William
Macdonald
El costo de la
obediencia
La vida era una brisa para Bud Brunke. Tenía una esposa
encantadora, Janice, seis hijos, y era socio en un negocio de mantenimiento de
aeronaves, en un pequeño aeropuerto en Elgin, Illinois. El mundo era su ostra,
o, al menos, eso pensaba él.
De repente, sin embargo, su paz fue trastornada cuando
los pensamientos de su condición espiritual comenzaron a molestarlo. Hasta ese
momento, había sido diácono y miembro fiel de la Iglesia Luterana local, pero
esto no lo satisfacía. Lo que más le inquietaba de la iglesia era el bautismo
infantil. El no podía tolerar la idea de que salpicar con agua a un niño lo
hiciera miembro de Cristo y un heredero del reino de Dios. Por un conjunto de
extrañas circunstancias, comenzó a tomar clases en una escuela bíblica nocturna.
En las semanas sucesivas, la luz resplandeció en su alma, y se convirtió en un
cristiano comprometido mientras miraba la transmisión de una cruzada evangelística.
Desde el principio, Bud tuvo un profundo deseo de conocer
la Palabra de Dios y obedecerla. Si hubiera pensado que cuando fuera salvo no
tendría más problemas, se habría equivocado. Hubo un problema en particular
que se destacó. Ahora estaba asociado con un hombre que no era creyente. Antes,
esto nunca había sido un problema. Pero ahora él leía:
“No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque
¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz
con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente
con el incrédulo? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos?
Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y
andaré entre ellos, y seré su Dios y ellos me serán a mí por pueblo. Por lo
cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo
inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre y me seréis hijos e
hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Corintios 6:14-18).
Estas palabras apuñalaban a Bud todas las veces que las
leía. “¿Qué parte tiene el creyente con el incrédulo?” Era verdad. Su socio y
él estaban en diferentes longitudes de onda. Tenían valores distintos. Las
prácticas poco éticas nunca habían sido un problema antes, pero ahora cobraron
mucha importancia. Era como si un buey y un asno estuvieran atados juntos.
Ellos no tiraban juntos.
Bud sabía lo que debía hacer. Tema que salirse del yugo
desigual. Pero el negocio de mantenimiento de aeronaves era su vida. Tema que
pensar en su familia. No tendrían medios visibles de sustento si él
renunciaba. ¿Cómo vivirían?
Primero, decidió consultar a un anciano de la iglesia local.
Le contó al anciano toda la historia acerca de cómo se encontraba entre la
espada y la pared.
El anciano dijo: “No hay un gran problema aquí. Sólo
compra la parte de tu socio para ser el único dueño del negocio.”
“No tengo suficiente dinero para hacer eso.”
“En ese caso, ¿por qué no dejas que él compre tu parte?”
Valía la pena investigar esa posibilidad. Habló con el socio,
y, para su sorpresa, el socio parecía conforme con la idea. Prometió pagarle a
Bud $40,000 por su parte del negocio. Parecía la solución ideal al problema.
El dinero comenzó a gotear. Los cheques mensuales eran de $200. Luego los
pagos se tomaron esporádicos. Más tarde, cuando
Bud fue a cobrar los cheques, retomaban con la
notificación “fondos insuficientes.”
A Bud no le sorprendió cuando se enteró de que su socio
se había declarado en bancarrota.
La determinación de Bud de obedecer el mandamiento de “No
os unáis en yugo desigual con los incrédulos” le había costado entre $38,000 y
$40,000. ¿Qué debía hacer? Pero Dios no había olvidado Su promesa: “Y seré para
vosotros por Padre” (2 Corintios 6:18). En poco tiempo Bud fue a trabajar para
un cristiano, un cargo en el que permaneció 25 años. Cuando llegó a los 65
años y se jubiló, recibió un pago que era tres veces más de lo que había
perdido. Así es el Señor. Él no es deudor de ningún hombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario