Capítulo 2
El apóstol entra ahora en el tema de aquellos que profesaban creer que Jesús era el Cristo, el Señor. Antes, en el capítulo 1, él había hablado de la nueva naturaleza en conexión con Dios; aquí la profesión de fe en Cristo es puesta en presencia de la propia piedra de toque, es decir, de la realidad de los frutos producidos por ella, en contraste con este mundo. Todos estos principios —el valor del Nombre de Cristo, la esencia de la ley tal como Jesús la manifestó, la ley de la libertad— son considerados para juzgar la realidad de la vida espiritual, o para convencer al profesante de que no la poseía. Dos cosas son reprobadas: la consideración de la apariencia exterior de las personas (v. 1-13), y la ausencia de obras como prueba de la sinceridad de la profesión (v. 14-26).
En primer lugar, pues, el apóstol censura la consideración de la apariencia exterior de las personas (v. 1-4): se profesa que se tiene fe en el Señor Jesús (v. 1) y, no obstante, ¡se está animado por el espíritu del mundo! El Espíritu responde: Dios ha escogido a los pobres para que sean ricos en fe y herederos del reino (v. 5). Los profesantes les habían menospreciado; estos hombres ricos blasfemaban el Nombre de Cristo y perseguían a los cristianos (v. 6-7).
En segundo lugar, Santiago apela al resumen práctico de la ley de la que Jesús había hablado, la ley real (v. 8). Se violaba la ley misma al favorecer a los ricos (v. 9), y la ley no consentía ninguna infracción de sus mandamientos, porque estaba en juego la autoridad del legislador (v. 10-11). Si uno menosprecia a los pobres, por cierto que no ama al prójimo como a sí mismo.
En tercer lugar, se debe andar como aquellos cuya responsabilidad es medida por la ley de la libertad, como aquellos que, teniendo una naturaleza que saborea y gusta lo que es de Dios, están liberados de todo lo que le era contrario a él; de manera que no pueden excusarse si admiten principios que no son los de Dios mismo. Esta participación de la naturaleza divina introduce naturalmente el pensamiento de la misericordia, merced a la cual Dios mismo se glorifica. El hombre que no muestra misericordia se verá objeto del juicio sin misericordia (v. 12-13).
La segunda parte del capítulo se relaciona con este pensamiento acerca de la misericordia, pues Santiago inicia su disertación sobre las obras, como pruebas de la fe, hablando de esta misericordia que responde a la naturaleza y al carácter de Dios, atributos de los cuales el verdadero cristiano, como nacido de Dios, ha sido hecho partícipe. La profesión de tener fe sin esta vida —cuya existencia se prueba por obras— no puede beneficiar a nadie. Esto es muy sencillo. Digo la profesión de tener fe, porque la epístola lo dice: “Si alguno dice que tiene fe” (v. 14). He ahí la llave de esta parte de la epístola: se dice tener fe, pero ¿dónde está la prueba de ella? En las obras. De esta manera las emplea el apóstol. Un hombre dice que tiene fe. Pero la fe no es una cosa que podamos ver. Por eso decimos con razón: “Muéstrame tu fe” (v. 18). Lo que el hombre requiere es la evidencia de la fe; solamente por sus frutos podemos hacer visible ante los hombres la existencia de la fe, pues la fe en sí misma no se ve. Pero si tengo esos frutos, entonces seguramente tengo la raíz, sin la cual no podría haber frutos. De modo que la fe no se muestra a los demás ni puede ser reconocida sin que medien las obras, pero las obras, frutos de la fe, prueban la existencia de la fe (v. 14-18).
Lo que sigue muestra que la fe muerta de la que habla Santiago es la profesión de una doctrina, quizás verdadera en sí misma. Él supone que se reconocen ciertas verdades, pues es una verdadera fe la que tienen los demonios en cuanto a la unidad de Dios; ellos no dudan al respecto, pero no hay nada que ligue sus corazones a Dios por medio de una nueva naturaleza. ¡Muy lejos de ello!
