martes, 1 de septiembre de 2015

La Palabra de Dios.

La Biblia es un libro maravilloso, único por su inspiración, su formación y su unidad. No es un libro cualquiera, sino EL LIBRO o, mejor dicho, un conjunto de 66 libros escritos por más de 40 autores diferentes. Es un libro muy antiguo, pues hay partes del mismo que tienen más de 3500 años. Se formó muy lentamente, ya que para ello se emplearon más de 1500 años, lo cual abarca unas 50 generaciones. Sus autores vivieron en épocas distintas y también proce­dían de diferentes lugares, tales como el desierto del Sinaí, Jerusalén, Roma, Babilonia, etc., los cuales están separados por cientos de kilómetros. Los hombres que Dios escogió para escribir las Sagradas Escrituras proce­dían de los medios sociales más diversos: líderes del pue­blo de Israel (Moisés, Josué), reyes (David, Salomón), un primer ministro (Daniel), un copero (Nehemías), un escriba (Esdras), un pastor de ovejas (Amos), un juez (Samuel), pescadores (Juan, Pedro), un publicano menospreciado (Mateo), un médico (Lucas), un sabio (Pablo), así como muchos otros.
Todos estos hombres, separados por el tiempo, la distan­cia y la posición social, no pudieron reunirse ni consultar­se. Cada uno de ellos, bajo la inspiración divina, compuso una parte de lo que iba a convertirse en un libro que lleva­ría el título único de «La Palabra de Dios». Supongamos por un momento que un libro humano hubiera sido escrito por 40 personas, las cuales trataran individualmente y por separado un mismo tema. Podemos asegurar que el resul­tado sería más bien confuso. Pero aquí nos encontramos ante un libro único, escrito por santos hombres de Dios, dirigidos por el Espíritu Santo, pero inspirados por un solo Autor: Dios. La Biblia es la realización de un plan determi­nado, bien definido, que ya estaba completo en la mente del que lo concibió, aun antes de que se empezara a escri­bir la primera palabra.
El objetivo de la Palabra de Dios es manifestar la gloria de una persona: el Señor Jesús. Observemos que cuando el Hijo de Dios estuvo en la tierra, no escribió ni una línea para que fuese añadida a la Palabra de Dios. Él enseñó, pero no escribió nada, ya que esto hubiese sido rebajarse, siendo él mismo la Palabra de Dios (Juan 1:1, 14). Veinte años después de su muerte, aún no existía nada del Nue­vo Testamento.
Pero pocos años más tarde, bajo la inspiración del Espíri­tu Santo, unos apóstoles escribieron los libros del Nuevo Testamento, en los cuales se manifiesta el mismo milagro de inspiración divina: los evangelios y las epístolas son dados por un mismo Pastor (Eclesiastés 12:11). Entre estos instrumentos humanos no hubo un acuerdo previo: los cuatro evangelistas no se pusieron de acuerdo sobre qué carácter de Cristo manifestaría cada uno de ellos. Pablo y Juan no dijeron a Pedro y a Santiago que se pusie­ran de acuerdo en cuanto a insistir en el lado práctico de la vida cristiana, en tanto que ellos hablarían de la doctrina. No, “los santos hombres de Dios hablaron siendo inspira­dos por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:21). Todo en este Libro único es de inspiración divina, se impone a nosotros con una autoridad absoluta, revelándonos las perfeccio­nes y las glorias infinitas del Señor Jesús. El apóstol Pablo dijo: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en jus­ticia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, entera­mente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16-17).
Después de haber considerado las maravillas de su for­mación y armonía, detengámonos un momento en las imá­genes y comparaciones que Dios mismo emplea al hablar de esta revelación que Él ha hecho a la humanidad. Por ejemplo, la compara con una simiente, una espada, una lámpara, un fuego, un martillo, etc. Examinemos con aten­ción algunas de estas figuras y preguntémonos si la Pala­bra de Dios corresponde realmente, en nuestra vida práctica, a lo que Dios declara.
