Blog correspondiente a la publicación mensual de la revista homónima. Aquí encontrará temas de edificación cristiana y de aprendizaje personal.
domingo, 2 de febrero de 2014
Pensamiento
El mundo que crucificó a Cristo no es mi lugar. Veo ahí lo que es el
hombre. No hay más que un Hombre en el cual vale la pena pensar: aquel que está
a la diestra de Dios, el Señor Jesús. Puedo decir: un Hombre, en lo alto, oyó
el clamor de un pobre pecador como yo, y su corazón tomó tal interés en mí que
dijo: «Yo quiero salvarte».
Meditaciones.
“Corramos con paciencia
la carrera que tenemos por delante” (Hebreos 12:1b).
Son muchos los que tienen
una idea excesivamente idealista de la vida cristiana. Suponen que ésta debe
ser una serie ininterrumpida de experiencias sublimes. Leen libros y revistas
cristianas, escuchan testimonios de sucesos dramáticos y sacan en conclusión
que éste es el todo en la vida. En el mundo de sus sueños, no hay problemas,
angustias, pruebas y perplejidades. No hay que trabajar duro, no hay rutina
diaria ni monotonía. Se trata del “séptimo cielo”. Cuando se dan cuenta de que
su vida no encaja en este modelo, se sienten desanimados, desilusionados y en
desventaja.
Sin embargo, estos son
los factores verdaderos. La mayor parte de la vida cristiana es lo que G.
Campbell Morgan llama: “el camino de la perseverancia laboriosa haciendo cosas
aparentemente pequeñas”. Así es como lo veo: Después de entregarse a muchas
tareas insignificantes, a largas horas de estudio disciplinado y al servicio
diligente sin resultados aparentes, nos preguntamos desconcertados, “¿Realmente
se está logrando algo?” Es entonces cuando el Señor nos hace llegar alguna
señal de estímulo, alguna respuesta maravillosa a la oración, alguna palabra
clara que nos indica el camino. Nos sentimos fortalecidos y reanudamos la
marcha para llegar un poco más allá.
La vida cristiana es una
carrera de larga distancia, no de 100 metros lisos, y necesitamos resistencia
para correrla. Es importante comenzar bien, pero lo que realmente cuenta es la
resistencia que nos capacita para terminarla cubiertos de gloria.
Enoc siempre tendrá un
lugar de honor en los anales de la paciencia. Caminó con Dios -pensemos en esto
- por 300 años (Génesis
5:22). Pero no pensemos que aquellos fueron años de
puro brillo o de emoción ininterrumpida. En un mundo como el nuestro, resultó
inevitable tener su porción de padecimientos, perplejidades y hasta persecuciones.
Pero Enoc no se cansó de hacer el bien. Resistió hasta el fin.
Si alguna vez te sientes
tentado a retroceder, recuerda las palabras de Hebreos 10:36, que dice: “porque os es necesaria la paciencia, para
que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa”.
Una vida noble no es un
resplandor
De gloria repentina ya
ganada,
Sino el sumar de día en día
En los que la voluntad de Dios es efectuada.
LAS OBRAS. Frutos de la vida divina.
“Así que, según tengamos oportunidad, hagamos
bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gálatas 6:10).
Si algo pudiese
aumentar el valor de esta amorosa exhortación, sería el hecho de que la
hallamos al final de la Epístola a los Gálatas. A lo largo de esta notable
Epístola, el inspirado apóstol corta de raíz todo el sistema de justicia legal.
Demuestra, de manera irrefutable, que ningún hombre puede ser justificado a los
ojos de Dios por las obras de la ley, cualquiera sea su naturaleza, ya morales,
ya ceremoniales.
El apóstol
declara que los creyentes no están en ninguna forma bajo la ley, ni para tener
la vida, ni para ser justificados, ni para su andar práctico. Si nos colocamos
bajo la ley, la consecuencia de ello es que debemos renunciar a Cristo, al
Espíritu Santo, a la fe, a las promesas. En resumidas cuentas, si, de la forma
que fuere, nos emplazamos sobre un terreno legal, debemos abandonar el
cristianismo, y nos hallamos todavía bajo la maldición de la ley.
Ahora bien, no
vamos a citar los pasajes ni a tocar este lado del tema en esta ocasión.
Simplemente llamamos la seria atención del lector cristiano respecto de las palabras
de oro del versículo que hemos citado al comienzo de este escrito, las cuales
sentimos que resaltan con incomparable belleza y con un poder moral particular al
final de esta epístola a los Gálatas, en la cual toda la justicia humana es
enteramente hecha trizas y arrojada por la borda.
Es siempre
necesario considerar los dos lados de un tema. Todos nosotros somos tan
terriblemente propensos a no ver sino un solo lado de las cosas, que nos
resulta moralmente saludable que nuestros corazones sean puestos bajo la plena
acción de toda la verdad. ¡Ay, es posible abusar de la
gracia!, y a veces podemos olvidar que, si bien delante de Dios somos
justificados por la fe sola, una fe real debe manifestarse por las obras.
Tengamos en
cuenta que si bien la Escritura denuncia las obras de la ley y
las reduce a añicos de la manera más absoluta, ella, en cambio, insiste de
manera cuidadosa y diligente, en numerosos pasajes, en las obras de la
fe, fruto de la vida divina.
Sí, querido
lector, debemos dirigir seriamente nuestra atención a esto. Si profesamos
poseer la vida divina, esta vida debe manifestarse de una manera más tangible y
eficaz que las meras palabras o que una mera profesión de labios hueca. Es
perfectamente cierto que la ley no puede dar la vida y que, por consecuencia,
es aún más incapaz de producir obras de vida. Ni un solo fruto de vida fue, ni
será, jamás recogido del árbol del legalismo. La ley sólo puede producir
obras muertas, respecto de las cuales debemos tener la conciencia
purificada, al igual que de las malas obras.
