sábado, 2 de febrero de 2013

La ley del Leproso y su purificación.


Prueba de lepra
Busquemos el sentido espiritual de este notable aspecto del diagnóstico sacerdotal y de la duda que po­dría surgir en cuanto a los síntomas de la enfermedad. ¿No puso Dios al hombre bajo vigilancia? ¿No le ha dado toda posibilidad de demostrar que no estaba ata­cado de "lepra"? La misma Biblia contesta.
Después de la primera manifestación del pecado, en el Jardín de Edén, que trajo la muerte a toda la raza humana, Dios puso al hombre a prueba provisto enton­ces de una conciencia por guía: ésta no impidió a Caín matar a su hermano Abel. Transcurrió el tiempo, Dios miró a la tierra; no había cosa ilesa en ella: "toda carne había corrompido su camino" (Génesis 6,12), y no hubo otra alternativa que destruir el mal por el diluvio. Una sola familia fue salvada: Noé y los suyos, pero no esta­ba inmune. Y otra prueba empezó; apareció una nueva clase de lepra que no tardó en cubrir la tierra: la idola­tría; detrás de los ídolos, Satanás se hizo adorar. En­tonces Dios llamó a Abraham y a sus descendientes, los apartó de las naciones idólatras; pero ¡ah! la misma mancha apareció. Raquel, la esposa de Jacob, la tenía escondida (Génesis 31,32-35). Se extendió más y más (Génesis 35,2-4), y al final, invadió a todo el pueblo de Israel: "escogeos hoy a quien sirváis —dice Josué— si ¿i los dioses a quienes sirvieron vuestros padres cuan­do estuvieron desotra parte del río, o a los dioses de los amorreos en cuya tierra habitáis... quitad, pues ahora, los dioses ajenos que están entre vosotros" (Jo­sué 24.15-23).
Una nueva prueba hizo Dios dando la Ley al hom­bre para que éste tratara de mejorarse; sin embargo ésta no prestó ningún socorro. Jehová miró desde los cielos sobre los hijos de los hombres por ver si había algún entendido que buscara a Dios. . . y he aquí lo que de­claró: "todos se desviaron, a una se corrompieron..." (Salmo 14,2-3), "desde la planta del pie hasta la cabe­za, no hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y po­drida llaga; no están curadas ni vendadas, ni suaviza­das con aceite..." (Isaías 1,6). La Ley no tenía los recursos para sanar las heridas: sacerdotes y levitas pa­saron de largo del herido (Lucas 10,31-32) y tampoco tenía el poder de cambiar el corazón del pecador (Jere­mías 17,9); por la Ley el pecado fue hecho sobremanera pecante (Romanos 7,13).
Por último una nueva prueba tuvo lugar: Dios en­vió a su Hijo bien-amado. Pero ¿quién lo hubiera creí­do? Apareció entonces la "lepra" más horrible que ja­más hubo: el hombre dio muerte al Señor. Las pruebas habían concluido, los resultados son terminantes; era inútil probar al hombre por más tiempo. En la inocen­cia, con su conciencia, con las promesas de Dios, con la Ley, con la presencia de Cristo en el mundo, con la gracia actual o con la gloria milenial futura, bajo esta séptuple prueba, el hombre en Adam no sana su "lepra" ni cambia su naturaleza: es pecador, sentenciado a muer­te, desechado. No hay más nada que decir: el gran Sa­cerdote ha declarado inmundo a todos los miembros de la raza humana... y a ti también, lector.
Sí, amigo lector, el gran Sacerdote te mira, escucha lo que te dice; te declara pecador perdido; no puedes replicar nada, y lo mejor que puedes hacer, es recono­cer tu estado pecaminoso. Has sido llevado ante la mira­da de Dios: El te vio, vio que la llaga de tu cuerpo era lepra, pero vio también que "el vello que brota de ti se había vuelto blanco" (vers. 4). ¿Qué significa esto? Que de ti sólo brota la muerte, a la que seguirá el jui­cio, y después de éste, la muerte segunda (Apocalipsis 20,14).

