Deseo simplemente llamar la atención de los jóvenes
creyentes acerca de la seria situación que les presenta la partida de hermanos
ancianos que los han guiado desde su infancia. Estos ancianos, a los cuales
teníamos el hábito de ver dándonos ejemplos de la marcha cristiana, son
retirados uno tras otro.
Muchos y dolorosos vacíos se abren alrededor de
nosotros. Sin duda, es el curso natural de las cosas; poco a poco una
generación es recogida para dar lugar a otra. Pero los tiempos que vivimos dan
a estas partidas un carácter muy particular, incluso solemne. El espíritu del
mundo, en el que somos llamados a ser testigos del Señor, es siempre el mismo,
por cierto; pero se percibe claramente que este mundo, a raíz de las terribles
conmociones que acaban de estremecerlo, presenta nuevos aspectos, lo que, para
nosotros, quiere decir nuevos peligros.
Vemos la exaltación del hombre, la voluntad
independiente, la abierta rebelión contra Dios y la oposición a la Palabra;
todo ello nos acosa con fuerza. Nos hallamos más cerca del fin, impera la ruina
y el espíritu del anticristo opera activamente. En tal medio se nos sitúa bajo
nuestra propia responsabilidad, humanamente hablando.
Los guías a los cuales estábamos acostumbrados a
mirar nos dejan; es necesario caminar por nosotros mismos. Esos hombres, que eran
para nosotros como diques frente a la marea creciente, son quitados y tenemos
que soportar directamente el embate de las olas.
Tales ancianos hermanos vivieron los primeros
tiempos del testimonio suscitado por Dios en esos días pasados, o un poco después
de esa época, y conocieron a los obreros altamente calificados a quienes Él
había utilizado, o bien dichos ancianos estuvieron en contacto con aquellos que
conocieron directamente a tales obreros. Ellos habían luchado y recordaban aún
el gozo, pero también las tribulaciones que sufrieron en las primeras
reuniones.
Sólidamente afirmados en las Escrituras, esos
hermanos se movían en el terreno doctrinal con una facilidad que nos asombra,
dejándose guiar por esas verdades tan importantes y tan elevadas, que ahora
parecen difíciles y abstractas, sin las cuales, no obstante, no puede existir
el cristianismo práctico: el nuevo nacimiento, la muerte con Cristo, el hombre
en Cristo, etcétera. Ellos no estaban al acecho de conocimientos novedosos para
despertar la curiosidad y detenerse en detalles dudosos, sino que se dedicaron
a poner en práctica lo que habían recibido.
Pienso, en particular, en esos esforzados
hermanos ancianos que vivían en el campo, como aquellos que algunos de nosotros
hemos conocido; simples, en el pleno sentido del término, y poco capaces de
variar la expresión de sus pensamientos, pero en quienes esos pensamientos eran
tan claros y tan fuertemente alimentados por la Palabra, que evocaban
irresistible-mente la imagen de la casa fundada en la roca.
Era un tiempo en que la vida rural era ruda y
para la cual se contaba con recursos a menudo mediocres; pero sus corazones estaban
ligados solamente a las cosas de lo alto. Ellos leían asiduamente la Palabra y
el ministerio escrito de los hermanos, que exponía la Escritura y les hacía
gozar de ella. En sus hogares no se conocían mucho los periódicos, pero ellos
se habrían privado de lo indispensable para continuar pagando las suscripciones
a los folletos que les aportaban el alimento espiritual.
Y no lo hacían como una simple formalidad, como
el pago maquinal de una especie de cotización anual impuesta por responder al
título de hermano (¿no es de temer que a veces suceda esto en la actualidad?);
por el contrario, lo hacían por la profunda necesidad que tenían sus almas,
necesidad de socorro, necesidad de alimento sólido. Los antiguos números de la
publicación “Eco del testimonio”, que se han hallado encuadernados en una
cantidad de casas viejas, dan testimonio del celo que manifestaban nuestros
antecesores.
Por cierto, ellos eran hombres que tenían sus
propias flaquezas. Lejos de mí el pensamiento de intentar hacer de esos tiempos
un cuadro ideal. Sin embargo, sentimos que fue una generación muy diferente de
la nuestra. Y al ver que se van, pensamos en “los ancianos que sobrevivieron a
Josué, los cuales habían visto todas las grandes obras de Jehová, que él había
hecho por Israel” y durante todo el tiempo de los cuales “el pueblo había
servido a Jehová” (Jueces 2:7)...
Queridos jóvenes hermanos, “toda aquella
generación también fue reunida a sus padres”. ¿Tendrá que llegar a decirse de
nosotros que “se levantó después de ellos otra generación que no conocía a
Jehová, ni la obra que él había hecho por Israel”? No nos hagamos ilusiones
pensando que nos encontramos en mejor situación, pues ése es un peligro real
que nos amenaza a los que somos llamados a tomar lugar en la primera fila de la
línea de batalla.