Todo esto es muy cierto. Las santas
Escrituras lo demuestran a lo largo de sus inspiradas páginas, y no nos dejan
ninguna duda respecto de este tema. Pero lo que ellas demandan es que haya
obras de vida, obras de fe, en cuyo defecto es menester concluir que la vida
está ausente. ¿Qué valor tiene el hecho de profesar que se tiene vida eterna,
de hablar bellamente acerca de la fe, de defender las doctrinas de la gracia,
si al mismo tiempo toda la vida práctica se encuentra caracterizada por el
egoísmo bajo todas sus formas?
El apóstol Juan
dice: “El que tiene
bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su
corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (1.ª Juan 3:17). El apóstol
Santiago dirige también a nuestros corazones una muy seria y saludable
cuestión: “Hermanos míos,
¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe
salvarle? Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del
mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos
y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de
qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma”
(Santiago 2:14-17).
El autor de la
epístola insiste en ella sobre las obras de vida, frutos de la fe, de una
manera tal que debería hablar de la forma más solemne y eficaz a nuestros corazones.
Es espantoso ver entre nosotros tanta profesión hueca, tantas palabras
superfluas, sin poder y sin valor.
El Evangelio
que poseemos — ¡a Dios gracias!— es maravillosamente claro. Comprendemos
claramente que la salvación es por gracia, por medio de la fe, y no por obras
de justicia o de la ley. ¡Oh, qué bendita verdad, y nuestros corazones alaban a
Dios por ello! Pero una vez que somos salvos, ¿no deberíamos vivir como tales?
La vida nueva, ¿no debería manifestarse por los frutos? Si ella está allí, la
vida debe manifestarse; y si ella no se manifiesta, ¿podríamos decir que está
allí?
Observemos lo
que dice el apóstol Pablo: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y
esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se
gloríe” (Efesios 2:8-9). Aquí tenemos, por así decirlo, lo que podemos llamar
el lado superior de esta gran cuestión práctica. Luego, en el versículo
siguiente, viene el otro lado, el que todo cristiano serio y sincero será dichoso
de considerar: “Porque somos
hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales
Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (v. 10).
Tenemos aquí
plena y claramente ante nosotros el tema entero. Dios nos ha creado para andar
en un camino de buenas obras, y ese camino de buenas obras ha sido preparado
por Él para que nosotros andemos en ellas. Todo es de Dios, desde el comienzo
hasta el fin; todo es por gracia y todo es por fe. ¡Loado sea Dios porque que
ello sea así! Pero recordemos que es absolutamente vano disertar acerca de la
gracia, de la fe y de la vida eterna, si las «buenas obras» no se manifiestan.
De nada aprovecha que nos jactemos de grandes verdades, de nuestro profundo,
variado y extenso conocimiento de las Escrituras, de nuestra correcta posición,
de habernos separado de esto y de aquello, si nuestros pies no marchan en el
sendero de las “buenas obras que Dios preparó de antemano” para nosotros.
Dios reclama
la realidad. No se contenta con bellas palabras que hablan de una elevada
profesión. Nos dice: “Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua,
sino de hecho y en verdad” (1ª Juan 3:18).
Él — ¡bendito sea su Nombre!—, no nos amó “de palabra ni de lengua”, sino “de hecho y
en verdad”; y espera de nosotros una respuesta clara, plena y precisa; una
respuesta manifestada en una vida de buenas obras, que produce dulces frutos,
según lo que está escrito: “llenos de frutos de justicia que son por medio de
Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (Filipenses 1:11).
Amados, ¿no
creéis que nuestro supremo deber sea aplicar nuestro corazón a este importante
tema? ¿No debiéramos aplicarnos diligentemente a estimularnos al amor y a las
buenas obras? Y ¿cómo puede ser esto más efectivamente llevado a cabo? ¿Acaso
no es andando nosotros mismos en amor, transitando fielmente el sendero de las
buenas obras en nuestra vida personal? En lo que respecta a nosotros, estamos
hartos de discursos huecos, de una profesión sin obras. Tener elevadas verdades
en los labios y una vida cotidiana de una baja condición práctica, constituye
uno de los más alarmantes y escandalosos males de nuestro tiempo presente.
Hablamos de la gracia, pero faltamos en la justicia práctica; faltamos en los
más simples deberes morales de nuestra vida privada de cada día. Nos jactamos
de nuestra posición privilegiada, mientras que somos
deplorablemente relajados y flojos con nuestra condición y con
nuestro estado.
¡Quiera el
Señor, en su infinita bondad, avivar el fuego de nuestros corazones para
procurar buenas obras con un celo más profundo, de modo que adornemos más y
mejor la doctrina de Dios nuestro Salvador en todas las cosas (Tito 2:10)!
Es muy
interesante e instructivo comparar la enseñanza relativa a “las obras”, según
Pablo y según Santiago, ambos divinamente inspirados. Pablo repudia enteramente
las obras de ley. Santiago, en cambio, insiste celosamente en
las obras de fe. Cuando este hecho es entendido, toda dificultad se
desvanece, y vemos brillar claramente la divina armonía de la Escritura. Muchos
no lograron comprenderlo, y se han visto así muy perplejos por la aparente
contradicción entre Romanos 4:5 y Santiago 2:24. Huelga decir que tenemos allí
la más bella y perfecta armonía. Cuando Pablo declara: “Mas al que no obra, sino cree en
aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”, él se refiere
a las obras de la ley. Cuando Santiago dice: “Vosotros veis, pues,
que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la
fe”, él se refiere a las obras de vida, de fe.