Gravedad del mal
Amigo, oye algo más todavía: "parece la llaga más profunda que la piel de la carne..." Pues, no es sola­mente un mal superficial el que te ha atacado, es mu­cho más hondo; su raíz está en tu corazón. Y a ese co­razón el gran Sacerdote lo ha declarado: "engañoso más que todas las cosas y perverso, incurable" (Jere­mías 17,9). Pareces no estar convencido de que tu caso es tan desesperado; no puedes comprender ni admitir que tu lepra está tan avanzada, que eres incurable; sin embargo, tal es tu condición. ¿Permitirás a la Palabra de Dios convencerte? Entre las actitudes que la Biblia refiere de personas convencidas de pecado, he aquí una: el gobernador romano Félix, con Drusila su mujer, al oír disertar a Pablo acerca de la justicia, de la templan­za y del juicio venidero, espantado le dijo: "ahora ve­te. . . pero cuando tenga oportunidad te llamaré" (He­chos 24,25). He aquí otra: "si alguno es oidor de la Pa­labra, pero no hacedor de ella, éste es semejante al hom­bre que considera en un espejo su rostro natural... y se va, y luego olvida cómo era "(Santiago 1,23-24). He aquí una tercera: "el que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la piedra contra ella... pero ellos al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los pos­treros" (Juan 8,7-9). He aquí una cuarta, la que tú de­bes elegir si eres consciente de tu estado irremediable­mente perdido: "viendo esto, Simón Pedro cayó de ro­dillas ante Jesús, diciendo: apártate de mí, Señor, por­que soy hombre pecador" (Lucas 5.8).
Hace algunos años mientras cenaba con un doctor que era toda una eminencia en asunto lepra, me contó que un joven había ido a consultarle unos días antes y le había mostrado en su mano una llaguita que no que­ría cerrar. El doctor le interrogó, le examinó la mano, y constató una llaga de lepra. Erguido y aparentemen­te en buena salud, casado y con dos hijos pequeños, el joven estaba a cien leguas de sospecharse leproso. Veo todavía correr las lágrimas del doctor mientras me con­taba este caso, tan intensa era su pena hacia el desdi­chado joven a quien debió declarar leproso... Cuánto mayor fue el dolor del divino Médico quien no se con­tentó con derramar lágrimas al ver al ser humano, su misma criatura, sumida bajo la esclavitud de la muerte, consecuencia del pecado, sino que "tomó nuestras enfer­medades y llevó nuestras dolencias" (Mateo 8,17; Juan 11,33-35).
Lector, nuestro sumo Sacerdote te ha declarado in­mundo: El no se equivoca, y además te ama mucho, demasiado, para pronunciar tan terrible veredicto si tu estado no lo comprobara. Su declaración —créelo— es la pura verdad; y su diagnóstico no cambiará mientras él mismo no te haya purificado. Puedes probablemente haber dicho: no tengo la menor idea de estar tan arrui­nado, ignoro que voy camino al infierno, tengo tiempo de arreglar todos estos asuntos... Tal vez tienes cono­cimiento de lo que sucedió al hermano Damien, quien durante largos años se dedicó a atender los leprosos de Molokai en las islas Hawai; durante mucho tiempo cum­plía su tarea gozando buena salud, pero una noche, mientras tomaba un baño de pie, le cayó agua hirviendo sobre los dedos; no sintió dolor alguno. Pero no tardó en ver aparecer ampollas: comprendió inmediatamente que había contraído la lepra; sabía que uno de los pri­meros síntomas es la pérdida de sensibilidad de las par­tes afectadas. Después de algunos años el hermano Da­mien murió enteramente cubierto por el mal incurable[1].
