domingo, 2 de febrero de 2014

Pensamiento

El mundo que crucificó a Cristo no es mi lugar. Veo ahí lo que es el hombre. No hay más que un Hombre en el cual vale la pena pensar: aquel que está a la diestra de Dios, el Señor Jesús. Puedo decir: un Hombre, en lo alto, oyó el clamor de un pobre pecador como yo, y su corazón tomó tal interés en mí que dijo: «Yo quiero salvarte».

Meditaciones.

“Corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante” (Hebreos 12:1b).



Son muchos los que tienen una idea excesivamente idealista de la vida cristiana. Suponen que ésta debe ser una serie ininterrumpida de experiencias sublimes. Leen libros y revistas cristianas, escuchan testimonios de sucesos dramáticos y sacan en conclusión que éste es el todo en la vida. En el mundo de sus sueños, no hay problemas, angustias, pruebas y perplejidades. No hay que trabajar duro, no hay rutina diaria ni monotonía. Se trata del “séptimo cielo”. Cuando se dan cuenta de que su vida no encaja en este modelo, se sienten desanimados, desilusionados y en desventaja.
Sin embargo, estos son los factores verdaderos. La mayor parte de la vida cristiana es lo que G. Campbell Morgan llama: “el camino de la perseverancia laboriosa haciendo cosas aparentemente pequeñas”. Así es como lo veo: Después de entregarse a muchas tareas insignificantes, a largas horas de estudio disciplinado y al servicio diligente sin resultados aparentes, nos preguntamos desconcertados, “¿Realmente se está logrando algo?” Es entonces cuando el Señor nos hace llegar alguna señal de estímulo, alguna respuesta maravillosa a la oración, alguna palabra clara que nos indica el camino. Nos sentimos fortalecidos y reanudamos la marcha para llegar un poco más allá.
La vida cristiana es una carrera de larga distancia, no de 100 metros lisos, y necesitamos resistencia para correrla. Es importante comenzar bien, pero lo que realmente cuenta es la resistencia que nos capacita para terminarla cubiertos de gloria.
Enoc siempre tendrá un lugar de honor en los anales de la paciencia. Caminó con Dios -pensemos en esto - por 300 años (Génesis 5:22). Pero no pensemos que aquellos fueron años de puro brillo o de emoción ininterrumpida. En un mundo como el nuestro, resultó inevitable tener su porción de padecimientos, perplejidades y hasta persecuciones. Pero Enoc no se cansó de hacer el bien. Resistió hasta el fin.
Si alguna vez te sientes tentado a retroceder, recuerda las palabras de Hebreos 10:36, que dice: “porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa”.

Una vida noble no es un resplandor
De gloria repentina ya ganada,
Sino el sumar de día en día
En los que la voluntad de Dios es efectuada.

LAS OBRAS. Frutos de la vida divina.

 Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gálatas 6:10).



