jueves, 9 de abril de 2020

LA LEY Y LA GRACIA(2)

POR C. H. Mackintosh

Éxodo 20




No se puede obtener la vida por la ley

Hay, pues, una imposibilidad manifiesta de que el hombre obtenga la vida y la justificación por medio de una cosa que no puede hacer más que maldecirlo; y a menos que la condición del pecador y el carácter de la ley sean totalmente cambiados, la ley no puede hacer otra cosa más que maldecir al pecador. La ley no es contemplativa con las debilidades, ni se satisface con una obediencia sincera pero imperfecta. Si hiciera estas concesiones, no sería lo que la Biblia dice que es: “santa, justa y buena” (Romanos 7:12). Precisamente porque la ley es así, el pecador es completamente incapaz de obtener la vida por su medio. Si el hombre pudiese obtener la vida por ella, la ley no sería perfecta o bien el hombre no sería pecador. Es imposible que un pecador adquiera la vida por medio de una ley perfecta, pues por el mismo hecho de ser perfecta, debe necesariamente condenarlo. Su absoluta perfección manifiesta la absoluta ruina y la condenación del hombre, y pone así su sello. “Ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Romanos 3:20). El apóstol no dice que por la ley es el pecado, sino únicamente “el conocimiento del pecado”. “Pues antes de la ley, había pecado en el mundo; pero donde no hay ley, no se inculpa de pecado” (Romanos 5:13). El pecado ya existía “antes de la ley”, y sólo precisaba que la ley lo manifestara bajo la forma de “transgresión”. Si yo le digo a mi hijo: «No toques este cuchillo», mi misma prohibición prueba la tendencia de su corazón a hacer su propia voluntad. Mi prohibición no crea la tendencia, sino que simplemente la revela.
Para que tenga lugar la “transgresión”, es preciso que se haya establecido una regla o línea de conducta definida. Porque «transgresión» significa franquear una línea prohibida; esa línea la tengo en la ley. Tómese cualquiera de sus prohibiciones, tales como “No matarás”, “No cometerás adulterio”, “No hurtarás”: una ley o regla ha sido puesta delante de mí. Pero yo descubro dentro de mí los mismos principios contra los cuales estas prohibiciones han sido expresamente dirigidas. En efecto, el solo hecho de que se me diga “no cometerás homicidio”, me muestra que soy por naturaleza un homicida (cf. Romanos 7:5). No existe la menor necesidad de prohibirme hacer algo si yo no tuviera ninguna inclinación a hacerlo. Pero la manifestación de la voluntad de Dios respecto a lo que yo debiera ser, pone de manifiesto la tendencia de mi voluntad a ser lo que no debiera ser. Esto es claro, y perfectamente conforme a todas las enseñanzas del apóstol sobre este asunto.

La ley no es la regla de vida del cristiano
Sin embargo, muchas personas que admiten que no podemos obtener la vida por la ley, sostienen al mismo tiempo que la ley es nuestra regla de vida. El apóstol, declara: “Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios” (Romanos 3:19). Y de nuevo: “Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición” (Gálatas 3:10). Poco importa su condición individual: si ocupan el terreno de la ley, necesariamente están bajo su maldición. Puede que alguno diga: «Yo soy un hombre nacido de nuevo y, por lo tanto, no estoy expuesto a la maldición»; pero si el nuevo nacimiento no transporta al hombre fuera del terreno de la ley, ella no puede ponerlo más allá de los límites de la maldición. Si el cristiano se halla bajo la ley, está necesariamente expuesto a su maldición. Pero ¿qué tiene que ver la ley con el nuevo nacimiento? ¿Acaso alguna parte del capítulo 20 de Éxodo trata del nuevo nacimiento? La ley no hacía sino dirigir una pregunta al hombre; una pregunta corta, seria y discreta, a saber: «¿Eres tú lo que deberías ser?» Si la respuesta es negativa, la ley no puede menos que lanzar sus terribles maldiciones y matar al hombre. ¿Y quién reconocerá más pronto y profundamente que no es en sí mismo nada de lo que debiera ser, sino el hombre que ha nacido verdaderamente de nuevo? Así que, si está bajo la ley, se halla inevitablemente bajo la maldición. Es imposible que la ley disminuya sus exigencias o que se mezcle con la gracia. Los hombres, sintiendo que no pueden elevarse a la altura de la ley, tratan continuamente de acomodarla a su medida. Pero el esfuerzo de esto es vano: la ley permanece tal cual es, en toda su pureza, majestad y severa inflexibilidad, y no aceptará una pizca menos que una obediencia absolutamente perfecta. Y ¿cuál es el hombre, que haya nacido de nuevo o no, que pueda intentar obedecer así? Se dirá tal vez: «Nosotros tenemos la perfección de Cristo.» Es verdad; pero ello no es por la ley, sino por la gracia, y de ninguna manera podemos confundir las dispensaciones. Las Escrituras nos enseñan claramente que no somos justificados por la ley; y, por lo tanto, la regla no es nuestra regla de vida. Aquello que sólo puede maldecir, no puede nunca justificar; y lo que sólo mata, no puede ser lo que regula y gobierna la vida. Sería lo mismo que si un hombre intentara hacer fortuna valiéndose del balance que lo declara en quiebra.

