martes, 1 de septiembre de 2015

Estudios sobre el libro del profeta MALAQUIAS (Parte III)

CAPÍTULOS 1 y 2:1-9 EL AMOR DE DIOS HACIA SU PUEBLO (continuación)
El sacerdocio adulterado
Si ahora, en este primer capítulo, recapitulamos los caracteres del sacerdocio adulterado, encontraremos la total ignorancia acerca del amor de Dios, la ignorancia respecto de su santidad y la ausencia de todo temor de Dios. La impureza es llevada a su Mesa; dones sin valor son presentados para guardar las apariencias; el interés regula todos los actos en el servicio para Jehová. Esta carencia de realidad en la vida religiosa produce fastidio y hastío por las cosas divinas.
¡Quiera Dios guardarnos de este espíritu y de estas tendencias hacia los cuales nuestros corazones naturales tienen ya demasiada predisposición a dejarse arrastrar! Dios no nos pide vanas apariencias, sino la verdad en el corazón, actos que correspondan a nuestras palabras, palabras que correspondan al estado de nuestras almas. ¡Feliz aquel de quien Jesús pueda decir: «He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño»! (Juan 1:47).
El capítulo 2:1-9 pertenece propiamente al que precede. No hace, como tampoco el capítulo 1, una completa descripción de la apostasía final, sino que describe el carácter moral del sacerdocio, librado a su propia responsabilidad. De modo que podemos echar una mirada al corazón del hombre religioso, a fin de saber evitar, para nosotros mismos, los rasgos que le caracterizan. Con este propósito, el creyente debe retener las primeras palabras del profeta: «Yo os he amado». Nuestra salvaguardia es el conocimiento del amor de Cristo. Volvamos siempre a beber de esta fuente, pues no tenemos otro medio para rendir un testimonio fiel. El Señor no le dice a Filadelfia: Reconoce que tú me has amado. Antes bien le dice: Reconoce que yo te he amado (Apocalipsis 3:9). Si nos recostamos sobre el pecho de Jesús, sólo sentiremos latir el amor. Allí aprenderemos a conocerle, y no buscándole a través de la manera —siempre imperfecta— en que cumplimos nuestro servicio.
«Ahora, pues, oh sacerdotes, para vosotros es este mandamiento. Si no oyereis, y si no decidís de corazón dar gloria a mi nombre, ha dicho Jehová de los ejércitos, enviaré maldición sobre vosotros, y maldeciré vuestras bendiciones; y aun las he maldecido, porque no os habéis decidido de corazón. He aquí, yo os dañaré la sementera, y os echaré al rostro el estiércol, el estiércol de vuestros animales sacrificados, y seréis arrojados juntamente con él» (v. 1-3). Los hombres que merced a sus privilegios están más cerca de Dios, son los juzgados con mayor severidad. Estos sacerdotes se jactaban de sus prerrogativas, pero habían olvidado a Dios, quien había venido a ser para ellos lo que se llama una cantidad desdeñable. ¿Para qué existían, sino para «glorificar Su nombre»? De otro modo, Dios maldeciría sus bendiciones y sus privilegios se convertirían en maldición para ellos. Esta amenaza era ya una cosa actual en tiempos del profeta Malaquías.