Si algo pudiese aumentar el valor de esta amorosa exhortación, sería el hecho de que la hallamos al final de la Epístola a los Gálatas. A lo largo de esta notable Epístola, el inspirado apóstol corta de raíz todo el sistema de justicia legal. Demuestra, de manera irrefutable, que ningún hombre puede ser justificado a los ojos de Dios por las obras de la ley, cualquiera sea su naturaleza, ya morales, ya ceremoniales.
El apóstol declara que los creyentes no están en ninguna forma bajo la ley, ni para tener la vida, ni para ser justificados, ni para su andar práctico. Si nos colocamos bajo la ley, la consecuencia de ello es que debemos renunciar a Cristo, al Espíritu Santo, a la fe, a las promesas. En resumidas cuentas, si, de la forma que fuere, nos emplazamos sobre un terreno legal, debemos abandonar el cristianismo, y nos hallamos todavía bajo la maldición de la ley.
Ahora bien, no vamos a citar los pasajes ni a tocar este lado del tema en esta ocasión. Simplemente llamamos la seria atención del lector cristiano respecto de las palabras de oro del versículo que hemos citado al comienzo de este escrito, las cuales sentimos que resaltan con incomparable belleza y con un poder moral particular al final de esta epístola a los Gálatas, en la cual toda la justicia humana es enteramente hecha trizas y arrojada por la borda.
Es siempre necesario considerar los dos lados de un tema. Todos nosotros somos tan terriblemente propensos a no ver sino un solo lado de las cosas, que nos resulta moralmente saludable que nuestros corazones sean puestos bajo la plena acción de toda la verdad. ¡Ay, es posible abusar de la gracia!, y a veces podemos olvidar que, si bien delante de Dios somos justificados por la fe sola, una fe real debe manifestarse por las obras.
Tengamos en cuenta que si bien la Escritura denuncia las obras de la ley y las reduce a añicos de la manera más absoluta, ella, en cambio, insiste de manera cuidadosa y diligente, en numerosos pasajes, en las obras de la fe, fruto de la vida divina.
Sí, querido lector, debemos dirigir seriamente nuestra atención a esto. Si profesamos poseer la vida divina, esta vida debe manifestarse de una manera más tangible y eficaz que las meras palabras o que una mera profesión de labios hueca. Es perfectamente cierto que la ley no puede dar la vida y que, por consecuencia, es aún más incapaz de producir obras de vida. Ni un solo fruto de vida fue, ni será, jamás recogido del árbol del legalismo. La ley sólo puede producir obras muertas, respecto de las cuales debemos tener la conciencia purificada, al igual que de las malas obras.
            Todo esto es muy cierto. Las santas Escrituras lo demuestran a lo largo de sus inspiradas páginas, y no nos dejan ninguna duda respecto de este tema. Pero lo que ellas demandan es que haya obras de vida, obras de fe, en cuyo defecto es menester concluir que la vida está ausente. ¿Qué valor tiene el hecho de profesar que se tiene vida eterna, de hablar bellamente acerca de la fe, de defender las doctrinas de la gracia, si al mismo tiempo toda la vida práctica se encuentra caracterizada por el egoísmo bajo todas sus formas?
El apóstol Juan dice: “El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (1.ª Juan 3:17). El apóstol Santiago dirige también a nuestros corazones una muy seria y saludable cuestión: “Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle? Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Santiago 2:14-17).
El autor de la epístola insiste en ella sobre las obras de vida, frutos de la fe, de una manera tal que debería hablar de la forma más solemne y eficaz a nuestros corazones. Es espantoso ver entre nosotros tanta profesión hueca, tantas palabras superfluas, sin poder y sin valor.
El Evangelio que poseemos — ¡a Dios gracias!— es maravillosamente claro. Comprendemos claramente que la salvación es por gracia, por medio de la fe, y no por obras de justicia o de la ley. ¡Oh, qué bendita verdad, y nuestros corazones alaban a Dios por ello! Pero una vez que somos salvos, ¿no deberíamos vivir como tales? La vida nueva, ¿no debería manifestarse por los frutos? Si ella está allí, la vida debe manifestarse; y si ella no se manifiesta, ¿podríamos decir que está allí?
Observemos lo que dice el apóstol Pablo: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9). Aquí tenemos, por así decirlo, lo que podemos llamar el lado superior de esta gran cuestión práctica. Luego, en el versículo siguiente, viene el otro lado, el que todo cristiano serio y sincero será dichoso de considerar: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (v. 10).
Tenemos aquí plena y claramente ante nosotros el tema entero. Dios nos ha creado para andar en un camino de buenas obras, y ese camino de buenas obras ha sido preparado por Él para que nosotros andemos en ellas. Todo es de Dios, desde el comienzo hasta el fin; todo es por gracia y todo es por fe. ¡Loado sea Dios porque que ello sea así! Pero recordemos que es absolutamente vano disertar acerca de la gracia, de la fe y de la vida eterna, si las «buenas obras» no se manifiestan. De nada aprovecha que nos jactemos de grandes verdades, de nuestro profundo, variado y extenso conocimiento de las Escrituras, de nuestra correcta posición, de habernos separado de esto y de aquello, si nuestros pies no marchan en el sendero de las “buenas obras que Dios preparó de antemano” para nosotros.
Dios reclama la realidad. No se contenta con bellas palabras que hablan de una elevada profesión. Nos dice: “Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1ª Juan 3:18). Él — ¡bendito sea su Nombre!—, no nos amó “de palabra ni de lengua”, sino “de hecho y en verdad”; y espera de nosotros una respuesta clara, plena y precisa; una respuesta manifestada en una vida de buenas obras, que produce dulces frutos, según lo que está escrito: “llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (Filipenses 1:11).
Amados, ¿no creéis que nuestro supremo deber sea aplicar nuestro corazón a este importante tema? ¿No debiéramos aplicarnos diligentemente a estimularnos al amor y a las buenas obras? Y ¿cómo puede ser esto más efectivamente llevado a cabo? ¿Acaso no es andando nosotros mismos en amor, transitando fielmente el sendero de las buenas obras en nuestra vida personal? En lo que respecta a nosotros, estamos hartos de discursos huecos, de una profesión sin obras. Tener elevadas verdades en los labios y una vida cotidiana de una baja condición práctica, constituye uno de los más alarmantes y escandalosos males de nuestro tiempo presente. Hablamos de la gracia, pero faltamos en la justicia práctica; faltamos en los más simples deberes morales de nuestra vida privada de cada día. Nos jactamos de nuestra  posición privilegiada, mientras que somos deplorablemente relajados y flojos con nuestra condición y con nuestro estado.
¡Quiera el Señor, en su infinita bondad, avivar el fuego de nuestros corazones para procurar buenas obras con un celo más profundo, de modo que adornemos más y mejor la doctrina de Dios nuestro Salvador en todas las cosas (Tito 2:10)!
Es muy interesante e instructivo comparar la enseñanza relativa a “las obras”, según Pablo y según Santiago, ambos divinamente inspirados. Pablo repudia enteramente las obras de ley. Santiago, en cambio, insiste celosamente en las obras de fe. Cuando este hecho es entendido, toda dificultad se desvanece, y vemos brillar claramente la divina armonía de la Escritura. Muchos no lograron comprenderlo, y se han visto así muy perplejos por la aparente contradicción entre Romanos 4:5 y Santiago 2:24. Huelga decir que tenemos allí la más bella y perfecta armonía. Cuando Pablo declara: “Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”, él se refiere a las obras de la ley. Cuando Santiago dice: “Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe”, él se refiere a las obras de vida, de fe.
Esto se halla ampliamente confirmado por los dos ejemplos que da Santiago para probar su punto: el de Abraham que ofrece a su hijo, y el de Rahab que esconde a los espías. Si sustraemos la fe de estos dos casos, ambos serían obras malas. Si, por el contrario, los consideramos como el fruto de la fe, ellos manifiestan la vida.
            ¡Cuánto brilla la sabiduría infinita del Espíritu Santo en todos estos pasajes! Él vio de antemano el uso que se haría de ellos. Entonces, en vez de elegir obras buenas de forma abstracta, elige, sobre un período de cuatro mil años, dos obras que habrían sido malas si no hubiesen sido el fruto de la fe.

