domingo, 1 de abril de 2012

No vestirás ropa de lana y de lino juntamente

            Abdías hace sus avances; del lado de Elías hay reservas; Abdías busca la intimidad con Elías, pero éste la rechaza. Abdías le llama su señor, pero Elías le recuerda que Acab es su maestro. La intimidad, en efec­to, no podía existir. No podemos servir al mundo, seguir cada uno su tren de vida y luego pretender, cuando nos encontramos, que nos reunamos en calidad de santos. La tentación de realizar una reunión sobre tal base es vana e infructuosa aunque el deseo sea tan natural como frecuente en nuestros días. Elías guarda su carácter; es fiel pa­ra con su hermano ahora, como lo había sido para con su Señor anteriormente: algo magnífico y que debería ser de valor cada vez que encontramos esta circunstancia. Abdías había caminado con el mundo durante la ausencia de Elías, y cuando le encuentra, éste no le puede permitir hablar de unión.
            Abdías entonces quiere defenderse: "¿qué crimen he hecho...?”, dice. Y, ¿por qué dice esto? Elías no le había acusado de ningún delito; ¿por qué pues esta alarma y esta turbación? ¿Había metido su vida, o su seguridad o sus intereses? ¿Le molestaba algo de lo que le concernía? Ciertamente, no. Entonces, ¿Por qué esos temores, por qué buscar refugio diciendo que no había pecado? Es un pobre estado de alma la de aquel santo que tiene la conciencia sólo en no haber pecado. ¿Es esto suficiente para gozar de la comunión de Elías o de comprender sus pensamientos? Abdías habitaba en el palacio de Acab, mientras que Elías se encontraba en el arroyo de Querit. Esa es la razón, y no si había pecado o no. ¿Se había encon­trado Abdías con él ante la vasija de harina y la tinaja de aceite? Elías no le dice que pecó; no tenía pues necesidad de defenderse o de justificarse. Pero es necesario que Elías le demuestre que entre ellos no había armonía porque venían de dos puntos opuestos. "¿No ha sido dicho a mi señor lo que hice, cuando Jezabel mataba a los profetas de Jehová?" ¿Qué tenía que ver esto? Elías no se ocupa de su historia pasada y era mejor ni hablar de casi todo lo sucedido. Es triste recordar lo pasado; no es una ventaja para la comunión pre­sente.
            He aquí pues los pensamientos y las excusas de Abdías y sus motivos de justificación cuando se encuentra frente a un testigo fiel de Cristo. No había pecado en los días pasados, había cumplido con un servicio; qué idea tan pequeña se hace un alma del llamamiento del pueblo de Dios, cuando contestamos de esta manera, y que esa es la base para reunimos. Si servimos al mundo, aunque no pecásemos, como se dice comúnmente, y aunque hayamos demostrado actividad en los días pasados, no por eso estamos limpios para la comunión de los unos para con los otros en calidad de santos de Dios.
            ¿Venimos del cielo o de la corte de Acab? ¿Hemos hecho las provi­siones para la carne o nos hemos ocupado de lo de Cristo? Hay algo más que decir que no hemos pecado o querer valorarse por servicios pasados. Veremos en adelante lo único que nos hace realmente aptos para la comunión con los santos. Abdías era el gobernador de la casa de Acab. ¿Cómo podía Elías encontrarse a gusto con él? Elías se sen­tía reprimido y lo hizo notar con sus modales, si no lo hizo con palabras. Abdías en esta ocasión es la persona de palabras; es siempre el caso del encuentro con personas como Elías y Abdías. En realidad no existe comunión cuando hay avances por un lado y reservas por el otro. Y esto no es la comunión entre los santos, pero nos dice mu­cho a nosotros hoy. Elías y Abdías no vivían en compañía el uno con el otro, era la realidad. Sus espíritus no podían estar al unísono. El vestido de diversas clases de hilos, "lana y lino", que forzosamen­te debía llevar un santo en la corte de Acab, contrastaba de una ma­nera vergonzosa con el cinturón de cuero de un testigo de Cristo, solitario y en penurias. Abdías no aparece sino una vez en las Escri­turas y vestido con una ropa mezclada. ¡Pero qué seriedad reviste el significado de esta voz para nosotros! La viuda de Sarepta que Elías acababa de dejar, había gozado plenamente de la simpatía de Elías; su morada humilde y solitaria, con su tinaja de harina y su vasija de aceite, había sido testigo de la comunión viva entre dos espíritus de una misma naturaleza y había ofrecido una escena donde Dios era la vida y el remunerador. No fue de esta manera el encuentro de Elías y de Abdías; Elías es demasiado verdadero para dejar que Abdías se aproximara en espíritu, o para responder a los esfuerzos de éste para atraer sus pensamientos.
