martes, 1 de septiembre de 2015

Doctrina: El pecado. (Parte X)

x.   El pecado entre creyentes.
Las consecuencias del pecado se manifiestan en  muchas maneras entre los propios hermanos cristianos. Si Consideramos lo que pasa en una familia cualquiera del mundo, si uno de sus miembros peca contra el otro, se considera como algo muy grave e impensable. Nos llenamos de horror cuando nos enteramos que un hermano hirió o mató a otro. Pensamos que habrá sucedido entre ellos para que existiese tal acción, que para muchos de nosotros, repetimos, es impensable. Esto nos lleva a recordar la situación de Caín y Abel, no sólo de ser los primeros descendientes de Adán y Eva, sino como los primeros hermanos que tuvieron un problema, y Caín lo resolvió mal; y como el primero  le quita la vida al segundo, producto de un profundo rencor que se había anidado en él, pues había dado paso al pecado en su ser (cf. Génesis 4:6,7). Lo mismo encontramos en  Esaú y Jacob, si bien en este caso no hubo muerte (aunque sí deseos de venganza),  el segundo engañó al mayor para arrebatar la primogenitura a su hermano, pues eso le confería estatus. Tal vez ellos (madre e hijo) pensaban que hacían bien en arrebatar lo que no les pertenecía, pero con ello estaban dando lugar a que el pecado entrar y causara una profunda división entre ellos: padre, madre y hermanos. Como consecuencia Jacob tuvo que huir para no ver el rostro lleno de ira de su hermano y así, también, salvar su vida.
El hecho de anidar pecado en nuestros corazones, siempre tiene consecuencias para la iglesia local, ya que los hermanos se ven comprometidos, muchas veces sin quererlo, en uno u otro bando.  
Las raíces de amargura que brotan en los corazones de los creyentes que no han sabido perdonar provocan fuerte impacto en la iglesia local. La carta a los filipenses nos muestra a dos mujeres que en un comienzo de su vida cristiana fueron muy productivas, pero algo sucedió entre ellas, que provocó un distanciamiento que llevó a Pablo a escribir, entre otras cosas, esa hermosa carta acerca de la unidad que debe existir entre los creyentes. En ella Pablo mostró un  distanciamiento del caso, no en el sentido de despreocuparse, sino para no darle el favor a ninguna de las dos, a cada una la trata por igual (Filipenses 4:2, versión Bover-Canteras), y esta es la posición que debe adoptar todo cristiano maduro, de no hacer distinción o menospreciar a una y realzar a otra, sino tratarla como son: hermanas(os). En la carta, Pablo, ruega a cada una de ellas que vuelva a existir ese amor fraternal que debe existir entre hermanos, y que el mismo Señor indicó que sería característico en los cristianos.  Ellas habían perdido el horizonte y habían dado paso al pecado, de modo que la raíz de amargura se había apoderado de ellas.
Si las raíces de amargura no son arrancadas, contamina a los hermanos: “Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados…” (Hebreos 12:15).
El dar rienda suelta a la ira producto de la conducta mala de un hermano y esta no es perdonada a la brevedad conduce a pecado. Se nos aconseja que nos enojemos, pero que este enojo no sea duradero. De seguro, podemos suponer que Evodia y Sintique no pusieron un plazo breve a su enojo y se convirtió en algo incontrolable para ellas, dando así lugar al diablo (Efesios 4:26-27), como Caín permitió que entrara en él y así matar a su hermano (cf. 1 Juan 3:12).
El mismo Señor Jesucristo enseñó cómo debemos comportarnos en cuanto  al pecado de otros hermanos hacia mí:
“Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Más si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano” (Mateo 18:15-17).
Los pasos son precisos: Tener un encuentro privado en primer lugar; luego, de no existir arreglo, tener un encuentro con testigos de la conversación; y por último, como medida extrema, el caso se lleva a la congregación completa. Si ni aún en esta última instancia no se llega a una reconciliación, la persona causante será sacada de la comunión de la congregación considerándolo como uno más del mundo (ver 1 Corintios 5:1-13, aunque el caso era de uno que estaba viviendo de manera que, con su pecado, afectaba a la congregación).