El Sermón del Monte: Cristo y la ley de Moisés

La autoridad de la ley es plenamente mantenida
 “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mateo 5:17-18).
  
En esta sección que sigue del Sermón del Monte, entramos en un muy importante tema. El Señor había declarado el carácter de los herederos del reino de los cielos y luego la posición propia que les corresponde como tales. Él declaró  “bienaventurados” a aquellos a quienes los hombres habrían considerado necio calificarlos de ese modo. Declaró bienaventurados y felices a aquellos que fueran menospreciados, aborrecidos, perseguidos, etc., por causa de la justicia y por amor a Su nombre, algo que sonaba extraño a oídos de un judío que esperaba la venida del Mesías para recibirlo conforme a las promesas hechas a los padres, y según los profetas, el cual pondría a Israel en una posición de preeminencia sobre el mundo, lo cual comprendería la destrucción de sus enemigos, la humillación del gentil y la gloria de Israel. Sin embrago, el Señor insiste en declarar bienaventurados únicamente a los primeros, bienaventurados con un nuevo tipo de bendición muy superior a la que un judío pudiese concebir. Y esto es parte de los privilegios en los que nosotros también somos introducidos por la fe de Cristo.
Ahora bien, si había esta nueva y sorprendente clase de bendición —tan extraña para los pensamientos del Israel según la carne—, ¿cuál era la relación de la doctrina de Cristo, y del nuevo estado de cosas que estaba por ser introducido, con la ley? Si el Mesías vino de Dios, ¿acaso la ley no? Ésta fue dada ciertamente por Moisés, pero procedía de la misma fuente. Si Cristo introdujo aquello que fue tan inesperado incluso para los discípulos, ¿cómo habría afectado esta verdad a aquello que habían recibido previamente por medio de inspirados siervos de Dios, y para lo cual ellos tenían la propia autoridad de Dios? Si se debilita la autoridad de la ley de Dios, claramente se destruirían los fundamentos sobre los que descansa el Evangelio, porque la ley era de Dios, tan ciertamente como el Evangelio. Por esa razón, se suscitó una pregunta de trascendental importancia, en especial para un israelita: ¿cuál era el impacto del reino de los cielos, de la doctrina de Cristo acerca de él, sobre los preceptos de la ley?
            El Señor inicia este tema (desde el v. 17 hasta el fin del capítulo tenemos la cuestión abordada) con estas palabras:
            “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas” (v. 17).
Ellos podrían haber pensado que Jesús había venido para eso por el hecho de que había introducido algo que no estaba mencionado en la ley ni en los profetas; pero “No penséis” —dice— que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir”. Tomo este vocablo “cumplir” en su más amplio sentido posible. El Señor, en su propia persona, cumplió la ley y los profetas, en justa sujeción y obediencia en Sus propios caminos. Su vida aquí abajo manifestó su belleza desde el comienzo sin ninguna imperfección. La muerte del Señor fue la más solemne sanción que la ley jamás recibió o pudo recibir; por cuanto la maldición que ella pronunció sobre el culpable, el Salvador la llevó sobre sí mismo. Antes que Dios reciba deshonra, no hubo nada que el Señor no tuviese que padecer. Pero, además, creo que las palabras de nuestro Señor permiten una aplicación adicional. Hay una expansión de la ley, o δικαίωμα (dikaioma), que confiere a su elemento moral el más amplio alcance, de modo que todo lo que honraba a Dios en ella, debía ser puesto de manifiesto en su poder y extensión más plenos. Ahora se dejaba a la luz del cielo caer sobre la ley, y la ley interpretada, no por el hombre débil y falible, sino por Aquel que no tenía ninguna razón para pasar por alto una sola jota de sus demandas; cuyo corazón, lleno de amor, sólo pensaba en la honra y en la voluntad de Dios; cuyo celo por la casa de su Padre lo consumía; y quien devolvió lo que no había quitado (Salmo 69:4). ¿Quién sino Él podía exponer la ley de esta manera, no como los escribas, sino en la luz celestial? Porque el mandamiento de Dios es sobremanera amplio, ya sea que veamos el fin de toda perfección en el hombre, o la suma de ella en Cristo.