Esto se halla
ampliamente confirmado por los dos ejemplos que da Santiago para probar su
punto: el de Abraham que ofrece a su hijo, y el de Rahab que esconde a los espías.
Si sustraemos la fe de estos dos casos, ambos serían obras malas. Si, por el
contrario, los consideramos como el fruto de la fe, ellos manifiestan la vida.
¡Cuánto brilla la
sabiduría infinita del Espíritu Santo en todos estos pasajes! Él vio de
antemano el uso que se haría de ellos. Entonces, en vez de elegir obras buenas
de forma abstracta, elige, sobre un período de cuatro mil años, dos obras que
habrían sido malas si no hubiesen sido el fruto de la fe.
El Sermón del Monte: Cristo y la ley de Moisés
La autoridad de
la ley es plenamente mantenida
“No
penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para
abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el
cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se
haya cumplido” (Mateo 5:17-18).
En esta sección
que sigue del Sermón del Monte, entramos en un muy importante tema. El Señor
había declarado el carácter de los herederos del reino de los cielos y luego la
posición propia que les corresponde como tales. Él
declaró “bienaventurados” a aquellos a quienes los hombres habrían
considerado necio calificarlos de ese modo. Declaró bienaventurados y felices a
aquellos que fueran menospreciados, aborrecidos, perseguidos, etc., por causa
de la justicia y por amor a Su nombre, algo que sonaba extraño a oídos de un
judío que esperaba la venida del Mesías para recibirlo conforme a las promesas
hechas a los padres, y según los profetas, el cual pondría a Israel en una
posición de preeminencia sobre el mundo, lo cual comprendería la destrucción de
sus enemigos, la humillación del gentil y la gloria de Israel. Sin embrago, el
Señor insiste en declarar bienaventurados únicamente a los primeros, bienaventurados
con un nuevo tipo de bendición muy superior a la que un judío pudiese concebir.
Y esto es parte de los privilegios en los que nosotros también somos
introducidos por la fe de Cristo.
Ahora bien, si
había esta nueva y sorprendente clase de bendición —tan extraña para los
pensamientos del Israel según la carne—, ¿cuál era la relación de la
doctrina de Cristo, y del nuevo estado de cosas que estaba por ser introducido,
con la ley? Si el Mesías vino de Dios, ¿acaso la ley no? Ésta fue dada
ciertamente por Moisés, pero procedía de la misma fuente. Si Cristo introdujo
aquello que fue tan inesperado incluso para los discípulos, ¿cómo habría
afectado esta verdad a aquello que habían recibido previamente por medio de
inspirados siervos de Dios, y para lo cual ellos tenían la propia autoridad de
Dios? Si se debilita la autoridad de la ley de Dios, claramente se destruirían
los fundamentos sobre los que descansa el Evangelio, porque la ley era de Dios,
tan ciertamente como el Evangelio. Por esa razón, se suscitó una pregunta de
trascendental importancia, en especial para un israelita: ¿cuál era el impacto
del reino de los cielos, de la doctrina de Cristo acerca de él, sobre los
preceptos de la ley?
El Señor inicia este tema (desde el
v. 17 hasta el fin del capítulo tenemos la cuestión abordada) con estas
palabras:
“No penséis que he venido para abrogar
la ley o los profetas” (v. 17).
Ellos podrían
haber pensado que Jesús había venido para eso por el hecho de que había
introducido algo que no estaba mencionado en la ley ni en los profetas; pero
“No penséis” —dice— que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he
venido para abrogar, sino para cumplir”. Tomo este vocablo “cumplir” en su más
amplio sentido posible. El Señor, en su propia persona, cumplió la ley y los
profetas, en justa sujeción y obediencia en Sus propios caminos. Su vida aquí
abajo manifestó su belleza desde el comienzo sin ninguna imperfección. La
muerte del Señor fue la más solemne sanción que la ley jamás recibió o pudo
recibir; por cuanto la maldición que ella pronunció sobre el culpable, el
Salvador la llevó sobre sí mismo. Antes que Dios reciba deshonra, no hubo nada
que el Señor no tuviese que padecer. Pero, además, creo que las palabras de
nuestro Señor permiten una aplicación adicional. Hay una expansión de la ley, o
δικαίωμα (dikaioma), que confiere a su elemento moral el
más amplio alcance, de modo que todo lo que honraba a Dios en ella, debía ser
puesto de manifiesto en su poder y extensión más plenos. Ahora se dejaba a la
luz del cielo caer sobre la ley, y la ley interpretada, no por el hombre débil
y falible, sino por Aquel que no tenía ninguna razón para pasar por alto una
sola jota de sus demandas; cuyo corazón, lleno de amor, sólo pensaba en la
honra y en la voluntad de Dios; cuyo celo por la casa de su Padre lo consumía;
y quien devolvió lo que no había quitado (Salmo 69:4). ¿Quién sino Él podía
exponer la ley de esta manera, no como los escribas, sino en la luz celestial?
Porque el mandamiento de Dios es sobremanera amplio, ya sea que veamos el fin
de toda perfección en el hombre, o la suma de ella en Cristo.
