domingo, 20 de septiembre de 2020

Los altares de Abraham

 Las muchas referencias a Abraham en el Nuevo Testamento nos convencen de la importancia de las lecciones espirituales por aprender en el estudio de su vida. Él es el hombre de los altares, como Isaac es el de los pozos y Jacob el de las piedras.

            “Creyó Abraham a Dios y le fue contado por justicia”. Así llegó él a ser padre espiritual de todos los fieles. Su obediencia fue a la Palabra de Dios: “Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció”, y de esta manera llegó a llamarse el amigo de Dios; Isaías 41.8, Santiago 2.23. Nuestro Señor dijo: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando”.

            Los cuatro altares de Abraham son tipo de Cristo crucificado, y fueron la base de su acercamiento a Dios y su testimonio delante del mundo. “Lejos esté de mí gloriarme”, escribió el apóstol en Gálatas 6.14, “sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí y yo al mundo”.

Uno

            Apareció Jehová a Abram, y le dijo: A tu descendencia daré esta tierra. Y edificó allí un altar a Jehová, quien le había aparecido, Génesis 12.7

            Este primer altar, levantado al haber recibido Abraham una comunicación divina, es uno de testimonio. Él se hallaba rodeado de los cananeos, practicantes de una idolatría abominable según sabemos por Esdras 9.1. Ellos levantaban altares ante sus ídolos.

            Abraham hizo su altar en el nombre del Dios invisible. Él se había convertido de los ídolos a Dios; había dado las espaldas a Mesopotamia para no volver más nunca; ahora comienza su testimonio ante los cananeos de fe en el Dios vivo y verdadero. La base de su fe fue la sangre de las víctimas que el patriarca ofrecía sobre su altar. Cada creyente en Cristo empieza la vida espiritual con su altar de testimonio, confesando su fe en él, el sacrificio perfecto, delante de un mundo burlador. Abraham erigió su primer altar en el valle, tipo de la humildad que conviene a uno en testificar por aquel que dice, “Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.

            Dios le dijo a Abraham: “A tu descendencia daré esta tierra”, y en esto vemos el interés que tiene El en nuestros hijos. ¡Cuánto, pues, nos conviene establecer el altar familiar y realizar la lectura bíblica y la oración diaria junto con nuestros descendientes!

Dos

            Luego se pasó de allí a un monte al oriente de Bet-el, y plantó su tienda ... y edificó allí un altar a Jehová, e invocó el nombre de Jehová, 12.8

            Su segundo altar fue de oración. En la oración el creyente, aunque arrodillado o postrado en tierra, sube en espíritu a los lugares celestiales. En el mismo santuario de Dios él puede derramar súplicas e intercesiones. “¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo? El limpio de manos y puro de corazón; el que no ha elevado su alma a cosas vanas ...” Salmo 24.

            Dos veces en el versículo 8 se hace mención de que esto sucedió en Bet-el, “casa de Dios”. Uno de los grandes privilegios que tenemos es la oración en la casa de Dios, pero el que no tiene su “altar de oración” en su propia casa no está capacitado para la oración en otra, ni en la asamblea. Es de temer que haya hermanos de oraciones muy recortadas en su propia casa, pero extendidas en la casa de Dios con sus hermanos presentes.

Pero, ¡qué triste es ver a Abraham, después de su buen principio, sufrir un lapso de fe! El partió del lugar de su altar y fue hacia el Neguev, rumbo a Egipto. Altar atrás, le vino una prueba y una decadencia espiritual, siendo vencido por el hambre. Dice que descendió a Egipto, y fue con el propósito de morar allí, 12.10.

            Le vino otro temor; el temor del hombre. Es la oración lo que infunde valor y fe en el creyente; al descuidar o abandonar la oración, se debilita su fe. Uno quita su vista del Señor y se deja llevar por los espejismos del mundo. Dios le había dicho a Abraham que serían benditas en él todas las familias de la tierra, pero su paso falso fue la causa de la maldición de Dios sobre la familia de Faraón.

            Dios no acompañó a su siervo hasta Egipto; Abraham fue por su propia cuenta. Ese gran hombre pudo ganar una victoria años después en una guerra contra cuatro reyes, pero en Egipto se puso tan cobarde que expuso su esposa a una terrible humillación para salvar su propia carne. La tragedia fue evitada por la oportuna y misericordiosa intervención de Dios, pero Abraham fue despedido como persona indeseada. En Egipto él no contaba con altar de testimonio ni altar de oración.

            ¡Cuán traicionero es el mundo con sus atractivos! El principio de la gran defección de Salomón fue cuando se casó con una princesa egipcia. Después tuvo mala conciencia en el asunto y dijo: “Mi mujer no morará en la casa de David, rey de Israel, porque aquellas habitaciones donde ha entrado el arca de Jehová, son sagradas”, 2 Crónicas 8.11. Salomón nunca descendió a Egipto, pero trajo Egipto así, por su yugo matrimonial desigual, por las multitudes de caballos y carros, por su lino y comercio.

Tres

            Abraham volvió por sus jornadas desde el Neguev hasta Bet-el, al lugar del altar que había hecho allí antes; e invocó allí Abraham el nombre de Jehová, 13.4.

            El hombre de Dios puede sufrir una caída, pero no puede quedarse abajo; la gracia de Dios y la voz de su conciencia le pondrán de nuevo en el camino hacia arriba. Así, el altar de la oración llega a ser para Abraham el altar de la restauración. Era el lugar donde “había estado antes su tienda”, así que este hombre asumió de nuevo la vida de peregrino.