    1.  La Palabra es comparada con una simiente incorrupti­ble “que vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1:23). Sólo ella puede producir la vida divina en seres corrompi­dos como nosotros, una vida divina, incorruptible, sobre la cual la muerte no tiene ningún poder. Esta vida divina es comunicada por la simiente de la Palabra de Dios a todos aquellos que ponen su confianza en Jesús. Pero Mateo 13 nos muestra que la semilla puede caer sobre cuatro terre­nos distintos, pero sólo uno produce fruto “cuál a ciento, cuál a sesenta y cuál a treinta por uno” (v. 8). Si la simien­te cae a lo largo del camino, sobre pedregales o entre espi­nos, no puede llevar fruto hasta la madurez, porque es ahogada por las preocupaciones, las riquezas y los afanes de la vida (Lucas 8:14). ¿A qué terreno se parece nuestro corazón? Después de un principio prometedor, ¡cuántos jóvenes, desgraciadamente, se han apartado del Señor!
2. La Palabra también es una espada: “La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos... y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12). También es la espada del Espíri­tu (Efesios 6:17); debemos emplearla como lo hizo el Señor, para luchar contra los artificios del diablo. Pero cuando manejemos esta espada, no olvidemos que tiene dos filos: uno que se aplica a aquel que la maneja y el otro a quien va dirigida. Utilicémosla no como jueces, sino como objetos de la misericordia divina, pidiendo a Dios que dirija nuestros pasos y guarde nuestro corazón. En los combates del creyente, ella es el arma por excelencia.
3. El salmista la compara con una lámpara: “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Salmo 119:105). ¡Qué lámpara tan maravillosa, alimentada por el aceite del Espíritu Santo, que nos permite tener una vista sana y clara en todas las cosas cuando nos dejamos alum­brar por ella! No hagamos nada que esté en contradicción con las declaraciones de la Biblia, y nos evitaremos expe­riencias dolorosas.
4. y 5. Jeremías compara la Palabra con un fuego y con un martillo (Jeremías 23:29). Es un fuego que puede ejercer su influencia purificadora sobre nuestras obras carnales, llevándonos a juzgarlas delante de Dios. Es un martillo que a menudo debe romper nuestros duros corazones. ¡Cuán­tas veces el Señor se ve obligado a usar la Palabra de esta manera con cada uno de nosotros!
6.  En su epístola, Santiago asimila la Palabra a un espejo donde consideramos nuestro rostro natural (cap. 1:23-24); pero nos exhorta a no olvidar la imagen que este espejo nos ha mostrado. “Sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (v. 22). Es una exhortación oportuna, si pensamos en todas las luces que el Señor nos ha dado.
7. No olvidemos el poder purificador del agua de la Pala­bra (Efesios 5:26). Cristo santifica a la asamblea purificán­dola “en el lavamiento del agua por la Palabra”. Cada vez que el pecado ha interrumpido nuestra comunión con Dios, recurramos a esta purificación por medio del juicio propio (Juan 13:3-14).
8., 9. y 10. Veamos finalmente tres imágenes que nos muestran qué aprecio deberíamos tener por la Palabra de Dios. Ella es llamada “leche espiritual no adulterada” (1 Pedro 2:2); tiene gusto a “miel” (Apocalipsis 10:10; Ezequiel 3:3). Es también el maná, el pan del cielo: “Este es el pan que desciende del cielo, para que el que de él come, no muera” (Juan 6:31-35, 50). Pero, ¿tiene para nosotros el sabor de “hojuelas con miel” (Éxodo 16:31) o simple­mente de “aceite nuevo”? (Números 11:8). Nuestro mayor deseo es que ninguno de nosotros llegue a decir un día, después de la lectura de este libro tan precioso: “Nuestra alma tiene fastidio de este pan tan liviano” (Números 21:5). Digamos, al contrario y con convicción:

¡Cuán sublime oh Dios, cuán perfecta y gloriosa
Es tu Palabra fiel, descubierta a la fe!
Justicia, paz, verdad, divino amor rebosa,
Revelándote a Ti; gloria que siempre fue.
Himnos y Cánticos N° 140

No hay comentarios:

Publicar un comentario