Pero el apóstol confirma esto por el caso de hombres en quienes la oposición con la naturaleza divina no es tan evidente. La fe, esa fe que reconoce solamente la verdad con respecto a Cristo, está muerta sin obras, es decir, que una fe que no produce frutos está muerta (v. 20).
Vemos (v. 16) que la fe de la cual habla el apóstol es una profesión desprovista de realidad; el versículo 19 muestra que puede ser una certidumbre, sin fingimiento, de que lo que se cree es verdad; pero la vida engendrada por la Palabra, vida por la cual queda establecida una relación entre el alma y Dios, falta por completo. Como esta vida proviene de la simiente incorruptible que es la Palabra, es de la fe afirmar que, habiendo sido engendrados por Dios, tenemos una nueva vida. Esta vida actúa, es decir, la fe actúa conforme a la relación con Dios en la cual ella nos coloca, generando obras que emanan naturalmente de ella y que dan testimonio de la fe que las produjo.
Desde el versículo 20 hasta el final del capítulo, él presenta una nueva prueba de su tesis, fundada en el último principio que acaba de enunciar. Y las pruebas que da de la demostración de la fe por las obras nada tienen que ver con los frutos de una naturaleza amable, porque hay frutos amables que produce la propia criatura pero que no provienen de una vida que tenga su origen en la Palabra de Dios, mediante la cual él nos engendra. Los frutos de los que habla el apóstol dan testimonio, por su propio carácter, de la fe que las produjo. Abraham ofrendó a su hijo (v. 21); Rahab recibió a los mensajeros de Israel, asociándose así al pueblo de Dios cuando todo se le oponía y separándose de su propio pueblo por la fe (v. 25). Todo sacrificado por Dios, todo abandonado por Su pueblo antes de que éste hubiera obtenido tan sólo una victoria, y ello mientras el mundo tenía su pleno poder: así son los frutos de la fe.
El uno se atenía a Dios y le creía de la manera más absoluta, en contra de todo lo que hay en la naturaleza o en aquello en lo cual la naturaleza puede apoyarse; la otra reconocía al pueblo de Dios cuando todo estaba en contra de éste; pero ni el uno ni la otra eran el fruto de una naturaleza amable o de por sí naturalmente buena, según lo que los hombres llaman buenas obras. El uno era un padre a punto de dar muerte a su hijo; la otra era una mujer pecadora que traicionaba a su patria. Por cierto cumpliose la Escritura que dice que Abraham creyó a Dios (v. 23; véase también Génesis 15:6). ¿Cómo habría podido obrar como lo hizo, si no le hubiese creído? Las obras pusieron el sello sobre su fe, y la fe sin obras sólo es, como un cuerpo sin alma, una forma exterior desprovista de la vida que la anima. La fe actúa en las obras (pues sin ella las obras son una nulidad, no son las de una vida nueva), y las obras completan la fe que actúa en esta vida, produciéndolas; porque a pesar de la prueba, y en la prueba, la fe está activa en esta nueva vida. Las obras de ley no tienen parte alguna en la vida. La ley exterior que exige no es una vida que produce (aparte de esta naturaleza divina) esas santas y amantes disposiciones que tienen por objeto a Dios y a su pueblo y para las cuales nada más tiene valor.
Se notará que Santiago nunca dice que las obras nos justifican ante Dios, porque Dios puede ver la fe sin sus obras. Cuando está la vida, él lo sabe. La fe se ejerce con respecto a él, hacia él, por la confianza en su Palabra y en él mismo, recibiendo su testimonio a través de todo, a pesar de todo, por dentro y por fuera. Ésta es la fe que Dios reconoce. Pero cuando se trata del hombre, cuando tiene que decirse “muéstrame” (v. 18), entonces la fe, la vida, se muestran por medio de las obras.
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