sábado, 2 de febrero de 2013

Andar por la Fe (Hebreos 11)


Caín ofreció a Dios lo que había logrado cosechar con el sudor de su frente, presentaba a Dios el fruto de su tra­bajo. Esto no procedía de un hombre carente de religión, pues sacrificaba a Dios, adoraba al Señor; y, sin embargo, fue desechado del todo. ¿Por qué? Porque su culto estaba fundado sobre algo que no era la fe. Siendo pecador, estando excluido del paraíso, Caín se acercaba a Dios como si todo estuviese en orden, como si el pecado y la rebeldía no existiesen, y hay muchos que obran a seme­janza de Caín, creyendo que, con una naturaleza caída, pueden rendir culto a Dios, pueden rendirle homenaje. ¿Y cuál era el presente de Caín? Aquella misma cosa que llevaba impreso el sello de la maldición. En efecto, Dios había dicho: "...Maldita sea la tierra por tu causa; con trabajo comerás de ella todos los días de tu vida, y te pro­ducirá espinos y abrojos, y comerás de las plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste toma­do..." (Génesis 3:17-19).
Caín ofreció el fruto de la tierra maldita... A esto puede llegar un hombre que se figura poder «cumplir con sus obligaciones religiosas», como suele decirse; obrando así, olvidaba por completo su condición real: la de ser un pecador sobre quien descansa la condenación y la muer­te.
Abel, en cambio, obró de modo muy distinto: trajo un cordero degollado, sacrificado; aproximóse a Dios por medio de la muerte (en principio, por medio de la expia­ción de Cristo). Entre Dios y él coloca el testimonio de un sacrificio, del cual había sido provisto y lo ofrece por fe. Antes de que la obra del Señor Jesucristo fuese cumplida, fue revelado que ésta sería llevada a cabo. Para valerme de un ejemplo, es como si yo dijere a alguien que está encarcelado por deudas: «Amigo, ¡yo pagaré todas tus deudas!» De semejante modo, todo lo que (de la obra redentora de Cristo) nosotros gozamos ahora como de cosa cumplida, no era en aquel tiempo más que un objeto de esperanza. Según está escrito: "... (Cristo) a quien Dios ha propuesto como sacrificio expiatorio, por medio de la fe en su sangre, para manifestación de su justicia, a causa de la remisión de los pecados cometidos anteriormente, en la paciencia de Dios; y para manifestación de su jus­ticia en el tiempo actual; para que él sea justo, y justi­ficador de aquel que tiene fe en Jesús" (Romanos 3:25- 26). Ahora no miramos hacia un sacrificio futuro; o, para volver a nuestro ejemplo, no tenemos sólo la promesa de salir de prisión: estamos fuera ya. Tenemos el testimonio de que es cosa hecha, y el Espíritu Santo es el sello de dicho testimonio. El Espíritu Santo no puede dar otro testimonio a nuestras almas sino el de que todo está cumplido, que la deuda está pagada, la puerta abierta y la obra consumada.
En 1 Pedro 1:11-12, se nos habla de dos cosas: "de los padecimientos que durarían hasta Cristo, y de las glorias que los seguirían". Los creyentes del Antiguo Testamen­to esperaban ambas cosas; pero, en cuanto a nosotros, estamos situados entre las dos; los padecimientos de Cristo quedan atrás y esperamos las glorias. El Espíritu Santo ha sido enviado en el intervalo para testificar de una redención que está cumplida perfectamente. Dicha redención, pues, no es para nosotros un mero objeto de esperanza; no esperamos que nuestros pecados sean borrados: ya lo están. Éste es el fundamento sobre el cual descansamos. Dios también, al aceptar la obra redentora de su Hijo, descansa en ella, un motivo aún para nuestra paz.

