sábado, 4 de mayo de 2013

A LOS JÓVENES


Deseo simplemente llamar la atención de los jóvenes creyentes acerca de la seria situación que les presenta la partida de hermanos ancianos que los han guiado desde su infancia. Estos ancianos, a los cuales teníamos el hábito de ver dándonos ejemplos de la marcha cristiana, son retirados uno tras otro.
Muchos y dolorosos vacíos se abren alrededor de nosotros. Sin duda, es el curso natural de las cosas; poco a poco una generación es recogida para dar lugar a otra. Pero los tiempos que vivimos dan a estas partidas un carácter muy particular, incluso solemne. El espíritu del mundo, en el que somos llamados a ser testigos del Señor, es siempre el mismo, por cierto; pero se percibe claramente que este mundo, a raíz de las terribles conmociones que acaban de estremecerlo, presenta nuevos aspectos, lo que, para nosotros, quiere decir nuevos peligros.
Vemos la exaltación del hombre, la voluntad independiente, la abierta rebelión contra Dios y la oposición a la Palabra; todo ello nos acosa con fuerza. Nos hallamos más cerca del fin, impera la ruina y el espíritu del anticristo opera activamente. En tal medio se nos sitúa bajo nuestra propia responsabilidad, humanamente hablando.
Los guías a los cuales estábamos acostumbrados a mirar nos dejan; es necesario caminar por nosotros mismos. Esos hombres, que eran para nosotros como diques frente a la marea creciente, son quitados y tenemos que soportar directamente el embate de las olas.
Tales ancianos hermanos vivieron los primeros tiempos del testimonio suscitado por Dios en esos días pasados, o un poco después de esa época, y conocieron a los obreros altamente calificados a quienes Él había utilizado, o bien dichos ancianos estuvieron en contacto con aquellos que conocieron directamente a tales obreros. Ellos habían luchado y recordaban aún el gozo, pero también las tribulaciones que sufrieron en las primeras reuniones.
Sólidamente afirmados en las Escrituras, esos hermanos se movían en el terreno doctrinal con una facilidad que nos asombra, dejándose guiar por esas verdades tan importantes y tan elevadas, que ahora parecen difíciles y abstractas, sin las cuales, no obstante, no puede existir el cristianismo práctico: el nuevo nacimiento, la muerte con Cristo, el hombre en Cristo, etcétera. Ellos no estaban al acecho de conocimientos novedosos para despertar la curiosidad y detenerse en detalles dudosos, sino que se dedicaron a poner en práctica lo que habían recibido.
Pienso, en particular, en esos esforzados hermanos ancianos que vivían en el campo, como aquellos que algunos de nosotros hemos conocido; simples, en el pleno sentido del término, y poco capaces de variar la expresión de sus pensamientos, pero en quienes esos pensamientos eran tan claros y tan fuertemente alimentados por la Palabra, que evocaban irresistible-mente la imagen de la casa fundada en la roca.
Era un tiempo en que la vida rural era ruda y para la cual se contaba con recursos a menudo mediocres; pero sus corazones estaban ligados solamente a las cosas de lo alto. Ellos leían asiduamente la Palabra y el ministerio escrito de los hermanos, que exponía la Escritura y les hacía gozar de ella. En sus hogares no se conocían mucho los periódicos, pero ellos se habrían privado de lo indispensable para continuar pagando las suscripciones a los folletos que les aportaban el alimento espiritual.
Y no lo hacían como una simple formalidad, como el pago maquinal de una especie de cotización anual impuesta por responder al título de hermano (¿no es de temer que a veces suceda esto en la actualidad?); por el contrario, lo hacían por la profunda necesidad que tenían sus almas, necesidad de socorro, necesidad de alimento sólido. Los antiguos números de la publicación “Eco del testimonio”, que se han hallado encuadernados en una cantidad de casas viejas, dan testimonio del celo que manifestaban nuestros antecesores.
Por cierto, ellos eran hombres que tenían sus propias flaquezas. Lejos de mí el pensamiento de intentar hacer de esos tiempos un cuadro ideal. Sin embargo, sentimos que fue una generación muy diferente de la nuestra. Y al ver que se van, pensamos en “los ancianos que sobrevivieron a Josué, los cuales habían visto todas las grandes obras de Jehová, que él había hecho por Israel” y durante todo el tiempo de los cuales “el pueblo había servido a Jehová” (Jueces 2:7)...
Queridos jóvenes hermanos, “toda aquella generación también fue reunida a sus padres”. ¿Tendrá que llegar a decirse de nosotros que “se levantó después de ellos otra generación que no conocía a Jehová, ni la obra que él había hecho por Israel”? No nos hagamos ilusiones pensando que nos encontramos en mejor situación, pues ése es un peligro real que nos amenaza a los que somos llamados a tomar lugar en la primera fila de la línea de batalla.