COMUNION PERDIDA
            Todo esto es muy característico. Habíamos dicho que Abraham y Lot jamás se encontraron en comunión después de que Lot miró las llanuras bien regadas de Sodoma. La distancia moral que les separaba era suficiente para tenerles distanciados, aunque el camino de un sábado les hubiera podido reunir. Lo mismo es para Elías y Abdías; este encuentro no fue para unirlos. La liberación de Lot de Quedor-laomer no fue tampoco para reunirlos. No era pues la comunión de los santos ni las afecciones cordiales en el Señor. Pero, ¡qué lección frecuentemente repetida se encuentra en esto para nosotros!
            Ebed-melec también, en tiempos de otro Elías, fue un hombre de la raza de Abdías, pero no de una manera tan pronunciada como la de su "hermano mayor". Como él, amaba al profeta de Dios en medio también de una corte impía. Molesto por la política temerosa del rey, rogó sin embargo en favor de Jeremías y le sirvió devotamente de una manera conmovedora. No fue sin embargo un testigo como lo fue Jeremías. Tenía temor de los caldeos (Jer. 39:17), la espada de la cólera de Jehová; lo que seguramente no era la condición de un testigo del Señor. Sin embargo, su debilidad no fue despreciada por la gracia soberana de Dios. Recibió según su medida, y el día del juicio de Dios, Ebed-melec tuvo la vida por botín,  mientras Jeremías fue rodeado de honor. Ebed-melec fue librado, pero eso no fue todo: el profeta recibió una recompensa.
            Hemos encontrado pues, en diversos tiempos, una generación que perteneciendo al pueblo de Dios, estaba fuera del lugar donde les hubiera querido el llamamiento de Dios. Lo fueron Lot y Jonathan, también Abdías y Ebed-melec. En unos más que en otros, en todos ellos hubo incertidumbre de pensamientos y el amor al mundo tenían más o menos también poder en ellos. Pero también hoy abunda esta generación. ¡Cuántos santos se encuentran en posiciones o relaciones donde la obediencia al llamamiento de Dios seguramente les alejaría tanto como alejó a Lot en Sodoma! En muchos casos, esa mezcla im­pura de motivos mundanos o carnales proviene de la ignorancia, o porque los corazones no han atendido a la voz de los misterios del reino de Dios, más vale tomar consejo de la carne y de la sangre. No han discernido que la voz del Pastor les llamaba a salir. No han comprendido que la Iglesia es extranjera en la tierra y que teniendo relaciones —relaciones religiosas— con el mundo, es lo mismo que Lot en Sodoma, o que el israelita llevando un "vestido tejido con diversos hilos", de lana y de lino juntamente. El mundo está sellado por el juicio, seguramente más de lo que lo estuvo Sodoma. Diez justos habrían librado la ciudad de la llanura; pero nadie podría suprimir el juicio de "este presente siglo malo".
ALIANZAS MUNDANAS ENSUCIAN
            Sin embargo, hay una observación que debe ser hecha sobre la dife­rencia entre Lot y Jonatán. Y esta diferencia tiene también su apli­cación para nuestros días. Lot no tenía ningún motivo para justificar su presencia en Sodoma. Todo lo que él sabía que pertenecía a Dios, estaba afuera; la naturaleza misma no tenía ningún derecho que ha­cer valer en favor de Sodoma. Abraham y Sara no estaban allí: ellos, testigos del llamamiento y de la presencia de Dios, como parientes de Lot según la carne. Todo lo que la religión o la naturaleza tenían de sagrado, estaba afuera. El camino de la Providencia pleiteaba también por hacerle salir, pues las llanuras de Sodoma habían puesto en peligro ya su vida y su libertad, y le advertía también de evitar la ciudad. El mundo, y sólo el mundo, hablaba al corazón de Lot en favor de Sodoma. Pero, en el caso de Jonatán, la naturaleza tenía un pretexto. Es cierto que lo que era de Dios, en ese momento se encon­traba fuera de la corte y del campo de Saúl; pero los derechos de parentesco, la voz natural y su misma autoridad le eran conocidas y aprobadas ahí dentro. Su padre y su familia estaban allí, aunque Dios y David no lo estuviesen.
            Hoy es lo mismo. Muchas cosas hacen oír su voz interiormente. La naturaleza, las consideraciones morales y religiosas, las ocasiones pa­ra el servicio y el testimonio, la obediencia a las autoridades, el man­tenimiento del orden, el peligro y los males que amenazan el bienestar social, la paz familiar, el ejemplo para los hijos y para los siervos; he aquí pues una cantidad de cosas que luchan interiormente para hacer valer sus derechos diversos en favor del mundo.
            Sin embargo, todos esos motivos reunidos jamás se dirigirán al cora­zón de un santo con la misma autoridad que el llamamiento de Dios. Si la Iglesia es una extranjera celestial sobre la tierra, toda alianza con el mundo la ensucia y la arruina como testimonio de Dios. Ensuciarla, seducirla para sacarla de su posición de testimonio, es lo que el enemigo se ha propuesto desde el comienzo y lo que busca todavía hacer hoy. ¿No buscó acaso la serpiente seducir a Adán para sacarlo de la posición donde Dios le había puesto? ¿Y no nos es dicho que aún antes de esto, ángeles habían pecado en no guardar su origen?