"Por fe Enoc fue trasladado para que no viese la muerte; y no fue hallado, porque le había trasladado Dios: porque antes de su traslación le fue dado tes­timonio de que agradaba a Dios" (v. 5).
El andar de Enoc nos presenta en sí mismo algo más profundo aun; pues, naturalmente, cada cristiano no es arrebatado al cielo como Enoc y Elias lo fueron. Lo que podemos apreciar en el andar de Enoc, es que no sólo podemos acercarnos a Dios (la fe no nos manifiesta úni­camente esto), sino que en adelante existe algo que ha echado la muerte completamente a un lado. Ahora, la muerte es nuestra; ya no existe como «rey de los terro­res». Todas las cosas son nuestras; la vida es nuestra y la muerte es nuestra, porque nosotros somos de Cristo, y Cristo es de Dios (1 Corintios 3:22-23).
En Enoc hallamos un caminar con Dios; un poder de vida con Dios, tal que la muerte no aparece. La vida del Hijo de Dios es nuestra, no solamente su muerte. No sólo existe la preciosa verdad de que un sacrificio fue cum­plido de tal modo que da paz a nuestras almas, sino que todo el poder de Satanás ha sido destruido por medio de la muerte. Dios permite que Satanás haga todo el mal que pueda, y todo cuanto podía hacer el "príncipe de este mundo", tuvo que soportarlo pacientemente el Hijo de Dios, y así El le ha aniquilado.
"He sido crucificado con Cristo; sin embargo vivo; mas no ya yo, sino que Cristo vive en mí; y aquella vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó, y se dio a sí mismo por mí" (Gálatas 2:20).
"Por lo cual estamos siempre confiados; y sabemos que mientras estamos presentes en el cuerpo, ausen­tes estamos del Señor... y deseosos más bien de ausentarnos del cuerpo y estar presentes con el Señor" (2 Corintios 5:6 y 8).
Como creyentes, lo que esperamos, no es ser "desnu­dados" (despojados del cuerpo), sino ser "revestidos" (para que lo que en nosotros es mortal sea absorbido por la vida); pero si morimos, la vida que poseemos perma­nece intacta y estamos "presentes con el Señor".
Dos cosas hay que la fe reconoce y que me son mos­tradas aquí: primero, la sangre de la expiación por la cual es abolido el pecado; luego, un poder de vida no sólo como pueblo de Dios, sino con Dios. De lo cual se desprende que el poder de la muerte ya no existe. Estamos identi­ficados con un Cristo viviente, ya que somos salvados por la muerte de Cristo.
Ni en el caso de Abel, ni en el de Enoc se hace mención de "condenar al mundo"; Dios "atestigua respecto a los dones" de uno, y el otro "anda con Dios". Pero es preciso notar lo que se dice en el versículo 7 de este capítulo de hebreos. Nosotros atravesamos un mundo y Dios nos ha dado un testimonio con respecto a dicho mundo y lo que le espera; esto es: un juicio seguro. Dios "...ha determi­nado un día en que juzgará al mundo con justicia por aquel varón a quien él ha designado; de lo cual ha dado certeza a todos los hombres, levantándole de entre los muertos" (Hechos 17:31).

Movido por la fe, Noé...
"Por fe Noé, habiendo sido amonestado por Dios respecto de cosas que no se veían todavía, movido de reverente temor, preparó un arca para la salvación de su casa; por medio de la cual fe suya, condenó al mundo, vino a ser heredero de la justicia que es conforme a fe" (v. 7).
Estando avisado de lo que acontecería al mundo, Noé cree en el juicio y se identifica con la senda de salvación que Dios le revela y "condena al mundo". Vemos que la fe "condena al mundo"; aquí no se trata de creer sim­plemente en un sacrificio que salva, o de tener el poder para caminar con Dios, sino que se nos muestra que la fe declara, con respecto al mundo, que éste está totalmente alejado de Dios y que va a ser juzgado. Nosotros tenemos el testimonio de la Palabra de Dios que nos revela que lo que va a caer sobre el mundo es el juicio.
Como cristiano, más de un creyente se alegraría de poder "andar con Dios", pero retrocede ante el pensa­miento de romper con el mundo, cuando precisamente (por el claro testimonio de Dios en cuanto al juicio que espera al mundo) debería vivir de modo que prácticamen­te condenara al mundo.
Si tuviéramos la fe de Noé, así como la de Abel y Enoc, no podríamos congeniar con el mundo. Si es cierto que el Señor ha salvado a su pueblo, es también cierto que él viene para juzgar al mundo, y aquellos que son del Señor tienen su parte con Cristo y en Cristo, de modo que cuando él venga, vendrán también con él. Tan cierto como que Cristo resucitó de entre los muertos, lo es igualmente que él es el Varón que Dios ha destinado para juzgar al mundo, a "este presente siglo malo" (véase Gálatas 1:4), y también es cierto que no hay juicio para nosotros si creemos en él. Lo que me dice que habrá un juicio me revela asimismo que no lo habrá para mí. ¿Y cómo podré yo saber si habrá un juicio? Porque Dios resucitó a Cristo de entre los muertos. ¿Y qué es lo que Dios nos dice además en cuanto a la resurrección de Cristo? Que todos nuestros pecados están borrados, por­que él resucitó para justificación nuestra.

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