La justicia práctica del creyente
 Lejos de anular la ley, el Señor, por el contrario, la ilustró de la manera más brillante que nunca, y le dio una aplicación espiritual, para la cual el hombre no estaba preparado en absoluto antes que Él viniese. Y esto es lo que el Señor procede a hacer en una parte del maravilloso discurso que sigue. Después de decir “hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido” (v. 18), agrega: “De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas cualquiera que los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos. Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (v. 19-20).
            Nuestro Señor va a abordar ahora con más detalle los grandes principios morales de la ley en mandamientos que emanan de Él mismo y no meramente de Moisés, y muestra que éste es el medio principal por el cual los hombres serían probados. Ya no se trata más meramente de una cuestión de los diez mandamientos pronunciados en Sinaí; sino que, a la vez que reconoce el pleno valor de los tales, Él habría de desplegar todo el pensamiento de Dios de una manera muchísimo más profunda de lo que jamás se habría podido imaginar antes, a fin de que ésta fuese, desde entonces, la gran prueba.
Luego, cuando se trata del uso práctico de estos mandamientos Suyos, Él dice: “Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (v. 12). Esta expresión no hace la menor referencia a la justificación delante de Dios, sino a la apreciación práctica de las justas relaciones del creyente hacia Dios y hacia los hombres, así como a la marcha práctica en ellas. La justicia de la que se habla aquí es enteramente de una naturaleza práctica. Esto puede resultar bastante chocante para muchas personas, las cuales pueden quedar algo perplejas tratando de entender cómo la justicia práctica es convertida en el medio de entrar en el reino de los cielos. Pero, permítaseme repetir, el Sermón del Monte nunca nos muestra la manera en que un pecador ha de ser salvo. Si hubiese la menor alusión a la justicia práctica en lo que respecta a la justificación de un pecador, habría un motivo para alarmarnos; pero no puede haber ninguna confusión para el creyente que entiende y que está sujeto a la voluntad de Dios. Dios insiste en que haya piedad en su pueblo. Sin santidad “nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14). No puede haber duda de que el Señor, en el capítulo 15 de Juan, muestra claramente que las ramas que no lleven fruto habrán de ser cortadas, y que así como las ramas secas de la vid natural son echadas en el fuego y arden, así también los que profesan el nombre de Cristo pero no dan fruto, no pueden esperar mejor suerte.
Llevar fruto es la prueba de vida. Por todas las Escrituras se declaran estas cosas en los más enérgicos términos. En Juan 5:28-29 se dice: “Vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; más los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” o de “juicio”. Claramente, no hay ningún ocultamiento de la solemne verdad de que Dios tendrá, y tiene que tener,  lo que es bueno, santo y justo en los suyos. Quienes no se hallan caracterizados como hacedores de lo que es aceptable a los ojos de Dios, no son para nada parte del pueblo de Dios. Pero si estos frutos fuesen puestos ante un pecador como medio de reconciliación con Dios, o de tener los pecados borrados delante de Él, ello sería la negación de Cristo y de Su redención. Pero basta sostener que todos los medios de ser llevados cerca de Dios se hallan en Cristo —que la única manera por la cual un pecador es introducido dentro de la esfera de bendición de Cristo es por la fe, sin las obras de la ley—, basta sostener esto y se verá que no queda lugar para la menor incoherencia ni ninguna dificultad para entender que el mismo Dios que confiere a un alma la facultad de creer en Cristo, obra en esa alma por el Espíritu Santo para producir todo lo que es según Él en la práctica. ¿Para qué da Él la vida de Cristo y el Espíritu Santo, si tan sólo la remisión de los pecados fuera necesario? Pero Dios no está satisfecho con esto. Él comunica la vida de Cristo a un alma y da a esa alma una persona divina para morar en ella; y, como el Espíritu no es fuente de debilidad ni de temor, “sino de poder, de amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1: 6), Dios busca caminos en los suyos acordes con Su santidad y espera que ejerzan discernimiento y sabiduría espiritual mientras atraviesan la presente escena de prueba.
Si bien los ojos ignorantes miraban con admiración y con respeto la justicia de los escribas y fariseos, nuestro Señor declara que una justicia de tan baja estofa no es suficiente. La justicia que asiste al templo cada día, que se enorgullece de hacer largas oraciones, de dar grandes limosnas, y de anchas filacterias, no podrá permanecer en la presencia de Dios. Debe haber algo más profundo y más acorde con la santa y amorosa naturaleza de Dios. Ya que con toda esa apariencia de religiosidad exterior, lo más probable es que falte —como generalmente era el caso— conciencia de pecado y de la gracia de Dios.
Esto demuestra la suprema importancia de tener, como primera cosa, nuestros pensamientos en orden acerca de Dios; y sólo podemos tener la noción justa de las cosas una vez que recibimos el testimonio de Dios acerca de su Hijo. En el caso de los fariseos, vemos hombres pecaminosos que niegan sus pecados, oscureciendo y negando por completo el verdadero carácter de Dios como el Dios de gracia. Estas verdades eran rechazadas por los religiosos de entonces, y su justicia era tal como se podía esperar de gente que ignoraba a Dios y su propia condición ante Él. Con eso ganaban reputación, pero nada más que eso. Ellos buscaban su recompensa ahora, y la tuvieron. Pero el Señor dice a los discípulos: “Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.”