Es notable que los amados hermanos a quienes recordamos así —como también los que de entre ellos el Señor aún conserva entre nosotros—, se hayan preocupado en gran manera por las circunstancias de los que les sucederían.
No puedo dejar de recordar, con mucha emoción, la visita que hace cinco años tuve el privilegio de efectuar a un respetado hermano que era del extranjero, pero que trabajó en nuestro país durante largos años ejerciendo un honroso y bendito ministerio, y que el Señor deja aún en este mundo a pesar de que sus facultades se encuentren casi completamente deteriora-das a causa de la edad. En su conversación él insistía constantemente sobre el tema de la generación joven; incesante-mente se interesaba por las necesidades de dicha generación; en todas sus oraciones él encomendaba al Señor a la generación joven. ¡Cuántas oraciones similares han subido a favor de nosotros, de parte de aquellos que han sido nuestros guías!
El recurso al que acudían aún permanece a nuestra disposición. El Señor que los socorrió hasta el fin, permanece de igual modo para nosotros. El resultado de la conducta de ellos nos demuestra Su fidelidad. Que Dios nos conceda la gracia de mantenernos firmes frente a nuevos peligros y ante los malignos esfuerzos del Enemigo.
Aquellos hermanos nos señalaron el camino; y si es cierto que podemos decir que por el hecho de ser hombres no han sido y no somos nada, y que la gracia es todo y que sigue estando a disposición, no es menos cierto que ellos nos han dejado un ejemplo de lo que significa aplicar a nuestra vida diaria el valor práctico de tal gracia. Por sobre todas las cosas, reconocemos que ellos han sido hombres de oración; por medio de ella, estos hermanos pudieron extraer de la fuente los recursos de la gracia ofrecidos permanentemente.
Jóvenes amigos, hijos de padres creyentes, que están en el comienzo de sus vidas, tengan cuidado. Escojan la fe. El mundo nos acecha; guárdense de dejar allí un pie, desde el comienzo del camino.
Muchos de entre ustedes confiesan abiertamente al Señor; y otros, que no hablan mucho, no querrían llamarse incrédulos. No permanezcan estacionarios. Avancen en el conocimiento de Cristo, guarden en el corazón Su pensamiento, no descuiden su invitación: “Haced esto en memoria de mí.” No esperen un hipotético «más adelante» para tomar su lugar a la mesa del Señor, en el humilde testimonio constituido por los dos o tres reunidos en Su nombre.
Y que todos, queridos jóvenes hermanos, podamos ser enseñados a tomar nuestra parte en el servicio que el Señor confía a los suyos. Hagamos tal servicio, humilde pero resueltamente; bajo Su mirada y conscientes de nuestra debilidad, pero con el denuedo que proviene de Él.
No temamos cultivar el recuerdo de esos creyentes del pasado. En todas las épocas se comprobó el hecho de que las nuevas generaciones menospreciaron la experiencia de sus predecesores. Es cierto que esta tendencia se acentúa ahora más que nunca, pues los grandes progresos materiales de la civilización humana están hoy a disposición de muchos, y conducen a los jóvenes a un pensamiento erróneo y a la vez profundamente ingrato respecto a sus padres.
Hay algo que asusta a aquellos que son observadores y reflexionan: a muchos jóvenes, la apetencia por las cosas mate-riales de la vida los asfixia y anula de su paladar espiritual el gusto de la Palabra. ¡Cuántos jóvenes creyentes hay, para quienes los automóviles, diversas maquinarias, la telefonía sin cables y muchas novedades, no guardan ningún secreto; pero que, desgraciadamente, ignoran las verdades elementales de la revelación divina!
Y quizás es aún más grave el hecho de que ellos ni siquiera parecen pensar en el valor que tienen dichas verdades. Con mayor razón y como consecuencia de tal situación, la lectura de los escritos de los hermanos les resulta fastidiosa y, liviana-mente, la consideran inútil.
Así, la reunión se transforma para ellos en un simple hábito, quizá aun en una aburrida formalidad. Comienzan a quejarse rápidamente de la rutina en las reuniones —y sin duda tal rutina puede existir—, pero ¿no les corresponde a ellos, que son los que más se quejan al respecto, aportar en las reuniones la vida, la actividad según Dios? ¿Pensarán un poco en la pérdida que sufren y que hacen sufrir a la asamblea entera al asistir a la reunión sin tomar parte en ella, ni siquiera mentalmente, en la oración? Otros se han dejado atrapar por las redes intelectuales de este mundo. Peligro muy sutil, pero terrible. Permítanme dirigirme a ustedes, jóvenes amigos intelectuales, estudiantes diligentes, acaparados rápidamente por sus trabajos y a quienes les acecha el racionalismo. Puede llegar a ser muy natural para ustedes creerse superiores al hermano simple, indocto, ¡pero que permanece inquebrantablemente apegado a la Palabra!