Es notable que los amados hermanos a quienes
recordamos así —como también los que de entre ellos el Señor aún conserva entre
nosotros—, se hayan preocupado en gran manera por las circunstancias de los que
les sucederían.
No puedo dejar de recordar, con mucha emoción,
la visita que hace cinco años tuve el privilegio de efectuar a un respetado
hermano que era del extranjero, pero que trabajó en nuestro país durante largos
años ejerciendo un honroso y bendito ministerio, y que el Señor deja aún en
este mundo a pesar de que sus facultades se encuentren casi completamente
deteriora-das a causa de la edad. En su conversación él insistía constantemente
sobre el tema de la generación joven; incesante-mente se interesaba por las
necesidades de dicha generación; en todas sus oraciones él encomendaba al Señor
a la generación joven. ¡Cuántas oraciones similares han subido a favor de
nosotros, de parte de aquellos que han sido nuestros guías!
El recurso al que acudían aún permanece a
nuestra disposición. El Señor que los socorrió hasta el fin, permanece de igual
modo para nosotros. El resultado de la conducta de ellos nos demuestra Su
fidelidad. Que Dios nos conceda la gracia de mantenernos firmes frente a nuevos
peligros y ante los malignos esfuerzos del Enemigo.
Aquellos hermanos nos señalaron el camino; y si
es cierto que podemos decir que por el hecho de ser hombres no han sido y no
somos nada, y que la gracia es todo y que sigue estando a disposición, no es
menos cierto que ellos nos han dejado un ejemplo de lo que significa aplicar a
nuestra vida diaria el valor práctico de tal gracia. Por sobre todas las cosas,
reconocemos que ellos han sido hombres de oración; por medio de ella, estos
hermanos pudieron extraer de la fuente los recursos de la gracia ofrecidos
permanentemente.
Jóvenes amigos, hijos de padres creyentes, que
están en el comienzo de sus vidas, tengan cuidado. Escojan la fe. El mundo nos
acecha; guárdense de dejar allí un pie, desde el comienzo del camino.
Muchos de entre ustedes confiesan abiertamente
al Señor; y otros, que no hablan mucho, no querrían llamarse incrédulos. No
permanezcan estacionarios. Avancen en el conocimiento de Cristo, guarden en el
corazón Su pensamiento, no descuiden su invitación: “Haced esto en memoria de
mí.” No esperen un hipotético «más adelante» para tomar su lugar a la mesa del
Señor, en el humilde testimonio constituido por los dos o tres reunidos en Su
nombre.
Y que todos, queridos jóvenes hermanos, podamos
ser enseñados a tomar nuestra parte en el servicio que el Señor confía a los
suyos. Hagamos tal servicio, humilde pero resueltamente; bajo Su mirada y
conscientes de nuestra debilidad, pero con el denuedo que proviene de Él.
No temamos cultivar el recuerdo de esos
creyentes del pasado. En todas las épocas se comprobó el hecho de que las
nuevas generaciones menospreciaron la experiencia de sus predecesores. Es
cierto que esta tendencia se acentúa ahora más que nunca, pues los grandes
progresos materiales de la civilización humana están hoy a disposición de
muchos, y conducen a los jóvenes a un pensamiento erróneo y a la vez
profundamente ingrato respecto a sus padres.
Hay algo que asusta a aquellos que son
observadores y reflexionan: a muchos jóvenes, la apetencia por las cosas
mate-riales de la vida los asfixia y anula de su paladar espiritual el gusto de
la Palabra. ¡Cuántos jóvenes creyentes hay, para quienes los automóviles,
diversas maquinarias, la telefonía sin cables y muchas novedades, no guardan
ningún secreto; pero que, desgraciadamente, ignoran las verdades elementales de
la revelación divina!
Y quizás es aún más grave el hecho de que ellos
ni siquiera parecen pensar en el valor que tienen dichas verdades. Con mayor
razón y como consecuencia de tal situación, la lectura de los escritos de los
hermanos les resulta fastidiosa y, liviana-mente, la consideran inútil.
Así, la reunión se transforma para ellos en un
simple hábito, quizá aun en una aburrida formalidad. Comienzan a quejarse
rápidamente de la rutina en las reuniones —y sin duda tal rutina puede
existir—, pero ¿no les corresponde a ellos, que son los que más se quejan al
respecto, aportar en las reuniones la vida, la actividad según Dios? ¿Pensarán
un poco en la pérdida que sufren y que hacen sufrir a la asamblea entera al
asistir a la reunión sin tomar parte en ella, ni siquiera mentalmente, en la
oración? Otros se han dejado atrapar por las redes intelectuales de este mundo.