La justicia
práctica del creyente
Lejos de
anular la ley, el Señor, por el contrario, la ilustró de la manera más brillante
que nunca, y le dio una aplicación espiritual, para la cual el hombre no estaba
preparado en absoluto antes que Él viniese. Y esto es lo que el Señor procede a
hacer en una parte del maravilloso discurso que sigue. Después de decir “hasta
que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley,
hasta que todo se haya cumplido” (v. 18), agrega: “De manera que cualquiera que
quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres,
muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas cualquiera que los haga
y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos. Porque os
digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos,
no entraréis en el reino de los cielos” (v. 19-20).
Nuestro Señor va a abordar ahora con
más detalle los grandes principios morales de la ley en mandamientos que emanan
de Él mismo y no meramente de Moisés, y muestra que éste es el medio principal
por el cual los hombres serían probados. Ya no se trata más meramente de una
cuestión de los diez mandamientos pronunciados en Sinaí; sino que, a la vez que
reconoce el pleno valor de los tales, Él habría de desplegar todo el pensamiento
de Dios de una manera muchísimo más profunda de lo que jamás se habría podido
imaginar antes, a fin de que ésta fuese, desde entonces, la gran prueba.
Luego, cuando
se trata del uso práctico de estos mandamientos Suyos, Él dice: “Si vuestra justicia no fuere mayor que la
de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (v. 12).
Esta expresión no hace la menor referencia a la justificación delante de Dios,
sino a la apreciación práctica de las justas relaciones del creyente hacia Dios
y hacia los hombres, así como a la marcha práctica en ellas. La justicia de la
que se habla aquí es enteramente de una naturaleza práctica. Esto puede
resultar bastante chocante para muchas personas, las cuales pueden quedar algo
perplejas tratando de entender cómo la justicia práctica es convertida en el
medio de entrar en el reino de los cielos. Pero, permítaseme repetir, el Sermón
del Monte nunca nos muestra la manera en que un pecador ha de ser salvo. Si
hubiese la menor alusión a la justicia práctica en lo que respecta a la justificación
de un pecador, habría un motivo para alarmarnos; pero no puede haber ninguna
confusión para el creyente que entiende y que está sujeto a la voluntad de
Dios. Dios insiste en que haya piedad en su pueblo. Sin santidad “nadie verá al
Señor” (Hebreos 12:14). No puede haber duda de que el Señor, en el capítulo 15
de Juan, muestra claramente que las ramas que no lleven fruto habrán de ser
cortadas, y que así como las ramas secas de la vid natural son echadas en el
fuego y arden, así también los que profesan el nombre de Cristo pero no dan
fruto, no pueden esperar mejor suerte.
Llevar fruto
es la prueba de vida. Por todas las Escrituras se declaran estas cosas en los
más enérgicos términos. En Juan 5:28-29 se dice: “Vendrá hora cuando todos los que están en los
sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de
vida; más los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” o de
“juicio”. Claramente, no hay ningún ocultamiento de la solemne verdad de que
Dios tendrá, y tiene que tener, lo que es bueno, santo y justo en
los suyos. Quienes no se hallan caracterizados como hacedores de lo que es
aceptable a los ojos de Dios, no son para nada parte del pueblo de Dios. Pero
si estos frutos fuesen puestos ante un pecador como medio de reconciliación con
Dios, o de tener los pecados borrados delante de Él, ello sería la negación de
Cristo y de Su redención. Pero basta sostener que todos los medios de ser
llevados cerca de Dios se hallan en Cristo —que la única manera por la cual un
pecador es introducido dentro de la esfera de bendición de Cristo es por la fe,
sin las obras de la ley—, basta sostener esto y se verá que no queda lugar para
la menor incoherencia ni ninguna dificultad para entender que el mismo Dios que
confiere a un alma la facultad de creer en Cristo, obra en esa alma por el
Espíritu Santo para producir todo lo que es según Él en la práctica. ¿Para qué
da Él la vida de Cristo y el Espíritu Santo, si tan sólo la remisión de los pecados
fuera necesario? Pero Dios no está satisfecho con esto. Él comunica la vida de
Cristo a un alma y da a esa alma una persona divina para morar en ella; y, como
el Espíritu no es fuente de debilidad ni de temor, “sino de poder, de amor y de
dominio propio” (2 Timoteo 1: 6), Dios busca caminos en los suyos acordes con
Su santidad y espera que ejerzan discernimiento y sabiduría espiritual mientras
atraviesan la presente escena de prueba.
Si bien los
ojos ignorantes miraban con admiración y con respeto la justicia de los
escribas y fariseos, nuestro Señor declara que una justicia de tan baja estofa
no es suficiente. La justicia que asiste al templo cada día, que se enorgullece
de hacer largas oraciones, de dar grandes limosnas, y de anchas filacterias, no
podrá permanecer en la presencia de Dios. Debe haber algo más profundo y más
acorde con la santa y amorosa naturaleza de Dios. Ya que con toda esa
apariencia de religiosidad exterior, lo más probable es que falte —como
generalmente era el caso— conciencia de pecado y de la gracia de Dios.
Esto demuestra
la suprema importancia de tener, como primera cosa, nuestros pensamientos en
orden acerca de Dios; y sólo podemos tener la noción justa de las cosas una vez
que recibimos el testimonio de Dios acerca de su Hijo. En el caso de los
fariseos, vemos hombres pecaminosos que niegan sus pecados, oscureciendo y
negando por completo el verdadero carácter de Dios como el Dios de gracia.
Estas verdades eran rechazadas por los religiosos de entonces, y su justicia
era tal como se podía esperar de gente que ignoraba a Dios y su propia
condición ante Él. Con eso ganaban reputación, pero nada más que eso. Ellos
buscaban su recompensa ahora, y la tuvieron. Pero el Señor dice a los
discípulos: “Si vuestra
justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el
reino de los cielos.”