El fundamento de la justicia práctica
Permítaseme formular la pregunta aquí: ¿De qué manera Dios cumple esto en relación con un alma que cree ahora? Hay un gran secreto que no sale a luz en este sermón. En primer lugar, hay un enorme peso de injusticia en el pecador. ¿Cómo hay que hacer para tratar esa situación, y cómo un pecador es hecho apto para ser introducido en el reino de los cielos? El pecador tiene que nacer de nuevo; adquiere así una nueva naturaleza, una vida que fluye tan plenamente de la gracia de Dios, como el hecho de llevar sus pecados dependió de la cruz de Cristo. La justicia práctica tiene su fundamento. El verdadero principio de toda bondad moral en un pecador —como ya se ha dicho, y como es menester reiterarlo una y otra vez— es la conciencia y la confesión de su falta de ella, o, si se prefiere, de su maldad. Nunca hallaremos nada justo para con Dios en un hombre hasta que él reconozca que en sí mismo está todo mal. Cuando él desciende hasta sus propias miserias, entonces es llevado a acudir a Dios, y Dios le revela entonces a Cristo como Su don para el pobre pecador. Moralmente, está destruido, sintiendo y reconociendo que está perdido, a menos que Dios se haga presente para tratar su caso; recibe a Cristo, y entonces ¿qué?: “El que cree en mí,  tiene vida eterna”  (Juan 6:47).

            ¿Cuál es la naturaleza de esa vida? Es perfectamente justa y santa en carácter. El hombre es hecho en seguida apto para el reino de Dios. “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3). Pero, en lo que respecta a cuándo se nace de nuevo, el Señor no entra en detalles aquí tampoco. “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6). Los escribas y los fariseos solamente obraban por la carne y en el poder de ella; no creían estar muertos a los ojos de Dios, como tampoco lo creen los hombres hoy. Pero el que cree, empieza por creer que es un hombre muerto, que necesita una nueva vida, y que la nueva vida que recibe en Cristo es apta para el reino de los cielos. Dios actúa precisamente en esta nueva naturaleza, y opera por el Espíritu Santo esta justicia práctica; de modo que permanece totalmente cierto, en el más pleno sentido, el hecho de que “si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Pero el Señor aquí no explica cómo tiene lugar esto. Él simplemente declara que lo que iba acorde con la naturaleza de Dios, no debía hallarse en la justicia humana, judía, y que debía ser para el reino.

ROMA Y LOS MILAGROS

¿Constituyen los milagros un medio de reconocer a la verdadera iglesia?


