El
siglo 20 contempló el sorprendente desarrollo de un movimiento entre los
cristianos que ha desbordado las barreras tradicionales de las denominaciones y
promete convertirse pronto en puntual del ecumenismo. ¿Cómo debe el creyente
responder a las asombrosas demandas y la indiscutiblemente atractiva llamada
del movimiento carismático, con sus ofertas de instantáneo éxito espiritual,
experiencias sobrenaturales y el resurgimiento de los milagros del Nuevo
Testamento?
Primero vamos a explicar el
significado de esa palabra usada tan a menudo, “carismático”. Se deriva de una
palabra griega que significa un regalo que implica gracia (carisma) de parte de
Dios como el dador. En el sentido escriturario, entonces, todo creyente es
carismático en cuanto es, primero, un recipiente del don de la salvación que
Dios da por gracia (Romanos 5:15, 16, 6:23); y segundo, el poseedor de por lo
menos un don de servicio para beneficio de la asamblea (Romanos 12:6).
Veamos cuatro razones por las cuales
rechazo las demandas y prácticas distintivas del movimiento carismático
moderno.
1.
Interpreta mal el propósito de los milagros en la Biblia
Una de las primeras cosas que hay
que decir acerca de los milagros en la Biblia es que son poco frecuentes.
Ocurren agrupados en determinados momentos cruciales en la historia de la
Redención, normalmente para señalar alguna etapa nueva en la relación de la
Divinidad con los hombres; a saber, (i) en el éxodo de Egipto, (ii) en la época
de Elías y Eliseo, (iii) durante el ministerio terrenal del Salvador y (iv)
durante el de sus apóstoles.
Pero grandes extensiones en la
historia bíblica carecen de milagros en el sentido específico de sensacionales
maravillas divinas. Reflexionemos en varones de Dios que no realizaron milagro
alguno: Abraham, David, Jeremías, Daniel y el más grande que nació de mujer
(Mateo 11:11), cual era Juan en Bautista.
Nuestra conclusión debe ser que los
milagros dependen en última instancia en los propósitos de Dios y no en la fe o
espiritualidad del siervo. Ningún creyente niega que nuestro Dios sea capaz de
hacer hoy lo mismo que hizo en el pasado, porque Él no cambia (Malaquías 3:6).
La pregunta pertinente es qué es esa voluntad hoy por hoy. El Nuevo Testamento
nos muestra (1) que los milagros son señales que identifican a un mensajero
enviado por Dios (Lucas 11:20, Juan 5:36, 10:24 al 26); (2) que los judíos
particularmente pedían señales (1 Corintios 1:22); (3) que las señales
identificaban al Señor Jesús y a sus apóstoles (Hechos 2:22, 5:12, 2 Corintios
12:12, Hebreos 2:2 al 4).
Desde que los apóstoles
establecieron los fundamentos de la Iglesia (Efesios 2:20) y como no hay más
apóstoles hoy en día (Apocalipsis 21:14), esas credenciales de identificación
han dejado de existir. El creyente ahora descansa en la completa Palabra de
Dios por medio de los apóstoles (2 Pedro 3:2), y no en señales milagrosas.
¡Cuán infinitamente más gloria lo es para Dios que su pueblo confíe
sencillamente en Él, sin buscar lo sensacional!
2.
Resta valor a los milagros
Esto puede parecer una crítica
sorprendente de un movimiento que alardea de curaciones sobrenaturales,
visiones, sueños y lenguas. Pero mi razonamiento es muy sencillo. Los milagros
de la Biblia son invariablemente espectaculares, innegables y obvios para
todos. La curación del hombre cojo en Hechos 3 causó extenso asombro (v. 10),
no pudo ser negado (4:16) y se realizó a la vista de todos (3:16, 4:14). Esta
incuestionable demostración del poder divino hace contraste con los “milagros”
modernos con su trivialidad, incertidumbre y falta de transparencia. ¡Cuán
radicalmente diferente de las maravillas de las Escrituras que honran a Dios y
fueron hechas a la vista de todos!
