¿DEBERÍA SER USADA
POR LOS CRISTIANOS?
(continuación)
En
segundo lugar, Dios ha hecho provisión de otra índole para nuestros pecados
diarios. Hay que reconocer que ¡lamentablemente! nosotros pecamos diariamente;
pero, tan cierto como eso es, si conocemos el valor pleno del sacrificio de
Cristo, jamás padeceremos, ni por un momento, el pensamiento de la imputación
de culpa. Por otra parte, no debemos aminorar jamás la gravedad de nuestros
pecados diarios — pecados que son ahora contra la luz y el amor. Ningún
lenguaje podría ser demasiado fuerte para expresar lo aborrecible que ellos
son. Aún más que esto, jamás se debe olvidar que no hay necesidad de que el creyente peque diariamente. El
apóstol Juan dice, "Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no
pequéis." Una vez defendida la verdad acerca de este punto, él presenta
después, la provisión de la gracia que ha sido hecha para los pecados en los
cuales el creyente cae tan a menudo. "Y si alguno hubiere pecado, abogado
tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por
nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo
el mundo." (1a. Juan 2: 1 y 2).
Es,
entonces, la abogacía de Jesucristo el Justo con el Padre, la que atiende a
nuestro caso con respecto a nuestros pecados diarios. Llevados a la comunión
con el Padre y con Su Hijo Jesucristo (1a. Juan 1:3), nosotros perdemos el
disfrute de esta comunión cuando pecamos; y el objetivo de la abogacía de
nuestro bendito Señor es restaurarnos al lugar que hemos perdido, en cuanto a
su disfrute. Y para este fin, Él ora por nosotros; Él no ora cuando nos
arrepentimos, sino cuando pecamos. De hecho, nuestros pecados suscitan Su
abogacía a nuestro favor; y es en respuesta a esto que, más temprano o más
tarde, el Espíritu de Dios hace que recordemos, en nuestras conciencias, la
Palabra de Dios, produciendo, de ese modo, el juicio propio, y nos conduce a la
confesión en la presencia de Dios; y entonces encontramos la verdad de lo que
el apóstol declara, "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo
para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad." (1a.
Juan 1:9). Esto sucederá, más temprano o más tarde, pero se debe recordar — y
esto prohíbe el pensamiento de 'tomar a la ligera' los pecados del creyente —
que si se pospone el juicio propio y la confesión, Dios, como nuestro Padre,
puede verse obligado, en Su amor por nosotros, a venir y tratar con nosotros en
castigo y prueba, para prepararnos para la acción de Su Palabra sobre nuestras
conciencias; porque Él no puede soportar que los que han sido redimidos, Sus
propios hijos, continúen en una senda de pecado e iniquidad. El pecado no es
nunca una cosa liviana a los ojos de Dios, y no debe ser jamás una cosa liviana
a los ojos de Su pueblo. ¿Cómo podría serlo, cuando fue eso lo que llevó a
nuestro bendito Señor a la terrible cruz?
Se
verá, a partir de estas observaciones, que el Cristiano no debe orar nunca por
el perdón de pecados. La culpa de todos sus pecados ha sido quitada; y la
condición para el perdón de sus pecados diarios es la confesión. Ahora bien, la
confesión, en vista de que ella sólo puede brotar del juicio propio, es una
cosa mucho más profunda que orar por el perdón. Los padres pueden verificar
esto muy pronto con sus hijos. Cuando estos han cometido faltas, si ven que sus
padres se afligen, ellos pronto pedirán perdón; pero si se les demanda juicio
propio, una verdadera estimación del carácter de sus acciones, y la confesión,
ella no se obtendrá tan fácilmente. No; es una cosa mucho más seria ver
nuestros pecados en la luz de la presencia d Dios, tener el pensamiento de Dios
acerca de ellos, y decirle todo en humilde confesión; y esto es lo que Dios
requiere, y no la oración por el perdón. La razón es simple. La propiciación ha
sido ya hecha, y el perdón está listo para ser otorgado, y Él espera solamente
hasta que nos hayamos juzgado a nosotros mismos, para asegurarnos Su amor
perdonador, y para efectuar nuestra restauración a la comunión que habíamos
perdido.
Se
puede hacer otra observación acerca de esta petición — apenas necesaria,
después de lo que se ha dicho, salvo para obviar objeciones. La medida del
perdón por el que se va a orar es el de nuestro perdón a los demás — "como
también nosotros perdonamos a nuestros deudores." Conociendo lo que
nosotros somos, la sutileza de nuestros corazones, nuestras inconscientes
reservas (recelos, desconfianzas, sospechas), y nuestra dificultad, en muchos
casos, para otorgar un perdón libre, pleno, y absoluto a los que han pecado
contra nosotros, jamás podríamos saber, a partir de esta petición, si acaso nos
podríamos regocijar en el conocimiento del pleno perdón de nuestros pecados
contra Dios; y esto sería enteramente inconsistente con la verdad que hemos
estado considerando en Hebreos 9 y 10. Como habiendo sido presentada esta oración
a los discípulos en la posición que ellos tenían en aquel entonces, y con
respecto a sus relaciones mutuas, y a sus relaciones con todos los hijos del Reino, nosotros podemos percibir su sabiduría
perfecta y divina, e incluso su aplicabilidad a los hijos de Dios, con respecto
al gobierno del Padre, pero ella no estuvo destinada, en ninguna manera, a ser
la expresión de nuestra necesidad, con relación a nuestros pecados, en la
presencia de Dios.
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