Peligro muy sutil, pero terrible. Permítanme dirigirme a ustedes, jóvenes
amigos intelectuales, estudiantes diligentes, acaparados rápidamente por sus
trabajos y a quienes les acecha el racionalismo. Puede llegar a ser muy natural
para ustedes creerse superiores al hermano simple, indocto, ¡pero que permanece
inquebrantablemente apegado a la Palabra!
Les pido que consideren cuán pobre es la ciencia
humana, en cualquiera de sus campos. El orgullo de ella se basa en el esfuerzo
de sus búsquedas, no en sus resultados tan escasos. Al mirar de cerca tal
orgullo, ¿no veremos en éste el absoluto desconocimiento de que la verdad tan
buscada la ofrece Dios? No se quiere aceptar esto; se estima que el hombre no
necesita a Dios. Sin embargo, ¡que corta es la distancia que existe entre el
ignoran-te y el más grande de los sabios, si aplicamos la medida divina!
Los capítulos
38 y 39 del libro de Job, que nos muestran a Jehová confundiendo la razón
humana, mantienen plena actualidad; y son muy actuales también las amargas
conclusiones del Eclesiastés: “Mi corazón ha percibido mucha sabiduría y
ciencia. Y dediqué mi corazón a conocer la sabiduría... conocí que aun esto era
aflicción de espíritu (o: era perseguir el viento)” (1:16-17).
Por todas partes surgen enigmas para la mente
del hombre, y enigmas que, a medida que se trata de sondearlos, se presentan
cada vez más inexplicables. Si el hombre fuera sincero, ¡cuántas lecciones de
verdadera humildad veríamos! Nuestra felicidad, nuestra paz, paz del espíritu
como del corazón, consiste en contemplar y escuchar a Aquel que es la verdad.
“Todos los tesoros de la sabiduría y del
conocimiento” están escondidos en el “misterio de Dios” (Colosenses 2:2-3), y
sólo Cristo es la revelación de todo ello. Tal como se dice: Cristo es la clave
del enigma de este mundo.
Pero déjenme recordarles, sobre todo, que el
cristianismo no es un asunto del intelecto, sino que se trata de conocer a una
Persona, de disfrutar de su amor y de su presencia. Y, finalmente, se necesita
muy poca doctrina para amar a alguien, pues el corazón conoce mejor que la
mente. Se trata de vivir una nueva vida, y ésta se demuestra simplemente por su
existencia.
Por eso es esencial que ustedes cultiven y
estrechen relaciones con aquellos que poseen dicha vida, es decir, con los
hijos de Dios; es indispensable no dejar de congregarse.
No se trata de dejar de cultivar la inteligencia
que Dios les ha dado y que Él quiere ver consagrada para Sí. Pero el mejor
antídoto contra el veneno que los estudios encubren, como todas las demás cosas
en este mundo, se encuentra en la lectura asidua de la Palabra, en la compañía
de los creyentes, y de los creyentes simples, opaca o desconocida a los ojos de
la carne.
No se empeñen en discutir con ellos distintos
puntos adquiridos por el conocimiento, sino busquen en común las cosas
celestiales. ¿Saben dónde se aprende más? Pues con los ancianos, a la cabecera
de la cama de los enfermos, cerca de los moribundos, en las visitas a los
pobres en cuanto al mundo pero ricos en fe. Se aprende más viendo el
sufrimiento soportado pacientemente, se aprende contemplando cómo un corazón
abatido encuentra el refrigerio en la persona de Jesús, viendo cómo un hermano
espera la muerte con toda calma y considerando la esperanza que lo sostuvo toda
la vida.
¡Qué lecciones! Ninguna enseñanza, ningún libro
les brindará lo que ustedes podrán ver en tales cosas, es decir, en el cristianismo
en acción, un hecho.
Aún otra vez, no es un asunto de especulación,
sino de vida práctica. Temamos, pues, ceder a los razonamientos y a las
disputas de palabras; más bien busquemos con mayor esmero los ejemplos
vivientes. Los tenemos aún, por la gracia de Dios; en primer lugar en aquellos
guías que todavía permanecen con nosotros, y en los que han partido, de los
cuales nos tenemos que acordar y, considerando el resultado de su conducta,
imitar su fe.
(Messager Évangélique, 1927)
dF � s e R p� sto en Mateo 28. Bernabé y Pablo fueron a donde los llevó el Espíritu Santo en Hechos 13 y Pablo fue a donde Dios deseaba que fuera en Hechos 16. Podemos hacer justamente como él dice. Nosotros debemos decirle: "Señor, esta es tú iglesia. Haremos como tú Palabra diga. No haremos nada que tú no nos hayas dicho". Quiera Dios ayudarnos a hacer exactamente lo que él dijo que hiciéramos en su Palabra.
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