Asimismo
que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con
peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas
obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad. (1Timoteo 2:9-10)
Vuestro atavío
no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos
lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un
espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios. (1Pedro
3:3-4)
Afuera y adentro
El atavío es la compostura de uno. Es su
traje. Es un tema que obliga tanto al varón cristiano como a la mujer, y de
ninguna manera debemos pensar que se limita a unas pocas prendas o estilos
pasajeros del vestir femenino que apelan o molestan a un grupo u otro en cada
sociedad. Nuestro atavío por fuera muestra cómo estamos por dentro.
Alguien dirá, entonces, que no hay por qué
ocuparnos de lo que conviene y no conviene en cuanto a la ropa, los adornos y
los arreglos del cuerpo, sino limitar nuestra atención a la devoción a Cristo.
Hay algo de cierto en esto, y nunca debemos pensar que un atavío conservador o
convencional por fuera sea prueba irrefutable de una gran espiritualidad por
dentro.
Pero aun en cosas de la salud corporal,
tenemos que ocuparnos de los síntomas. Por ejemplo, la ciencia médica nos dice
que la Vitamina C ataca las evidencias del resfriado, y no las causas. ¡Pero no
por esto dejamos de tomar algo para aliviarnos de una fuerte gripe! O, al encontrarnos
con severos dolores abdominales, sabemos que el problema está adentro, pero
comenzamos por definir cómo se nos manifiesta en los sentidos.
“Sois mis testigos”
Tanto Pablo como Pedro dejan en claro la
relación estrecha entre el atavío afuera y el ornato adentro. El contraste en 1
Timoteo es entre el atavío exterior y la piedad manifestada en las buenas
obras. En 1 Pedro el contraste es entre el atavío externo y el espíritu afable
y apacible por dentro.
Pablo trata el tema como el primero de tres
enseñanzas para las mujeres:
En los versículos 9 y 10 de 1
Timoteo 2 (los versículos citados), él ve la mujer en público, comportándose
“como corresponde a mujeres que profesan piedad”.
En los versículos 11 al 14, habla
de ella en la asamblea, en silencio, sin ejercer dominio.
En el versículo 15 ella está en
el hogar, entre sus hijos, manifestando fe, amor
y santificación.
y santificación.
¡Y cuán grande es su influencia en todas tres
esferas! Ella, mucho más que el varón, cuenta con excelentes oportunidades para
honrar y manifestar a Cristo simplemente por su manera de ser, sin que diga
palabra alguna.
Pedro trata el tema en el contexto de la
relación matrimonial. La secuencia de sus ideas es:
1.
vuestros maridos;
2.
vuestra conducta;
3.
vuestro atavío.
Otra vez, el trasfondo es la influencia
silenciosa de la mujer. Aquí también el escritor comienza hablando de lo que la
gente ve por fuera, pero termina hablando de lo que Dios ve por dentro. La
conducta de las esposas, dice, es de grande estima delante de Dios.
Así que, es cierto que el varón cristiano
puede aprender de estos pasajes en cuanto a cómo debe vestirse y adornarse,
pero es evidente que el Espíritu Santo percibe el problema como de especial
relevancia a nuestras hermanas en Cristo. No es simplemente una cuestión de lo
que ellas no deben hacer, sino de lo que es su privilegio ser y hacer.
El tema se divide en tres: la ropa, el
peinado y los adornos. A su vez, el asunto de la ropa se divide entre el costo,
el buen gusto y el pudor.
La ropa: Gasto necesario
Hablemos primeramente del costo, aun de la
ropa más decente. Las primeras preguntas que se hace el creyente, mujer o
varón, son: ¿Cuánto debo invertir en vestimenta? Por legítimo que sea esta
prenda, ¿hace falta, o puedo emplear mejor lo que Dios me ha dado?
“No es afanéis... por vuestro cuerpo, qué
habéis de vestir”, nos mandó el Señor, pero lo hacemos. Que aprendamos de los
lirios del campo (que crecen en el lodo, por cierto); ni aun Salomón con toda
su gloria se vistió así como uno de ellos. Acordémonos de lo que dijo Job acerca
del impío: “Aunque prepare ropa como lodo, es el justo que se vestirá, y el
inocente repartirá la plata” (Job 27:16).
Somos administradores de bienes ajenos,
responsables por lo que Dios nos ha permitido custodiar. “Se requiere de los
administradores, que cada uno sea hallado fiel”, 1 Corintios 4.1. “Cada uno
según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos
administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 Pedro 4.10).
“Los closets de algunos cristianos parecen
ser tiendas de ropa”, escribió un hermano. “A veces les encontramos de viaje, y
un palo tendido encima del asiento trasero de su lujoso vehículo guarda un muestrario
de blusas, camisas, trajes y vestidos que compite con lo que puede ofrecer un
vendedor viajero que atiende a los boutique de la alta sociedad. ¿Por qué lo
hacemos? ¿No es asunto de vanidad? Nos complace que otros nos feliciten por
nuestro buen gusto, nuestra apariencia, nuestra conformidad con las modas del
momento. Por orgullo propio, robamos a Dios”. [William McDonald; Algunos conceptos expresados en este artículo
figuran también en un escrito de este mismo destacado autor norteamericano].
La ropa: Buen
criterio
1 Timoteo habla de “pudor y modestia”, o
“recato y sobriedad”, o “sencillez”. Tradúzcanse las frases como quiera, pero
hay dos ideas: no sólo la de no ser escandaloso, sino también la de usar buen
juicio.
Si en traje mundanal me visto,
¿Cuál
loor el mundo me dará?
No todos disponen del dinero necesario como
para comprar toda la ropa que podrían justificar, pero todos pueden ejercer
cuidado en cuanto a qué compran, cómo lo ponen y cómo lo cuidan. El cristiano
debe adornar la doctrina. Si por un lado no debe llamarse la atención a sí por
lo lujoso o lo indecente de su vestimenta, tampoco debe llamar la atención por
su dejadez o desaseo.
Alguien dijo con acierto que el desaliño es
una ofensa contra el Espíritu Santo. (¡También lo es el mal olor del cuerpo!)
El decoro cristiano cubre la desnudez, defiende contra el frío, reconoce el
problema del calor y protege contra el daño. Pero intenta no llamar la atención
a uno mismo. Siempre habrá discrepancias de criterio y malas interpretaciones
de nuestros motivos. Tengamos presente que ni aun Cristo se agradó a sí mismo.
Nuestro atavío no debe gritar: “¡Mírenme a mí!”
(Continuará)
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