viernes, 13 de diciembre de 2019

LA OBRA DE CRISTO (10)


Su Obra Futura
Nuestro Señor Jesucristo, que concluyó en la tierra la obra que el Padre le había encomendado, que está ahora corporalmente presente en el cielo altísimo ocupando el trono del Padre y ejerciendo su sacerdocio por su pueblo, es también Rey. A El per­tenece el reino y la majestad de la gloria. Tiene, pues, que cumplir una obra real. Aunque su obra pasada fue predicha por el Espíritu de Dios, y su obra sacerdotal presagiada en el Antiguo Testamento, su obra como Rey y su glorioso reino venidero son temas asimismo del Verbo de Dios.

Su obra como Rey fue anunciada por Gabriel a la virgen: “Le dará el Señor Dios el trono de David su padre: y reinará en la casa de Jacob por siempre; y de su reino no habrá fin” Lc. 1.32,33. Según este mensaje Él ha de ocupar el trono de su padre David, ha de reinar y poseer un reino, lo cual no es sino la ratificación celestial de lo que ya los profetas de Dios habían dicho al anunciar la venida del Mesías. Toda la palabra profética culmina en las visiones del Rey y del reino que habrá de recibir en la tierra. Estas visiones venideras, destinadas a Él, el despreciado y desechado por los hombres, son estrellas fulgentes iluminando en todas partes la noche oscura de la era pasada y presente. Ellas en­cantan el ojo de la fe e inspiran esperanza y valor. A continuación, transcribimos algunos pasajes bíbli­cos que se refieren a Cristo como Rey,
“Yo empero he puesto mi rey sobre Sión monte de mi santidad. Yo publicaré el decreto: Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú; yo te engen­dré hoy. Pídeme y te daré por heredad las gentes, y por posesión tuya los términos de la tierra” Sal- 2.6-8; "Porque el justo Jehová ama la justicia: al recto mirará su rostro” Sal. 11.7; “Acordarse han, y volveránse a Jehová todos los términos de la tierra; y se humillarán delante de ti todas las familias de las gentes. Porque de Jehová es el reino, y él se enseñoreará de las gentes” Sal. 22.27,28; “Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria. ¿Quién es este Rey de gloria? Jehová de los ejérci­tos, Él es el Rey de gloria” Sal. 24.9,10; “Pueblos todos, batid las manos, aclamad a Dios con voz de júbilo. Porque Jehová el Altísimo es terrible; Rey grande sobre toda la tierra” Sal. 47.2; “El juzga­rá tu pueblo con justicia, y tus afligidos con juicio... y arrodillarse han a él todos los reyes; le servirán todas las gentes.... será su nombre para siempre... y benditas serán en él todas las gentes” Sal. 72.2, 11, 17, “Yo también le pondré por primogénito, alto sobre los reyes de la tierra” Sal. 89.27; “He aquí que en justicia reinará un rey” Is. 32.1; “He aquí que vienen días, dice Jehová, y despertaré a David renuevo justo, y reinará Rey, el cual será dichoso y hará juicio y justicia en la tierra” Jer. 23;5; “Mi­raba yo en la visión de la noche, y he aquí en las nubes del cielo, como un hijo de hombre que ve­nía... y fuéle dado señorío, y gloria, y reino; y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron; su se­ñorío, señorío eterno, que no será transitorio, y su reino que no se corromperá” Dn. 7.13,14; “He aquí el varón cuyo nombre es Retoño, el cual ger­minará de su lugar, y edificará el templo de Jehová: él edificará el templo de Jehová, y él llevará glo­ria, y se sentará y dominará en su trono, y será sacerdote en su solio; y consejo de paz será entre ambos a dos” Zac, 6.12,13; “Y Jehová será rey sobre toda la tierra” Zac. 14.9.
Todas estas profecías, e infinitas otras, hablan del Señor Jesús como Rey y prestan testimonio de su reino. Las glorias de su reino están asimismo des­critas por los hombres santos de Dios, los pregone­ros del Espíritu de Dios.
¿Se han cumplido estas predicciones desde que nuestro Señor Jesucristo sufrió en la cruz? ¿Se han cumplido después de su ascensión a la presencia del Padre en la gloria? ¿Está Cristo ejerciendo el mando real y la autoridad de tal? ¿Está ahora aquí en la tierra el reino prometido de justicia y paz, de poder y gloria?
Preguntas son estas que ocurren al leer estas predicciones divinas, y a las que se ha de contes­tar negativamente porque la obra de nuestro Señor Jesucristo, su obra como Rey, ni siquiera está co­menzada; Cristo no ha tomado aún posesión del reino prometido; todavía tal reino de gloria y poder no ha llegado a la tierra.