«Y sabréis que yo os envié este mandamiento, para que fuese mi pacto con Leví, ha dicho Jehová de los ejércitos» (v. 4). Encontramos aquí una confusión intencional —muy frecuente en el Antiguo Testamento— entre sacerdotes y levitas. El sacerdocio propiamente dicho ya había fracasado, al pie del Sinaí, cuando Aarón, sumo sacerdote, les había desenfrenado al hacerles un becerro de oro (Éxodo 32:25). Había vuelto a fallar cuando Nadab y Abiú, hijos de Aarón, ofrecieron fuego extraño a Jehová (Levítico 10:1) y fueron consumidos. También había fracasado cuando Elí, descendiente de Itamar, honró a sus hijos más que a Jehová, por lo cual Dios le anunció que suscitaría en su lugar un sacerdote fiel que andaría delante de su Ungido todos los días (1 Samuel 2:29, 35). Entonces fue suscitado Sadoc, de la familia de Eleazar, y esta familia ocupó, desde entonces, el primer puesto en el sacerdocio (1 Crónicas 6:50-53; 24:1-6); pero vemos, al final de Nehemías, lo que fue de esta familia: «contaminan el sacerdocio, y el pacto del sacerdocio y de los levitas» (Nehemías 13:29). Del mismo modo, en Malaquías habían «corrompido el pacto de Leví» (2:8). Eso no anulaba, sin duda alguna, el determinado propósito de Jehová de conservar en esa familia, para el porvenir, un sacerdocio fiel que, mejor aún que el de Sadoc bajo la realeza de David, «andará delante de mi Ungido» (1 Samuel 2:35). Pero, a causa de la infidelidad del sacerdocio en ese momento de Malaquías, Jehová insiste en su alianza con Leví.
Esta maldición, pronunciada aquí sobre el sacerdocio judío, alcanzará igualmente a la profesión cristiana. Al aludir al capítulo 19:6 del Éxodo, el apóstol Pedro dice a los cristianos: «Sed un sacerdocio santo» y «sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa» (1 Pedro 2:5, 9). Como profesión, ese sacerdocio se ha hecho infiel y no podrá subsistir; pero los consejos de Dios son irrevocables y permanecerán a pesar de todo. Si bien es cierto que el conjunto cae bajo el juicio y, al castigar a los malos siervos, Dios tiene que decir: «Vendrá el señor de aquel siervo en día que éste no espera, y a la hora que no sabe, y lo castigará duramente, y pondrá su parte con los hipócritas; allí será el lloro y el crujir de dientes» (Mateo 24:50, 51), no es menos cierto que su pacto permanece con Leví.
Los hijos de Leví habían demostrado celo por Jehová en dos ocasiones memorables. Después de la erección del becerro de oro y el pecado de Aarón, Moisés se puso a la puerta del campamento y dijo: «¿Quién está por Jehová? Júntese conmigo. Y se juntaron con él todos los hijos de Leví. Y él les dijo: Así ha dicho Jehová, el Dios de Israel: Poned cada uno su espada sobre su muslo; pasad y volved de puerta a puerta por el campamento, y matad cada uno a su hermano, y a su amigo, y a su pariente. Y los hijos de Leví lo hicieron conforme al dicho de Moisés; y cayeron del pueblo en aquel día como tres mil hombres. Entonces Moisés dijo: Hoy os habéis consagrado a Jehová, pues cada uno se ha consagrado en su hijo y en su hermano, para que él dé bendición hoy sobre vosotros» (Éxodo 32:26-29). El celo de los levitas por Jehová era su consagración, en contraste con la consagración oficial de los sacerdotes (Éxodo 29).
Este celo se había mostrado por segunda vez durante la alianza de Israel con las hijas de Moab, para adorar a Baal-peor. Finees, hijo de Eleazar, en su celo por Jehová había traspasado a los culpables. Este acontecimiento constituye el tema de nuestro pasaje: «Mi pacto con él fue de vida y de paz» (v. 5); es, en efecto, lo que Jehová había dicho a Moisés: «Finees hijo de Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, ha hecho apartar mi furor de los hijos de Israel, llevado de celo entre ellos; por lo cual yo no he consumido en mi celo a los hijos de Israel. Por tanto diles: he aquí yo establezco mi pacto de paz con él; y tendrá él, y su descendencia después de él, el pacto del sacerdocio perpetuo, por cuanto tuvo celo por su Dios e hizo expiación por los hijos de Israel» (Números 25:10-13). En virtud de la fidelidad de Finees, el sacerdocio perpetuo debía quedar en la familia de Eleazar, de quien este levita era hijo.
Es, en efecto, lo que tendrá lugar en los últimos tiempos. Se ve en Ezequiel 48:11 que la familia de sacerdotes, de la cual los hijos de Sadoc fueron titulares bajo el reinado de David, subsistirá durante el reinado milenario de Cristo: «La porción santa» —leemos— será para «los sacerdotes santificados de los hijos de Sadoc que me guardaron fidelidad, que no erraron cuando erraron los hijos de Israel, como erraron los levitas». Tenemos aquí uno de los ejemplos de la confusión intencional, mencionada anteriormente, entre los sacerdotes y los levitas, pues eran los sacerdotes quienes habían «corrompido el pacto de Leví» (v. 8). «Mi pacto con él fue de vida y de paz, las cuales cosas yo le di para que me temiera; y tuvo temor de mí, y delante de mi nombre estuvo humillado. La ley de verdad estuvo en su boca, e iniquidad no fue hallada en sus labios; en paz y en justicia anduvo conmigo, y a muchos hizo apartar de la iniquidad. Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley; porque mensajero es de Jehová de los ejércitos» (v. 5-7). Leví tenía cinco caracteres:
1. En cuanto a su corazón: temía a Jehová; se diferenciaba de esos sacerdotes profanos de los cuales Dios decía: «¿Dónde está mi temor?» (1:6).
2. En cuanto a sus palabras: la ley de verdad estaba en su boca y la iniquidad no fue hallada en sus labios.
3. En cuanto a su andar: se realizaba con Jehová en paz y rectitud.
4. En cuanto a su ministerio: había apartado de la iniquidad a muchos.
5. En cuanto a su mensaje: era el enviado de Dios.

