La Biblia es un libro maravilloso, único por su inspiración, su
formación y su unidad. No es un libro cualquiera, sino EL LIBRO o, mejor dicho,
un conjunto de 66 libros escritos por más de 40 autores diferentes. Es un libro
muy antiguo, pues hay partes del mismo que tienen más de 3500 años. Se formó
muy lentamente, ya que para ello se emplearon más de 1500 años, lo cual abarca
unas 50 generaciones. Sus autores vivieron en épocas distintas y también procedían
de diferentes lugares, tales como el desierto del Sinaí, Jerusalén, Roma,
Babilonia, etc., los cuales están separados por cientos de kilómetros. Los
hombres que Dios escogió para escribir las Sagradas Escrituras procedían de
los medios sociales más diversos: líderes del pueblo de Israel (Moisés,
Josué), reyes (David, Salomón), un primer ministro (Daniel), un copero
(Nehemías), un escriba (Esdras), un pastor de ovejas (Amos), un juez (Samuel),
pescadores (Juan, Pedro), un publicano menospreciado (Mateo), un médico
(Lucas), un sabio (Pablo), así como muchos otros.
Todos estos hombres, separados por el tiempo, la distancia y la
posición social, no pudieron reunirse ni consultarse. Cada uno de ellos, bajo
la inspiración divina, compuso una parte de lo que iba a convertirse en un
libro que llevaría el título único de «La Palabra de Dios». Supongamos por un
momento que un libro humano hubiera sido escrito por 40 personas, las cuales
trataran individualmente y por separado un mismo tema. Podemos asegurar que el
resultado sería más bien confuso. Pero aquí nos encontramos ante un libro
único, escrito por santos hombres de Dios, dirigidos por el Espíritu Santo,
pero inspirados por un solo Autor: Dios. La Biblia es la realización de un plan
determinado, bien definido, que ya estaba completo en la mente del que lo
concibió, aun antes de que se empezara a escribir la primera palabra.
El objetivo de la Palabra de Dios es manifestar la gloria de una
persona: el Señor Jesús. Observemos que cuando el Hijo de Dios estuvo en la
tierra, no escribió ni una línea para que fuese añadida a la Palabra de Dios.
Él enseñó, pero no escribió nada, ya que esto hubiese sido rebajarse, siendo él
mismo la Palabra de Dios (Juan 1:1, 14). Veinte años después de su muerte, aún
no existía nada del Nuevo Testamento.
Pero pocos años más tarde, bajo la inspiración del Espíritu Santo, unos
apóstoles escribieron los libros del Nuevo Testamento, en los cuales se
manifiesta el mismo milagro de inspiración divina: los evangelios y las
epístolas son dados por un mismo Pastor (Eclesiastés 12:11). Entre estos
instrumentos humanos no hubo un acuerdo previo: los cuatro evangelistas no se
pusieron de acuerdo sobre qué carácter de Cristo manifestaría cada uno de
ellos. Pablo y Juan no dijeron a Pedro y a Santiago que se pusieran de acuerdo
en cuanto a insistir en el lado práctico de la vida cristiana, en tanto que
ellos hablarían de la doctrina. No, “los santos hombres de Dios hablaron siendo
inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:21). Todo en este Libro único es
de inspiración divina, se impone a nosotros con una autoridad absoluta,
revelándonos las perfecciones y las glorias infinitas del Señor Jesús. El
apóstol Pablo dijo: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar,
para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el
hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2
Timoteo 3:16-17).
Después de haber considerado las maravillas de su formación y armonía,
detengámonos un momento en las imágenes y comparaciones que Dios mismo emplea
al hablar de esta revelación que Él ha hecho a la humanidad. Por ejemplo, la
compara con una simiente, una espada, una lámpara, un fuego, un martillo, etc.
Examinemos con atención algunas de estas figuras y preguntémonos si la Palabra
de Dios corresponde realmente, en nuestra vida práctica, a lo que Dios declara.