La Evidencia del Nuevo Testamento
El Nuevo Testamento presenta la evidencia com­pleta de que nuestro Señor no es Rey en toda la extensión de la tierra, y que su mando real es toda­vía cosa del porvenir. La opinión de que la Iglesia es el reino en que nuestro Señor Jesucristo rige co­mo Rey, y de que las predicciones del reino de glo­ria contenidas en el Antiguo Testamento están espiritualmente cumplidas en la Iglesia, no es sino pura invención. En ninguna de ellas hallamos que a la Iglesia se le llame el reino, ni tampoco que a Jesucristo se le designara nunca con el título de “Rey de la Iglesia”. Cristo es la cabeza de la Igle­sia, que es su cuerpo. El Nuevo Testamento espera aún por la llegada del reino. “Un hombre noble partió... para tomar para sí su reino, y volver” Le, 19.11-28. Cristo ocupa temporalmente el trono de su Padre, pues que habrá de tener un trono pro­pio suyo. “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria” Mt. 25.31; "Esperando lo que resta, hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies” He. 10.13; “Mas aun no vemos que todas las cosas le sean su­jetas” He. 2.8. Ninguna nación durante esta era es súbdita suya, ni los reinos de la tierra son suyos; más habrán de serlo, y entonces los cielos retumba­rán con atronadora algazara aclamando: “Los reinos del mundo han venido a ser los reinos de nuestro Señor, y de su Cristo: y reinará para siempre jamás” Ap. 11.15. Empero, esto pertenece al porvenir. Cuando el séptimo ángel toque la trompeta, cuando se abra el cielo y aparezca Él como el Rey de los reyes, coronado con muchas coronas (Ap. 19.11-16) entonces, y sólo entonces, tomará posesión de las naciones que le pertenecen por herencia legítima.

I.-La Manera en que Cristo Comienza su Obra Futura
El comienzo de su obra futura se revela en 1 Tesalonicenses 4.15-18. Esta Escritura contiene una grande y singular revelación ajena al Antiguo Tes­tamento. El Señor había hecho una promesa a los discípulos, diciéndoles: “Vendré otra vez, y os toma­ré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” Jn. 14.3. No les dijo de qué manera cumpliría su preciosa promesa. En la primera epís­tola a los Tesalonicenses el Señor detalla su vuelta al mundo para beneplácito de los suyos, y la manera en qué se cumplirá su promesa a los discípulos. Pro­mete descender de los cielos con un grito, clamando con voz recia; “TETELESTAI”—“¡Consumado es!” co-mo Cristo resucitado encontró a sus amados y dijo: “¡Salve!” El griego da sólo una palabra “CHAIRETE”—“¡Aleluya!” grito de resurrección, de alegría y victoria. “Subió Dios con júbilo, Jehová con sonido de trompeta” Sal. 47.5. La primera epís­tola a los tesalonicenses 4.16 nos dice que va a des­cender con un grito. Cristo penetró los cielos en su gloriosa ascensión y llegó a la presencia de Dios, su Padre. Algún día se levantará del puesto que ocupa en el trono de Dios, y saldrá marchando de la diestra del Monarca de las alturas para entrar en el tercer cielo. Volverá a penetrar los cielos, no ascendiéndolos sino bajándolos. Viene a llamar a sus santos para que se reúnan con Él; va a encontrarles, no en el Monte de las Olivas, ni en Jerusalén, ni en ningún otro punto terrenal; se encontrarán en los aires. Lo repetimos, esta revelación no se halla en la palabra profética del Antiguo Testamento, ni tampoco fue anunciada del todo por el Señor durante su ministe­rio terrenal. Según el pasaje que contiene esta reve­lación, al grito del Señor en su descenso por los aires seguirá la resurrección de los que murieron en la fe de Cristo; todos los santos de Dios se levantarán en cuerpo de sus sepulcros. Esto comprende tanto a los que creen en el Antiguo Testamento como a los que creen en el Nuevo. Cuando se oiga ese grito y resu­citen los justos, todos los que entonces vivan en la te de Cristo, serán llevados con ellos por nubes que los conducirán adonde en los aires esté el Señor aguardándoles. En obsequio de algunos, agregaremos que todos cuantos han aceptado al Señor como su salvador, que todos los que hayan recibido la vida eterna y el Espíritu de Dios, pertenecen, a Cristo; y su bienaventurada esperanza y su destino es ser lle­vados por nubes que los conduzcan adonde en los aires esté el Señor esperándoles. Hay quienes predican que para participar de este éxtasis se exi­gen ciertos requisitos, lo que dista mucho de ser exacto. Ningún culto, penitencia, reclusión u obra que hagamos podría hacernos dignos de acontecimien­to tan maravilloso. Por la gracia lo somos. En 1 Co­rintios 15.51 leemos: “He aquí, os digo un misterio: todos ciertamente no dormiremos, mas todos seremos transformados, en un momento, etc.” Ese “todos” quiere decir, todos Jos que sean de Cristo cuando El venga, aun cuando ignoren las verdades de la dispen­sación, aun cuando no estén esperándole; la circuns­tancia de pertenecerle y de estar redimidos con su preciosa sangre es título suficiente para ser llevados por las nubes adonde en los aires esté el Señor esperando.
De este doble séquito compuesto de santos que murieron y que resucitarán de entre los muer­tos, y de santos que viven y serán transformados en un instante y llevados a encontrarse con El, halla­mos una velada alusión en sus palabras en Juan 11. 25,26: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá (resurrección). Y todo aquel que viva [cuando Él venga] y cree en mí, no morirá eternamente (la transformación de los creyentes vivos). ¿Crees esto?” Nosotros podemos responderle, “Sí. Señor nuestro, creemos.” Tal vez no comprendamos bien los detalles de este aconte­cimiento glorioso que se efectuará súbitamente, pero bien podemos creer su promesa y esperar día por día su gloriosa ejecución. Esto constituye la bienaven­turada esperanza de la Iglesia. Por ella nos exhortan a esperar. Antes que El comience a juzgarnos, antes que puedan verificarse en la tierra las últimas esce­nas de tribulación y da ira. y antes de volver como el Rey de gloria a reclamar la herencia adquirida con su sangre. El bajará a los aires para encontrarse allí con su ejército redimido y participante de su herencia. Tal es el primer evento de su obra del porvenir.