Hechos 15 prueba que la ley no es la regla de vida del cristiano
 La lectura del capítulo 15 de los Hechos nos enseña cómo el Espíritu Santo responde a toda tentativa que se quisiera hacer para poner a los creyentes bajo la ley como regla de vida.
 “Pero algunos de la secta de los fariseos, que habían creído, se levantaron diciendo: Es necesario circuncidarlos, y mandarles que guarden la ley de Moisés” (Hechos 15:5).
            La insinuación tenebrosa e inoportuna de esos legalismos de los tiempos primitivos no era otra cosa que el silbido de la serpiente antigua. Más la poderosa energía del Espíritu Santo, y la voz unánime de los doce apóstoles y de toda la Iglesia respondieron a ello como leemos en los versículos 7 y 8:
            “Y después de mucha discusión, Pedro se levantó y les dijo: Varones hermanos, vosotros sabéis cómo ya hace algún tiempo que Dios escogió que los gentiles oyesen.” ¡¿Qué?! ¿Las exigencias y maldiciones de la ley de Moisés? ¡No, bendito sea su Nombre! No era éste el mensaje que Dios quería hacer llegar a oídos de pobres pecadores privados de toda fuerza, sino que “oyesen por mi boca la palabra del evangelio y creyesen”. He aquí el mensaje que estaba de acuerdo con el carácter y la voluntad de Dios, mientras que esos fariseos que habían creído y que se levantaron contra Bernabé y Saulo, no eran enviados por el Señor, lejos de esto; ellos no anunciaban las buenas nuevas, ni publicaban la paz; sus “pies” no tenían nada de “hermosos” delante de Aquel que sólo se complace en la misericordia.
 “Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar?” (Hechos 15:10). Este lenguaje es grave y serio. Dios no quería que se pusiese “un yugo” “sobre la cerviz” de aquellos cuyos corazones habían sido libertados por el Evangelio de paz; antes, al contrario, deseaba exhortarles a permanecer firmes en la libertad de Cristo para no estar “otra vez sujetos al yugo de esclavitud” (Gálatas 5:1). Dios no quería enviar a aquellos que Él había recibido en su seno de amor “al monte que se podía palpar” para aterrarles con el ardiente “fuego”, “la oscuridad”, “las tinieblas” y “la tempestad” (Hebreos 12:18). ¿Cómo podríamos admitir jamás la idea de que Dios quisiera gobernar por la ley a los que ha recibido en gracia? Pedro dice: “Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos” (Hechos 15:11). Los judíos que habían recibido la ley, y los gentiles que no la recibieron, todos debían ser en adelante salvos por la gracia. Y no solamente debían ser salvos “por gracia”, sino que debían “estar firmes” en la gracia, y “crecer en la gracia” (Romanos 5:1-2; 2 Pedro 3:18). Enseñar otra cosa es tentar a Dios. Estos fariseos derriban el fundamento de la fe del cristiano; y lo mismo hacen todos aquellos que procuran poner a los creyentes bajo la ley. No hay un mal peor ni más abominable ante los ojos de Dios que el legalismo. Escuchemos el lenguaje enérgico y los acentos de justa indignación de que se sirve el Espíritu Santo, respecto a estos doctores de la ley:

“¡Ojalá se mutilasen los que os perturban!” (Gálatas 5:12).

