martes, 1 de septiembre de 2015

Una pequeña torta

“Hazme a mí primero... una pequeña torta”. 1 Reyes 17:13
La época era sombría. A causa de los pecados de Acab, rey de Israel, el hambre asolaba el país. El profeta de Dios permanecía escondido, así como otros cien profetas; ade­más, había entre el pueblo siete mil hombres conocidos sólo por Dios que no habían doblado las rodillas ante Baal, el falso dios (1 Reyes 19:18).
Los recursos faltaban por doquier; sin embargo, en una familia fuera de los límites del país, no faltaba el alimento diario para toda la casa. Durante todo un año, “la harina de la tinaja no escaseó, ni el aceite de la vasija menguó, con­forme a la palabra que Jehová había dicho por Elías”. ¿De dónde provenía esta abundancia? Claramente era una bendición material, sin embargo, según las enseñanzas de la Palabra de Dios, podemos tomarla en su aspecto espiri­tual: la harina nos recuerda las perfecciones del Señor Jesús mismo; el aceite es figura del Espíritu Santo.
¿Por qué justamente en esa casa, lo contrario de tantas otras, había alimento y sostén? Un día el varón de Dios había encontrado a esta viuda y le había pedido un poco de agua y un trozo de pan. El agua escaseaba, pero ella estuvo dispuesta a dársela; sin embargo, el pan faltaba totalmente; ella no tenía más que un puñado de harina y un poco de aceite. Luego, la muerte les esperaba, a ella y a su hijo. El profeta le dijo: “Hazme a mí primero de ello una pequeña torta... y tráemela”. ¿Cómo? ¿De ese poco que le quedaba, de sus últimos recursos, debía preparar algo para el profeta, sin dejar nada para ella y su hijo? Sí, y era necesaria la fe, la fe en la palabra de Dios pronun­ciada por su siervo. “Entonces ella fue e hizo como le dijo Elías”. Este fue el secreto de la bendición.
“Hazme a mí primero... una pequeña torta”. ¿No nos ha dirigido a menudo el Señor este pedido? «Al comenzar el día, reserva primeramente un momento para venir a mis pies y escuchar mi voz; para hacer silencio y decir como otrora el joven Samuel: “Habla, porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:10). Y en el curso de nuestras ocupaciones ordi­narias, probablemente hemos oído a menudo una voz decirnos: ¿Piensas primeramente en el Señor? Puede tratarse de un asunto de rectitud, de realizar un trabajo con esmero, de prestar un servicio a favor de alguien, de pro­nunciar una palabra, o más bien de callar. Busquemos pri­meramente la voluntad del Señor cuando estamos ante una elección, sea para el trabajo profesional o en cuanto a reunirse alrededor del Señor; hacer un gasto superfluo o dedicar ese dinero para el Señor y su obra o a favor de algún necesitado...
“Hazme a mí primero... una pequeña torta”. Parece poca cosa, sin embargo, un puñado de harina y un poco de acei­te era mucho para la viuda, pues era todo el sustento que tenía (comparar con Lucas 21:4). ¡Cuánto lo apreció el profeta y sobre todo Dios mismo! “El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto” (Lucas 16:10). Puede ser un tratado, una palabra, una oración que prime­ramente tuvimos el deseo de presentar para Él. Y si hemos descuidado hacerlo, ¡qué pérdida!
“Hazme a mí primero... una pequeña torta”. “Yo te mos­traré mi fe por mis obras” (Santiago 2:18). Es bueno, sin duda, expresar su confianza a Dios, cantar himnos que celebran su bondad y su fidelidad; pero la fe no consiste solamente en palabras, ella se traduce en hechos. He aquí por ejemplo un joven en pleno estudio, los exámenes se acercan, ¿consagrará el domingo, día del Señor, al Señor o a sus estudios? Si da pruebas de su fe dando primera­mente a Dios su lugar y dejando su trabajo para los días de la semana, ciertamente será recompensado. A primera vista es una pérdida, como parecía ser con la harina y el aceite de la viuda; pero Dios puede resolver un examen o un trabajo igual o mejor si, por amor a Él, se le ha reserva­do el tiempo que Él pide, aun si estas horas han sido «per­didas» en cuanto al estudio se refiere.

“Hazme a mí primero... una pequeña torta”. A través de la voz del profeta oímos la voz del Señor y su deseo de que hagamos primeramente algo para Él. Las Escrituras rela­tan que los macedonios “se dieron primeramente al Señor” (2 Corintios 8:5). Este es el fondo de la cuestión: “Dame, hijo mío, tu corazón” (Proverbios 23:26). El puña­do de harina y el aceite en el fondo de una vasija repre­sentaban todos los recursos de la viuda. Dándolos primeramente al profeta, la viuda no tenía más que la muerte delante de ella... o la salvación de Dios. En efecto, colocándonos verdadera y enteramente a disposición del Señor Jesús, conscientes de que hemos sido “comprados por precio” (1 Corintios 6:20), parece que perdemos nues­tra vida al entregársela al Señor, pero “todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará” (Mar­cos 8:35). Y ese don de sí mismo (que no es sino el simple hecho de poner a disposición constante de Dios lo que le pertenece) se traducirá, no por arranques entusiastas o sueños de misiones lejanas, sino por ese primer lugar que tendremos a pecho darle en los detalles de nuestros días. Quizá sea una “pequeña torta”, pero es el secreto de la bendición que nos acompañará día tras día hasta que, habiendo terminado el “hambre”, entremos en la casa del Padre.

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