1. La Palabra es comparada con una simiente incorruptible “que vive y permanece para siempre” (1
Pedro 1:23). Sólo ella puede producir la vida divina en seres corrompidos como
nosotros, una vida divina, incorruptible, sobre la cual la muerte no tiene
ningún poder. Esta vida divina es comunicada por la simiente de la Palabra de
Dios a todos aquellos que ponen su confianza en Jesús. Pero Mateo 13 nos
muestra que la semilla puede caer sobre cuatro terrenos distintos, pero sólo
uno produce fruto “cuál a ciento, cuál a sesenta y cuál a treinta por uno” (v.
8). Si la simiente cae a lo largo del camino, sobre pedregales o entre espinos,
no puede llevar fruto hasta la madurez, porque es ahogada por las
preocupaciones, las riquezas y los afanes de la vida (Lucas 8:14). ¿A qué
terreno se parece nuestro corazón? Después de un principio prometedor, ¡cuántos
jóvenes, desgraciadamente, se han apartado del Señor!
2. La Palabra
también es una espada: “La palabra
de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos... y
discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12).
También es la espada del Espíritu (Efesios 6:17); debemos emplearla como lo
hizo el Señor, para luchar contra los artificios del diablo. Pero cuando
manejemos esta espada, no olvidemos que tiene dos filos: uno que se aplica a
aquel que la maneja y el otro a quien va dirigida. Utilicémosla no como jueces,
sino como objetos de la misericordia divina, pidiendo a Dios que dirija
nuestros pasos y guarde nuestro corazón. En los combates del creyente, ella es
el arma por excelencia.
3. El salmista la
compara con una lámpara: “Lámpara es
a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Salmo 119:105). ¡Qué lámpara
tan maravillosa, alimentada por el aceite del Espíritu Santo, que nos permite
tener una vista sana y clara en todas las cosas cuando nos dejamos alumbrar
por ella! No hagamos nada que esté en contradicción con las declaraciones de la
Biblia, y nos evitaremos experiencias dolorosas.
4. y 5. Jeremías
compara la Palabra con un fuego y
con un martillo (Jeremías 23:29). Es
un fuego que puede ejercer su influencia purificadora sobre nuestras obras
carnales, llevándonos a juzgarlas delante de Dios. Es un martillo que a menudo
debe romper nuestros duros corazones. ¡Cuántas veces el Señor se ve obligado a
usar la Palabra de esta manera con cada uno de nosotros!
6. En su epístola, Santiago
asimila la Palabra a un espejo donde
consideramos nuestro rostro natural (cap. 1:23-24); pero nos exhorta a no
olvidar la imagen que este espejo nos ha mostrado. “Sed hacedores de la
palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (v. 22). Es
una exhortación oportuna, si pensamos en todas las luces que el Señor nos ha
dado.
7. No olvidemos el poder
purificador del agua de la Palabra
(Efesios 5:26). Cristo santifica a la asamblea purificándola “en el lavamiento
del agua por la Palabra”. Cada vez que el pecado ha interrumpido nuestra
comunión con Dios, recurramos a esta purificación por medio del juicio propio
(Juan 13:3-14).
8., 9. y 10. Veamos
finalmente tres imágenes que nos muestran qué aprecio deberíamos tener por la
Palabra de Dios. Ella es llamada “leche
espiritual no adulterada” (1 Pedro 2:2); tiene gusto a “miel” (Apocalipsis 10:10; Ezequiel 3:3). Es también el maná, el pan del cielo: “Este es el pan que desciende del cielo, para que el
que de él come, no muera” (Juan 6:31-35, 50). Pero, ¿tiene para nosotros el
sabor de “hojuelas con miel” (Éxodo 16:31) o simplemente de “aceite nuevo”?
(Números 11:8). Nuestro mayor deseo es que ninguno de nosotros llegue a decir
un día, después de la lectura de este libro tan precioso: “Nuestra alma tiene
fastidio de este pan tan liviano” (Números 21:5). Digamos, al contrario y con
convicción:
¡Cuán sublime oh Dios, cuán perfecta y gloriosa
Es tu Palabra
fiel, descubierta a la fe!
Justicia,
paz, verdad, divino amor rebosa,
Revelándote a
Ti; gloria que siempre fue.
Himnos y Cánticos N° 140
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