sábado, 5 de mayo de 2012

El Tabernáculo


EL LUGAR SANTO

Así como la puerta y el altar de bronce nos hablan del acceso al tabernáculo, abierto a cualquiera que que­ría venir con un sacrificio, el lugar santo nos presenta el privilegio exclusivo de los sacerdotes. Hoy, para ser sacerdote, es necesario ser hijo de Dios, nacido de nuevo. Y todo hijo de Dios es sacerdote (1 Pedro 2: 5) (lo que no era el caso en Israel). La porción que vamos a considerar concierne, pues, a aquellos que conocen al Señor Jesús como su Salvador y no a aquellos que aún no han querido acudir a él.
Se ha comparado el altar de bronce con la conver­sión, la fuente de bronce con la confesión y el lugar santo con la comunión.
En el tabernáculo no había ni piso, ni asiento, ni ventana. En efecto, los sacerdotes, con los pies en la arena, siempre debían recordar que aún estaban en el desierto. Hoy, cualesquiera sean los privilegios de que podamos gozar, sabemos que estamos en la tierra, donde no conocemos sino en parte, pues el "cara a cara" está aún por venir (1 Corintios 13: 12).
No había asiento en el tabernáculo porque los sacerdotes debían permanecer de pie, pues su servicio nunca terminaba, ya que los sacrificios del altar de bronce jamás podían "quitar los pecados" (Hebreos 10: 11). En cambio, el Señor Jesús, "habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios" (v. 12).
Por último, el tabernáculo no tenía ventana. Dicho de otro modo, no era iluminado por la luz exterior, por la luz natural, ya que la inteligencia del "hombre natu­ral", guiado sólo por su mente, no puede discernir las cosas de Dios (1 Corintios 2: 14). Para conocerlas es necesaria la luz que da el Espíritu Santo (el candelero).
El lugar santo contenía —entrando, a la derecha — la mesa con los panes de la proposición, el candelero de siete brazos a la izquierda y el altar de oro en el cen­tro, ante el velo. Esos tres objetos nos hablan de ali­mento, de luz y de culto.
1.      La mesa de los panes de la proposición (Éxodo 25: 23-30; Levítico 24: 5-9)
La mesa, de pequeñas dimensiones (dos codos de largo, un codo de ancho y uno y medio de alto) era de madera de acacia (o de sittim), cubierta con una lámina de oro puro. Era, evidentemente, una figura de Cristo llevando a su pueblo ante Dios.
Los panes sobre la mesa, en número de doce (Leví­tico 24: 5-9), tienen un doble significado. Hechos de flor de harina, recubiertos de incienso, como la ofrenda vegetal (Levítico 2), nos hacen pensar:
a)     primeramente en Cristo, alimento de los sacerdotes en el lugar santo. Este alimento le es indispensable al hijo de Dios que quiera crecer hasta el estado de "un varón perfecto" (Efesios 4: 13) y no permane­cer como un niño en Cristo. Sin alimento, un niño o una planta se marchitan. Pero el alimento debe ser sano, sino el niño o la planta perecen. Nuestro "hombre interior" está formado por el alimento espiritual. El Salmo 144: 12 expresa esta oración: "Sean nuestros hijos como plantas crecidas en su juventud". Meditemos a menudo acerca de la per­sona del Señor Jesús, busquémosla en los evange­lios y en toda la Palabra. Un hermano decía: « ¡Si no has hallado a Cristo en esta página de la Biblia es que has leído mal!». "Escudriñad las Escritu­ras... ellas son las que dan testimonio de mí" (Juan 5: 39). Señalemos de paso que Cristo como ali­mento también nos es presentado en la ofrenda vegetal, en el sacrificio por el pecado, en el sacrifi­cio de paz, en el sacrificio de consagración y en el cordero de la Pascua ; por otra parte, como maná y como trigo del país ;
b)     en los santos: vistos en Cristo, teniendo su natura­leza (flor de harina), aceptos a Dios (incienso), en el orden establecido por Dios (seis por hilera), tal como los describe por ejemplo la epístola a los Colosenses. Son los creyentes a la luz del santua­rio, en su posición ante Dios, tales como Cristo (la mesa de oro) les presenta a Dios; una moldura de un palmo alrededor de la mesa impedía que los panes pudieran caerse, lo que es emblema de la seguridad que los rescatados tienen en Cristo ;
c)     en las doce tribus de Israel, sea en la época del desierto, sea en un tiempo futuro, cuando la admi­nistración en la tierra sea confiada a ese pueblo; y, en el santuario, siempre presentes en el pensa­miento de Dios (Romanos 11).