Les pido que consideren cuán pobre es la ciencia humana, en cualquiera de sus campos. El orgullo de ella se basa en el esfuerzo de sus búsquedas, no en sus resultados tan escasos. Al mirar de cerca tal orgullo, ¿no veremos en éste el absoluto desconocimiento de que la verdad tan buscada la ofrece Dios? No se quiere aceptar esto; se estima que el hombre no necesita a Dios. Sin embargo, ¡que corta es la distancia que existe entre el ignoran-te y el más grande de los sabios, si aplicamos la medida divina!
Los capítulos 38 y 39 del libro de Job, que nos muestran a Jehová confundiendo la razón humana, mantienen plena actualidad; y son muy actuales también las amargas conclusiones del Eclesiastés: “Mi corazón ha percibido mucha sabiduría y ciencia. Y dediqué mi corazón a conocer la sabiduría... conocí que aun esto era aflicción de espíritu (o: era perseguir el viento)” (1:16-17).
Por todas partes surgen enigmas para la mente del hombre, y enigmas que, a medida que se trata de sondearlos, se presentan cada vez más inexplicables. Si el hombre fuera sincero, ¡cuántas lecciones de verdadera humildad veríamos! Nuestra felicidad, nuestra paz, paz del espíritu como del corazón, consiste en contemplar y escuchar a Aquel que es la verdad.
“Todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” están escondidos en el “misterio de Dios” (Colosenses 2:2-3), y sólo Cristo es la revelación de todo ello. Tal como se dice: Cristo es la clave del enigma de este mundo.
Pero déjenme recordarles, sobre todo, que el cristianismo no es un asunto del intelecto, sino que se trata de conocer a una Persona, de disfrutar de su amor y de su presencia. Y, finalmente, se necesita muy poca doctrina para amar a alguien, pues el corazón conoce mejor que la mente. Se trata de vivir una nueva vida, y ésta se demuestra simplemente por su existencia.
Por eso es esencial que ustedes cultiven y estrechen relaciones con aquellos que poseen dicha vida, es decir, con los hijos de Dios; es indispensable no dejar de congregarse.
No se trata de dejar de cultivar la inteligencia que Dios les ha dado y que Él quiere ver consagrada para Sí. Pero el mejor antídoto contra el veneno que los estudios encubren, como todas las demás cosas en este mundo, se encuentra en la lectura asidua de la Palabra, en la compañía de los creyentes, y de los creyentes simples, opaca o desconocida a los ojos de la carne.
No se empeñen en discutir con ellos distintos puntos adquiridos por el conocimiento, sino busquen en común las cosas celestiales. ¿Saben dónde se aprende más? Pues con los ancianos, a la cabecera de la cama de los enfermos, cerca de los moribundos, en las visitas a los pobres en cuanto al mundo pero ricos en fe. Se aprende más viendo el sufrimiento soportado pacientemente, se aprende contemplando cómo un corazón abatido encuentra el refrigerio en la persona de Jesús, viendo cómo un hermano espera la muerte con toda calma y considerando la esperanza que lo sostuvo toda la vida.
¡Qué lecciones! Ninguna enseñanza, ningún libro les brindará lo que ustedes podrán ver en tales cosas, es decir, en el cristianismo en acción, un hecho.
Aún otra vez, no es un asunto de especulación, sino de vida práctica. Temamos, pues, ceder a los razonamientos y a las disputas de palabras; más bien busquemos con mayor esmero los ejemplos vivientes. Los tenemos aún, por la gracia de Dios; en primer lugar en aquellos guías que todavía permanecen con nosotros, y en los que han partido, de los cuales nos tenemos que acordar y, considerando el resultado de su conducta, imitar su fe.
(Messager Évangélique, 1927)

dF � s e R p� sto en Mateo 28. Bernabé y Pablo fueron a donde los llevó el Espíritu Santo en Hechos 13 y Pablo fue a donde Dios deseaba que fuera en Hechos 16. Podemos hacer justamente como él dice. Nosotros debemos decirle: "Señor, esta es tú iglesia. Haremos como tú Palabra diga. No haremos nada que tú no nos hayas dicho". Quiera Dios ayudarnos a hacer exactamente lo que él dijo que hiciéramos en su Palabra.

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