Todo juicio será ejecutado por el Señor Jesu­cristo. “Porque el Padre a nadie juzga, mas todo el juicio dio al Hijo” Jn. 5,22, Hasta hoy Cristo no ha juzgado a nadie, ni tampoco ha sido su pueblo coro­nado ni premiado por su culto y su fe. Al encuentro de los santos en la presencia del Señor seguirá inmediatamente el tribunal de Cristo. “Porque todos hemos de estar ante el tribunal de Cristo” Ro. 14. 10. “Porque es menester que todos nosotros comparez­camos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que hubiere hecho por medio del cuerpo, ora sea bueno o malo” 2 Co. 5.10. Nadie que no esté redimido parecerá en este juicio, porque ellos no serán resucitados de entre los muertos, ni serán transformados. Este juicio concierne solamente a los creyentes, sin embargo, no decide de su salvación eterna. Esto quedó ya decidido cuando se hicieron creyentes en nuestro Señor Jesucristo. Las palabras del Señor en Juan 5.24 lo establecen terminante­mente así: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me ha enviado, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, más pasó de muerte a vida”; “Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” Ro. 8.1. La obra y el culto de su pueblo se juzgará por el Señor en el primer acto de juicio en su obra del porvenir. De esto leemos en 1 Corintios 4.5: “Así que, no juz­guéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual también aclarará lo oculto de las tinieblas, y manifestará los intentos de los corazones: y enton­ces cada uno tendrá de Dios la alabanza.”
Todo se declarará ante el tribunal de Cristo. Los pecados inconfesos cometidos durante la vida de los creyentes se sacarán a luz, y se descubrirán todas las cosas ocultas. Entonces las obras de los creyentes se diafanarán. “La obra de cada uno será manifestada: porque el día la declarará; porque por el fuego será manifestada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego hará la prueba. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa. Si la obra de alguno fuere quemada, será perdida: él empero será salvo, mas, así como por fuego” 1 Co.8. 13-15. El tiempo vendrá en que el pueblo de Dios re­cibirá sus premios y galardones. Entonces los após­toles, los fieles mártires, los abnegados misioneros y los siervos de Dios recibirán loores y premios por sus obras. El tribunal es la corte donde Cristo dicta sentencia. Por esta razón el apóstol escribió a los fieles Tesalonicenses: “Porque ¿cuál es nuestra es­peranza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No sois vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo en su venida? Que vosotros sois nuestra gloria y gozo” 1 Ts. 2.19,20. Y el apóstol Juan exhorta: “Y ahora, hijitos, perseverad en él; para que cuando apareciere, tengamos (los apóstoles y maestros) confianza, y no seamos confundidos de él en su venida” 1 Jn. 2.28. Todos los que creen en Cristo están salvados y go­zarán de una vida eterna, mas no todos reciben premios. Sus obras serán consumidas por el fuego de ese juicio por no ser más que madera, heno y hojarasca, 1 Co 3 12. A éstos no se les premiará mientras que los santos fieles que trabajaron y pres­taron culto, que se fatigaron siguiendo de cerca las huellas de Cristo, recibirán el fruto de su fiel abne­gación, pero cuáles sean estas recompensas ningún santo lo sabe.
Cuando se haya cumplido todo lo relativo a ese tribunal de Cristo, El llevará a los santos suyos a la casa del Padre para contemplar la gloria que Dios le ha dado, Jn, 17.24. Cristo se presentará la Iglesia a Sí mismo una Iglesia gloriosa, “que no tuviese mancha ni arruga, ni cosa semejante; sino que fuese santa y sin mancha" Ef. 5.27. Cristo presenta su Iglesia irreprensible delante de su gloria con gran­de alegría, Jud. 24.

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