En respuesta a las pretensiones de la Iglesia católica, que enseña que los milagros son un medio de reconocer a la verdadera Iglesia, es muy importante afirmar que los milagros no son la piedra de toque de la verdad, ni el medio de controlarla. Desde el principio, los milagros confirmaron la verdad, mientras que la Palabra era el medio de  controlarla. Niego, pues, absolutamente esta pretensión.
 “Muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos” (Juan 2:23-24). Este pasaje nos muestra que una fe fundada en los milagros no tiene ningún valor a los ojos del Señor. No olvidemos que en los tiempos de la Gran Tribulación “se levantarán falsos Cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos” (Mateo 24:24). Se dice del anticristo aún, del “hombre de pecado, el hijo de perdición”, que su “advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos” (2 Tesalonicenses 2:3, 9-10). Janes y Jambres también habían hecho muchos milagros, aunque Dios los había confundido delante de Moisés.
            El capítulo 13 del Deuteronomio presenta el caso de un hombre que, para desviar a las almas de la verdad y de Jehová mismo, da, como prueba, una señal o un milagro. La Palabra añade: “No darás oído a las palabras de tal profeta, ni al tal soñador de sueños; porque Jehová vuestro Dios os está probando, para saber si amáis a Jehová vuestro Dios con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma” (Deuteronomio 13:3). Es, pues, cierto que los milagros no son, de ninguna manera, un criterio de la verdad. Cuando la verdad apareció en la plena revelación de Cristo, y cuando, por gracia, ella había sido vertida en corazones dispuestos a recibirla, Dios dio milagros para confirmar la Palabra de la verdad por la cual estas almas habían sido engendradas (Santiago 1:18). Es lo que encontramos en Hebreos 2:4: Dios daba testimonio de la Palabra “con señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad”. Encontramos también en el evangelio de Juan: “Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado” (Juan 15:22); y en el capítulo 14:11 del mismo evangelio, leemos: “Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de otra manera, creedme por las mismas obras.” En una palabra, la Palabra da testimonio de Cristo y del amor del Padre, y las obras son añadidas para establecer la eficacia y la autoridad de esta Palabra.
Ante las pretensiones de Roma, es, además, de suma importancia establecer claramente el carácter de los milagros.
            Los milagros de Cristo eran la expresión del poder y de la bondad de Dios, presentes en un hombre, en medio de este mundo. Este hombre era el Señor en su encarnación, y su palabra bastaba para abolir cada fruto y cada consecuencia del pecado. La maldición de la higuera (Mateo 21:18; Marcos 11:12-14), única excepción a lo que acabamos de decir, sólo confirma la verdad de lo que adelantamos; porque, en este milagro, el Israel rebelde, o el hombre bajo el antiguo pacto, fue juzgado en figura como si tuviera hojas, una bella apariencia basada en su profesión, sin llevar ningún fruto.
La historia de Israel ofrece ejemplos sorprendentes de la cuestión que nos ocupa. Se operaron milagros para establecer la religión divina bajo Moisés. Elías y Eliseo lo hicieron en medio de las diez tribus, cuando éstas se alejaron de Jehová. Pero en Judá (aparte de la única señal del reloj de Acaz dada por Isaías), donde la Palabra de Dios fue todavía reconocida, y su templo establecido, ningún milagro en absoluto fue operado. Los profetas de Judá procuraron hacer que los resultados de la Palabra actuaran en la conciencia del pueblo. 
Ahora bien, cuando uno compara los pretendidos milagros operados por santos u otras leyendas de la misma especie, con los milagros de la Palabra, el contraste de sus dos naturalezas sacude inmediatamente toda conciencia seria.
En Cristo, así como también entre los apóstoles que actuaban por el poder de Cristo, los milagros guardaban perfecta conformidad con Su persona, con Su misión y con Su Palabra, como lo vemos en el capítulo 11 de Mateo (v. 5-6), donde el Señor les responde a los mensajeros de Juan el Bautista: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio”, y el resultado: “Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí.”
Como ya lo dijimos, el poder divino que actuaba en bondad, estaba presente en Cristo en este mundo para librar a los hombres del poder de Satanás, el que, aunque, sin duda, ya vencido, mostraba sus efectos en las enfermedades y defectos físicos que padecían los hombres. El hombre fuerte había sido atado, y el Señor, según su propia expresión, saqueó sus bienes. Por el hecho de que Cristo, como hombre, en su soberana bondad, había entrado en conflicto con Satanás en el desierto, después del bautismo de Juan, los resultados exteriores del pecado en el mundo podían ser abolidos.
Si se comparan ahora los milagros de la Iglesia católica con la vida del Señor, con sus palabras y sus milagros, la diferencia inmediatamente salta a la vista. Los milagros de los que hablamos, ¿son un testimonio al Hijo de Dios, a la naturaleza y a los caminos de Dios en gracia, o más bien tienen por objeto exaltar a ciertos individuos por proezas, absurdas además, en su inmensa mayoría? Además, Roma, que pretende controlarlos, se acredita a sí misma por medio de ellos. No fue ése el caso con los milagros de Cristo. Acudía a todo el mundo, a sus adversarios. Sus milagros eran patentes, constantes y acreditaban la gloria de Dios, no la fama del hombre, porque el nombre de Jesús era glorificado por ellos y no, como en el caso de Roma, un San Martín de Tours, un San Javier, o tal otro.
Nótese todavía que el control de Roma tiene lugar después de la muerte  del  taumaturgo[1]. Estos milagros no son un poder vivo que se demuestra constantemente por sí solo, ni una intervención presente de la bondad de Dios hacia todos. Roma acredita al hombre y al partido al cual éste pertenece y nada más, luego aprueba el milagro, con el fin de ser aprobada ella misma.
Que Dios, si le place, pueda operar milagros, en todo tiempo, ningún cristiano lo pondrá en duda. Que intervenga de manera extraordinaria a favor de hombres fieles, o a favor de mártires que sacrifican su vida para Cristo, no me causaría ningún asombro. Que responda a la oración de fe para la curación de los enfermos (siempre que haya realmente esta fe), no lo dudó ni un instante. Santiago, el apóstol Juan, así nos lo enseñan. Voy más lejos aún: que un hombre que posea el Espíritu de Cristo esté en condiciones de controlar el poder de Satanás y de expulsarlo, es lo que debería ser. Pero cuando, según la enseñanza de la Escritura, los verdaderos milagros deben confirmar la verdad y la palabra de Dios, y la verdad está ausente; cuando veo que el Señor considera sin ningún valor una fe basada en milagros; cuando compruebo que los milagros del catolicismo romano no son un testimonio a Cristo, sino a la virgen María, o a San Ignacio, o a algún determinado hombre ambicioso o jefe de partido, cuyas pretensiones deben confirmar; cuando veo estos milagros multiplicarse constantemente en la vida de estas personas según la ocasión lo requiere; cuando se me cuenta que en vez de que estos hombres tuvieron poder sobre los demonios, era Satanás quien tenía un terrible poder sobre ellos (como en el caso de San Javier y de Loyola) a quienes les pegaba con furor; cuando encuentro por fin que los milagros son perfectamente convenientes para las supersticiones del tiempo que los vio nacer, y que su objeto no es de ninguna manera la verdad de Cristo y la Palabra, tengo razones perentorias para no creer en la inmensa mayoría de ellos. Y si, en algunos de estos milagros, se manifiesta un poder, tengo el derecho de juzgar que no es el poder de Dios.
Al decir esto, no tengo la menor intención de negar que un hombre devoto —o incluso hombres supersticiosos, si se consagran a Dios sinceramente— no puedan ser ayudados de manera extraordinaria en sus dificultades. Solamente, Dios nos da contrapruebas, a fin de que su pueblo no sea inducido a error. Los milagros deben estar a favor de la verdad, de lo contrario, no debo recibirlos. Si tienen lugar a favor de lo que no es la verdad, el que los opera, nos dice la Palabra, debe ser absolutamente rechazado (Deuteronomio 13).
Reitero todavía, que Satanás obrará milagros para engañar a los elegidos, si le fuera posible, y que este hecho es una señal de los últimos días y caracterizará la venida del hombre de pecado.
Pues, como lo dijimos al comienzo, los milagros no pueden ser aquello que conduce al conocimiento de la verdad.