2.      El candelero (Éxodo 25: 31-40; 27: 20-21; Levítico 24: 1-4; Números 8: 1-4)
Contrariamente a los otros objetos del tabernáculo hechos de madera de acacia recubierta de oro, el cande­lero era totalmente de oro puro, forjado en una sola pieza. Él nos habla de lo que es esencialmente divino. Era de oro batido ("labrado a martillo"), recordando que aquel a quien representa —Cristo— pasó por el sufrimiento. El becerro de oro, por el contrario, había sido simplemente fundido (Éxodo 32: 24). El propio candelero, pues, es una figura de Cristo, mientras que el aceite es, como en toda la Palabra, una figura del Espí­ritu Santo.
Uno de los elementos del candelero que es mencio­nado varias veces lo constituyen las flores de almendro. Esas flores nos hacen pensar en la vara de Aarón que había brotado, producido flores y almendras, tal como lo vemos en Números 17: 8, lo que es una figura de la resurrección de Cristo. El almendro, según Jeremías 1: 11-12, manifiesta que Dios cumple sus promesas en Cristo. Precisamente fue un Cristo resucitado y glorifi­cado el que dio el Espíritu Santo a los suyos.
En el conjunto formado por el candelero, el aceite y las siete lámparas ardiendo en el santuario se puede ver también a Cristo tal como es presentado por el Espíritu Santo por mediación de los vasos humanos del ministerio. En efecto, bajo este aspecto, había necesi­dad de "despabiladeras" (Éxodo 25: 38) para quitar todo lo que habría impedido el libre curso del aceite para producir la luz. Por otra parte, las siete lámparas nos muestran que el ministerio de Cristo por el Espíritu se ejerce mediante diversos canales.
Vemos al candelero brillar bajo cinco aspectos diferentes:
a)     Hacia adelante de él (Éxodo 25 : 37), pues el mayor y primer testimonio que da el Espíritu Santo es res­pecto del mismo Cristo; por eso el primer objeto que atraía las miradas al entrar en el santuario era el candelero totalmente iluminado.
El Señor Jesús, al hablar del Espíritu Santo, dice: "Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber" (Juan 16: 14).
b)     El candelero iluminaba la mesa de los panes (Éxodo 26: 35); es el Espíritu Santo que pone en evidencia la posición de los santos en Cristo en el santuario.
c)     El candelero brilla en Números 8 en relación con la purificación de los levitas: es el Espíritu Santo quien debe dirigir todo servicio para Dios y ser su motor.
d)     En Levítico 24 vemos el candelero al comienzo de un capítulo en el cual va a manifestarse la oposi­ción a Dios en medio de Israel: la apostasía. Frente al mal que se introduce en el pueblo de Dios, únicamente el Espíritu Santo es el remedio.
e)     En Éxodo 27: 21 y 30: 8 se ve que el candelero ardía durante la noche. (Cabe hacer notar que, en el templo de Ezequiel, durante «el día» del mile­nio, no hay candelero). Sólo durante la noche del rechazo y la ausencia de Cristo el Espíritu Santo ilumina el santuario en la tierra y produce la ora­ción de intercesión y el culto.
Si bien el alimento es indispensable para crecer, la luz no lo es menos. Una planta ubicada en un lugar oscuro, aunque sea bien regada, perecerá. Un joven cristiano que no ande en la luz no puede hacer progreso alguno. Al contrario, se apartará cada vez más del Señor. Y la luz del Espíritu Santo generalmente no se apaga en forma súbita para nosotros, sino que dejamos poco a poco que una cosa primero y luego otra se colo­que entre el Señor y nosotros como un ligero velo, el cual se va espesando más y más hasta privarnos de la comunión con Él, del gozo de su Persona y trabar la acción del Espíritu Santo en nosotros. Entonces no puede haber ni crecimiento, ni comunión, ni gozo. ¿Qué es necesario hacer? Volver a Él con oración, bus­car su rostro y tomar el tiempo necesario para pasar con Él, como María (Lucas 10:38-42), si es posible horas que se dejen correr hasta que Él nos haya devuelto el gozo de nuestra salvación.
3.      El altar de oro (Éxodo 30: 1-10)
El altar de oro era de dimensiones mucho más reducidas que el altar de bronce, o sea un codo de ancho, un codo de largo (cuadrado) y dos codos de alto. Era de madera de acacia cubierta de oro puro y nos habla esencialmente de Cristo. Ubicado frente al velo (v. 6), está íntimamente ligado al arca y al propi­ciatorio.
En el altar de oro el sacerdote ofrecía el perfume, mientras afuera el pueblo oraba (Lucas 1: 9-10). Es una hermosa figura del Señor Jesús que presenta a Dios las oraciones de su pueblo, ya sea como intercesión, ya sea como adoración (Apocalipsis 8: 3-4).
En el altar de oro, el sumo sacerdote intercede por el pueblo, tal como Cristo en Juan 17, Hebreos 7: 25 y Romanos 8: 34.
Pero también al altar de oro puede acudir hoy el hijo de Dios para ofrecer el incienso, es decir, las perfecciones de Cristo que suben hacia Dios. Tal es el culto, el servicio más elevado del cristiano. Es un culto que se ofrece ante todo en asamblea (1 Pedro 2: 5), pero cada uno de nosotros ¿no puede, mañana y tarde, como el sacerdote con el incienso, hacer subir a Dios su reconocimiento por el don inefable de su Hijo?
El incienso era únicamente para Dios (Éxodo 30: 34-38); no podía ser ofrecido más que en el lugar santo y no debía ser consumido por un fuego extraño, sino solamente por el tomado del altar de bronce (véase Nadab y Abiú en Levítico 10: 1-2). ¡Cuán importante es que estemos recogidos en el sentimiento de su pre­sencia cuando abrimos la Palabra o nos acercamos a Dios en oración, o más aun cuando estamos reunidos alrededor del Señor en asamblea! La distracción, los vistazos, las lamentables sonrisas que se intercambian entre banco y banco, incluso durante el culto, son, sin exageración, una iniquidad en el lugar santo. Nada de la carne debe ser tolerado allí. ¡Y qué decir de la prisa de ciertas personas que antes de finalizar el culto se preparan para salir!
Por otra parte, sólo a Dios, Padre e Hijo, se dirigen nuestras oraciones y nuestra adoración. En ninguna parte de la Palabra vemos que las oraciones deban ser dirigidas a alguien más. Sólo Él puede ser el objeto del culto: "Inclínate a él, porque él es tu señor" (Salmo 45: 11).

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