos. En presencia del mal, del pecado en la asamblea, el primer movi­miento del alma es una indignación según Dios, producida por la nueva naturaleza. Pero luego, la carne quiere intervenir; por eso, nuestra indignación no debe prolongarse, salir de los límites que con­vienen, sino careceremos de discernimiento, y nuestro juicio será fal­seado por la introducción de motivos carnales.
Existen casos en los cuales el culpable no ha ofendido a nadie individualmente. Pero algún hermano habrá tenido dificultades con él anteriormente, guardándole resentimiento o rencor, o teniéndole solamente antipatía. Estos sentimientos renacen en él, y su indigna­ción va más allá de la medida de los sentimientos del nuevo hombre, deja que 'el sol se ponga sobre su enojo', la carne obra, so pretexto de defender los intereses del Señor, y Satanás halla una ocasión favo­rable para turbar y alterar el ejercicio de la disciplina según Dios, produciendo turbación en la asamblea. ¡Hermanos!, es de toda im­portancia que no guardemos rencor o resentimientos para con los hermanos con quienes hemos tenido dificultades. Juzguemos estas co­sas, juzguemos y abandonemos las antipatías naturales: es una leva­dura que - tarde o temprano - produce lamentables y funestos resultados.
Si un hermano se estima perjudicado por el pecado de otro, debe obrar con mucha reserva y, en su juicio, no añadir la 'ira que viene del hombre' a la indignación según Dios. Es conveniente entonces que deje intervenir a aquellos cuyos intereses personales no son toca­dos, y quienes cuidarán de hacerlo sin espíritu de partido, con el temor de Dios.
         Amados hermanos, seremos guardados en el pensamiento de Dios si pensamos ante todo en Su gloria, en lo que es el pecado para Su naturaleza Santa, y si no olvidamos que la santidad de Dios debe ser la santidad de la asamblea.
Ello nos preservará de introducir la carne, los motivos personales, el espíritu de partido o de familia, las simpatías y antipatías natu­rales. Cultivemos la comunión con Dios, examinémonos a nosotros mismos, para tener en todo el pensamiento de Dios, la estimación del santuario. Así será como evitaremos las intervenciones de la carne en las cosas santas.
 S. P.
Revista "VIDA CRISTIANA", año 1961, No. 49.-

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