Se puede clavar una aguja sobre la parte afectada por la lepra sin que el enfermo sienta algo, la lepra le privó de toda sensibilidad, como el ser humano puede continuar en el pecado sin saber que es pecador, "su conciencia está cauterizada" (1. Timoteo 4,2); además "después de haber perdido toda sensibilidad, se entregó a la lascivia para cometer con avidez toda clase de im­pureza" (Efesios 4,19). En una predicación del Evan­gelio al aire libre en la esquina de una calle, se trataba de convencer a los oyentes de pecado; cuando un des­cabezado joven interrumpió al predicador: ¿del fardo del pecado habla usted? Pues yo no lo siento... y burlonamente agregó: ¿cuánto pesa el pecado? ¿Diez kilos, cien kilos?... Con calma y sabiduría el predicador con­testó: oiga joven, si usted colocara diez o cien kilos so­bre el pecho de un muerto, ¿lo sentiría?... No, porque está muerto, contestó... Pues es usted un muerto, pro­siguió el predicador, el que no siente el fardo de sus pecados está moralmente muerto.
El leproso sabe que es inmundo porque el sacerdote se lo dijo, como el ser humano sabe que es pecador por­que la Palabra de Dios se lo dice. ¿Cuál es la solución que Dios debe tomar por su parte? Cuando las autorida­des locales de las islas Hawai decidieron apartar a los leprosos a un terreno montañoso conocido con el nom­bre de Kalawao en las islas de Molokai, donde traba­jaba el hermano Damien, se dio el edicto que toda per­sona en quien se descubriera el más pequeño rasgo de lepra, joven o anciana, rica o pobre, de elevado rango o de clase humilde, fuese deportada de oficio. La ley fue ejecutada con el mayor rigor en todas las islas del ar­chipiélago hawaiano; todos los leprosos y aún los sos­pechosos de serlo fueron capturados: los hijos fueron arrancados de sus padres y los padres de sus hijos; ma­ridos y mujeres fueron separados para siempre. En nin­gún caso se hizo excepción, un pariente cercano de la reina de Hawai fue uno de los primeros en ser tomado y deportado[2].
Dios no es menos santo; he aquí precisamente lo que exige su santidad si el pecado no es quitado: mari­dos y mujeres, padres e hijos, amigos más queridos se­rán separados para siempre; "y Jehová habló a Moisés diciendo: manda a los hijos de Israel que echen del cam­pamento a todo leproso, así a hombres como a mujeres echaréis; fuera del campo los echaréis. . . y lo hicieron así los hijos de Israel y los echaron fuera del campa­mento como Jehová dijo a Moisés..." (Números 5,1-4) "Estarán dos en una cama, el uno será tomado, y el otro será dejado; dos mujeres estarán moliendo juntas: la una será tomada, y la otra dejada; dos estarán en el campo: el uno será tomado, y el otro dejado..." nos dice el evangelio (Lucas 17,34-37). "Mas los perros es­tarán fuera, y los hechiceros, los fornicarios, los homi­cidas, los idólatras, y todo aquel que ama y hace men­tira" (Apocalipsis 22,15). ¿Cuál será tu suerte, lector?

Llaga en la cabeza
Detengámonos un momento en los versículos 29 y 43 de nuestro capítulo, son de los más solemnes y de­berían hablar elocuentemente en los tiempos en que vi­vimos: "cuando algún hombre tuviere llaga en la cabeza o en la barba, el sacerdote mirará la llaga, y si viere que al parecer está más hundida que la piel, y que hay en ella pelo amarillento adelgazado, el sacerdote le de­clarará inmundo, el hombre es leproso; el sacerdote cier­tamente le declarará enteramente inmundo.
Podemos hallar un llamativo ejemplo de lepra en la cabeza en la persona del rey Uzías, quien, llevado por el orgullo tumefacto de su corazón, quiso ocupar el lu­gar que sólo pertenecía a los sacerdotes; "su corazón se enalteció para su ruina, porque se rebeló contra Jehová su Dios, entrando en el templo de Jehová para quemar incienso en el altar; y como resistía a los sacer­dotes, persistiendo en su intención, la lepra le brotó en la frente..." (2. Crónicas 26,16-20).