El fundamento
de la justicia práctica
Permítaseme formular la pregunta aquí: ¿De qué
manera Dios cumple esto en relación con un alma que cree ahora? Hay un gran
secreto que no sale a luz en este sermón. En primer lugar, hay un enorme peso
de injusticia en el pecador. ¿Cómo hay que hacer para tratar esa situación, y
cómo un pecador es hecho apto para ser introducido en el reino de los cielos?
El pecador tiene que nacer de nuevo; adquiere así una nueva naturaleza, una
vida que fluye tan plenamente de la gracia de Dios, como el hecho de llevar sus
pecados dependió de la cruz de Cristo. La justicia práctica tiene su
fundamento. El verdadero principio de toda bondad moral en un pecador —como ya
se ha dicho, y como es menester reiterarlo una y otra vez— es la conciencia y
la confesión de su falta de ella, o, si se prefiere, de su maldad. Nunca hallaremos
nada justo para con Dios en un hombre hasta que él reconozca que en sí mismo
está todo mal. Cuando él desciende hasta sus propias miserias, entonces es
llevado a acudir a Dios, y Dios le revela entonces a Cristo como Su don para el
pobre pecador. Moralmente, está destruido, sintiendo y reconociendo que está
perdido, a menos que Dios se haga presente para tratar su caso; recibe a
Cristo, y entonces ¿qué?: “El que cree en mí, tiene vida eterna”
(Juan 6:47).
¿Cuál es la naturaleza de esa vida?
Es perfectamente justa y santa en carácter. El hombre es hecho en seguida apto
para el reino de Dios. “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de
Dios” (Juan 3:3). Pero, en lo que respecta a cuándo se nace de nuevo, el Señor
no entra en detalles aquí tampoco. “Lo que es nacido de la carne, carne es; y
lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6). Los escribas y los
fariseos solamente obraban por la carne y en el poder de ella; no creían estar
muertos a los ojos de Dios, como tampoco lo creen los hombres hoy. Pero el que
cree, empieza por creer que es un hombre muerto, que necesita una nueva vida, y
que la nueva vida que recibe en Cristo es apta para el reino de los cielos.
Dios actúa precisamente en esta nueva naturaleza, y opera por el Espíritu Santo
esta justicia práctica; de modo que permanece totalmente cierto, en el más
pleno sentido, el hecho de que “si vuestra justicia no fuere mayor que la de
los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Pero el Señor
aquí no explica cómo tiene lugar esto. Él simplemente declara que lo que iba
acorde con la naturaleza de Dios, no debía hallarse en la justicia humana,
judía, y que debía ser para el reino.
ROMA Y LOS MILAGROS
¿Constituyen los milagros
un medio de reconocer a la verdadera iglesia?
En respuesta a
las pretensiones de la Iglesia católica, que enseña que los milagros son un
medio de reconocer a la verdadera Iglesia, es muy importante afirmar que los
milagros no son la piedra de toque de la verdad, ni el medio de controlarla.
Desde el principio, los milagros confirmaron la verdad,
mientras que la Palabra era el medio de controlarla. Niego, pues,
absolutamente esta pretensión.
“Muchos creyeron
en su nombre, viendo las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de
ellos, porque conocía a todos” (Juan 2:23-24). Este pasaje nos muestra que una
fe fundada en los milagros no tiene ningún valor a los ojos del Señor. No
olvidemos que en los tiempos de la Gran Tribulación “se levantarán falsos
Cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera
que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos” (Mateo 24:24). Se dice
del anticristo aún, del “hombre de pecado, el hijo de perdición”, que su
“advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios
mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto
no recibieron el amor de la verdad para ser salvos” (2 Tesalonicenses 2:3,
9-10). Janes y Jambres también habían hecho muchos milagros, aunque
Dios los había confundido delante de Moisés.
El capítulo 13 del Deuteronomio presenta
el caso de un hombre que, para desviar a las almas de la verdad y de Jehová mismo,
da, como prueba, una señal o un milagro. La Palabra añade: “No darás oído a las
palabras de tal profeta, ni al tal soñador de sueños; porque Jehová vuestro
Dios os está probando, para saber si amáis a Jehová vuestro Dios con todo
vuestro corazón, y con toda vuestra alma” (Deuteronomio 13:3). Es, pues, cierto
que los milagros no son, de ninguna manera, un criterio de la verdad. Cuando la
verdad apareció en la plena revelación de Cristo, y cuando, por gracia, ella
había sido vertida en corazones dispuestos a recibirla, Dios dio milagros para
confirmar la Palabra de la verdad por la cual estas almas habían sido
engendradas (Santiago 1:18). Es lo que encontramos en Hebreos 2:4:
Dios daba testimonio de la Palabra “con señales y prodigios y diversos milagros
y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad”. Encontramos también en
el evangelio de Juan: “Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado,
no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado” (Juan 15:22); y
en el capítulo 14:11 del mismo evangelio, leemos: “Creedme que yo soy en el
Padre, y el Padre en mí; de otra manera, creedme por las mismas obras.” En una
palabra, la Palabra da testimonio de Cristo y del amor del Padre, y las obras
son añadidas para establecer la eficacia y la autoridad de esta Palabra.
Ante las
pretensiones de Roma, es, además, de suma importancia establecer claramente el
carácter de los milagros.