El punto principal es siempre que sin importar la cantidad de veces que suceda, yo debo perdonar. “Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete” (Mat 18:21-22). Y este perdón no está limitado a la cantidad de veces.  Y este perdón debe ser dado aunque el receptor no lo merezca.  El mismo Señor nos dio ejemplo a perdonar a aquellos que estaban causando tal sufrimientos (Lucas 23:34). Y Pablo no enseña que amemos, y demostremos ese amor, a quien no nos quiere bien (Romanos 12:17-21, aunque el texto se refiere  a personas que son del mundo, lo mismo  lo podemos aplicar hacia quienes son nuestros hermanos).
Tengamos claro que ES nuestro deber perdonar siempre porque Dios mismo nos perdonó a través de la obra del Señor Jesucristo. La enseñanza de la parábola de “los dos deudores” de Mateo  (18:23-35) es muy clara y no deja dudas al respecto.  “Yo” que he sido perdonado de una deuda “impagable”, ¡cómo  no he de perdonar y olvidar lo que el otro me adeuda, que son unas pocas “monedas”! La verdad es que si no perdonamos, estamos abiertamente en rebeldía contra nuestro Padre celestial y es bastante seguro que recibiremos su juicio por nuestra mala conducta.  
         El Señor también les habla a aquellos creyentes que pecan contra otros hermanos “maltratándolos” (cf. Mateo 24:48-51) en forma deliberada, comportándose como si fueran del mundo y no como un siervo del Señor Jesucristo. Estos tendrán el justo castigo por tal falta de amor hacia sus consiervos.  Sigamos el consejo que Pablo le da a los hermanos de Roma: “La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz. Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne” (Romanos 13:12-14). Dejemos de mirar y desear lo que mundo provee para satisfacer la carne, mejor miremos a nuestro Señor y prosigamos la carrera (cf. Hebreos 12:1,2; Filipenses 3:13-14; 1 Corintios 9:24-27).
         El mismo Señor  Jesucristo en la noche que fue entregado les dijo a los suyos: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35). Y previamente les había dicho: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Juan 13:34). El amor no es solo un distintivo que caracteriza a los creyentes y que “debería” surgir en forma espontánea en cada uno de nosotros, sino un mandamiento, una ordenanza, algo que debemos procurar seguir, porque tuvimos el ejemplo del mismo Señor Jesucristo. Por tanto, no tenemos excusa para no hacerlo.
         El creyente que dice amar al Señor Jesucristo, NO PUEDE PECAR CONTRA SU HERMANO POR NINGÚN MOTIVO. Siempre debemos tenerlos en mayor consideración que a nosotros mismos. Y si criticamos a nuestro hermano por alguna situación particular piensen en las palabras de Pablo a los creyentes que están en Roma y que de alguna manera criticaban a otros hermanos: “¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme…  Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo… Porque escrito está: Vivo yo, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla, Y toda lengua confesará a Dios. De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí. Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano” (Romanos 14: 4, 10,11-13).  Tengamos en cuenta que el hecho de pecar contra hermanos es claro incumplimiento a los mandatos de Dios y del Señor Jesucristo, y por el contrario quien ama “ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Romanos 13:8).
         El amor es el catalizador por antonomasia y es rasgo claro y distintivo que debe existir entre los hermanos, y  este fue plenamente mostrado por los hermanos del comienzo de la era cristiana, que fueron capaces de vender sus propiedades para darlas a los hermanos más necesitados: ellos se destacaban por esto y eran reconocidos por quienes se oponían al evangelio.  Por lo mismo, Pablo insta a Evodia y Sintique a que vuelva a existir ese amor y unión que en un momento hubo y que luego se fracturó.
         Con esto concluimos, quien ama, no peca contra su hermano o hermana y si lo hace debe ser capaz de poder acercarse y reconocer su falta y de esta forma restablecer la comunión entre ambos.

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