[1] Nota— En algunos casos, como en Lourdes, el control de los milagros tiene lugar permanentemente, pero la escasez de los milagros confirma lo que dice el autor, a saber: la ausencia de un poder vivo que se demuestra constantemente a sí mismo.

COMO CONOCER LA VOLUNTAD DE DIOS

Siempre ha existido ansiedad en el corazón de los hombres por conocer la voluntad de los dioses. El A. T. habla de paganos, como el rey de Babilonia. Detenido ante una encrucijada, hace uso de la adivinación, sacude las sae­tas, consulta a los ídolos y mira el hígado (Ez. 21:21). Otros lo hacen de diferente modo, y aún nuestra gente moderna —que pretende ser tan civi­lizada— consulta horóscopos en revis­tas y periódicos. Lo hace porque sien­te necesidad de ayuda, pues el pecado ha desorganizado todo su ser. En cam­bio, cuando el hombre es regenerado, el mismo Espíritu Santo toma a su cargo la dirección de su vida.
Es evidente pues que toda forma de adivinación nace del deseo de obtener conocimiento del futuro, aun clandes­tinamente; y esto es una imitación satánica de la profecía. El Espíritu San­to es quien guía a los verdaderos hijos de Dios, pero son demonios los que guían en el otro caso; ellos tienen cier­to conocimiento que podremos llamar súper- físico.
Cuando el Espíritu toma posesión del creyente, él mismo lo guiará, aun­que no necesariamente por medios so­brenaturales. A veces lo ha hecho por instrucción oral, "habló Dios a Abraham; a Moisés", etc., o mediante visio­nes y sueños. Pero es necesario adver­tir que entonces no había una revela­ción completa, escrita. Otro modo fue la nube y la columna de fuego. Habien­do redimido a su pueblo, Dios descen­dió para morar en medio de él y an­dar con él. No lo dejo ir a su heredad como pudiera. Israel debía ser un pue­blo guiado y obediente. La nube escri­bió "si el Señor quiere" sobre todos sus movimientos; hizo que ellos vol­vieran a ser como niños. Nosotros pues podemos esperar también que Dios ha­ya provisto algo que nos sirva de brú­jula en nuestra peregrinación; y por cierto es así, y no es algo, sino Alguien. ¡Se trata de una Persona!
En el discurso del Señor que ha­llamos en Juan capítulos 14 al 16, leemos que preparaba a los suyos para Su salida de este mundo. Pero les prometió que vendría OTRO guiador. "El Espíritu de verdad". Ahora nuestro Señor está en el cielo, pero el Espíritu Santo es­tá aquí, y su misión es guiarnos.
Cada uno de nosotros sabe lo que es estar en situación de perplejidad, y tener necesidad de hacer algo. Segu­ramente Israel en su tierra no fue guiado otra vez exactamente como cuando estaba en el desierto. No obs­tante la presencia invisible de Dios por su Espíritu, y según su palabra, siem­pre estuvo guiando y protegiendo.
Algunas palabras de advertencia —exenta de dogmatismo— acerca de costumbres no recomendables nos ven­drían bien, pues sabemos que han si­do motivo de bendición a almas senci­llas. Sabemos de aquellos que siempre buscan la dirección del Señor por me­dio una "cajita de sorpresas". Al­guien ha dicho que junto a ella habría que poner una "caja de advertencias". Otros dicen ser guiados por impulsos. "Se sienten guiados". Es cierto que a veces el Espíritu obra así; no obstante es indispensable estar siempre en co­munión con el Señor,
No podemos caminar en las sen­das de justicia solamente por medio de presentimientos. Muchas veces esto de "sentirse guiado" no es más que una excusa para justificar hechos apresura­dos, y ministerio sin provecho. Según las Escrituras no es cosa de "sentirse guiados". Somos guiados por el Espí­ritu. Además la dirección del Espíritu no es para tiempos de crisis solamente, sino para toda la vida. Es por esta ra­zón que nos ayuda grandemente al so­brevenir los momentos de crisis.
Señales sobrenaturales. Tales cosas son buscadas muchas veces por los espiritualmente inmaduros. Vista no es compatible con Fe, y no debemos olvi­dan que los adversarios también hacen señales. Las señales sobrenaturales no forman parte de la guía divina normal.
Cristo dijo a los suyos acerca del Espíritu Santo: "os guiará". Y esto su­giere una mano amorosa extendida pa­ra dirigir, "os guiará a toda la verdad" (Juan 16:13). Los apóstoles tenían que ser testigos de todo lo que aconteció, a fin de llegar a ser los escritores e in­térpretes de Cristo para todo el tiem­po para que en cada generación por su palabra otros creyeran, (Juan 17:20). El conocimiento que los apóstoles recibie­ron por tal guía, quedó registrado per­manentemente en el Nuevo Testamen­to. El Espíritu los guio a escribir, así como ahora nos guía a nosotros al leer, para que crezcamos en el conocimien­to de su voluntad. Si quisiéramos ser guiados por el Espíritu en los asuntos de nuestra fe, éstas son las Escrituras que tendremos que estudiar. La pala­bra de Dios es el "libro de texto", y ninguna cosa que no cuadre bien con el LIBRO podrá ser considerada como enseñada por El.
Todo creyente debe experimentar pa­ra si la guía y la iluminación del Espíritu. Las condiciones no son difíciles de obtener. Consiste sencillamente en la atención humilde y expectante. Y en leer las Escrituras con ferviente ora­ción. Y al leer u oír la Palabra, el Es­píritu será nuestro Guía y Enseñador.
Es también obra del Espíritu que mora en nosotros, el conducirnos a la contemplación del divino rostro; y a una vida de oración e intercesión. Él nos pujará en el camino de la santidad de vida (Ez. 36:27, Isa: 30:21). La característica de tal vida es que nunca se guía por las normas y deseos de la carne, ni por la manera de pensar del mundo.
"Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios" (Ro. 8:14). La expresión "hi­jos de Dios" significa no solamente que somos de la familia de Dios, sino que además manifestamos la dignidad de "hijos de Dios". Todo creyente es hijo de Dios por nacimiento, pero todo hi­jo no está mostrando la dignidad del estado de hijo. Vive como niños que no ven, sin realizar la alta dignidad de su vocación y estado.
La vida del Espíritu dentro del creyente autentica el estado de hijo. Es el especial privilegio de ellos ser guiados por el Espíritu; por la palabra que es inspirada y por Su testimonio dentro del alma, que ilumina el enten­dimiento y vivifica la conciencia, de tal manera que tiene un instinto espiritual y un discernimiento sano de las cosas de Dios, Este es el principio que ha de guiar la vida. Y en esto no hay nada que tenga que ver con un mero entu­siasmo o éxtasis. Todo habla de la su­jeción del corazón al gobierno de la voluntad de Dios en nuestras palabras, obras y pensamientos. Sujeción que desde nuestro punto de vista es volun­taria, y sin embargo es debida al divi­no Agente y Enseñador que mora adentro. Se trata de una entrega y un santo abandono al Espíritu Santo, el cual ha de guiarnos. Tal guía llevará a la mortificación de la carne, y por la obediencia a Él nunca seremos derro­tados por ella.
Recibimos el "Espíritu de adopción" (Ro. 8:15). Significa dar el lugar de hijo a alguien a quien por naturaleza no le pertenece. El contraste es entre la posición sin privilegios de un escla­vo, y la de aquel que no solamente es reconocido como un miembro de la fa­milia, sino también es poseído de una dignidad: es hijo y heredero. Porque aquellos que han recibido el Espíritu de adopción son herederos de Dios (Ef. 1:5).
En La carta a los Romanos, Pa­blo contrasta el presente con el glo­rioso futuro. Somos hijos de Dios aun­que ahora estemos viajando como in­cógnitos por el mundo. En el pasaje paralelo de Gálatas 4:6, leemos del Es­píritu de su Hijo. Allí el presente es contrastado con el pasado que fue in­validado en Cristo. Es la acción del Es­píritu del Hijo sobre nuestro espíritu que nos hace clamar "Abba Padre". El Espíritu llena el alma con amor de tal manera que es el gozo del hijo obede­cer. Por el Espíritu la ley se cumple, pero al mismo tiempo su dominio que­da abolido. No es más un freno que moleste, pues el creyente, dulcemente constreñido por el Espirito hace la voluntad de Dios, y guiado por el Espíri­tu vive una vida libre de egoísmo y lleno de fruto para Dios.
Sendas de Vida, 1977