¿Han cambiado los pensamientos del Espíritu Santo respecto a este punto? ¿No es todavía “tentar a Dios” poner el yugo de la ley sobre la cerviz de un pecador? ¿Es según Su voluntad de gracia que la ley sea recomendada a los pecadores como si fuese la expresión del plan de Dios respecto a ellos? Responda el lector a estas preguntas a la luz del capítulo 15 del libro de los Hechos y de la epístola a los Gálatas. Estos dos pasajes de la Escritura son suficientes, si no hubiese otros, para probar que la intención de Dios no ha sido jamás que los gentiles oyesen la palabra de la ley. Si tal hubiese sido su plan, seguramente habría escogido a alguien para que se la anunciase. Mas no vemos esto; cuando Jehová proclama su “ley terrible”, no habla más que en una sola lengua; “lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley” (Romanos 3:19); pero cuando publica las buenas nuevas de salvación por la sangre del Cordero, habla la lengua de “todas las naciones debajo del cielo”. Dios habla de tal manera que “cada uno en su propia lengua” podía oír el dulce mensaje de la gracia (Hechos 2:1-11).
Cuando Dios, desde lo alto del Sinaí, proclama las duras exigencias del pacto de las obras, se dirige exclusivamente a un solo pueblo; su voz fue oída solamente dentro de los estrechos límites del pueblo judío. Pero cuando Cristo resucitado envió sus mensajeros de salvación, les dijo: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15; comp. Lucas 3:6). El caudaloso río de la gracia de Dios, cuyo lecho había sido abierto por la sangre del Cordero, debía desbordar, por la irresistible energía del Espíritu Santo, mucho más allá del estrecho recinto del pueblo de Israel, y derramarse en abundancia sobre un mundo manchado por el pecado. Es necesario que “toda criatura” oiga, en su propia lengua, el mensaje de la paz, la palabra del Evangelio, la nueva de salvación por la sangre de la cruz. Y por fin, para que nada falte para dar a nuestros pobres corazones legales la prueba de que el Sinaí no era de ninguna manera el lugar donde los secretos de Dios fueron revelados, el Espíritu Santo ha dicho por boca de un profeta y por la de un apóstol: “¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!” (Isaías 52:7; Romanos 10:15). En cambio, el mismo Espíritu dice de aquellos que querían ser doctores de la ley: “¡Ojalá se mutilasen los que os perturban!”
Es, pues, evidente que la ley no es el fundamento de vida para el pecador, ni tampoco la regla de vida para el cristiano. Cristo es ambas cosas. Él es nuestra vida y la regla de nuestra vida. La ley sólo puede maldecir y matar. Cristo es nuestra vida y nuestra justicia. Él fue hecho maldición por nosotros al ser colgado en el madero. Jesús descendió al lugar donde yacía el pecador sumido en estado de muerte y de condenación; y, al habernos librado, por su muerte, de todo aquello que era, o que podía estar contra nosotros, fue constituido, por su resurrección, en la fuente de vida y en el fundamento de justicia para todos aquellos que creen en su nombre. Una vez que poseemos así la vida y la justicia en Él, somos llamados a andar, no como la ley ordena, sino a “andar como él anduvo” (1 Juan 2:6). Parecerá casi superfluo afirmar que matar, cometer adulterio y hurtar, son actos directamente opuestos a la moral cristiana. Pero si un cristiano regulara su vida según esos mandamientos o según el decálogo entero, ¿produciría esos preciosos y delicados frutos de que nos habla la epístola a los Efesios? ¿Podrían hacer los diez mandamientos que el ladrón no hurte más, sino que trabaje a fin de tener de qué dar? ¿Transformarían alguna vez a un ladrón en un hombre laborioso y honorable? Seguramente que no. La ley dice: “No hurtarás”; pero ¿añade ella: «ve y da a aquel que padece necesidad; ve y da de comer a tu enemigo, vístele y bendícele»? ¿Ordena la ley: «ve y regocija con tu benevolencia, por tus actos de bondad, el corazón de aquel que sólo ha procurarte dañarte»? ¡No, por cierto! Y, sin embargo, si yo estuviese bajo la ley como regla, sería maldito y muerto por ella. ¿Cómo puede ser esto siendo que la santidad cristiana es mucho más elevada que la de la ley? Porque yo soy débil, y la ley no me concede ninguna fuerza, ni me manifiesta ninguna misericordia. La ley exige la fuerza de aquel que no tiene ninguna, y lo maldice si no puede mostrarla. El Evangelio da la fuerza al que no la tiene, y le bendice en la manifestación de esta fuerza. La ley presenta la vida como fin de la obediencia; el Evangelio da la vida como el único fundamento verdadero de obediencia.

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