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No es siempre el orgullo el motivo de la lepra en la cabeza como en el caso de Uzías; una falsa doctrina, predicada muy sinceramente y con mucha humildad, es la "lepra" que muchos presentan hoy día: dichos "en­fermos" tienen su opinión propia, ignoran voluntaria­mente la Palabra de Dios o la interpretan a su modo de ver fiándose en su propia capacidad intelectual; y están muy lejos de creer que son "ciertamente inmundos". Sin embargo tal es la expresión que el Espíritu Santo em­plea aquí.
Entre los ejemplos de "lepra" que la epístola a los Corintios menciona, la hinchazón y la mancha lustrosa, encontramos también la que brotó en la cabeza: una falsa doctrina se había infiltrado entre ellos: "si se pre­dica de Cristo que resucitó de los muertos, ¿cómo dicen algunos de entre vosotros que no hay resurrección de muertos?" (1. Corintios 15,12). Otro ejemplo de la mis­ma "lepra" es notado en la segunda a Timoteo capítulo 2,17: "evita los discursos profanos y vacíos; porque los adictos a ellos avanzarán más y más en la impiedad; y su palabra carcomerá cual gangrena; de los cuales son Himeneo y Fileto, hombres que según la verdad se han descarriado, diciendo que la resurrección ha pasado ya... y de la manera que Jannes y Jambres resistieron a Moi­sés, también éstos resisten a la verdad, hombres corrup­tos de entendimiento...". Tal es la "lepra" de la cabe­za; ¡cuántos casos han surgido desde entonces; a nos­otros nos toca discernirlos: "no creáis a todos los espí­ritus —advierte el apóstol Juan— sino probad los espí­ritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas son salidos en el mundo" (1. Juan 4,1; 2. Pedro 2,1).

¡Inmundo, inmundo!
"Y el leproso en quien hubiere llaga llevará vesti­dos rasgados y su cabeza descubierta y embozado pre­gonará: ¡inmundo, inmundo! Todo el tiempo que la lla­ga estuviere en él será inmundo, estará impuro y habi­tará solo; fuera del campamento será su morada" (vers. 45-46).
Estas palabras desgarradoras expresan la realidad en que se encuentra el pecador. Posiblemente antes hu­biera podido ocultar la lepra con su ropa; pero ahora esos vestidos deben ser rotos, nada podía disimular su mal: "todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de Aquel a quien tenemos que dar cuenta" (He­breos 4,13). Cuando Adam vio por primera vez su man­cha de lepra trató de cubrirla con hojas de higuera; pero ¡qué inútil fue! Al venir Dios en su busca se ve obli­gado en confesar: "oí tu voz en el huerto, y tuve miedo porque estoy desnudo y escondíme" (Génesis 3,10). ¡Desgraciado es el pecador que quisiera contestar con una mentira como Caín a quien Dios pregunta: "¿dónde está tu hermano Abel?" al que acaba de matar: "no sé, ¿soy yo guarda de mi hermano?" (Génesis 4,9).
¡Pobre pecador! tus vestidos están deshechos, tus justicias, tus buenas obras son como trapos de inmundi­cia ante Dios (Isaías 64,6). Cada mancha de pecado, la más pequeña y aún la que "el espíritu de celos" de un hombre haría suponer contra su mujer (Números 5. 14- 18), se muestra enteramente a la mirada divina; Dios mismo ordena quitar el velo con que la podría ocultar: "hará el sacerdote estar en pie a la mujer, y descubrirá su cabeza..." Estos ejemplos nos revelan la posición más espantosa en que el ser humano se halla ante Dios; entre ti, lector, y los cielos no hay ningún abrigo, toda la cólera de un Dios que odia el pecado está sobre ti (Juan 3:36), mientras un feliz rescatado puede excla­mar: "tú pusiste a cubierto mi cabeza" (Salmo 140,7). Amado lector, ¿estás al abrigo de la ira de Dios, o bien el ojo divino no ve sino manchas que su santidad debe castigar?