Los milagros de Cristo eran la expresión
del poder y de la bondad de Dios, presentes en un hombre, en medio de este
mundo. Este hombre era el Señor en su encarnación, y su palabra bastaba para
abolir cada fruto y cada consecuencia del pecado. La maldición de la higuera
(Mateo 21:18; Marcos 11:12-14), única excepción a lo que acabamos de decir,
sólo confirma la verdad de lo que adelantamos; porque, en este milagro, el
Israel rebelde, o el hombre bajo el antiguo pacto, fue juzgado en figura como
si tuviera hojas, una bella apariencia basada en su profesión, sin llevar
ningún fruto.
La historia de
Israel ofrece ejemplos sorprendentes de la cuestión que nos ocupa. Se operaron
milagros para establecer la religión divina bajo Moisés. Elías y Eliseo lo hicieron
en medio de las diez tribus, cuando éstas se alejaron de Jehová. Pero
en Judá (aparte de la única señal del reloj de Acaz dada por
Isaías), donde la Palabra de Dios fue todavía reconocida, y su templo establecido,
ningún milagro en absoluto fue operado. Los profetas de Judá procuraron
hacer que los resultados de la Palabra actuaran en la conciencia del
pueblo.
Ahora bien,
cuando uno compara los pretendidos milagros operados por santos u otras
leyendas de la misma especie, con los milagros de la Palabra, el contraste de
sus dos naturalezas sacude inmediatamente toda conciencia seria.
En Cristo, así
como también entre los apóstoles que actuaban por el poder de Cristo, los
milagros guardaban perfecta conformidad con Su persona, con Su misión y con Su
Palabra, como lo vemos en el capítulo 11 de Mateo (v. 5-6), donde el Señor les
responde a los mensajeros de Juan el Bautista: “Los ciegos ven, los cojos
andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son
resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio”, y el resultado:
“Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí.”
Como ya lo
dijimos, el poder divino que actuaba en bondad, estaba presente en Cristo en
este mundo para librar a los hombres del poder de Satanás, el que, aunque, sin
duda, ya vencido, mostraba sus efectos en las enfermedades y defectos físicos
que padecían los hombres. El hombre fuerte había sido atado, y el Señor, según
su propia expresión, saqueó sus bienes. Por el hecho de que Cristo, como
hombre, en su soberana bondad, había entrado en conflicto con Satanás en el
desierto, después del bautismo de Juan, los resultados exteriores del pecado en
el mundo podían ser abolidos.
Si se comparan
ahora los milagros de la Iglesia católica con la vida del Señor, con sus
palabras y sus milagros, la diferencia inmediatamente salta a la vista. Los
milagros de los que hablamos, ¿son un testimonio al Hijo de Dios, a la
naturaleza y a los caminos de Dios en gracia, o más bien tienen por objeto
exaltar a ciertos individuos por proezas, absurdas además, en su inmensa
mayoría? Además, Roma, que pretende controlarlos, se acredita a sí misma por
medio de ellos. No fue ése el caso con los milagros de Cristo. Acudía a todo el
mundo, a sus adversarios. Sus milagros eran patentes, constantes y acreditaban
la gloria de Dios, no la fama del hombre, porque el nombre de Jesús era glorificado
por ellos y no, como en el caso de Roma, un San Martín de Tours, un San Javier,
o tal otro.
Nótese todavía
que el control de Roma tiene lugar después de la muerte del
taumaturgo[1]. Estos milagros no son un poder vivo que se
demuestra constantemente por sí solo, ni una intervención presente de la bondad
de Dios hacia todos. Roma acredita al hombre y al partido al cual éste pertenece
y nada más, luego aprueba el milagro, con el fin de ser aprobada ella misma.
Que Dios, si le
place, pueda operar milagros, en todo tiempo, ningún cristiano lo pondrá en
duda. Que intervenga de manera extraordinaria a favor de hombres fieles, o a
favor de mártires que sacrifican su vida para Cristo, no me causaría ningún
asombro. Que responda a la oración de fe para la curación de los enfermos
(siempre que haya realmente esta fe), no lo dudó ni un instante. Santiago, el
apóstol Juan, así nos lo enseñan. Voy más lejos aún: que un hombre que posea el
Espíritu de Cristo esté en condiciones de controlar el poder de Satanás y de
expulsarlo, es lo que debería ser. Pero cuando, según la enseñanza de la
Escritura, los verdaderos milagros deben confirmar la verdad y la palabra de
Dios, y la verdad está ausente; cuando veo que el Señor considera sin ningún
valor una fe basada en milagros; cuando compruebo que los milagros del
catolicismo romano no son un testimonio a Cristo, sino a la virgen María, o a
San Ignacio, o a algún determinado hombre ambicioso o jefe de partido, cuyas
pretensiones deben confirmar; cuando veo estos milagros multiplicarse
constantemente en la vida de estas personas según la ocasión lo requiere;
cuando se me cuenta que en vez de que estos hombres tuvieron poder sobre los
demonios, era Satanás quien tenía un terrible poder sobre ellos (como en el
caso de San Javier y de Loyola) a quienes les pegaba con furor; cuando
encuentro por fin que los milagros son perfectamente convenientes para las
supersticiones del tiempo que los vio nacer, y que su objeto no es de ninguna
manera la verdad de Cristo y la Palabra, tengo razones perentorias para no
creer en la inmensa mayoría de ellos. Y si, en algunos de estos milagros, se
manifiesta un poder, tengo el derecho de juzgar que no es el poder de Dios.
Al decir esto,
no tengo la menor intención de negar que un hombre devoto —o incluso hombres
supersticiosos, si se consagran a Dios sinceramente— no puedan ser ayudados de
manera extraordinaria en sus dificultades. Solamente, Dios nos da contrapruebas,
a fin de que su pueblo no sea inducido a error. Los milagros deben estar a
favor de la verdad, de lo contrario, no debo recibirlos. Si tienen lugar a
favor de lo que no es la verdad, el que los opera, nos dice la Palabra, debe
ser absolutamente rechazado (Deuteronomio 13).
