martes, 5 de junio de 2018

LA ORACIÓN DEL SEÑOR (Parte III)


¿DEBERÍA SER USADA POR LOS CRISTIANOS? (continuación)


En segundo lugar, Dios ha hecho provisión de otra índole para nuestros pecados diarios. Hay que reconocer que ¡lamentablemente! nosotros pecamos diariamente; pero, tan cierto como eso es, si conocemos el valor pleno del sacrificio de Cristo, jamás padeceremos, ni por un momento, el pensamiento de la imputación de culpa. Por otra parte, no debemos aminorar jamás la gravedad de nuestros pecados diarios — pecados que son ahora contra la luz y el amor. Ningún lenguaje podría ser demasiado fuerte para expresar lo aborrecible que ellos son. Aún más que esto, jamás se debe olvidar que no hay necesidad de que el creyente peque diariamente. El apóstol Juan dice, "Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis." Una vez defendida la verdad acerca de este punto, él presenta después, la provisión de la gracia que ha sido hecha para los pecados en los cuales el creyente cae tan a menudo. "Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo." (1a. Juan 2: 1 y 2).
Es, entonces, la abogacía de Jesucristo el Justo con el Padre, la que atiende a nuestro caso con respecto a nuestros pecados diarios. Llevados a la comunión con el Padre y con Su Hijo Jesucristo (1a. Juan 1:3), nosotros perdemos el disfrute de esta comunión cuando pecamos; y el objetivo de la abogacía de nuestro bendito Señor es restaurarnos al lugar que hemos perdido, en cuanto a su disfrute. Y para este fin, Él ora por nosotros; Él no ora cuando nos arrepentimos, sino cuando pecamos. De hecho, nuestros pecados suscitan Su abogacía a nuestro favor; y es en respuesta a esto que, más temprano o más tarde, el Espíritu de Dios hace que recordemos, en nuestras conciencias, la Palabra de Dios, produciendo, de ese modo, el juicio propio, y nos conduce a la confesión en la presencia de Dios; y entonces encontramos la verdad de lo que el apóstol declara, "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad." (1a. Juan 1:9). Esto sucederá, más temprano o más tarde, pero se debe recordar — y esto prohíbe el pensamiento de 'tomar a la ligera' los pecados del creyente — que si se pospone el juicio propio y la confesión, Dios, como nuestro Padre, puede verse obligado, en Su amor por nosotros, a venir y tratar con nosotros en castigo y prueba, para prepararnos para la acción de Su Palabra sobre nuestras conciencias; porque Él no puede soportar que los que han sido redimidos, Sus propios hijos, continúen en una senda de pecado e iniquidad. El pecado no es nunca una cosa liviana a los ojos de Dios, y no debe ser jamás una cosa liviana a los ojos de Su pueblo. ¿Cómo podría serlo, cuando fue eso lo que llevó a nuestro bendito Señor a la terrible cruz?
Se verá, a partir de estas observaciones, que el Cristiano no debe orar nunca por el perdón de pecados. La culpa de todos sus pecados ha sido quitada; y la condición para el perdón de sus pecados diarios es la confesión. Ahora bien, la confesión, en vista de que ella sólo puede brotar del juicio propio, es una cosa mucho más profunda que orar por el perdón. Los padres pueden verificar esto muy pronto con sus hijos. Cuando estos han cometido faltas, si ven que sus padres se afligen, ellos pronto pedirán perdón; pero si se les demanda juicio propio, una verdadera estimación del carácter de sus acciones, y la confesión, ella no se obtendrá tan fácilmente. No; es una cosa mucho más seria ver nuestros pecados en la luz de la presencia d Dios, tener el pensamiento de Dios acerca de ellos, y decirle todo en humilde confesión; y esto es lo que Dios requiere, y no la oración por el perdón. La razón es simple. La propiciación ha sido ya hecha, y el perdón está listo para ser otorgado, y Él espera solamente hasta que nos hayamos juzgado a nosotros mismos, para asegurarnos Su amor perdonador, y para efectuar nuestra restauración a la comunión que habíamos perdido.
Se puede hacer otra observación acerca de esta petición — apenas necesaria, después de lo que se ha dicho, salvo para obviar objeciones. La medida del perdón por el que se va a orar es el de nuestro perdón a los demás — "como también nosotros perdonamos a nuestros deudores." Conociendo lo que nosotros somos, la sutileza de nuestros corazones, nuestras inconscientes reservas (recelos, desconfianzas, sospechas), y nuestra dificultad, en muchos casos, para otorgar un perdón libre, pleno, y absoluto a los que han pecado contra nosotros, jamás podríamos saber, a partir de esta petición, si acaso nos podríamos regocijar en el conocimiento del pleno perdón de nuestros pecados contra Dios; y esto sería enteramente inconsistente con la verdad que hemos estado considerando en Hebreos 9 y 10. Como habiendo sido presentada esta oración a los discípulos en la posición que ellos tenían en aquel entonces, y con respecto a sus relaciones mutuas, y a sus relaciones con todos los hijos del Reino, nosotros podemos percibir su sabiduría perfecta y divina, e incluso su aplicabilidad a los hijos de Dios, con respecto al gobierno del Padre, pero ella no estuvo destinada, en ninguna manera, a ser la expresión de nuestra necesidad, con relación a nuestros pecados, en la presencia de Dios.

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