"Y embozado pregonará: ¡inmundo, inmundo!..." (vers. 45). Su cabeza debe permanecer desnuda, en cambio el leproso debe taparse la boca; el mismo aliento del enfermo no puede sino contaminar a su semejante: "sepulcro abierto es su garganta, con su lengua enga­ñan; veneno de áspides hay debajo de sus labios, su boca está llena de maldición y de amargura" (Romanos 3,13- 14). Ni la menor insinuación puede sugerirse para que, por los propios esfuerzos de un ser cuya presencia es intolerable, una esperanza de vida surja en el seno de un semejante estado de muerte. Hay solamente un grito, grito triste y doloroso que emite en forma de adverten­cia: ¡inmundo, inmundo! Y ¡qué locura la pretensión de un pecador ostentar santidad cuando de su propio alien­to no sale sino corrupción! ¿No es más bien ser "seme­jantes a sepulcros blanqueados, que de afuera a la ver­dad se muestran hermosos, mas de dentro están llenos de huesos de muertos y de toda suciedad?" (Mateo 23, 27); "muertos en delitos y pecados.." Tal es la verdad "hiede ya que es de cuatro días" (Juan 11,39).

Totalmente cubierto
"Mas si brotare la lepra cundiendo por la piel, de modo que cubriere toda la piel del llagado, desde la ca­beza hasta sus pies, hasta donde pueda ver el sacerdo­te, entonces éste le reconocerá; y si la lepra hubiere cubierto todo el cuerpo, declarará limpio al llagado: to­da ella se ha vuelto blanca y él es limpio" (vers. 12-13).
Nos hallamos aquí en presencia de una declaración de las más extraordinarias. Cuando algunos meses o al­gunos años atrás el enfermo fue llevado al sacerdote teniendo solamente una pequeña hinchazón, unas cos­tras o una mancha lustrosa, éste lo había declarado in­mundo: tuvo entonces que salir fuera del campamento. Hoy que se halla totalmente cubierto de lepra, el sacer­dote le declara limpio. ¡Verdad que es extraño esto! ¿Qué significa?
¡Ah, es un pobre pecador que nada puede alegar en favor suyo! Gracias a Dios, son muchos los ejem­plos que su Palabra nos da de "leprosos" enteramente cubiertos. "Sucedió que estando él en una de las ciu­dades se presentó un hombre lleno de lepra, el cual vi­niendo a Jesús, se postró con el rostro en tierra y le rogó diciendo: Señor, si quieres puedes limpiarme. En­tonces, extendiendo él la mano le tocó diciendo: quiero, sé limpio. Y al instante la lepra se fue de él" (Lucas 5, 12,13). Nadie que esté lleno de lepra ni lleno de pe­cado necesita esperar más tiempo para ser limpiado. Ved otro ejemplo: "apártate de mí, Señor, porque soy hom­bre pecador" exclama Simón Pedro al descubrir por pri­mera vez, en presencia del Señor, que es enteramente pecador (Lucas 5,8). No podéis agregar nada más en un recipiente que desborda, como nada bueno cabe en un hombre lleno de pecado: pero el Señor está aquí para remediar dicha condición. El pecador consciente de ser­lo descubre la diferencia que existe entre él y Dios san­to. Oíd uno de los malhechores crucificado al lado de Jesús que piensa que Cristo es como él o él como Cristo: "si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros también" ¡tremenda injuria! Oíd ahora a su compañero: "¿ni aún tú temes a Dios estando en la misma conde­nación? Nosotros a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos, mas éste ningún mal hizo" (Lucas 23.39-43). He aquí la confesión ce un pecador perdido, que se reconoce en­teramente cubierto de "lepra" y que discierne la dife­rencia que hay entre él y el Cristo.
"¡He pecado contra el cielo y contra ti!" exclama el hijo pródigo en presencia de su padre... Pero en casa, en la mesa, aprende algo más todavía sobre su condi­ción anterior; de los labios mismos de su padre puede oír estas palabras: "éste mi hijo muerto era, y ha revivi­do; habíase perdido, y es hallado" (Lucas 15, 18-20).