Jesús, tu amor por mí sin límites.

Jesús, tu amor por mí sin límites.

Jesús, tu amor por mí sin límites
Ningún pensamiento puede llegar, ni lengua declarar.
Te doy mi corazón agradecido,
para que reines sin rival allí.
Tuyo soy, Tuyo soy
Sé Tú solo la Llama constante en mí.

                                                             Paul Gerhardt, 1676

La cruz excelsa al contemplar

La cruz excelsa al contemplar

La cruz excelsa al contemplar
Do Cristo allí por mí murió,
Nada se puede comparar
A las riquezas de su amor.

Yo no me quiero, Dios, gloriar
Más que en la muerte del Señor.
Lo que más pueda ambicionar
Lo doy gozoso por su amor.

Ved en su rostro, manos, pies,
Las marcas vivas del dolor;
Es imposible comprender
Tal sufrimiento y tanto amor.

El mundo entero no será
Dádiva digna de ofrecer.
Amor tan grande sin igual,
En cambio exige todo el ser.

 Isaac Watts, 1748

Sublime Gracia

Sublime Gracia.

¡Sublime gracia, (¡cuán dulce es el sonido!),
Que salvó a un miserable como yo!
Estuve perdido, pero ahora ya no más.
Estaba ciego, pero ahora puedo ver.

Fue la gracia la que enseñó a mi corazón temer,
Y la gracia mis miedos alivió;
Qué preciosa gracia apareció
La hora en que creí.

Muchos peligros, fatigas y trampas
He experimentado y superado;
La gracia me ha hecho fuerte
Y es ella la que me llevará hasta casa.

El Señor me ha bendecido,
Su palabra me asegura la esperanza;
Él será mi escudo
Mientras la vida dure.

Cuando este cuerpo y corazón se hayan consumido,
Y la vida me abandone,
Tendré, bajo el velo,
Una vida plena de alegría y paz.

Esta tierra pronto se disolverá como la nieve,
El sol ocultará su brillo;
Pero Dios, quien me llamó acá abajo,
Estará por siempre en mí.
John Newton, 1779