            Otra vez le encontramos invocando el nombre de Jehová. Dice la Palabra para nosotros: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro”, Hebreos 4.16. Abraham encontró el trono de la gracia por medio de la confesión; encontró misericordia en cuanto a la flaqueza y el fracaso del pasado; y, encontró gracia que le fortaleció para el camino que tenía por delante.

            Por su lapso de fe y la temporada en Egipto él no había progresado; había perdido tiempo. El adquirió allí una mujer llamada Agar, quien llegó a ser su concubina y le presentó con un hijo, Ismael. Los descendientes de ese muchacho han producido graves consecuencias para la nación de los judíos hasta el día de hoy. Más todavía, cuando Abraham y su sobrino subieron de Egipto, trajeron consigo tanto ganado que resultó en una separación entre ellos. Esta separación resultó en la ruina de Lot. ¡Cuántas veces la prosperidad material ha separado a los buenos amigos!

            El capítulo 13 termina con Dios comunicando a su siervo Abraham su propósito de darle a él y a su descendencia toda la tierra que estaba a la vista. Ahora le vemos andando en la voluntad divina. El lleva su tienda consigo como peregrino, y vino y moró en el encinar de Mamre, que está en Hebrón, “y edificó allí altar a Jehová”, 13.18.

            La encina es un árbol simbólico de la firmeza, y Hebrón significa la comunión. Este altar fue edificado en grato reconocimiento de la restauración a comunión. Cuando hay una restauración verdadera hay más firmeza y mayor aprecio del privilegio de comunión con el Padre, con el Hijo y con el pueblo del Señor. Es lamentable que algunas restauraciones no duran y el individuo que profesa esta experiencia no manifiesta el gozo del Señor.

            El patriarca estaba de nuevo en contacto con el cielo, cosa que para él valía más que sus riquezas. Él podía contar ahora con la presencia de su Amigo divino, con su consejo, ayuda y protección. En el capítulo 14 se observa su valor en juntar un pequeño grupo de criados y amigos para perseguir a cuatro reyes con sus ejércitos. Lo hizo por compasión de su sobrino Lot. Fue un acto de fe en su Dios, quien le dio una victoria maravillosa y el gozo de poder libertar a Lot.

            El creyente está rodeado de enemigos, pero, manteniendo comunión con Dios, puede decir confiadamente, “En todas estas cosas somos más que vencedores, por medio de aquel que nos amó”. Para mantenerse en comunión con Dios el cristiano practica el examen de conciencia y confiesa cualquier pecado u otra cosa que le haya quitado el gozo de la salvación. Juzgando y apartándose él de las tales cosas, no vendrán nubes entre su alma y el Señor. El hombre o la mujer en comunión con Dios es la persona que Él puede usar en su honorable servicio. Satanás está siempre procurando cortar la línea de comunión para que uno pierda este gozo y se exponga a los ataques del maligno.

Cuatro

            Cuando llegaron al lugar que Dios le había dicho, edificó allí Abraham un altar, y compuso la leña, y ató a Isaac su hijo, y lo puso en el altar sobre la leña, 22.9

            Abraham tiene ahora su altar de adoración. Él tuvo que caminar mucho para llegar a aquella cumbre, y Moriah sería la prueba suprema de su fe como también de su obediencia a la palabra de Dios. A la vez era un privilegio único, por cuanto Dios estaba ensayando en la persona de Abraham lo que Él iba a realizar 1800 años más tarde, cuando subiría al Calvario con su único Hijo Jesucristo para ofrecer el sacrificio supremo.

            La mano de Dios intervino a favor de Isaac en el momento crítico, pero para nuestro Señor no hubo intervención divina. El Padre no escatimó, o perdonó, a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros; Romanos 8.32. Fue inevitable que Cristo sufriera la muerte vergonzosa y cruel de la cruz para que el Dios de luz y amor pudiera otorgar al pobre, indigno pecador un perdón pleno y un puesto entre los santos en luz.

            La fe de Abraham cuando salió de Ur de los caldeos era como una semilla de samán, pero en la cumbre del Moriah se la ve en todo su desarrollo como árbol majestuoso. Fue el último altar del patriarca (en lo que las Escrituras revelan), pues él no podía ofrecer cosa más costosa que su hijo único y amado. La manifestación magna del amor del Padre para con nosotros fue en dar a su Hijo amado, Jesucristo. ¡Gracias a Dios por su don inefable!

            No hubo, pues, un “más allá” de esta experiencia de adoración; Dios había quedado completamente satisfecho y glorificado. La adoración debe costarnos algo: “El que sacrifica alabanza me honrará”, Salmo 50.23. No debe ser de los dientes para afuera; la adoración no se produce en un momento. Es una subida, una cuesta arriba, como en el caso del patriarca. El creyente que se queda en la cama hasta el último momento el domingo por la mañana, éste no tendrá tiempo para prepararse para la cena del Señor ni tendrá sacrificio para ofrecer a Dios.

            Querido lector salvado, ¿Has llegado a este grado superior de adoración? Si no, ¿te sientes constreñido por devoción a Cristo para alcanzar esta meta? Nuestro Señor es digno de lo mejor que podemos ofrecerle, y la adoración no debe ser meramente palabras sino un amor sacrificativo, expresado por la consagración de vida.

¿Y qué podré yo darte a ti

a cambio de tan grande don?

Es todo pobre, todo ruin.

Toma, oh Señor, mi corazón.

 

S. J. (Santiago) Saword

Sana Doctrina (Venezuela)

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