Reitero
todavía, que Satanás obrará milagros para engañar a los elegidos, si le fuera
posible, y que este hecho es una señal de los últimos días y caracterizará la
venida del hombre de pecado.
Pues, como lo dijimos al comienzo, los milagros no pueden ser aquello
que conduce al conocimiento de la verdad.
[1] Nota— En algunos
casos, como en Lourdes, el control de los milagros tiene lugar permanentemente,
pero la escasez de los milagros confirma lo que dice el autor, a saber: la
ausencia de un poder vivo que se demuestra constantemente a sí mismo.
COMO CONOCER LA VOLUNTAD DE DIOS
Siempre
ha existido ansiedad en el corazón de los hombres por conocer la voluntad de
los dioses. El A. T. habla de paganos, como el rey de Babilonia. Detenido ante
una encrucijada, hace uso de la adivinación, sacude las saetas, consulta a los
ídolos y mira el hígado (Ez. 21:21). Otros lo hacen de diferente modo, y aún
nuestra gente moderna —que pretende ser tan civilizada— consulta horóscopos en
revistas y periódicos. Lo hace porque siente necesidad de ayuda, pues el
pecado ha desorganizado todo su ser. En cambio, cuando el hombre es
regenerado, el mismo Espíritu Santo toma a su cargo la dirección de su vida.
Es
evidente pues que toda forma de adivinación nace del deseo de obtener conocimiento
del futuro, aun clandestinamente; y esto es una imitación satánica de la
profecía. El Espíritu Santo es quien guía a los verdaderos hijos de Dios, pero
son demonios los que guían en el otro caso; ellos tienen cierto conocimiento
que podremos llamar súper- físico.
Cuando
el Espíritu toma posesión del creyente, él mismo lo guiará, aunque no necesariamente
por medios sobrenaturales. A veces lo ha hecho por instrucción oral,
"habló Dios a Abraham; a Moisés", etc., o mediante visiones y
sueños. Pero es necesario advertir que entonces no había una revelación
completa, escrita. Otro modo fue la nube y la columna de fuego. Habiendo
redimido a su pueblo, Dios descendió para morar en medio de él y andar con
él. No lo dejo ir a su heredad como pudiera. Israel debía ser un pueblo guiado
y obediente. La nube escribió "si el Señor quiere" sobre todos sus
movimientos; hizo que ellos volvieran a ser como niños. Nosotros pues podemos
esperar también que Dios haya provisto algo que nos sirva de brújula en
nuestra peregrinación; y por cierto es así, y no es algo, sino Alguien. ¡Se
trata de una Persona!
En
el discurso del Señor que hallamos en Juan capítulos 14 al 16, leemos que
preparaba a los suyos para Su salida de este mundo. Pero les prometió que
vendría OTRO guiador. "El Espíritu de verdad". Ahora nuestro Señor
está en el cielo, pero el Espíritu Santo está aquí, y su misión es guiarnos.
Cada
uno de nosotros sabe lo que es estar en situación de perplejidad, y tener necesidad
de hacer algo. Seguramente Israel en su tierra no fue guiado otra vez
exactamente como cuando estaba en el desierto. No obstante la presencia
invisible de Dios por su Espíritu, y según su palabra, siempre estuvo guiando
y protegiendo.
Algunas
palabras de advertencia —exenta de dogmatismo— acerca de costumbres no
recomendables nos vendrían bien, pues sabemos que han sido motivo de
bendición a almas sencillas. Sabemos de aquellos que siempre buscan la
dirección del Señor por medio una "cajita de sorpresas". Alguien ha
dicho que junto a ella habría que poner una "caja de advertencias".
Otros dicen ser guiados por impulsos. "Se sienten guiados". Es cierto
que a veces el Espíritu obra así; no obstante es indispensable estar siempre en
comunión con el Señor,
No
podemos caminar en las sendas de justicia solamente por medio de presentimientos.
Muchas veces esto de "sentirse guiado" no es más que una excusa para
justificar hechos apresurados, y ministerio sin provecho. Según las Escrituras
no es cosa de "sentirse guiados". Somos guiados por el Espíritu. Además
la dirección del Espíritu no es para tiempos de crisis solamente, sino para
toda la vida. Es por esta razón que nos ayuda grandemente al sobrevenir los
momentos de crisis.
Señales sobrenaturales. Tales cosas son buscadas muchas veces por los espiritualmente
inmaduros. Vista no es compatible con Fe, y no debemos olvidan que los
adversarios también hacen señales. Las señales sobrenaturales no forman parte
de la guía divina normal.
Cristo
dijo a los suyos acerca del Espíritu Santo: "os guiará". Y esto sugiere
una mano amorosa extendida para dirigir, "os guiará a toda la
verdad" (Juan 16:13). Los apóstoles tenían que ser testigos de todo lo que
aconteció, a fin de llegar a ser los escritores e intérpretes de Cristo para
todo el tiempo para que en cada generación por su palabra otros creyeran, (Juan
17:20). El conocimiento que los apóstoles recibieron por tal guía, quedó
registrado permanentemente en el Nuevo Testamento. El Espíritu los guio a
escribir, así como ahora nos guía a nosotros al leer, para que crezcamos en el
conocimiento de su voluntad. Si quisiéramos ser guiados por el Espíritu en los
asuntos de nuestra fe, éstas son las Escrituras que tendremos que estudiar. La
palabra de Dios es el "libro de texto", y ninguna cosa que no cuadre
bien con el LIBRO podrá ser considerada como enseñada por El.