Los mismos que enseñan la necesidad
de experiencias pentecostales fracasan estrepitosamente en su intento de
producir el original divino. Hechos 2 recoge un poderoso y recio viento del
cielo (v. 2), un despliegue visible de lenguas de fuego (v. 3) y una facultad
sobrenatural dada a los discípulos galileos para hablar con soltura en lenguas
extrañas (v. 4). Los carismáticos no sólo son incapaces de reproducir los dos
primeros fenómenos, sino también carecen del tercero.
Sepamos
bien que en Pentecostés Dios congregó a una multitud de judíos no palestinos
(v. 5) que podían identificar las lenguas habladas en forma sobrenatural por
los discípulos, certificando así tan extraordinario milagro. El moderno “hablar
en lenguas” consiste en un balbuceo extático, sin significado, sin propósito y
ciertamente sin ser un glorioso despliegue del poder divino.
A la hora de someterse al examen de
las Escrituras los carismáticos fracasan en la misma materia de la que
alardean. Sus “milagros” no tienen que ver en absoluto con aquellas que figuran
en la Palabra.
3.
Eleva la experiencia por encima de las Escrituras.
La obsesión carismática por los
dones, experiencias y sensaciones especiales es altamente peligrosa porque
desvía la atención del creyente lejos de la sólida e inmutable Verdad de la
palabra. Una vida cristiana construida sobre la supremacía de los sentimientos
sólo será tan fuerte y duradera como lo sean esos sentimientos. Pero tenemos
como fundamento algo mucho mejor que eso: la inalterable roca de las Escrituras
(Mateo 7:24).
Vemos como Pedro evoluciona desde su
gozo por la experiencia única de la transfiguración hacia una poderosa
afirmación de la suficiencia de la Palabra de Dios: “Tenemos también la palabra
profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos” (2 Pedro 1:16 al
19). Citando a Samuel Cox: “Pedro conocía una base más sólida para la fe que
aquella de las señales y milagros; más segura, más cierta incluso que su propia
y tremenda experiencia; era la autoridad de la Palabra de Dios escrita”.
En Lucas 24 el Señor Jesús preparó a
los discípulos para su ausencia física, no orientándolos hacia a la
perpetuación de los milagros, sino hacia la Palabra de Verdad. A las mujeres en
el sepulcro se les recordaron sus palabras (vv. 6 al 8); en el camino el Señor
mismo les recordó parte de las Escrituras (vv. 25 al 27); y en el aposento alto
llevó a sus seguidores al Antiguo Testamento como explicación de su propio
ministerio y a la autoridad de ellos (vv. 44 al 48). El Salvador no se da a
conocer hoy a través de señales y milagros, sino por la Palabra de Dios y tan
sólo ésta preservará al creyente del error (Salmo 119:104).
4.
Invalida el orden de Dios
El hablar en lenguas es el rasgo
carismático más característico, el signo de una bendición especial. Sin
embargo, incluso una lectura superficial del único juicio doctrinal que tenemos
en la Biblia al respecto (1 Corintios 12 al 14) muestra cómo Pablo repetidamente
pone de manifiesto su relativa insignificancia. Aparece de último en las dos
listas o enumeraciones de dones (1 Corintios 12:10 al 28) y es muy inferior al
de profecía (14:4). Aún más, es significativo que la única asamblea en el Nuevo
Testamento que hablaba en lenguas era pobre en santidad. Fijémonos bien en que
los dones espirituales no garantizan la espiritualidad (1 Corintios 3:3).
En otra ocasión Pablo deja claro que
las lenguas son una señal para los judíos incrédulos (1 Corintios 14:21,22), no
un don para el crecimiento de la asamblea (14:19). Cuando el régimen de la
relación gubernativa de Dios con Israel acabó con la destrucción de Jerusalén
en el año 70 d.C. ese don desapareció de inmediato, como lo evidencia la
historia eclesiástica.
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