“Hazme a mí
primero... una pequeña torta”. 1 Reyes 17:13
La época era sombría. A causa de los pecados de Acab, rey de Israel, el
hambre asolaba el país. El profeta de Dios permanecía escondido, así como otros
cien profetas; además, había entre el pueblo siete mil hombres conocidos sólo
por Dios que no habían doblado las rodillas ante Baal, el falso dios (1 Reyes
19:18).
Los recursos faltaban por doquier; sin embargo, en una familia fuera de
los límites del país, no faltaba el alimento diario para toda la casa. Durante
todo un año, “la harina de la tinaja no escaseó, ni el aceite de la vasija
menguó, conforme a la palabra que Jehová había dicho por Elías”. ¿De dónde
provenía esta abundancia? Claramente era una bendición material, sin embargo,
según las enseñanzas de la Palabra de Dios, podemos tomarla en su aspecto
espiritual: la harina nos recuerda las perfecciones del Señor Jesús mismo; el
aceite es figura del Espíritu Santo.
¿Por qué justamente en esa casa, lo contrario de tantas otras, había
alimento y sostén? Un día el varón de Dios había encontrado a esta viuda y le
había pedido un poco de agua y un trozo de pan. El agua escaseaba, pero ella
estuvo dispuesta a dársela; sin embargo, el pan faltaba totalmente; ella no
tenía más que un puñado de harina y un poco de aceite. Luego, la muerte les
esperaba, a ella y a su hijo. El profeta le dijo: “Hazme a mí primero de ello
una pequeña torta... y tráemela”. ¿Cómo? ¿De ese poco que le quedaba, de sus
últimos recursos, debía preparar algo para el profeta, sin dejar nada para ella
y su hijo? Sí, y era necesaria la fe, la fe en la palabra de Dios pronunciada
por su siervo. “Entonces ella fue e hizo como le dijo Elías”. Este fue el
secreto de la bendición.
“Hazme a mí primero... una pequeña torta”. ¿No nos ha dirigido a menudo
el Señor este pedido? «Al comenzar el día, reserva primeramente un momento para
venir a mis pies y escuchar mi voz; para hacer silencio y decir como otrora el
joven Samuel: “Habla, porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:10). Y en el curso de
nuestras ocupaciones ordinarias, probablemente hemos oído a menudo una voz
decirnos: ¿Piensas primeramente en el Señor? Puede tratarse de un asunto de
rectitud, de realizar un trabajo con esmero, de prestar un servicio a favor de
alguien, de pronunciar una palabra, o más bien de callar. Busquemos primeramente
la voluntad del Señor cuando estamos ante una elección, sea para el trabajo
profesional o en cuanto a reunirse alrededor del Señor; hacer un gasto
superfluo o dedicar ese dinero para el Señor y su obra o a favor de algún
necesitado...
“Hazme a mí primero... una pequeña torta”. Parece poca cosa, sin
embargo, un puñado de harina y un poco de aceite era mucho para la viuda, pues
era todo el sustento que tenía (comparar con Lucas 21:4). ¡Cuánto lo apreció el
profeta y sobre todo Dios mismo! “El que es fiel en lo muy poco, también en lo
más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto”
(Lucas 16:10). Puede ser un tratado, una palabra, una oración que primeramente
tuvimos el deseo de presentar para Él. Y si hemos descuidado hacerlo, ¡qué
pérdida!
“Hazme a mí primero... una pequeña torta”. “Yo te mostraré mi fe por
mis obras” (Santiago 2:18). Es bueno, sin duda, expresar su confianza a Dios,
cantar himnos que celebran su bondad y su fidelidad; pero la fe no consiste
solamente en palabras, ella se traduce en hechos. He aquí por ejemplo un joven
en pleno estudio, los exámenes se acercan, ¿consagrará el domingo, día del
Señor, al Señor o a sus estudios? Si da pruebas de su fe dando primeramente a
Dios su lugar y dejando su trabajo para los días de la semana, ciertamente será
recompensado. A primera vista es una pérdida, como parecía ser con la harina y
el aceite de la viuda; pero Dios puede resolver un examen o un trabajo igual o
mejor si, por amor a Él, se le ha reservado el tiempo que Él pide, aun si
estas horas han sido «perdidas» en cuanto al estudio se refiere.
“Hazme a mí primero... una pequeña torta”. A través de
la voz del profeta oímos la voz del Señor y su deseo de que hagamos primeramente
algo para Él. Las Escrituras relatan que los macedonios “se dieron
primeramente al Señor” (2 Corintios 8:5). Este es el fondo de la cuestión:
“Dame, hijo mío, tu corazón” (Proverbios 23:26). El puñado de harina y el
aceite en el fondo de una vasija representaban todos los recursos de la viuda.
Dándolos primeramente al profeta, la viuda no tenía más que la muerte delante
de ella... o la salvación de Dios. En efecto, colocándonos verdadera y
enteramente a disposición del Señor Jesús, conscientes de que hemos sido
“comprados por precio” (1 Corintios 6:20), parece que perdemos nuestra vida al
entregársela al Señor, pero “todo el que pierda su vida por causa de mí y del
evangelio, la salvará” (Marcos 8:35). Y ese don de sí mismo (que no es sino el
simple hecho de poner a disposición constante de Dios lo que le pertenece) se
traducirá, no por arranques entusiastas o sueños de misiones lejanas, sino por
ese primer lugar que tendremos a pecho darle en los detalles de nuestros días.
Quizá sea una “pequeña torta”, pero es el secreto de la bendición que nos
acompañará día tras día hasta que, habiendo terminado el “hambre”, entremos en
la casa del Padre.
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