domingo, 11 de abril de 2021

ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (55)

 


Volviendo al camino


 “La historia de los reyes de Israel terminó con el cautiverio en Babilonia de toda la nación. Desde allí la tierra de Palestina quedó desolada durante setenta años a causa del pecado de los que la ocupaban. Terminándose ya aquellos años, se acercaba la hora en que fuese permitido a los israelitas regresar a su tierra.

            El despertarse es siempre provechoso, especialmente en lo espiritual. El anhelo de los expatriados crecía con el tiempo. Suspiraban por la tierra de su natividad. Junto con el despertamiento en el corazón de ellos, vino un decreto de Ciro, el rey babilónico, de volver a Palestina todos los que quisieran.

            Con los años, muchos de los israelitas se habían conformado a las condiciones de Babilonia. Los reyes de Persia los habían tratado con no poca consideración. Tomaban parte activa en los negocios del país y aun en su gobierno. Se había menguado seriamente el interés de muchos de ellos en Jerusalén y el culto al Dios vivo. Otros, sin embargo, oraban continuamente a Dios que viniera el día de su restauración. La oración nunca es en vano cuando es de acuerdo con la voluntad de Dios.

            Se nota claramente ciertos elementos en relación con este movimiento para volver los israelitas a Palestina. Uno de ellos es que Dios levantó a determinados hombres poseídos de gran celo por el honor del nombre de Dios, y otro es el interés que tuvieron por escudriñar la Palabra de Dios por saber su divina voluntad acerca del asunto. Por estudiar las Sagradas Escrituras, llegaron a saber que el tiempo de su cautiverio estaba llegando a su fin. Movidos por un vivo amor para con Dios, lo predicaban a todos, despertando en otros este mismo interés.

            En tiempos más recientes ha habido otro despertamiento. Los cristianos, que en el principio gozaban de toda la riqueza de su herencia en Cristo, la habían perdido en gran parte durante la Edad Media. Mientras que en los días primitivos de la Iglesia todo se hacía en sencillez y según el mandato del Señor, ya en el siglo XVI hacían y enseñaban según el capricho de hombres. Faltaban los realmente celosos del honor de Dios; varones convertidos de corazón que actuarían por amor a Dios, sin temor del hombre y sin interés propio.

            La Santa Biblia, divinamente dada para guiar en todo asunto de la fe, la habían echado a un lado. Un clero impío especulaba en las miserables indulgencias. Por ejemplo, cierto infame Tetzel “vendía” el perdón de antemano por el crimen del homicidio.

             El clamor de los afligidos a causa de estos impíos se oía en el cielo y Dios despertó algunos corazones. Les fue difícil conseguir ejemplares de la Biblia hasta el invento de la imprenta. A pesar de que el Papa de turno lo prohibió, la Biblia impresa apareció por todas partes, aunque, dicho sea de paso, España fue uno de los últimos países significativos de Europa en contar con la Biblia en el idioma del pueblo. Por fin, el hombre común podía leer para sí —o pedir que su amigo leyera— los dichos de Jesús y la doctrina de los apóstoles.

            Pero los plebeyos jugaron un papel principal. Hombres eruditos como Zwinglio, Calvino, Lutero y Knox tradujeron y predicaron con denuedo. Ellos y los demás redescubrieron verdades como la sola y absoluta autoridad de la Biblia cual infalible guía de Dios al hombre, la justificación por fe y no por obras, el valor único de la sangre de Cristo para perdonar de todo pecado y el acercamiento a Dios sin la necesidad de intermediarios humanos.

            Como en el regreso de los israelitas de Babilonia, éste no fue un movimiento para ocupar terreno nuevo, sino para volver a lo que casi todos habían abandonado tiempo antes. Desde los años apostólicos, Dios no nos ha dado otra revelación.

            Habiéndose los israelitas preparado para volver a su terruño, les fue permitido recuperar de sus conquistadores muchísimos tesoros perdidos en la forma de vasos de oro y plata. Numerando las personas según su linaje, y contándose los artículos del templo, salieron en su marcha peligrosa sin guardia militar, confiando solamente en la mano del Dios invisible. Llegaron a salvo.

            ¿El lector habrá apreciado debidamente el valor de las verdades bíblicas? Son mejores que oro y plata. Tienen que ver con nuestro destino eterno. Son las verdades en que se holgaban los primitivos cristianos. Por ejemplo, creían que el hombre, por el pecado que había en él, estaba perdido aparte de la gracia de Dios; que ninguno podía hacer nada para salvar su propia alma; que Jesucristo vino para salvar a los pecadores, que su sangre otorga una perfecta redención y le daba al más humilde creyente acceso directo al trono de la gracia divina.

            En los siglos X al XVI, y aun antes, estas verdades eran desconocidas a las masas de la humanidad. Muchos de los que se llamaban cristianos creían los que enseñaban un clero ignorante de la doctrina bíblica. Oían y creían que el alma puede salvarse sólo si uno observa los ritos y ceremonias de una religión que en gran parte imita el paganismo, adaptada al país o cultura del lugar y con una chapa de tradiciones y lenguaje cristianos. El bautismo de niños, la confirmación, la confesión auricular y la misa son ejemplos de estas ceremonias con su respectiva tarifa, practicadas en un intento vano a lograr la vida eterna y con desprecio a la sangre derramada una vez por todas en el Calvario.

            Gracias a Dios porque vivimos en una época y en un país donde la Palabra de Dios está al alcance de todos y podemos volver al terreno que los cristianos primitivos ocupaban. Pero la pregunta clave es si el amigo lector ha encontrado la verdad, o si todavía esté enceguecido por el dios de este mundo, Satanás.

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