            Fue lo mismo para Israel: "me seréis testigos", había dicho el Señor, pero el enemigo ganó terreno hasta hacer cesar el testimonio: "mi casa será llamada casa de oración, mas vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones". Son todos esfuerzos coronados de éxitos, por los cuales el enemigo ha hecho "salir a los testigos de Dios de la posi­ción que les había asignado". No se trata simplemente de una sucie­dad, de una mancha, de un retroceso, sino de una rebeldía, de un alejamiento y de un abandono, las concesiones que se hacen al ene­migo abandonando el gran designio de Dios o de Su pensamiento.
            Alguien ha hecho notar con verdad que una tentativa semejante hecha al Señor Jesús había tenido por resultado un efecto diametralmente opuesto: "si eres Hijo de Dios", había dicho el tentador, buscando de esta manera hacerle dejar su posición de completa y perfecta dependencia del que no conoce sino la voluntad de Dios. Pero todo era perfección y triunfo en Jesús y en Jesús solamente; nada seme­jante se ha visto antes ni después de El. Y el testimonio de la dispen­sación actual es tan corrompido como los anteriores. La que debería ser una extranjera celestial aquí y la compañera de un Señor rechaza­do, se alió y se mezcló infielmente con el mundo que crucificó "al Cristo, cabeza de la asamblea, El, el Salvador del cuerpo". ¿Qué rui­na podría ser más total que esta?
            "El hombre de Dios" que fue engañado por el viejo profeta (1 R. 13) hubiera encontrado su seguridad en los principios divinos, si és­tos hubiesen estado vivos en su alma. La Palabra recibida seguramen­te le habría protegido porque ella le prohibía comer o beber en ese lugar. Los principios divinos también le hubieran sido de garantía. La palabra que le había sido dada al principio del viaje era la expresión de esos principios, como nosotros los descubrimos ampliamente. ¿Cómo hubiera podido el Señor confiar su testimonio a un vaso im­puro? El viejo profeta había sido puesto de lado como impropio para el servicio del Maestro. Vivía en la misma ciudad donde el Señor tenía un servicio que cumplir, pero él no fue encargado de ese servi­cio. El Señor fue hasta Judá para encontrarse un testigo contra el altar de Betel, aunque un santo vivía en el lugar mismo. ¿Cómo podía pensar "el hombre de Dios" que el Señor habría de emplear al profe­ta de Betel como su testigo? Esto fue porque ya le había puesto a un lado, le era impropio para su servicio; lo que era conforme a los prin­cipios de su casa: que un "utensilio que no está limpio, no está dis­puesto para el servicio del Maestro" (2 Ti. 2:21).
            ¿Cómo puede ser esto desconocido para el hombre de Dios de Judá? La palabra que había recibido le es suficiente para mostrarle que la gloria de Dios era en ese momento como un principio vivo en sus pensamientos, porque le había sido prohibido comer y beber en esa ciudad manchada. Ni aún debía volver por el mismo camino por el que había venido; la palabra recibida tomó todo el cuidado necesa­rio para tenerle alejado de toda comunión, cualquiera que sea, contra las cuales el Señor le envió para dar testimonio. Sin embargo, "el hombre de Dios" se dejó seducir, y recibió como viniendo del Señor, un mensaje que pretende trasmitirle un hombre en contacto y en comunión con el mismo mal, contra el cual el Señor le había llevado como testigo, haciéndole tomar ese largo viaje. ¡Qué olvido tan ex­traño! Un descuido triste y vergonzoso para con los principios de la casa de Dios. Por más santo y servidor como lo fue y fiel también ante los ofrecimientos de un rey, su cuerpo no habría de entrar en el sepulcro de sus padres. Cuando el ojo es sincero, todo el cuerpo es esclarecido. Hay armonía y acuerdo en la acción cuando el principio motor es conservado sencillo y sin mezcla.
            La acción de Micaías (2 Cr. 18) es de esta naturaleza. Pero en cuanto a Josafat, su cuerpo era toda otra cosa que esclarecido. ¿Quién hubiera podido reconocer en él a un santo de Dios, en esta hora triste y solemne cuando él dejó encerrar a Micaías en la prisión del rey de Israel, mientras él mismo acompañaba a ese rey a la batalla? ¿Dónde estaba el cuerpo "luminoso"? Una nube espesa cubría la luz de la que sin embargo, él formaba parte. No había armonía ni una luz pura y brillante marcaba el sendero de Josafat; nada que pudiera "afirmar su llamamiento y su elección", como dice el apóstol. Micaías fue encerrado en la prisión de Acab, mientras que juntos, los reyes de Judá y de Israel iban a la batalla de Acab. Todo el cuerpo del hijo de David estaba "lleno de tinieblas" (2 Cr. 18). Es precioso se­guir un poco más a ese Josafat (2 Cr. 20), pues en los días de Amón, de Moab y de los del monte de Seir, su cuerpo está nueva­mente "lleno de luz"; obra como debe obrar un verdadero hijo de David, busca a Jehová, sólo a Jehová; entonces todo es fe, triunfo, honor.

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