jueves, 15 de diciembre de 2011

DISCERNIR ENTRE LO BUENO Y LO MALO

La frase citada es parte del versícu­lo 9 del capítulo 3 de 1 Reyes, que dice: "Da pues a tu siervo corazón dócil (en­tendido) para juzgar a tu pueblo, para discernir entre lo bueno y lo malo: por­que ¿quién podrá gobernar este tu pue­blo tan grande?" Esa petición a Dios la hizo Salomón en atención a que Dios le dijo: "Pide lo que quisieres que yo te dé". ¡Qué privilegiado fue Salomón! y ¡qué sabia petición es la que hizo! Pero en ese sentido ¿fue él más favorecido que nosotros? ¿No nos ha dicho el Señor: "pedid, y se os dará"? (Mt. 7: 7.) La promesa de Dios a Salomón y la del Se­ñor a nosotros son idénticas; la diferen­cia de resultados consiste en lo que aquél pidió y lo que nosotros pedimos. El ro­gó que se le diese sabiduría para usarla en un muy alto y noble motivo: discer­nir entre lo bueno y lo malo, para gober­nar acertadamente el pueblo de Dios. Nosotros flaqueamos frente a las gran­des posibilidades que se nos ofrecen, ti­tubeamos y pedimos equivocadamente. Nos falta la fe para aprovechar de la oportunidad que se nos brinda, y enton­ces pedimos mal y no recibimos. (Sant. 4: 3.) El resultado es inconstancia, y la consiguiente veleidad se traduce en una vida que Santiago dice ser "semejante a la onda de la mar", un carácter débil, una vida fluctuante, movida por el me­nor soplo de circunstancias. Una tal per­sona no puede ser columna en el testimonio; ni podrá guiar, gobernar ni edi­ficar al pueblo de Dios; le faltan firme­za y conocimientos espirituales.
Pero si esa fuera la condición nues­tra, se nos dice: "Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, demándela a Dios, el cual da a todos abundantemente, y no zahiere (no reprocha); y le será da­da". De esto se entiende que Dios reco­noce que necesitamos de la sabiduría su­ya y la ha puesto a nuestra disposición en igual manera que lo hizo con Salo­món: a la medida de la fe y del motivo que se tiene para hacer la petición. (St. 4: 3.)
Al sobreveedor u obispo Dios le di­ce que es necesario que tenga "buen sen­tido" (Tito 1: 8 V. M.), que en realidad es sabiduría para poder poner en orden las cosas, (v. 5.) La falta de templanza, del "buen sentido" de la sabiduría, fru­tos de la verdadera comunión con el Se­ñor, en un hermano que ha apetecido obispado, esa obra buena (1 Tim. 3:1), debe demostrarle que se ha equivocado, o a lo menos, que no está cumpliendo con el sagrado y delicado deber de obis­po. ¿Qué hacer? No le quedan más que dos caminos: o confesar su equivocación y retirarse, o de lo contrario confesarla y buscar de Dios la sabiduría para discer­nir entre lo bueno y lo malo, ordenar su vida y su manera de pensar, y dedicarse humildemente, considerándose a sí mis­mo, a edificar al pueblo de Dios en la iglesia en la cual está, dirigiendo con mansedumbre las cosas de Dios y poniéndolas en orden. No hay posición entre estos dos extremos autorizada por el Señor de la iglesia: o es un verdadero sobreveedor cumpliendo la misión del tal, y ocupa equivocadamente un lugar que no le corresponde. Pero, lástima es tener que admitirlo, algunas personas insisten en permanecer en donde se han colocado a sí mismas sin cumplir con las obligaciones que Dios exige del obispa­do que pretenden ejercer. El efecto de este estado de cosas es fatal; la iglesia es retardada en su desarrollo y creci­miento en las verdades bíblicas; vegeta, faltándole ese espíritu de dinamismo y progreso, y por lo general termina por no saber discernir entre lo bueno y lo malo, cayendo entonces fácil víctima a la infiltración de tendencias humanas y mundanas, tanto en su forma de vivir como en sus creencias y su posición re­ligiosa —para esa iglesia poca o ningu­na diferencia hay entre los diferentes grupos en que está dividida la cristian­dad ; no saben discernir por falta de en­señanza adecuada y por carencia del no­ble ejemplo que la iglesia tiene dere­cho a esperar de los obispos, en fe, vir­tud (noble carácter), ciencia (conoci­miento), templanza (dominio de sí mis­mo), paciencia, piedad en semejanza al Señor (temor de Dios), afecto fraternal y amor. (2 P. 1:5-7.)
Pero no pensemos que sólo los obis­pos tienen la obligación ante Dios de te­ner el espíritu de discernimiento entre lo bueno y lo malo. Cada miembro de la iglesia está en el deber de "crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Se­ñor y Salvador Jesucristo". (2 Ped. 3: 18).) Además, en Efes. 4: 13 hay una exhortación dirigida a todos los creyen­tes diciéndoles que deben llegar a la "unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios". La tendencia de culpar a los hermanos sobreveedores por todos los males que puedan afligir a la iglesia es un error, pues es muy difícil guiar bien a la grey cuando ésta se opone a la dirección de Dios por el Espíritu, cuan­do sus prácticas están reñidas con las enseñanzas de las Sagradas Escrituras; cuando se han dejado poseer por las su­gerencias equivocadas de Satanás, que dice: "seréis como dioses sabiendo el bien y el mal". El "bien y el mal" de Sa­tanás no debe confundirse con el "discer­nir entre lo bueno y lo malo" de Dios. El diablo dice que lo bueno es malo y lo malo es bueno; mientras que Dios da a sus servidores humildes el poder de dis­cernir y saber lo que es bueno en su con­cepto, para seguirlo, y lo que es malo, para evitarlo, gobernando acertadamen­te la vida.
Cuando los miembros en la iglesia y los sobreveedores en ella piden bien, se puede esperar una iglesia saludable, que marcha de acuerdo al modelo del Nue­vo Testamento.

Sendas de Luz, Junio-Julio 1975

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