"Sé propicio a mi pecador. . ." exclama el publicano en presencia da Dios (Lucas 18,13). "Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de él, a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume..." (Lucas 7,37-50).
"He aquí que yo soy vil, ¿qué te responderé? Mi mano pongo sobre mi boca... (Job 39,37). Entonces dije: ¡ay de mi! que soy muerto; que siendo hombre in­mundo de labios y habitando en medio del pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al rey Jehová de los ejércitos" (Isaías 6,5). "Yo reconozco mis rebe­liones, y mi pecado está siempre delante de mí, purifí­came con hisopo y seré limpio; lávame y seré emblan­quecido más que la nieve" (Salmo 51,2-7).
Todos estos ejemplos son idénticos y concluyentes: Pedro, Pablo, David, Isaías. Job, etc., todos siguieron el mismo camino, todos descubrieron que eran "leprosos", llenos de lepra, desde la mollera hasta la planta de su pie; ninguno de ellos está en el cielo mediante sus bue­nas obras. Pues bien, lector, ¿podrías tú hallar éxito don­de todos fracasaron? Todos estaban perdidos, camino al infierno, condenados; y vencidos tomaron el lugar en que el hombre debe estar ante Dios para obtener el per­dón y la salvación. Es al ocupar este mismo lugar que hallarás la limpieza de tus pecados: "Yo sé que en mi no mora el bien. . . ¡Miserable hombre de mí! ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte? Gracias doy a Dios por Jesucristo Señor nuestro" (Romanos 7,24). Feliz el pecador que puede exclamar: "cantaré delante de los hombres y diré: pequé y pervertí lo recto, pero a mí no me fue recompensado así, antes, él ha redimido mi al­ma para que yo no pasase al hoyo, y mi vida ve ya la luz" (Job 33,27).
Entre la falange de rescatados que entrará en el cielo, será imposible hallar una sola persona que pueda decir: me limpié por mis propios medios... he venido aquí por mis buenas obras. El cántico allá arriba, sólo exaltará la inmensa gracia de Dios que por la obra re­dentora cumplida en la cruz, abrió la fuente que limpió nuestra lepra.
¡Ven, lector, ven ahora tal como eres ante el Sacer­dote lleno de gracia... El te espera; más aún. El te lla­ma: "venid luego, y estemos a cuenta; si vuestros peca­dos fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana" (Isaías 1,18). Dios sabe que estás lleno de lepra, pero es a ti a quien corresponde recono­cerlo, y tomar el lugar de un pecador perdido...

Nueva aparición
Todavía una palabra más mientras consideramos al leproso totalmente cubierto de su mal, leemos: "mas el día que apareciere en él la carne viva, será inmundo y el sacerdote mirará la carne viva, y lo declarará inmun­do, es inmunda la carne viva, es lepra" (vers. 14-15).
Esta nueva aparición de la carne viva en el leproso representa el caso de un individuo que reconociéndose pecador continúa viviendo en el pecado; está todo cu­bierto de lepra, pero la "carne viva", es decir el pecado, está en actividad en él. Sorprende hallar en las Escri­turas tales casos, y no pocos; al lado de los que toma­ron sinceramente el lugar de pecadores delante de Dios, obteniendo los efectos de una amplia gracia, hallamos quienes como el rey de Egipto, Faraón, dicen: "he pe­cado esta vez; Jehová es justo, yo y mi pueblo somos impíos" (Exodo 9,27; 10,16); o como Balaam: "he pe­cado, porque no sabía que tú te ponías delante de mí en el camino" (Números 22,34); o Acán: "verdaderamen­te yo he pecado..." (Josué 7,20); o Saúl: "yo he peca­do, porque he quebrantado el mandamiento de Jehová" (1. Samuel 15,24). Estos, a pesar de haber reconocido su pecado, cayeron bajo el castigo de Dios; admitieron que eran pecadores, mas su "carne" continuaba viva, el pecado seguía en actividad en ellos, no demostraron odio por él ni deseaban abandonarlo; no estaban verda­deramente arrepentidos. Son los que en el Nuevo Tes­tamento "hollaron al Hijo de Dios, tuvieron por inmun­da la sangre del testamento en la cual fueron santifica­dos, hicieron afrenta al Espíritu de gracia... el postrer estado de ellos viene a ser peor que el primero" (He­breos 10,29; 2. Pedro 2,20-21); "el espíritu inmundo" los había dejado por un tiempo, pero volvió con siete espíritus peores que él (Lucas 11,24).