Todo
creyente debe experimentar para si la guía y la iluminación del Espíritu. Las
condiciones no son difíciles de obtener. Consiste sencillamente en la atención
humilde y expectante. Y en leer las Escrituras con ferviente oración. Y al
leer u oír la Palabra, el Espíritu será nuestro Guía y Enseñador.
Es
también obra del Espíritu que mora en nosotros, el conducirnos a la
contemplación del divino rostro; y a una vida de oración e intercesión. Él nos
pujará en el camino de la santidad de vida (Ez. 36:27, Isa: 30:21). La
característica de tal vida es que nunca se guía por las normas y deseos de la
carne, ni por la manera de pensar del mundo.
"Todos
los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios" (Ro.
8:14). La expresión "hijos de Dios" significa no solamente que somos
de la familia de Dios, sino que además manifestamos la dignidad de "hijos
de Dios". Todo creyente es hijo de Dios por nacimiento, pero todo hijo no
está mostrando la dignidad del estado de hijo. Vive como niños que no ven, sin
realizar la alta dignidad de su vocación y estado.
La
vida del Espíritu dentro del creyente autentica el estado de hijo. Es el
especial privilegio de ellos ser guiados por el Espíritu; por la palabra que es
inspirada y por Su testimonio dentro del alma, que ilumina el entendimiento y
vivifica la conciencia, de tal manera que tiene un instinto espiritual y un
discernimiento sano de las cosas de Dios, Este es el principio que ha de guiar
la vida. Y en esto no hay nada que tenga que ver con un mero entusiasmo o
éxtasis. Todo habla de la sujeción del corazón al gobierno de la voluntad de
Dios en nuestras palabras, obras y pensamientos. Sujeción que desde nuestro
punto de vista es voluntaria, y sin embargo es debida al divino Agente y
Enseñador que mora adentro. Se trata de una entrega y un santo abandono al
Espíritu Santo, el cual ha de guiarnos. Tal guía llevará a la mortificación de
la carne, y por la obediencia a Él nunca seremos derrotados por ella.
Recibimos
el "Espíritu de adopción" (Ro. 8:15). Significa dar el lugar de hijo
a alguien a quien por naturaleza no le pertenece. El contraste es entre la
posición sin privilegios de un esclavo, y la de aquel que no solamente es
reconocido como un miembro de la familia, sino también es poseído de una
dignidad: es hijo y heredero. Porque aquellos que han recibido el Espíritu de
adopción son herederos de Dios (Ef. 1:5).
En
La carta a los Romanos, Pablo contrasta el presente con el glorioso futuro.
Somos hijos de Dios aunque ahora estemos viajando como incógnitos por el
mundo. En el pasaje paralelo de Gálatas 4:6, leemos del Espíritu de su Hijo.
Allí el presente es contrastado con el pasado que fue invalidado en Cristo. Es
la acción del Espíritu del Hijo sobre nuestro espíritu que nos hace clamar
"Abba Padre". El Espíritu llena el alma con amor de tal manera que es
el gozo del hijo obedecer. Por el Espíritu la ley se cumple, pero al mismo
tiempo su dominio queda abolido. No es más un freno que moleste, pues el
creyente, dulcemente constreñido por el Espirito hace la voluntad de Dios, y
guiado por el Espíritu vive una vida libre de egoísmo y lleno de fruto para
Dios.
Sendas de Vida, 1977
Jesús, tu amor por mí sin límites.
Jesús, tu amor por mí sin límites.
Jesús, tu amor por mí sin límites
Ningún pensamiento puede llegar, ni lengua declarar.
Te doy mi corazón agradecido,
para que reines sin rival allí.
Tuyo soy, Tuyo soy
Sé Tú solo la Llama constante en mí.
Paul Gerhardt, 1676
La cruz excelsa al contemplar
La cruz excelsa
al contemplar
La cruz excelsa al contemplar
Do Cristo allí por mí murió,
Nada se puede comparar
A las riquezas de su amor.
Yo no me quiero, Dios, gloriar
Más que en la muerte del Señor.
Lo que más pueda ambicionar
Lo doy gozoso por su amor.
Ved en su rostro, manos, pies,
Las marcas vivas del dolor;
Es imposible comprender
Tal sufrimiento y tanto amor.
El mundo entero no será
Dádiva digna de ofrecer.
Amor tan grande sin igual,
En cambio exige todo el ser.
Isaac Watts, 1748
Sublime Gracia
Sublime
Gracia.
¡Sublime gracia, (¡cuán dulce es el
sonido!),
Que salvó a un miserable como yo!
Estuve perdido, pero ahora ya no más.
Estaba ciego, pero ahora puedo ver.
Fue la gracia la que enseñó a mi
corazón temer,
Y la gracia mis miedos alivió;
Qué preciosa gracia apareció
La hora en que creí.
Muchos peligros, fatigas y trampas
He experimentado y superado;
La gracia me ha hecho fuerte
Y es ella la que me llevará hasta casa.
El Señor me ha bendecido,
Su palabra me asegura la esperanza;
Él será mi escudo
Mientras la vida dure.
Cuando este cuerpo y corazón se hayan
consumido,
Y la vida me abandone,
Tendré, bajo el velo,
Una vida plena de alegría y paz.
Esta tierra pronto se disolverá como la
nieve,
El sol ocultará su brillo;
Pero Dios, quien me llamó acá abajo,
Estará por siempre en mí.
John Newton, 1779
Suscribirse a:
Entradas (Atom)