Cristo, el Levita fiel
La Palabra considera aquí el débil servicio de los levitas en comparación con el del hijo de Eleazar. Aprecia ese servicio según su origen, así como también considera el nuestro en comparación con el de Cristo. Todo este pasaje, en efecto, nos habla de él y nos ofrece una imagen admirable de su actividad como hombre. En la tierra, Jesús no era sacerdote; sólo llegó a serlo en virtud de su resurrección de entre los muertos (Salmo 110). Pero toda su carrera en esta tierra correspondía a la del levita fiel. Era el perfecto servidor, tanto de Jehová como del hombre caído; por eso Dios le ha confiado un sacerdocio que no se transmitirá jamás. Desde entonces podía estar en el cielo, ante Dios, para servir a los hombres, porque había estado en el mundo para servir a Dios delante de los hombres. Un pasaje del Deuteronomio nos presenta de nuevo a Leví bajo el carácter figurativo de Cristo: «A Leví dijo: Tú Tumim y tú Urim sean para tu varón piadoso... Bendice, oh Jehová, lo que hicieren, y recibe con agrado la obra de sus manos» (cap. 33:8-11).
En este magnífico capítulo, dos personajes tienen preeminencia sobre todos los demás: José y Leví. Ambos se caracterizan por la separación para Dios. Por una parte, las bendiciones están sobre José porque había estado separado de sus hermanos. Su carácter era el del nazareo, cuya separación era ordenada por Dios. En esta posición había sido fiel; por eso el favor de Dios viene «sobre la cabeza de José, y sobre la coronilla del nazareo, el separado de entre sus hermanos» (Deuteronomio 33:16 - V. M.). En cuanto a Leví, su separación había sido voluntaria, fruto de su fidelidad; por lo que Jehová «bendice lo que hicieron, y recibe con agrado la obra de sus manos». Por eso, según la petición de Moisés, le es asignado a él el sacerdocio perpetuo: los Urim y Tumim, atributos del sacerdocio, por medio de los cuales se consultaba a Jehová (1 Samuel 28:6; 23:9; ver Números 27:21; Esdras 2:63; Nehemías 7:65), son para Su «varón piadoso» (o Su «siervo favorecido» - V. M.). Históricamente, esta promesa se cumplió en la familia de Elea-zar, padre de Finees; pero aquí, Leví es un personaje, un solo hombre. La conducta de Leví (Finees), como la de Cristo, de quien es figura, es la base de todo sacerdocio.
«Más vosotros os habéis apartado del camino; habéis hecho tropezar a muchos en la ley; habéis corrompido el pacto de Leví, dice Jehová de los ejércitos. Por tanto, yo también os he hecho viles y bajos ante todo el pueblo, así como vosotros no habéis guardado mis caminos, y en la ley hacéis acepción de personas» (v. 8-9). El profeta vuelve aquí a los sacerdotes que de esto sólo tienen la apariencia y la profesión. En vez de andar en los caminos del verdadero servidor, quien tendría que haber sido su modelo desde el principio, ellos habían seguido pese a llevar Su nombre— caminos de corrupción, dando así ejemplo a mucha gente para que abandonase la ley, o bien la habían aplica-do de manera diferente, según se tratara de pobres o de gente de buena posición. Por eso Dios iba a cubrirlos de desprecio a la vista de todos.

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