Es solemnemente instructivo constatar las alterna­tivas de odio y remordimiento en el rey Saúl; pero el remordimiento no es el arrepentimiento que va apareja­do con la fe. El arrepentimiento se vuelve contra el pe­cado, la fe hacia Dios. Si conozco la maravillosa gracia de Dios que me tomó a mi pobre pecador, y que, en mi triste condición me purificó, me perdonó y me llevó hacia sí, esta gracia me hace desear ardientemente vivir en una santa conducta en la cual el pecado no tenga más dominio sobre mí: "porque el pecado no se enseño­reará de vosotros, pues no estáis bajo la ley sino bajo la gracia" (Romanos 6,14); tenéis el poder que os da la Gracia, y no el débil instrumento que os presta la Ley. Mas si dejo que el pecado actúe libremente en mí, de­muestro que soy extraño a la gracia de Dios que me purificó y perdonó, "porque el que practica el pecado es del diablo" (1. Juan 3,8).
Esto no significa que después de haber sido salvos no pecaremos más, el mismo apóstol escribe previniéndonos de cometer este error: "si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros" (cap. 1,8). Observemos que no engañamos a Dios; El bien sabe que tenemos pecado; ni a nuestros semejantes, ellos bien lo ven, sino sola­mente a nosotros mismos. Por otra parte la "carne viva" que aparece, no significa que si pecamos es prueba de que nunca fuimos salvos; ¡cuántas veces el diablo ha atormentado a jóvenes cristianos con esa clase de te­mor! Sucede que una oveja puede caer en un foso y en­suciarse mucho, pero no por esto deja de ser una oveja: será una oveja desgraciada hasta que salga y limpie su vellón; en cambio una cerda se deleitará en el sucio ba­rro del foso: a ésta le gusta la suciedad, aquella en cam­bio le tiene aversión.
La diferencia proviene de dos naturalezas distintas que no pueden cambiar ni mezclarse jamás, y que tene­mos en nosotros: la vieja, adámica, que por la cruz po­demos tener por muerta al pecado (Romanos 6,11); y la nueva, que es Cristo en nosotros: "a todos los que le recibieron dióles potestad de ser hechos hijos de Dios, a los que creen en su nombre: los cuales no son engen­drados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de volun­tad de varón, mas de Dios" (Juan 1,12-13). Todo aquel que ha nacido de nuevo está limpio desde adentro: "ya vosotros sois limpios por la palabra que os he hablado" (Juan 15,3); "mas ya sois lavados, mas ya sois santifi­cados, mas ya sois justificados en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios" (1. Corintios 6,11). Dios nos ha comunicado una nueva naturaleza, pura y santa que tiene horror al pecado y lo rechaza: "muy amados —escribe Juan— ahora somos hijos de Dios..." Esta es nuestra nueva naturaleza "y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser, pero sabemos que cuando él apareciere, seremos semejantes a él, y cualquiera que tiene esta esperanza en él, se purifica como él también es limpio" (1. Juan 3,2). Si el que ha nacido de nuevo y que tiene esta esperanza ha caído en un pecado, no se sentirá feliz hasta que haya sido lim­piado y restaurado: "ten piedad de mí oh Dios —excla­ma David caído— conforme a tu misericordia; confor­me a la multitud de tus piedades, borra mis rebelo­nes".. "si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados y nos lim­pie de toda maldad" (Salmo 51,1; 1. Juan 1,9).



[1] Héroes Misioneros en Oceanía.

[2] Obra Citada

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